Capítulo 20

Bajo el fuego de cobertura de Rio, Elíjah corrió a través del patio cubierto al depósito. Las llamas comenzaron a lamer la parte inferior de una de las patas de la estructura de madera. Elíjah recogió a Mateo.

– Te estamos rescatando -dijo cuando el muchacho comenzó a luchar, siseando y escupiendo y clavando las afiladas uñas en el brazo de Elíjah.

– Ese es tu hermano Conner, Mateo. Ha venido por ti. Tu madre debe haberte hablado sobre Conner.

El muchacho se quedó quieto en sus brazos y echó una ojeada por encima del hombro para ver al leopardo moviéndose rápido por el patio hacia la parte superior donde Imelda estaba agachada gritando órdenes a sus hombres con la esperanza de tomar el mando. Era imposible distinguir sus palabras exactas sobre el rugido de las llamas, pero su voz chillona era interrumpida por los disparos de un arma.

Mateo empezó a menearse otra vez.

– Voy a ayudarle -afirmó.

Elíjah se rió.

– Lo harás Pero no esta vez. Te quiere en el bosque cuidando de su esposa, Isabeau. Me pidió que te dijera que cuidaras de ella hasta que él pueda llegar allí. Ella tiene un enemigo, un leopardo. Sólo otro leopardo puede protegerla.

El niño sacó su pequeño pecho.

– Yo puedo hacerlo.

– Vamos entonces. -Elíjah evaluó ansiosamente el fuego. En pocos minutos más iba a cortar su ruta de escape. Tenían que irse. Le indicó a Rio que se movía con el muchacho. Cambió a Mateo a la espalda.

– Agárrate, nos ponemos en marcha -ladró en su radio, no queriendo que sus propios hombres les pegaran un tiro por casualidad.

El fuego se estaba convirtiendo en una amenaza mayor que los disparos erráticos. Rio hizo señas a sus hombres para que siguieran a Elíjah y salieran. No podían esperar más tiempo. Trató de advertir a Conner que la base de la torre estaba en llamas, pero el leopardo ya había llegado a la cima y estaba justo debajo de la plataforma. No quería dar a Imelda ninguna advertencia de la presencia del felino, no cuando parecía que ella tenía un pequeño arsenal en las yemas de sus dedos.

El humo rodaba en el aire, volviendo todo negro y grisáceo, disminuyendo la visibilidad. Esto fue de gran ayuda para Elíjah cuando tomó al muchacho y lo llevó a la seguridad de la selva tropical, pero el humo casi asfixiaba a Rio. Se cubrió la boca con un pañuelo mientras se esforzaba por ver lo que estaba pasando por encima de él en la torre. Ya no podía ver a Imelda, pero ella tenía que ser consciente de las llamas que avariciosamente chisporrotean por las patas de apoyo de la torre.

El olor del fuego era insoportable para el gran leopardo. Cada instinto de supervivencia que poseía le instaba a correr por su vida. El leopardo rugió cuando el humo le picó sus ojos, pero siguió subiendo, decidido a poner fin a los disparos mientras Imelda continuó disparando al nebuloso patio de abajo. El leopardo de Conner se arrastró en la plataforma en absoluto silencio.

A través de las nubes de ondulantes remolinos de humo, podía ver a la mujer, tendida en la parte superior de la torre, las armas esparcidas a su alrededor, una pistola automática barriendo el patio de abajo sin tener en cuenta a quien acertaba. Abajo, los hombres se dispersaron bajo el asalto, abandonando sus intentos de apagar el fuego, corriendo en cambio para escaparse. Abajo la tierra era un caos.

Imelda les gritó, jurando y lanzando maldiciones, la mayoría dirigidas a Elíjah y Marcos. Debía creer que la habían engañado con el fin de hacerse cargo de sus rutas de droga. Obviamente no se le ocurrió que habían venido a rescatar a los niños. Juró venganza y muerte a sus familias mientras seguía disparando a todo lo que se movía debajo de ella.

El leopardo fijó su mirada en ella, concentrándose por completo en su presa. Avanzó lentamente, la mirada fija lo llevó a paso lento a través de más de la mitad de la plataforma de la torre. Estaba sobre su vientre y se movió aun más despacio, sin hacer ruido mientras se acercaba a ella.

Imelda se puso rígida de repente. Se dio la vuelta despacio, sus ojos se abrieron de par en par por el terror.

– Ottila. Yo nunca diría nada. -Levantó la mano, la palma hacia afuera, como si eso detuviera el ataque del leopardo-. Doblaré tu paga.

Incluso mientras lo decía, montaba el arma, el dedo ya en el gatillo, rociando balas a través de la plataforma mientras trataba de llevar el arma a su posición contra el ataque del leopardo.

Conner sintió las picaduras justo antes de golpearla, una cerca de su cadera y una le pasó rozando el hombro, y entonces usó las poderosas piernas para saltar, golpeándola con la fuerza de un tren de carga. Lleno de odio, los condujo sobre el borde, el mismo desde el que ella había arrojado a Mateo. Oyó precipitarse el aire de sus pulmones, sintió todo lo que se rompía dentro de ella. La boca de ella se abrió ampliamente en un grito, pero el sonido fue arrancado de ella, desapareciendo en el humo.

