Capítulo 19

– ¿Estás seguro de que Isabeau puede manejar esto? -preguntó Leonardo a Conner mientras conducía por el estrecho camino en el borde de la selva tropical. Estudió los rasgos serios de Conner a la débil luz que entraba por las ventanillas tintadas.

El extenso complejo de Imelda Cortez se extendía al final de un camino muy largo y expuesto que se retorcía de aquí para allá montaña arriba y terminaba en su propiedad. La selva tropical la rodeaba por tres lados. El equipo ya había recorrido sus rutas una y otra vez y la más prometedora era la que estaba en la punta del extremo sur de la propiedad. Si podían llevar a los niños a ese lado del complejo, el bosque estaba reclamando prácticamente las vallas.

Entraron en dos vehículos. Marcos, Conner y Leonardo estaban en el primero. Elijah e Isabeau con Rio y Felipe llegaban en el segundo. Los otros se habían quedado conmocionados cuando vieron Isabeau. La cara estaba sin tocar, la piel perfecta pero pálida. Se movía como una mujer mucha más vieja, incapaz de enderezarse, obviamente dolorida. Se había tomado un analgésico, pero no parecía ayudar mucho.

– Si Isabeau dice que puede hacer esto, entonces puede -dijo Conner, lacónico. No había podido disuadirla, ni siquiera cuando ella se revolcó, apretándose el estómago cuando tuvo arcadas, protestando contra la severa paliza. No sabía si era su temor por el regreso de Ottila o su determinación de terminar la misión lo que la hizo poner en pie, pero de algún modo había logrado vestirse y prepararse para el viaje a casa de Imelda.

Las armas estaban escondidas en dos ubicaciones secretas en el interior de la selva tropical. Sin los leopardos renegados protegiendo el complejo de Imelda, había sido bastante fácil colocar las reservas sin que les detectaran. Tenían más ocultas en los dos vehículos, ocultas de la vista para que no pareciera que iban a la guerra.

Las puertas asomaron ante ellos, herrajes pesados diseñados para mantener fuera a cualquiera o mantener a alguien preso detrás de la valla de dos metros y medio que rodeaba los terrenos circundantes. Guardias con perros patrullaban la valla y varios más protegían las puertas con armas automáticas. Conner estaba seguro que Imelda deseaba una exposición de fuerza para sus visitantes. Mantuvo las gafas oscuras en su lugar y pasó la mayor parte del tiempo pareciendo indiferente mientras estudiaba la disposición del complejo y la cercana proximidad del bosque.

Si él hubiera sido el jefe de la fuerza de seguridad, la primera cosa que habría hecho habría sido retroceder el bosque. La valla misma era una pesadilla de seguridad. Imelda quería que la parte superior fuera plana y lo bastante ancha para que los guardias la utilizaran, pero debería haberla construido para que nadie pudiera trepar por ella. Parte de las ramas más bajas tocaban realmente la valla. Las ramas a menudo eran utilizadas como una carretera por los animales y tanto Suma como Ottila habrían sabido eso. Realmente, no les había importado mucho su trabajo o quizá se habían vuelto perezosos ya que nadie desafiaba jamás el dominio de Imelda en la frontera de Panamá-Colombia.

Miró brevemente a Isabeau cuando fue ayudada a bajar del coche por un Elijah solícito. Le pasó el brazo alrededor, atrayéndola bajo su hombro, ignorando su respingo con cada paso que daba. Todavía andaba con cautela, un poco agachada, pero de pie, los ojos aparentemente abatidos, la imagen de una mujer bajo el control completo de un hombre. Elijah parecía satisfecho e incluso arrogante, su mirada barriendo descaradamente la propiedad como si la comparara con la suya.

Imelda salió a saludarlos, estrechando las manos de Marcos y Elijah. Conner vio su mirada descansar pensativamente unos momentos sobre Isabeau. Se quitó las gafas de sol y sonrió.

– ¿Cómo estás… Isabeau, verdad?

Isabeau interpretó su papel perfectamente, mirando nerviosamente a Elijah como si pidiera permiso para hablar. La fría mirada de él le recorrió la cara y asintió apenas, el gesto casi imperceptible, pero suficiente para que Imelda lo captara.

– Bien, gracias -entonó Isabeau, su voz apenas audible.

– Estoy tan contenta de que hayas venido con tu… primo. -Deliberadamente Imelda unió su brazo al de Isabeau y la columpió hacia la casa, gritando por encima del hombro-. Entrad. Estoy tan complacida de tener invitados.

Conner sabía que no pasaría por alto la sensación del respingo de Isabeau, ella impuso deliberadamente un ritmo vigoroso para forzar a Isabeau a mantener su ritmo. Disfrutaba no sólo de la humillación de Isabeau, sino también de su dolor. Sus entrañas se retorcieron cuando Imelda le envió una mirada ardiente que prometía toda clase de cosas que él no deseaba. Podía ver los dedos de Imelda tocar a Isabeau y quiso arrancar a su mujer de la mujer que era tan deliberadamente cruel. El se dio cuenta de que no deseaba que Isabeau trabajara con él en este negocio, viendo lo peor de las personas. La quería en algún lugar seguro donde ella siempre mantendría su fe en la humanidad.

Fue detrás de Marcos, tomando nota de la posición de cada guardia y cada estructura. Había un depósito de agua grande con una escalera de madera estrecha. Se figuró que era más una conveniencia para que un francotirador viera todo que por necesidad. Allí parecía haber otra cisterna, cerca de una sala de bombas. Los guardias se movían sobre tres lugares en la pared, en pequeños cubículos construidos encima. Había varios de ésos donde un soldado que fuera un buen tirador dominaría el bosque a su alrededor, además tenía una buena protección.

Entró en la casa. Era larga, baja y fresca, construida como una mansión española. La galería envolvía el frente y dos lados, sombreada por un techo sostenido por columnas gruesas. Dentro del cuarto había muebles cómodos y anchos espacios que, se dio cuenta, eran para acomodar una silla de ruedas. Imelda no parecía el tipo de mujer que acomodara a alguien, menos que todos a su viejo abuelo, pero Conner podía sentir la influencia del hombre en la casa. Había grandes bancos de ventanas soleadas, aunque las barras cubrieran cada una de ellas. Las plantas crecían altas y tupidas dentro así como fuera. Podía ver que las plantas no sólo eran hermosas, sino que de alguna manera serían funcionales en una batalla. Eran lo bastante grandes para hacer de pantalla en las ventanas y proporcionar cobertura para los del interior. También proporcionarían combustible para un fuego.

El hombre mayor estaba sentado esperando con una sonrisa de bienvenida en la cara. Se desvaneció lentamente cuando vio a Isabeau caminar hacia él.

La cara de ella se iluminó inmediatamente cuando le vio.

– Señor Cortez. Cuán maravilloso verle otra vez.

Alberto Cortez le extendió ambas manos, forzando a Imelda a dejar caer el brazo. Isabeau le tomó las manos y se inclinó para besarle ambas mejillas.

– Estoy tan contento de que se nos una, querida. Había esperado que viniera.

– No quería perderme su jardín. Las plantas aquí dentro son magníficas.

Imelda soltó un largo y molesto suspiro.

– Abuelo. Tenemos otros invitados. -Envió una pequeña sonrisa llena de disculpas a los hombres por encima del hombro.

El anciano sonrió al grupo de hombres.

– Perdónenme -dijo-. Isabeau es una mujer encantadora. Bienvenidos a nuestra casa.

Imelda puso los ojos en blanco pero se abstuvo de lanzar otra reprimenda cuando tanto Marcos como Elijah saludaron a su abuelo.

– Es bueno verle otra vez, señor -dijo Elijah-. Isabeau es verdaderamente una mujer encantadora.

– Confío en que la mantienes bajo control -dijo Marcos.

Elijah pasó su mirada deliberadamente sobre Isabeau.

– Se las arregló para marcharse a la selva tropical, lejos de nuestra casa, pero la he recobrado.

Como un movimiento de ajedrez, tuvo que admitir Conner, la sencilla declaración de Elijah fue brillante. Con esa sola oración se las arregló para implicar que era lo bastante despiadado para controlar a su familia con mano de hierro y recobrar a cualquier descarriado que lograra escabullirse. Dado que su hermana había desaparecido algún tiempo antes, pero había sido recuperada, Imelda asumiría que Elijah era muy parecido a ella, un dictador cruel y posesivo que aplastaba la rebelión inmediatamente.

Isabeau interpretó su parte a la perfección, moviéndose realmente un poco hacia Alberto, casi en busca de protección, los ojos abatidos, evitando la mirada dominadora de Elijah.

Alberto le tocó la mano distraídamente.

– No tendrá inconveniente en que le muestre a Isabeau el jardín, ¿verdad? Había esperado presumir para ella.

Hubo un pequeño silencio mientras Elijah claramente se debatía.

– Oh, por amor del cielo. Nos los quitaremos de encima mientras hablamos de negocios. ¡Nadia! Trae bebidas inmediatamente -gritó Imelda a una joven criada.

Elijah se negó a ser empujado.

– Le permití ir con su abuelo y fue acosada por uno de sus hombres de seguridad. Un asunto al que me gustaría mucho dirigirme antes de que vayamos más allá. Dejé bastante claro que ella estaba protegida y prohibida. -Había un frío en su voz, hielo en sus ojos-. Desearía ver a ese hombre.

Imelda apretó la boca. Claramente, no le gustaba ser frustrada en lo más mínimo.

– He oído de mi abuelo lo que ocurrió, pero Harry estaba allí con su pistola para asegurarse de que estuviera a salvo. -Había una insinuación de impaciencia en su tono y dio golpecitos con el pie, unas arrugas le fruncieron la frente y la boca-. Nunca estuvo en peligro.

– ¿Los cuerpos enterrados allí?

– Claramente de Philip Sobre. Mi hombre de seguridad no tuvo nada que ver con los cuerpos. A menos que impliques que mi abuelo tenía su propio complot de enterramiento allí. -Ella se rió alegremente como si hubiera hecho un chiste maravilloso-. Muy triste lo de Philip, ¿no crees? La policía está interrogando a todos, pero piensan que fue el padre de una de las que atrapó. Los invitados le vieron el resto de la tarde e incluso después de que me fuera. Cerró su casa después de que terminara la fiesta y creen que su asesino se ocultaba dentro.