Fue mucho más difícil enderezar su cuerpo, dar vueltas en el aire. Sus patas traseras se derrumbaron cuando golpeó el suelo. Ella aterrizó con fuerza, el sonido como una calabaza rompiéndose y el contenido derramándose por el suelo. Se arrastró hacia ella, utilizando la cobertura del humo. Aún estaba con vida, los ojos muy abiertos, su cuerpo inmóvil. Ella contuvo la respiración. Resollando. Luchando por aire.

El leopardo puso su gigantesca pata sobre su vientre. Ella trató de moverse, pero con la espalda rota era imposible. El aliento caliente del leopardo abanicó su cara. Ella contempló la muerte, los colmillos largos, los ojos feroces perdidos en un mar de manchas.

– ¡Conner! -La voz de Rio llamó fuera del humo-. ¡Muévete!

Los tiros podrían ser oídos en la distancia, viniendo de la dirección que Isabeau había tomado con los niños. Vio el reconocimiento repentino en los ojos de Imelda. No Ottila. La furia quemó. El odio. Entonces, cuando su cabeza se acercó y él retiró sus labios en un gruñido, el miedo. Entregó el mordisco mortal, cortando su columna vertebral, no por misericordia -no sintió ninguna- sino con el conocimiento de que el mal a menudo encuentra una manera de sobrevivir y él no lo permitiría, no esta vez.

El leopardo dio varios pasos experimentales. Arrastraba un poco la pata trasera, pero podía caminar. El dolor se estrelló contra él después de los primeros pasos, disipando el entumecimiento.

– ¿Necesitas ayuda?

Rio se acercó a su lado izquierdo, su arma preparada mientras se apresuraban a través del humo que se arremolinaba hacia la valla. Su rostro era sombrío, los ojos inyectados en sangre, siempre en movimiento, buscando a través del humo un enemigo, pero sus manos eran firmes como una roca.

Conner negó con el cabeza, agradecido de tener un amigo que le vigilara la espalda. La sangre le cubría los cuartos traseros y el dolor en la cadera trasera y la pierna se hacía insoportable.

A su alrededor, parecía como si el mundo estuviera en llamas. Las llamas rodaron y giraron, alzándose codiciosas para consumir cualquier cosa y encontrándolo en los edificios y plantas del complejo. Ya, la alta valla que rodeaba la finca estaba en llamas en varios lugares. El humo ahogaba los pulmones, quemaba los ojos y la garganta. El fuerte rugido golpeó sus oídos, expulsando fuera los otros sonidos. La conflagración creó su propio viento, un aliento feroz, caliente, que chamuscó a alguien que tocó.

Conner siguió su camino, forzando al dolor a la parte posterior de su mente, con miedo por los niños e Isabeau. Siguió diciéndose que Elíjah y los hermanos Santos estaban con ellos. La valla surgió delante de ellos, una pared encendida que parecía rodear el complejo entero ahora. Las balas eran escupidas en el suelo cerca de él y alguien gritó con voz ronca. Rio se arrodilló y comenzó a disparar.

Conner se preparó y obligó a su gato a saltar a través de las llamas. El calor le chamuscó los bigotes y el pelo. Durante un momento el calor fue tan intenso que pensó que estaba en llamas. Aterrizó en el otro lado y se agachó, jadeante, sus costados subían y bajaban cuando su pierna cedió y se tambaleó, cayó. Rio aterrizó junto a él, ya recargando.

– Necesitas atención médica. Llega a los árboles y deja que yo me ocupe de esto -dijo Rio. Cuando el leopardo sacudió su cabeza, la boca de Rio se apretó-. No era una petición.

Conner gruñó, mostrando los dientes, pero de mala gana siguió a su jefe de equipo. Rio raramente ponía las cosas como una orden, pero él dirigía el equipo cuando Drake no estaba alrededor y Drake no había estado alrededor en mucho tiempo.

Se apresuraron a alejarse del calor y el rugido del fuego. Había unos cuantos hombres huyendo de las llamas, por lo que los evitaron. Los que cazaban a los niños y a Isabeau eran otra cosa. El leopardo se hundió en la espesa vegetación, mientras que Rio retiró su botiquín médico y encontró lo que necesitaba.

– Pienso que la bala está todavía ahí, Conner. Voy a tener que sacarla.

Inyectó al gato con el analgésico para entumecer el área alrededor antes de sentir donde la bala estaba alojada. Los leopardos podrían ser impredecibles en el mejor de los casos y la exploración en torno de una bala no era algo que la mayoría permitiría. Rio no lo habría intentado estando solo con cualquiera. Conner era fuerte y mantuvo en jaque a su felino a través de lo más difícil. Y tenían muy poco tiempo.

Rio pudo sentir el temblor del leopardo cuando sondeó la herida. Una vez que tuvo el resbaladizo trozo de metal con las pinzas, el gato se estremeció.

– Maldita sea. No te muevas. La luz no es buena aquí y estoy trabajando a ciegas. -Sobre todo, los dientes del gato estaban demasiado cerca, poniéndole nervioso.

Le tomó unos minutos más de exploración antes de lograr agarrar la bala lo suficiente como para sacarla. El gato se estremeció y silbó una protesta larga, pero resueltamente mantuvo su cabeza lejos de él. Rápidamente, Rio limpió el lugar de la herida y le inyectó antibióticos.

– No hagas ninguna locura y esto debería sostenerse hasta que puedas cambiar de nuevo. Vamos.

Conner probó la pierna. Con el analgésico, podía poner más peso sobre ella, pero estaba débil y un poco desorientado. Los dos salieron a la carrera. Rio lanzó su arma sobre su hombro y trató de mantenerse el ritmo del leopardo herido. Los hombres habían marcado un ritmo rápido con los niños. Elíjah llevaba obviamente a Mateo, sus huellas eran más profundas que los otros. Se encontraron con dos cuerpos, ambos guardias del equipo de Imelda, tiroteados.

Había manchas de sangre después, indicando que alguien había resultado herido. Profundamente dentro del leopardo, el corazón de Conner palpitó con miedo por Isabeau.

– Ella no -dijo Rio-. Felipe o Leonardo, creo. -Indicó un paso roto-. Aquí.

Ambos inhalaron profundamente.

– Definitivamente Felipe -dijo Rio.

Echaron a correr de nuevo. El sonido de un disparo retumbó en el bosque. Al lado del leopardo, Rio de repente se sacudió y cayó sobre una rodilla. La sangre salpicó toda la vegetación podrida cuando Rio cayó boca abajo, sin fuerzas.

Conner usó las poderosas garras para agarrar una pierna y tirar el cuerpo a la cubierta más profunda de árboles, hundiéndose junto a su amigo para darle la vuelta suavemente. Estaba perdiendo mucha sangre. Conner cambió, indiferente al dolor atroz que se cerró de golpe por su pierna y cadera cuando se puso en cuclillas al lado de Rio, trabajando rápidamente para detener la sangre.

Había una herida con un orificio de entrada y de salida. La bala había pasado a través del cuerpo de Rio, cerca del corazón, pero no le había dado. No tuvo ni idea de que daño había provocado, pero Rio respiraba superficialmente. Conner no tenía duda de quién les había disparado. Como ellos habían escondido provisiones y armas en el bosque, también lo había hecho Ottila.

Trabajó en Rio durante veinte minutos antes de que estar satisfecho por haber hecho todo lo posible. Rio se agitó, revoloteando las pestañas varias veces. Conner se acercó a su oído.

– Quédate quieto. Está ahí fuera cazándonos. Pongo el arma en tu mano. Está totalmente cargada. Hay agua al lado de tu otra mano. Voy a matarle, pero esto puede llevar tiempo. No te quiero impaciente por mí y tratando de moverte. Me entiendes, Rio. No te muevas.

El asentimiento de Río fue apenas perceptible. Conner puso su mano sobre el hombro de su amigo y dobló su cabeza, buscando un poco de ayuda. Él no quería volver a un cadáver.

Cambió, se escabulló agachado sobre la tierra a través de los arbustos. Se arrastró lentamente. La paciencia en la caza era fundamental. No podía pensar en Rio o en Isabeau. Tenía que recurrir a sus todos sus instintos de leopardo.

Rodeó el área alrededor de Rio, sigiloso y silencioso en sus patas amortiguadas. Tenía que proteger al hombre. Ottila seguramente trataría de matarle, para asegurarse de que no habría interferencia en su desafío por Isabeau. Conner tenía que ser capaz de ver a Rio en todo momento, para poder llegar a él rápidamente.

Su felino encontró un árbol con múltiples ramas enrolladas y subió. Se levantó contra un enemigo que era astuto y rápido, decidido y muy familiarizado con el territorio. Él cazaba en el patio de atrás de Ottila. Pero, decidió Conner, Ottila no tenía ni idea de que Conner había nacido y se había criado en la selva tropical de Panamá y que también estaba familiarizado con ella. De acuerdo, había estado fuera cinco años, pero no había olvidado.

Se acurrucó en una rama y se quedó inmóvil, apoyándose en su grueso abrigo para camuflarse, quedando en un segundo plano. Ahora se trataba de un juego de espera. Ottila sentiría la presión más que Conner. Él pensaría que Elíjah y los demás podrían retroceder y venir a buscarlos si tardaban demasiado en alcanzarlos. Ottila no tenía idea de que las órdenes eran velar por la seguridad de los niños antes de cualquier otra cosa. No, el leopardo vendría con sus malas intenciones y estaría obligado a hacer el primer movimiento ofensivo. Un juego de ajedrez entonces. Las apuestas eran la vida para Rio, Conner e Isabeau, o la muerte para todos ellos. Ottila tenía una batalla en sus manos.

Conner había pasado cientos de horas como francotirador, se había encerrado en una posición esperando simplemente al blanco perfecto. Sintió la calma familiar que siempre rezumaba en sus venas. El agua helada, lo llamaba Rio, pero fluía a través de él trayendo la paz. Se dio cuenta de todos los matices de la selva tropical. Las aves, las llamadas constantes, los monos, todos asustados y huyendo del calor, las llamas del fuego. El viento llevaba el fuego hacia el este, lejos de ellos ahora, pero el humo se había instalado en los árboles como una manta gris asfixiante.