– Qué terrible -murmuró Marcos con aprobación-. Aunque si mató a los jóvenes y a las mujeres encontrados en su jardín, apenas puedo culpar al padre.

Isabeau tembló y Alberto le tocó la mano otra vez.

Elijah frunció el entrecejo.

– Aún así, Imelda, sería un gesto de buena fe permitirme tener una palabra con su hombre de seguridad.

Imelda frunció el ceño.

– Se ha ido.

La ceja de Elijah se disparó arriba.

– ¿Ido? -Sonó escéptico.

– Amenazó con matar a mi abuelo -dijo Imelda, su cara reveló su verdadera personalidad. Toda huella de belleza se había ido, dejando una máscara de malevolencia retorcida-. ¿Creíste que se quedaría por aquí para ver lo que le haría? Tengo una cierta reputación de proteger lo que es mío. El hombre trabajaba para mí y me traicionó por una… – Se mordió el insulto

Dos manchas de color aparecieron en lo alto de las mejillas de Isabeau, pero no levantó la cabeza. Elijah, sin embargo, dio un paso amenazador hacia Imelda. Instantáneamente Rio y Felipe se movieron con él, enfrentándose a los guardias de seguridad de Imelda.

Alberto rodó su silla entre su nieta y Elijah.

– Imelda no tenía intención de insultar a su familia, Elijah, ni a cualquiera que le importe. Está muy turbada porque un hombre en el que confiábamos traicionó a nuestra familia. Ella le dio su palabra de que su mujer estaría a salvo conmigo y ambos lo creímos. Zorba no sólo nos traicionó, sino que parece que mató a su socio también. Me disculpo en nombre de nuestra familia y le aseguro que todo lo que pueda ser hecho para encontrar a ese hombre y llevarlo hasta la justicia está siendo hecho por mi nieta.

Por primera vez, Imelda envió una pequeña sonrisa hacia su abuelo.

– Él siempre me recuerda mis modales. Viviendo como lo hago, dirigiendo un negocio tan grande, tiendo a perder las pequeñas cortesías que cuentan. Lo siento, Elijah. -Inclinó la cabeza como una princesa.

Elijah permitió que se le escapara una pequeña sonrisa, inclinándose ligeramente de una manera cortés.

– Tengo el mismo problema, pero ningún abuelo que me lo recuerde.

– Por favor, sentaos y poneos cómodos. Vuestros hombres pueden relajarse un poco. – Imelda hizo gestos hacia las sillas más cómodas.

Conner, Felipe, Rio y Leonardo se abrieron, cubriendo las entradas, estacionándose a sí mismos donde tuvieran una buena vista de cada dirección por las ventanas.

– Mis hombres son los mejores -dijo Marcos-. Me gusta usar a la familia, hombres que sé que son leales a mí y a lo mío. Hombres con un interés en mi éxito.

Imelda se hundió en una silla, su mirada ávida sobre la cara de Conner, devorándole con los ojos.

– Deberías considerarte muy afortunado, Marcos. Desafortunadamente, yo no tengo familia aparte de mi abuelo. -Recogió un abanico de marfil y comenzó a abanicarse coquetamente, utilizando una frívola desidia que era puramente fingida para beneficio de Conner. Llevaba una falda y una blusa que mostraban su figura y cuando cruzó las piernas, permitía que los muslos asomaran para su mejor ventaja.

– Ven, querida -dijo Alberto-. Con permiso de Elijah, nosotros saldremos al jardín. Trae tu bebida contigo. -Giró la cabeza-. Harry.

El hombre entró a zancadas, disparándole a Isabeau una amplia sonrisa.

– Él va a llevarla a su pequeño paraíso, ¿verdad? Prepárese para oír una disertación sobre cada planta.

– ¿Elijah? -Isabeau se giró hacia él.

Elijah dio golpecitos en la silla con el dedo y luego miró a Conner, indicándole que la siguiera al jardín antes de asentir dando permiso. Imelda pareció instantáneamente consternada, mientras una sonrisa ancha y agradecida curvaba la boca de Isabeau. Elijah se encogió de hombros.

– Ninguno de nosotros se distraerá mientras hablamos. Siempre encuentro que cuando tengo la atención completa de alguien, no hay errores.

Imelda cerró el abanico de golpe y lo colocó con cuidado sobre la mesa. Los ojos eran fríos y ensombrecidos.

– Tienes definitivamente mi atención, Elijah.

Isabeau tembló ante el sonido de la voz de Imelda. Había una amenaza clara, como si la delgada capa de cortesía de la mujer se hubiera por fin gastado. Isabeau tuvo que caminar lentamente y agradeció que Harry empujara la silla de ruedas sin prisas. Conner los siguió a una distancia cortés, sin mirarles, muy intimidante en su modo guardaespaldas. Los hombros parecían anchos, las gafas oscuras y el alambre en la oreja sensible. Estaba claro que iba armado y los otros guardias le miraron con inquietud. Harry le ignoró.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Alberto, su voz baja, un cuchicheo de conspiración-. ¿Necesitas un médico?