No se oía nada, Conner creía que Ottila cometería un error. Miró la maleza en torno a Rio hasta que vio lo que estaba buscando. La rama baja de un arbusto se movió un poco aunque no había brisa. Esa fue toda la advertencia que tuvo, todo la que necesitó. Su mirada fija en el suelo y la maleza. Su cola tembló y se tranquilizó. Esperando.

La cara que gruñía de un leopardo macho en su mejor momento empujó a través del follaje y se congeló. Conner pudo ver que la piel era más oscura que su propia piel dorada. Más bronceada y rojiza en la base, con un mar de rosetones negros que cubrían su cuerpo. Ottila parecía una fuerza bruta, con grandes músculos elásticos y una inteligencia astuta que ardía en su mirada de color verde amarillo. Aplastó las orejas en la cabeza cuando se arrastró hacia adelante, sin apartar los ojos de la bota inmóvil que salía de los matorrales a pocos metros de él.

El camino escogido por el leopardo se acercaba al árbol donde Conner acechaba. Conner se preparó, todos los músculos listos y tensos. Centímetro a centímetro, Ottila se arrastró hacia delante. El pie no se movió. El cuerpo nunca cambió de postura. Conner temía que Rio se hubiera desmayado y no fuera capaz de defenderse por sí mismo si él fallaba el ataque inicial.

Mantuvo la mirada concentrada en el leopardo, observando cada paso que le llevaba más cerca de su presa. Esperó hasta que pudo ver el agrupamiento de los músculos debajo de la gruesa piel, el encogimiento de Ottila dispuesto a cargar. Con el leopardo más oscuro tan concentrado en su presa, Conner lanzó su propio ataque, golpeando con velocidad vertiginosa al leopardo. En el último momento, Ottila debió presentir su presencia, ya que rompió la mirada para alzar la vista.

Conner le golpeó con fuerza, haciéndole caer al suelo. Rodaron, una maraña de dientes y garras, arañándose el uno al otro. Las colas azotaron cuando ambos se levantaron sobre sus patas traseras, cavando profundamente en la tierra para apalancarse mientras ambos intentaban el agarre asfixiantemente en la garganta del otro. Ottila siseó y gruñó su odio hacia su rival, los rugidos resonaron a través del bosque, de modo que los pájaros alzaron el vuelo gritando desde los árboles. Los monos aulladores lanzaron ramas y palos a los dos leopardos.

Los felinos se separaron, dieron vueltas y se encontraron otra vez en el aire, los ojos cerrados, ambos rasgándose ferozmente mutuamente. Ottila se arqueó en un semicírculo, con la columna vertebral flexible que le permitía casi doblarse en dos. Conner calculó su golpe a la perfección, araño el vientre con fuerza, rasgando profundamente justo cuando el leopardo más oscuro le rasgaba un costado. Aterrizaron, sus costados jadeantes, la sangre manchaba las hojas en torno a ellos, mientras daban vueltas cautelosamente.

Ottila trató de llevar la lucha más cerca de Rio, pero Conner le cortó, negándose a ceder terreno, saltando de nuevo y conduciendo al otro leopardo a sus pies. Ottila derribado giró, dio vueltas, casi dio un salto mortal, su potente pata delantera asestó un golpe con una fuerza enorme a la cadera trasera herida de Conner. Conner trató de salir de su camino lo suficiente como para al menos disminuir el golpe, pero la garra impactó, haciendo que el fuego se disparara por su pierna y rodó sobre el vientre. Su pierna se derrumbó y cayó.

Ottila saltó sobre él, las garras arañaron su vientre, su aliento caliente en la cara, los ojos malévolos le miraban mientras luchaban, nariz con nariz, Ottila trató de hundir sus dientes en la garganta de Conner. Conner golpeó con las patas el suave vientre de Ottila rasgando la piel para extraer sangre, tratando de ir más profundo, mientras el leopardo cortaba y le mordía la garganta. Con un último tirón desesperado, Conner logró rodar de debajo del otro leopardo. Trató de ponerse de pie y cayó de nuevo.

Ottila dio vueltas, gruñendo, los labios retirados para exponer los colmillos sangrientos. Había manchas de sangre en el hocico, convirtiendo el color rojizo en barro. Sus ojos eran llamas de color rojo, brillando con odio y resolución.

Conner se quedó en posición, sólo gastando la energía que tenía para permanecer frente al otro leopardo. Su parte trasera apenas funcionaba, la pata débil con tendencia a desmoronarse bajo él si ponía demasiado peso sobre ella. Tuvo buen cuidado de ocultar la debilidad lo mejor que pudo. Ottila era fuerte, demasiado bueno y demasiado experimentado para que Conner le diera cualquier margen.

Ottila cargó contra él, un estallido de velocidad, golpeando con tanta fuerza que no sólo pasó sobre Conner, sino que sobrepasó al dorado leopardo cuando éste cayó, la única cosa que realmente salvo la vida de Conner. En su interior Conner se sentía roto, hecho pedazos, pero con resolución se dio una vuelta y volvió a ponerse en pie, sacudiéndose. Ottila se levantó, se volvió hacia atrás, gruñendo. Conner comenzó a cojear hacia el otro leopardo, sus costados subiendo y bajando, la sangre revestía sus caderas, patas y ahora los costados.

Rio gruñó y cambió de posición, llamando la atención del leopardo enfurecido. Ottila gruñó de nuevo y despidiendo a Conner como demasiado lesionado para ser una gran amenaza, se arrastró sobre su vientre hacia el cuerpo tendido que estaba inmóvil entre la maleza, ahora sólo a pocos metros de él. No quería una bala en la cabeza cuando fuera a acabar con Conner. Rio levantó la cabeza, sus ojos fijos en el leopardo. El arma estaba suelta en la mano, aparentemente olvidado o Rio estaba demasiado débil por la pérdida de sangre incluso para levantarla.

El leopardo rojizo retiró los labios en una mueca de odio. Parecía malvado en ese momento, usando las garras para impulsarse centímetro a centímetro más cerca de Rio, prolongando la agonía, sabiendo que el hombre estaba totalmente indefenso.

Conner siguió al leopardo. Cuando Ottila aceleró la velocidad en el suelo, Conner golpeó, un movimiento desesperado, conduciendo sus dos garras delanteras tan profundo como pudo en las caderas del leopardo. Clavó las patas traseras en el suelo y tiró con cada pedacito de fuerza que tenía, arrastrando el leopardo lejos de Rio.

Ottila rugió de rabia y se retorció, rasgando una garra afilada sobre el hocico de Conner. Conner siguió arrastrándolo, dando marcha atrás, su agarre implacable. La sangre corría por las patas del leopardo más oscuro y cada vez que se giraba, Conner se clavaba más profundamente, negándose a permitir siquiera que la columna vertebral flexible interfiriera con su determinación de eliminar la amenaza sobre Rio.

Ottila comenzó a entrar en pánico cuando las garras siguieron clavadas, perforando cada vez más profundamente, el agarre implacable, despiadado e inquebrantable. Conner hundió los grandes caninos en la columna vertebral y el terror de Ottila se extendió como una enfermedad. Se retorció y gruñó, tirando el peso hacia los lados en un intento de rodar, sus garras rasgaron todo lo que podía tocar. Acuchilló al leopardo dorado frenéticamente, en el pecho, hocico, hombros y patas delanteras, pero no podía conseguir quitarse al otro animal que le estaba cortando la columna vertebral.

Ottila necesitaba hacer palanca, pero el leopardo dorado respondía a cada movimiento. Parecía anticipar cada movimiento antes de que él lo hiciera. Sabía que Conner estaba debilitado. Sus continuas cuchilladas se estaban tomando su precio. Le arañó la cara, el pecho, los hombros y los brazos, largos cortes profundos que arrojaron fuentes de preciosa sangre. No podía llegar a la garganta, aunque hubiera estado cerca, dando vueltas, y aún así las garras y los dientes eran implacables, colgaba sobre él, arrastrándolo lejos del hombre sobre el suelo.

Conner comenzó a subir, centímetro a centímetro, utilizando sus garras para trepar por el cuerpo, bloqueando el ardiente dolor cuando el otro leopardo se defendía acuchillándolo con golpes de sus poderosas patas. Conner sabía que no tenía ninguna otra opción que la de sostener al leopardo rojizo. Necesitaba encontrar una manera de entregar el mordisco mortal, pero su fuerza se desvanecía rápidamente. Su pierna estaba en llamas, el dolor era insoportable. Bloqueó todo, los sonidos de la batalla, el dolor, el pensamiento de Rio desvalido, el humo arremolinándose a pulgadas del suelo y velando los árboles, todo, excepto Isabeau. Esto era para Isabeau. Tenía que derrotar a Ottila.

Deliberadamente sacó cada imagen de ella que poseía, moratones, el terror en sus ojos, el pinchazo profundo de las heridas que este animal le había infligido sólo porque podía hacerlo. No había forma de que él viviera. Ni siquiera si eso significaba que ambos murieran allí. La vida de Ottila Zorba había terminado. Conner dio un duro tirón con sus garras, arrastrando al leopardo debajo de él con renovada fuerza, subiendo por la columna hasta que estuvo en el grueso cuello. Sus garras clavadas en los costados de modo que estaba montando al otro leopardo.

Ottila rodó, desesperado por sacárselo de la espalda, desesperado por escapar de los malvados dientes y las garras afiladas. Estrelló a Conner contra el suelo, deliberadamente aterrizó sobre el trasero herido de Conner, pero el leopardo dorado se negó a ser desalojado. Como un demonio, se quedó colgado; se movió lentamente por la espalda, hasta que los terribles dientes se cerraron alrededor de la nuca en un mordisco de castigo.

Los caninos se hundieron profundamente, tratando de separar la médula espinal. Ottila trató de darse la vuelta y el miedo de pronto le llenó. En realidad lo sintió repentinamente, extendiendo la parálisis, la rigidez de las piernas, su cuerpo se volvió débil. El leopardo lo retuvo durante un buen rato hasta que los ojos de Ottila se volvieron vidriosos y el aire dejó los pulmones. Lo sostuvo aún más, esperando hasta que estuvo seguro que el corazón había dejado de latir.