Isabeau miró alrededor, miró a Conner como si juzgara la distancia. Él era leopardo. Podía oír un cuchicheo sin ningún problema. La sacudida de la cabeza de Isabeau fue apenas perceptible.

– He visto un médico. -Deliberadamente se estiró en lo que sólo podría ser considerado como un gesto nervioso para apartarse la pesada caída de pelo. La acción levantó su corta camisa lo justo para revelar los moratones de la piel. Un vistazo, sólo, antes de bajar las manos, pareciendo ignorante de que había confirmado las sospechas de Alberto. El jadeo de él fue en voz alta y apresuradamente amortiguado.

Ella comenzaba a pensar que la paliza de Ottila se había vuelto un accesorio útil. Levantó la mirada para ver cómo Alberto intercambiaba una mirada rápida con Harry, quien frunció el entrecejo. Ella todavía no sabía qué pensar de Alberto Cortez, pero su hijo y la nieta eran asesinos despiadados que disfrutaban del dolor de otros. Tenían que haber conseguido ese legado de algún lugar. Hasta ahora, no podía imaginar que tales rasgos fueron posibles en el anciano maravilloso que le contaba historias y que era infaliblemente cortés, pero no iba a correr riegos.

Harry acortó por un patio que contenía hermosos parterres de flores de brillantes colores. Las orquídeas se enroscaban alrededor de cada tronco de árbol y alrededor de las piedras de los senderos que serpenteaban entre el verde césped. Los bancos estaban dispersos en puntos estratégicos, sombreados por el espeso follaje de arriba. Isabeau abrió los ojos de par en par y miró por todas partes, mirando más allá de las plantas para tratar de encontrar dependencias suficientemente grandes para albergar a un grupo de niños. Necesitarían sitio suficiente para permitir que los niños jugaran a algo, o para comer por lo menos.

– Su casa es grande, señor Cortez -observó-. Este patio es tan espacioso. Y los olores son deliciosos. -Se apretó una mano contra el estómago-. Acabo de comer hace poco pero me siento hambrienta de nuevo.

– Tenemos a un chef maravilloso -dijo Alberto-. Como puedes ver, su cocina es bastante grande. El jardín está justo al otro lado, así que todo el tiempo que estamos trabajando, el estómago de Harry gruñe. Y llámame Alberto.

– ¿De verdad, Harry? -preguntó Isabeau. Ante su asentimiento se rió-. Entonces yo no me sentiré tan mal.

Quería permanecer a la vista de la cocina y estuvo contenta cuando rodearon una esquina y vieron el jardín. Abrió la boca de par en par. Según la tradición de jardines ingleses en las propiedades grandes con castillos, las colinas eran verdes y los arbustos formaban un laberinto. Los árboles punteaban las cuestas, las ramas se retorcían en formas serpenteantes donde las orquídeas se desparramaban por los troncos y se alzaban con cada color concebible.

Alberto rió con placer ante su reacción.

– He tenido años para trabajar en esto.

– Es encantador. Más que encantador. Increíble, Alberto. -Ella se olvidó de su cuerpo dolorido y dio unos pocos pasos por el sendero obviamente instalado para la silla de ruedas, moviéndose un poco demasiado rápidamente y teniendo que jadear y envolver los brazos sobre su estómago. Mientras lo hacía, se giró lejos de los otros, esperando que no vieran su respingo. Se sentía un poco enferma y el dolor apuñalaba su lado izquierdo. Lo peor había sido cuando alargó la zancada, sintió la protesta en la ingle donde las heridas rozaban la tela.

Tragando con fuerza, miró hacia la casa. Una criada salió de la cocina con un bandeja cubierta, una bandeja grande. Isabeau se volvió hacia Alberto, dio un paso y dio un pequeño salto, como si tuviera una piedra en el zapato. Instantáneamente, Conner estuvo allí, permitiendo que utilizara su cuerpo para sostenerse mientras se quitaba el zapato.

– Creo que está llevando comida a los niños -murmuró en voz baja y luego en voz alta-, gracias.

Se apartó sin mirarle para agacharse al lado de lo que ascendía como un campo de pájaros del paraíso.

– Alberto, esto es asombroso. Nunca he visto tanto junto como aquí. -Era importante mantenerlos lejos de donde Conner pudiera seguir el progreso de la mujer con la bandeja.

Harry rodó la silla de Alberto de vuelta a ella mientras Conner se alejaba, a una mejor posición para vigilar mejor los alrededores, supuestamente en busca de cualquier amenaza, en realidad, para seguir el progreso de la criada.

– Esta es la mejor tierra -contestó Alberto, inclinándose para sacar parte de la rica tierra con la palma-. Justo detrás de la cocina, tengo una paterre entero dedicado a hierbas, así que el chef siempre tiene hierbas frescas. Tenemos un jardín de verduras ahí mismo, dentro de ese edificio. No puedo hacer crecer verduras muy exitosamente al aire libre a causa de los insectos. Se comen todo antes de que tengamos una oportunidad de cosechar, así que construimos un invernadero.