Era casi demasiado esfuerzo liberar al leopardo de su agarre. Conner se derrumbó encima de él, sangrando por demasiados lugares como para contarlos. Sabía que tenía que volver con Rio, pero no le quedaban fuerzas. Sólo podía descansar sobre el otro leopardo, su cuerpo consumido por el dolor, era imposible decir qué parte de él dolía más. Le llevó unos minutos u horas, no lo sabía, reunir la fuerza suficiente para iniciar lo que parecía un viaje de un kilómetro de largo, arrastrándose por el suelo hasta el lado de Rio.

Rio levantó ligeramente la cabeza y envió a Conner una horrible mueca.

– ¿No tienes buen aspecto?

Conner hizo una mueca. Tenía que cambiar y sabía que iba a doler como el infierno. No podía arriesgarse a ser capturado como leopardo, no si iban a pedir ayuda en forma de helicóptero. Y ambos necesitaban atención médica. No esperó, no se demoró. Simplemente deseó el cambio. El dolor se estrelló contra su cuerpo, su visión se volvió roja, luego oscura. Su estómago se tambaleó y nada parecía funcionar. Se encontró tirado boca abajo en la vegetación podrida y se preguntó si los insectos se lo comerían vivo.

Se despertó poco después. El tiempo tenía que haber pasado ya que el humo se había disipado cerca del suelo, aunque el olor del reciente incendio era fuerte y unas nubes aún colgaban de los árboles. Algo se movió cerca de él y se las arregló para volver la cabeza hacia el susurro de las hojas. Rio empujó una cantimplora de agua en sus manos.

– Bebe, has perdido mucha sangre.

Su visión era borrosa. Todo dolía. Todo. No parecía haber un lugar en su cuerpo que no estuviera reducido a jirones.

– ¿Tengo algo de piel?

– No mucho. No pienso que vayas a ser más un chico bastante bonito -le informó Rio alegremente-. El bastardo hizo verdadero daño.

Conner le miró con los ojos inyectados en sangre.

– Yo nunca fui un niño bonito.

Rio soltó un bufido.

– Ah, sí que lo eras. Tu dama te va a dar una paliza por lograr que te golpearan así.

– ¿Y la tuya va a estar feliz? -Conner levantó la cabeza para beber. El agua estaba tibia y salobre, pero le supo a gloria-. Fuiste lo suficientemente estúpido como para conseguir un disparo.

– He tenido mucho tiempo para pensar cómo puedo hacer girar esto a mi favor con ella -dijo Rio. Se quedó mirando el dosel y las aves que encontró allí. Si pensaban que estaban a punto de tener una comida, tenían otra cosa pendiente-. Yo soy el héroe, ves, tome una bala por ti.

Conner se atragantó con el agua y se manchó de sangre el rostro cuando se limpió la boca.

– No pasó así.

– Pero el punto, mi amigo, es que podría. Y ahora lo es.

– Qué montón de mierda.

– Podría haber pasado así. -No había diversión en su voz-. En realidad no recuerdo todo muy bien. Pero mentiría, estoy aquí con un agujero que me atraviesa del tamaño de una pelota de béisbol.

Conner se giro resoplando.

– Una ligera exageración. ¿De verdad estás tratando de inventar historias para que tu mujer sea comprensiva?

– He estado casado más tiempo que tú. Llega a casa todo golpeado y estarás en un montón de problemas. Imparto sabiduría, novato. Escucha.

Conner trató de sonreír, pero le dolía demasiado.

– Yo no creo que tengamos mucho de qué preocuparnos. Seré comido vivo por estos bichos malditos. Una hora más y picotearán mis huesos hasta dejarlos limpios.

Rio logró una risa suave.

– Activa el botón de «venir a buscarnos, estamos jodidos».

Conner trabajó en volver la cabeza para estudiar su entorno.

– No estamos exactamente en el claro donde pueda aterrizar un helicóptero. No hay camino que conduzca a nosotros. Voy a dejar que los insectos cuiden de mí. Te juro que no me estoy moviendo.

– Mariquita. Siempre supe que eras un cobarde.

Conner se rió e inmediatamente comenzó a toser. Se tocó la boca y su mano quedó con manchas de sangre en ella.

– Maldito leopardo. Hizo un número sobre mí.

– Estuve preocupado durante unos momentos. La lucha duró casi treinta minutos. Él era fuerte -dijo Rio-. ¿Qué demonios estaba mal con él?

– ¿Quién sabe? -Conner cerró los ojos-. Ese pobre chico. Mateo. Primero su madre lo tira como un pedazo de basura porque su padre no soporta su vista y luego pierde a su madre adoptiva asesinada justo frente a él.

Rio se quedó callado un momento.

– Siento lo de tu madre, Conner. -Se detuvo de nuevo-. ¿Recogerás al niño?

– Él es mi hermano.

– Mitad -indicó Rio-. No tienes ninguna obligación.

– Es mi hermano -dijo tercamente Conner-. Sé lo que siente al no ser deseado, pero mi madre, en vez de alejarme a patadas, abandonó al viejo y me dio una buena vida. No dejaré que ese bastardo arruine al muchacho. Le quiero -dijo con fiereza-. Isabeau está conmigo en esto.

– ¿Y si ella no estuviese? -preguntó Rio.

Conner le miró. Sus ojos brillaban dorados detrás del rojo.

– Entonces ella no sería la mujer que creía que era. No le dejaré atrás.

Una lenta sonrisa suavizó el borde duro de la boca de Rio

– Eres un buen hombre, Conner.

– Esto son gilipolladas.

– Bien. Probablemente.

Rio le sonrió. La sonrisa se convirtió en un gemido y Rio agachó la cabeza. Su rostro era de color blanco grisáceo.

– ¿Estás pensando en morir sobre mí?

– Si esos idiotas se toman mucho más tiempo -dijo Rio. Volvió a gruñir-. Condenado, esto duele.

A Conner no le gustaba la forma en que estaba respirando. No podía empujarse hacia arriba sobre las manos y rodillas, por lo que hundió los dedos en la vegetación y propulsó hacia delante el cuerpo un centímetro a la vez, usando los codos y los pies para empujarse a ras del suelo para rodear a Rio y llegar a la bolsa de medicamentos. Era la primera vez que deseaba que ciertas partes de su anatomía fuesen más pequeñas. Arrastrar su muy sensible polla a lo largo del suelo no era una gran idea.

No estaba tan lejos del botiquín médico, pero la distancia parecían kilómetros. Tenía que descansar con frecuencia. El sudor estalló para mezclarse con la sangre que cubría su cuerpo. Hubo un rugido en su cabeza, su pulso atronador lo suficientemente fuerte como para ahogar los sonidos naturales del bosque. Tenía la boca seca y los brazos como el plomo.

Dejó un rastro de sangre detrás de él, pero se las arregló para hacerse con el botiquín médico. Le tomó más tiempo sentarse. Su cadera gritó una protesta y por un momento, todo nadó en un círculo vertiginoso. Buscó en la bolsa, en busca de la IV de campo y más calmantes. Rio estaba tratando de mantener la concentración, pero era obvio que se estaba desorientando.

– Te joderé si decides morir sobre mí y pondré una bala en tu cabeza -murmuró Conner.

– Eso ayuda -señaló Rio.

La mano de Conner temblaba mientras trataba de limpiar la vena sobre el brazo de Rio. Manchó de sangre el antebrazo de Rio y maldijo.

– Pienso que podrías ser un poco más higiénico sobre esto -agregó Rio.

– Tienes insectos arrastrándose por todas partes. Estás tendido sobre tierra y hojas podridas.

– Gracias por dejármelo saber. -Rio tosió. El esfuerzo por hablar comenzaba a pesar sobre él-. Estaba tratando de ignorar a los insectos.

Conner derramó agua sobre sus manos y las limpió, temeroso de que estuvieran tan resbaladizas que no fuera capaz de meter la aguja.

– No te muevas. Y no lloriquees mientras hago esto.

– Ay. Deja de pincharme.

– Hablas como una niña. Te he dicho que no lloriqueases.

Conner respiró hondo y soltó el aire en un esfuerzo para mantener firmes las manos. Estaba más débil de lo que pensaba. Ellos dos tenían muchas probabilidades de morir allí, desangrándose lentamente y los insectos realmente iban a dejar sus huesos limpios.

Se sentía débil y le costaba concentrarse. Una vez más se limpió el sudor y la sangre de la frente con el brazo, tratando de mantener las manos limpias. Rio tenía buenas venas, pero la vista de Conner siguió enturbiándose.

– Simplemente hazlo -lo animó Rio y dejó colgar la cabeza hacia atrás.

A Conner no le gustó la forma poco profunda en que estaba respirando, como si trabajara por cada respiración. Fue tan suave como pudo con su visión borrosa y manos temblorosas, pero puso la aguja en la vena. Con un suspiro de alivio, se apresuró a establecer el IV para donar fluidos a Rio.

– Vamos, hombre, aguanta.

– Duele como hijo de puta -admitió Rio.

– Unos pocos minutos y verás que te sientes mejor.

– ¿Si algo va mal…?

– Cállate la boca

– No, escúchame, Conner. Si me pasa algo, tú y los demás, cuidad de Rachel. Ella tiene dinero. Elíjah se ocupó de eso, pero os necesitará a todos vosotros.

Conner juró y se inclinó sobre Rio.

– Mírame. Abre los ojos y mírame, Rio.

Los párpados de Rio revolotearon con el esfuerzo, pero lo consiguió.

– Tú. No. Vas. A. Morir. -Conner articuló cada palabra individualmente así no podría haber ningún error-. Te voy a sacar de aquí así tenga que cargarte sobre mi espalda.

Rio buscó su rostro un largo rato y luego deslizó una leve sonrisa en sus ojos.

– Creo que podrías. Eres un obstinado hijo de puta.

– Cuidado con lo que llamas a mi madre. Soy el hijo de un bastardo. Acertaste en ello.

Rio logró otra sonrisa y asintió con la cabeza.

Conner presionó su mano en el hombro de Rio y tomó otro trago del agua. Él quiso decir lo que él había dicho. Si tenía que arrastrarse, llevaría a Rio a por ayuda. Era una cuestión de encontrar la fuerza

Descansó, bebiendo agua para tratar de hidratarse mientras esperaba que el analgésico surtiera efecto. Rio gimió unas veces y se agitó, pero finalmente se calmó. Conner se preparó para el viaje, despacio y con deliberación. La primera cosa que tenía que hacer era limpiar tantas de sus propias heridas como fuera posible. Usó Betadine, que ardía como el infierno. Una vez estuvo seguro que se desmayó, pero tan pronto como se recuperó, se cosió la peor de las heridas cerrándola para impedir el flujo de más sangre.