Isabeau miró en la dirección que señalaba para ver a la criada con la bandeja a través de las paredes de cristal desapareciendo en una selva de follaje verde. El corazón le saltó.

– Ese es un invernadero enorme. ¿Es hidropónico o utiliza camas de tierra? -Puso interés en su voz de forma sencilla. O la criada tomaba un atajo por el invernadero para llegar a los niños o estaban en ese edificio enorme.

– Camas de tierra. Estoy pasado de moda. La alegría para mí está en trabajar con las manos -explicó Alberto-. Dudo que consiga la misma satisfacción con cualquier otra manera de crecimiento de plantas. -Se enderezó y se limpió las manos, antes de girarlas una y otra vez para que ella las viera-. He trabajado con la tierra toda mi vida.

– Entonces no pudo fallar en advertir los insectos en el jardín de Sobre -dijo Isabeau-. Sabía que enterraba cuerpos allí. -Se quitó las gafas oscuras y le miró fijamente-. Sabía que yo reconocería los signos.

Él tuvo la gracia de parecer avergonzado.

– Perdón, querida. Tu conocimiento de las plantas y la tierra era una ventaja. Nunca debería haberte puesto en tal posición. No conté con ponerte en peligro. Pensé que chillarías y los invitados irían a todo correr. El oscuro secreto de Philip sería revelado y pondría fin a las matanzas de una vez para siempre.

– Por eso quiso que explorara sola. No quiso que pareciese que usted me guiaba hacia los cuerpos.

Él sacudió la cabeza.

– No, eso no lo haría en absoluto.

Ella dio unos pocos pasos hacia el invernadero, tratando de dirigirlos en esa dirección. Eso permitiría que Conner tuviera una excusa para acercarse y ver dentro del edificio, aunque las plantas habían crecido tanto que era difícil.

– ¿Tuvo su nieta algo que ver con esos cuerpos?

– ¿Imelda? -Alberto pareció sorprendido-. Por supuesto que no. ¿Cómo podrías pensar tal cosa?

Ella inhaló. Su gata gruñó y el corazón se le hundió. Mentía. Parecía tan inocente allí sentado en la silla, pero le estaba mintiendo. Respiró, lo dejó salir y lo intentó otra vez.

– ¿Usted entonces? -Esta vez puso una pequeña incredulidad en su voz-. ¿Tuvo usted algo que ver con esos cuerpos?

La mano del anciano revoloteó contra el corazón. Jadeó. Resolló. Harry se agachó solícitamente, pero Alberto valerosamente lo hizo gestos para que se alejara.

– ¿Yo? ¿Cómo podría hacer tal cosa? No, Isabeau, ciertamente no fui yo. Philip Sobre necesitaba ser detenido y tú lograste hacerlo al contárselo a tu familia.

Él estaba mintiendo sobre los cuerpos. No sólo había sabido de ellos, sino que algunos le pertenecían. Ella podía oír su propio corazón palpitando en el pecho, la sangre rugiendo en sus oídos. Este hermoso jardín, probablemente, acogía muchos cuerpos también. Adán le había contado una vez que los que trabajaban para Imelda raramente o mejor jamás, abandonaban el complejo. Había querido decir eso literalmente. Una vez sirviente para la familia de Cortez, vivías tu vida aquí. Y morías aquí. El dinero ganado podía ser enviado a la familia, la cual era la razón por lo que muchos lo hacían, pero sus familias nunca les veían otra vez.

– ¿Por qué quiso que yo encontrara los cuerpos en vez de contarle a la policía sus sospechas? -preguntó Isabeau-. Quizás podría haberle detenido antes.

Alberto sacudió la cabeza, la imagen de la pena y la culpa.

– No podía. No podía correr el riesgo de que nuestro apellido se involucrara de alguna manera. Tú lo comprendes con tu familia.

Ella le frunció el entrecejo.

– Fue bastante feo hacer esa clase de descubrimiento.

– Lo sé. Estoy sinceramente arrepentido.

Si ella no hubiera sido leopardo, le habría creído. Era uno de los mejores actores con los que se había topado nunca. Representaba sus líneas con absoluta sinceridad y parecía tan triste y culpable que tuvo el impulso de tranquilizarle aunque supiera que mentía. Suspiró.

– ¿Qué más puedo hacer excepto perdonarle? Por lo menos, él ha sido descubierto, aunque qué manera tan horrible de morir.

– Pensando en todas esas jóvenes y sus familias -dijo Alberto-, no puedo decir que esté sorprendido. Y todos las veces que salió con Imelda… -Se estremeció-. Podría haberle sucedido a ella.

Isabeau se encontró con que no podía hablar, así que simplemente asintió, tratando de parecer comprensiva. De repente, se dio cuenta de porqué el anciano se había tomado tal interés en ella. Era su ventaja, su rehén. Había sido un rehén en la fiesta y lo era ahora. No habían sido capaces de evitar que Elijah enviara un guardaespaldas con ella esta vez, pero ella era, de hecho, la prisionera de Cortez. La podrían matar en cualquier momento si Elijah o Marcos hacían un movimiento hostil.