Tuvo que hacer una pausa en varias ocasiones, su cuerpo se estremecía de dolor, temblando de un modo tan incontrolable que de vez en cuando no podía trabajar con la aguja por su piel. Siguió obstinadamente hasta que pensó que había hecho bastantes reparaciones como para sobrevivir. El paso siguiente consistió en arrastrar los pantalones vaqueros sobre las piernas laceradas. Eso fue un infierno mucho más duro de lo que él hubiera imaginado y el dolor tanto más real que se dio la vuelta sobre sus manos y rodillas y vomitó.

Después reunió armas, preparándose metódicamente para el viaje. Tenía que llevar a Rio a un claro donde un helicóptero pudiera venir a recogerlos. Los otros podían encontrar las coordenadas en el mapa que habían usado para cada contingencia, incluida ésta.

Vendrían, pero necesitaban un lugar.

Le tomó tres intentos colocar a Rio sobre su espalda. Cada vez que Conner trataba de levantarlo, sus piernas se volvían de goma y amenazaban con fallar. Ambos hombres sudaban profusamente para cuando se las arregló para levantar a Rio. Conner comenzó con un paso. Un pie delante del otro. Al principio fue consciente del dolor de Rio y trató de mantener un paso suave e incluso sacudirle lo menos posible, pero en cuestión de minutos, Conner se dio cuenta de que iba a ser un viaje largo que les sacudiría hasta los huesos a ambos.

Caminó o más exactamente, se tambaleó tan lejos como pudo en dirección a su destino hasta que sus fuerzas cedieron y le llevaron de rodillas. Puso a Rio cuidadosamente en el suelo, le dio agua y bebió, acostándose hasta que el aire dejara de quemar en sus pulmones y pudiera empujarse de nuevo a otro esfuerzo.

Antes de la segunda hora, Conner se dio cuenta de que los demás se habían ido hacía mucho tiempo y nadie vendría a relevarlo. Seguirían con el plan y se encontrarían en el punto de encuentro con el helicóptero. Realmente no estaba seguro que él y Rio consiguieran llegar allí.

Rio mascullaba, sus ojos ausentes, su respiración superficial. Un miedo verdadero mordía a Conner con cada paso que daba. No quería correr el riesgo de más daño. Forzó cada pierna a trabajar, concentrándose en la colocación del pie, invocando la fuerza de su leopardo y la resistencia que le ayudara a poner un pie delante del otro.

Todavía estaba a dos o tres millas del lugar de encuentro acordado cuando sus piernas simplemente dejaron de funcionar. El suelo se levantó a su encuentro más rápido de lo que hubiera creído. Mientras se venía abajo, le pareció ver un miembro de la tribu de pie justo delante de él, una alucinación muy vívida. El indio llevaba una cerbatana y estaba vestido con los taparrabos tradicionales para cazar en la selva tropical. La ausencia de ropa era normal. Las ropas sólo conseguían, en la humedad creciente, adherirse a la piel y añadirse al calor y a la humedad.

El hombre de la tribu estaba en lo cierto, decidió, no debería haber llevado ropa. Eran tan pesadas sobre su piel. ¿Qué buenos eran ellos? Conner sonrió y dio un saludo extraño desde donde yacía en el suelo a la visión del indio. El bulto de Rio le sobrecargaba, casi aplastando su pecho contra el suelo, pero no tenía la energía necesaria para quitarse al hombre de encima. Se quedó allí, tendido, mirando al hombre de la tribu.

Le resultaba familiar. Anciano. Un rostro desgastado con ojos desvaídos. Arrugó los ojos y el hombre de la tribu se acercó. Se agachó junto a Conner.

– No te ves muy bien.

A Conner no le gustó la idea de oír hablar a las alucinaciones. No cuando estaba demasiado débil para proteger a Rio. Trató de encontrar el cuchillo a su lado, pero el hombre mayor se lo impidió.

– Soy Adán, Conner. Los hombres de nuestro pueblo encontraron a Isabeau y su equipo en el bosque. Hubo un poco de batalla con los que les seguían, pero mis hombres son muy precisos. Estábamos rastreándolos para encontraros.

– ¿Los niños?

– Todos están vivos y bien.

Varios miembros de la tribu levantaron suavemente a Rio de la espalda de Conner. Conner arremetió hacia su compañero, pero Adán lo atrapó en un apretón fuerte.

– Le llevarán al helicóptero. Los dos os veis un poco mal.

– Hay un leopardo muerto a pocos kilómetros de aquí -dijo Conner-. El cadáver tiene que ser quemado en un fuego ardiente, lo bastante para reducir la cosa entera a cenizas. No dejes evidencia de nuestra especie.

– Será hecho. Deja que mis hombres te lleven al helicóptero. Y, Conner… sin cuchillo. Ellos están de tu lado. -Adán sonrió abiertamente cuando sus hombres pusieron a Conner en una camilla y comenzaron a apresurarse en dirección al claro.

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