Tuvo que asumir que no sólo Harry estaba armado, sino que Alberto también y que ambos estaban preparados para matarla en cualquier momento. ¿Estaba Conner lo bastante cerca para detenerlos? ¿Lo sabía? Les estaba haciendo creer que pensaba que cualquier amenaza vendría de alguna fuente exterior, no de ellos. Harry había retrocedido de Ottila la otra noche porque sabía cuan peligroso era el hombre realmente. Sabía la verdad, como Imelda, de que Ottila y Suma eran leopardos. Imelda había compartido su conocimiento con su abuelo y su guardaespaldas de confianza.

Alberto gesticuló hacia un sendero serpenteante.

– Harry, por ahí, quiero mostrarle a Isabeau mi lugar predilecto.

– Si no tiene inconveniente, Alberto -dijo Isabeau-, se me está volviendo difícil andar. Pensé que podríamos echar una mirada al invernadero y alejarnos de la superficie desigual. Además, adoraría ver el tamaño de sus verduras si utiliza esta tierra.

Alberto le sonrió.

– Ni siquiera debería haber considerado el sacarte al jardín. Sólo quise mostrárselo a alguien que lo apreciaría de verdad. Podemos ir a sentarnos a la galería. El invernadero ha sido rociado recientemente y nadie puede entrar durante veinticuatro horas.

– Qué decepción -dijo Isabeau. Había logrado llevarlos a diez metros del edificio.

Conner estaba mucho más cerca, pero aparentemente desinteresado, aunque hablaba por la radio. Su mirada barría continuamente los tejados y la valla. Ella olió el aire cautelosamente, probando en busca de olor a leopardos. Si Alberto y Harry lo sabían, ¿habrían empleado a otros también?

– Solía cultivar verduras cuando vivía en casa con mi padre, pero ahora que viajo tanto -se encogió de hombros, pero dio otros pocos pasos hacia el invernadero.

– Otra vez, quizás -dijo Alberto mientras Harry empujaba la silla hacia la casa.

La puerta al invernadero se abrió y por un momento se escuchó el sonido del llanto de un niño, cortado apresuradamente cuando la criada cerró la puerta. La mujer se dio la vuelta pare verlos a todos mirándola fijamente, Alberto furioso. Él juró en el dialecto indio local mientras alcanzaba algo bajo la manta del regazo y la comprensión se abría paso. Alberto era un hombre sagaz y astuto que había levantado el imperio Cortez. En ese segundo se dio cuenta de que había caído en una trampa y que habían venido a encontrar a los niños, no a negociar tratos ni amistades. Isabeau vio el conocimiento en su cara.

Conner se movió de repente, su velocidad cegadora mientras corría hacia ellos. Simultáneamente, el olor de leopardo llenó los pulmones de Isabeau. Chilló y se tiró hacia Conner, aterrorizada cuando reconoció el olor abrumador de su peor pesadilla, registrando apenas que el anciano le apuntaba a la cabeza con un arma.

Harry se giró para enfrentarse al gran gato que cayó desde el árbol encima de sus cabezas, la escopeta corcoveó en sus manos. La pistola retumbó, un sonido ensordecedor que estalló por el aire justo cuando el sonido de disparo explotó desde la casa. La máscara engañosamente dulce de Alberto había sido reemplazada por una asesina retorcida y astuta, los labios habían retrocedido en un gruñido mientras agitaba el arma y disparaba varios tiros a Isabeau justo cuando Conner la tiró al suelo, cubriendo su cuerpo con el suyo.

Alberto llegó demasiado tarde. Ottila estaba sobre él, conduciendo la silla hacia atrás, tirando el cuerpo al suelo. Un golpetazo poderoso de la pata envió el fusil a patinar por el suelo, fuera del alcance del anciano. Harry balanceó su escopeta sobre Conner e Isabeau en un intento de completar el trabajo que Alberto había comenzado. Las balas escupieron sobre los árboles y el terreno a su alrededor cuando los hombres empezaron a disparar a cualquier cosa y a todo en el patio, incapaces de decir qué estaba sucediendo en la casa o en el patio. Sin alguien al mando, el caos estalló y los guardias comenzaron a asustarse.

Conner disparó su arma desde la cadera cuando saltó del suelo, atrayendo los disparos lejos de Isabeau, las balas dibujaron una línea de puntos recta a través del pecho de Harry. Harry trató de levantar la escopeta otra vez, pero cayó de rodillas, demasiado peso para él con la sangre bombeando fuera de su cuerpo.

Isabeau corrió hacia el invernadero, ignorando los chillidos de su cuerpo. Captó un vistazo del leopardo concentrando su atención otra vez en Alberto mientras el anciano se arrastraba por la tierra hacia el arma. La expresión del leopardo permaneció igual, concentrada completamente en su presa, todo el tiempo bajo esos rosetones, la mente estaba trabajando en un plan astuto y salvaje. Contacto visual, agudos como láser, sin abandonar nunca a Alberto. Las orejas se aplastaron, el vientre se acercó al suelo y el leopardo se acercó arrastrándose. Alberto chilló e hizo gestos desenfrenadamente para que el felino le dejara, pero esos ojos despiadados nunca parpadearon.

El leopardo corrió hacia adelante, rápido como el relámpago y agarró a su presa con las garras extendidas. Las patas traseras estaban firmemente en el suelo cuando entregó la mordedura asfixiante. Los caninos del gato separaron dos vértebras del cuello, rompiendo la médula espinal.

Isabeau no se había dado cuenta de que se había parado y estaba mirando fijamente mientras una granizada de balas golpeaba a sólo unos pocos metros de ella. Conner le agarró de la mano y tiró para que se moviera, prácticamente arrastrándola al invernadero. Cuando trató de abrir la puerta, estaba cerrada desde el interior. Disparó a la cerradura y la abrió de un tirón, empujando a Isabeau detrás de él. Rodó el primero, yendo a la derecha, barriendo la habitación antes de llamarla.

Isabeau corrió dentro y dio un paso detrás de él, tratando de permanecer pequeña y no hacer ruido mientras él entraba y salía entre las plantas, avanzando hacia la trasera del edificio. Había otra puerta, que llevaba claramente a un pequeño cuarto, probablemente en un principio un cuarto de abonos o herramientas. Se escuchó el sonido de una riña. Una maldición. Un gañido de dolor. Conner puso la mano en el pomo de la puerta y lentamente lo giró.

Isabeau se aplastó contra la pared ante su gesto de que permaneciera detrás mientras él abría la puerta con cuidado. Al mismo tiempo, unas balas se aplastaron en la puerta y pasaron volando al invernadero. Conner abrió la puerta completamente de una patada, parándose a un lado detrás de la jamba. Un hombre de aspecto muy asustado sostenía a un chico delante de él como escudo. Isabeau jadeó. Era el nieto de Adán, Artureo.

Conner habló en el dialecto indio, movió rápidamente el brazo y extendió el arma. Apretó el gatillo cuando el chico dio un tirón a la derecha. La bala dio al hombre detrás de él acertando mortalmente en medio de la frente.

– Es agradable verte -saludó Artureo-. Te llevó más tiempo del que esperaba. -Dio un paso sobre el cuerpo y gesticuló a los otros niños para que salieran.

Isabeau estaba orgulloso de él. Había aceptado el liderazgo como su padre y abuelo habían hecho siempre. Los había mantenido tranquilos y optimistas.

Conner frunció el entrecejo mientras barría a los niños con la mirada.

– ¿Dónde está el chico? ¿Mateo?

– Ella se lo llevó -dijo Artureo-. Anoche. Entró con uno de los malos y lo arrastraron fuera de aquí. -Miró a los otros niños y bajó la voz-. Creo que sospechaba que era diferente. Les seguí por encima del depósito de agua.

– ¿Los seguiste? -Las cejas de Conner se dispararon hacia arriba.

Artureo asintió.

– ¿Creías que íbamos a quedarnos aquí y esperar hasta que nos matara? ¿O se llevara a las chicas? Ella y el anciano son diablos. Hemos excavado una salida desde el cuarto de herramientas, pero no habíamos resuelto lo de saltar la valla sin que nos dispararan.

Conner le dirigió una sonrisa.

– Salgamos de aquí. Mantenlos juntos, muy juntos. Sin hablar. Vamos por la pared del extremo sur. Llévalos a la selva tropical, Isabeau. Al comienzo del camino. Rio y los otros deberían estar muy cerca detrás de ti o ya esperándote. -Empujó un arma a las manos de Artureo-. ¿Sabe cómo utilizar esto?

Artureo asintió.

– Mi abuelo me enseñó.

– Espero que los protejas. Isabeau, os llevaré fuera, pero toma el control cuando llegues al depósito de agua.

– Puedo hacerlo -le aseguró Isabeau, sintiéndose ligeramente enferma.

Era difícil evitar mirar fijamente al cadáver desplomado sobre el piso, la sangre se encharcaba en torno a su cabeza. Tan parecido a la muerte de su padre. Se dio cuenta de que así era exactamente cómo su padre había muerto, sólo que Rio había sido el tirador y su padre había tratado de matar a Conner. El estómago dio bandazos ante el recuerdo y se lo apretó con la mano con fuerza.

Los dedos de Conner se curvaron alrededor de su nuca. La boca le rozó la oreja.

– ¿Estás bien? ¿Estás lista? Puedo llevaros a todos y regresar.

Ella forzó una sonrisa.

– Estoy bien. Hagámoslo.

Conner fue primero, rompió el candado de la entrada trasera y abrió cuidadosamente la puerta para mirar hacia fuera. El patio era un caos. El sonido de disparos era esporádico, pero los hombres corrían en todas direcciones. La casa principal se había convertido en una pared de llamas, el fuego ardía ferozmente. El calor que emanaba de la rugiente conflagración era tal que era imposible acercarse demasiado al infierno.

Conner encontró un nicho dentro de un área especialmente tupida e hizo señas a Isabeau. Ella envió a Artureo primero y el adolescente unió la mano con los más jóvenes. Formaron una cadena con Isabeau cerrando la marcha, corriendo tan rápidamente como podían mientras se abrazaban a las paredes del edificio y permanecían cerca de las vallas hasta que se apiñaron como sardinas en ese pequeño lugar.

Isabeau miró hacia el jardín. Muchos de los árboles y arbustos ya estaban en llamas mientras el viento, en su mayor parte creado por el fuego mismo, enviaba chispas volando por el aire. Dos cuerpos yacían extendidos sobre la tierra y la silla de ruedas estaba volcada de costado. No pudo detenerse, empezó a buscar por encima de las cabezas en busca de algún signo del leopardo. Los gatos grandes preferían estar en lo alto y a menudo se dejaban caer sobre la presa imprudente. Sistemáticamente buscó por los tejados y los árboles. Su mirada aterrizó en el depósito de agua y se congeló.

Conner hizo señas otra vez y siguieron los cuadros de flores sinuosos, permaneciendo agachados y parando siempre que Conner levantaba la mano.

– Rio espera en el muro -le dijo a Isabeau. Salió para conseguir una mejor mirada sobre el terreno entre los niños y su destino.

– ¡Conner! -Isabeau gritó una advertencia.

Él se agachó a cubierto y alzó la mirada justo cuando una bala golpeó la tierra a centímetros de su pie. Imelda sostenía a un Mateo que se retorcía delante de ella, los pies de él directamente sobre el borde.

– Volved todos o dejaré caer a este pequeño bastardo.

– Isabeau, voy a disparar hacia la torre para hacerla retroceder. Coge a los niños y corre tan rápido como puedas hacia la selva. Pásalos por encima de la valla. He llamado a los otros para que me ayuden aquí. Leonardo te guiará a ti, a Marcos y a los niños.

Antes de que ella pudiera contestar, Conner disparó, las balas astillaron trozos de madera de la torre alrededor de Imelda. Ésta chilló, jurando y tropezó hacia atrás, arrastrando al chico con ella. Isabeau salió corriendo y esta vez, Artureo cerró la marcha. Ella no miró atrás o arriba, sólo corrió a la valla.

La alta valla se asomó delante de ella mucho más rápido de lo que había esperado y en último segundo reunió fuerzas y saltó por encima. Su cuerpo chilló una protesta, cada músculo con calambres. Hubiera fallado pero Marcos agarró su brazo extendido y la arrastró al tablón delgado que estaba en lo alto. Se forzó a seguir, aterrizando en el lado de la selva tropical, tratando de no sentir el ardor terrible en su cuerpo. Leonardo saltó y empezó a tirar los niños a Marcos. El hombre agarró a cada uno con una destreza asombrosa, entregándoselos a Isabeau.

Conner no se atrevió a arriesgar una mirada para ver si Isabeau había saltado la valla sin peligro. Mantuvo el ritmo de la lluvia de disparos y luego corrió a la parte baja del depósito de agua fuera de la vista de Imelda. Rio lo retomó donde Conner lo había dejado, escupiendo balas en torno a Imelda para mantenerla lejos de la orilla de la torre con el chico.

Una vez bajo el depósito de agua y oculto de la vista, Conner se quitó los zapatos y los metió en el paquete que siempre llevaba junto con sus armas. Ató el paquete firmemente alrededor del cuello y comenzó a trepar rápidamente, permaneciendo dentro de la estructura de madera durante la mayor parte de la subida. Utilizó su enorme fuerza para llevar su cuerpo arriba rápidamente en un esfuerzo por llegar donde el chico antes de que ella lo tirara, porque sabía que Imelda iba a tirarlo simplemente porque podía hacerlo.

Oyó al chico sisear como un pequeño cachorro de leopardo y se preguntó si el gato surgiría para ayudar al niño. Imelda abofeteó al chico que luchaba. De repente chilló y las bofetadas se volvieron más fuertes y más frenéticas. El chico debía haberla herido. Oyó un ruido sordo cuando ella lo dejó caer en la plataforma y empezó a patearlo.

Los sonidos y los olores dispararon los instintos de supervivencia del leopardo. Sintió los músculos comenzar a retorcerse y dejó que sucediera, dando la bienvenida al cambio, se arrancó la ropa en tiras aún mientras trataba de seguir subiendo. Cuando casi había completado el cambio, oyó que Rio gritaba una advertencia y miró hacia arriba.

Mateo vino arrojado por encima del borde, la cara del chico una máscara de terror, la misma mirada que había visto en la cara de Isabeau la noche antes. Conner saltó al espacio vacío, completando el cambio, las manos formaron garras extendidas. El chico golpeó con fuerza y gritó cuando la boca del leopardo rodeó su cuerpo. Conner se retorció en el aire, enderezando el cuerpo, sabiendo que estaban tan alto que incluso el gato podía resultar herido. Hizo cuanto pudo para proteger al chico cuando aterrizaron. El impacto le subió por las piernas, pero mantuvo la boca suave y al chico lo bastante arriba para evitar que se golpeara contra el suelo. En el momento que pudo moverse, abrió la boca y dejó caer a Mateo.

Se giró hacia la torre.

Загрузка...