Capítulo 18

Ottila Zorba ladeó la cabeza e inhaló, atrayendo profundamente el perfume de Isabeau a los pulmones.

– Se ha asegurado de dejar su olor por todo tu cuerpo -saludó.

Isabeau envolvió el suéter de Conner en torno a su cuerpo en busca de protección.

– ¿Qué quieres?

Los ojos verde dorados brillaron sobre ella de pies a cabeza.

– Dejaste tu marca sobre mí.

Ella se mordió el labio con fuerza.

– No he sido criada con la gente leopardo. No sabía que me estaba pasando.

– Tu felina lo sabía y me deseó.

Isabeau jadeó. Eso no podía ser verdad. Conner era su compañero. Sabía que lo era. Sacudió la cabeza negando.

– Cometí un error y lo siento por eso, pero tú me provocaste deliberadamente. Sabías que yo no entendía lo que significaba.

Él se encogió de hombros y dio un paso hacia ella.

– No. -Isabeau se retiró, moviéndose hacia la mesa donde el arma esperaba.

– No quiero herirte, pero lo haré si no me das otra elección.

Ottila sonrió, descubriendo los caninos de su leopardo y levantó un arma.

– ¿Estás buscando esto? Mirabas fijamente a la noche y todo el tiempo yo rondaba por el cuarto, quitándote las armas bajo la nariz.

El corazón de Isabeau saltó dolorosamente. ¿Quién podría hacer eso? Había oído de leopardos que arrastraban a sus víctimas fuera de sus casas, antes incluso de que los que estaban sentados a su lado supieran lo que había sucedido; pero ella no podía imaginar a nadie tan sigiloso. Miró hacia la puerta, tratando de juzgar la distancia. Para hacerlo más fácil, dio otro paso hacia la mesa, para mantenerla entre ellos. Como se figuró, él dio un paso hacia el otro lado, dándole a ella ese paso extra o dos.

Isabeau corrió hacia la puerta. Corrió como una humana, él saltó como un leopardo, salvando la mesa y aterrizando al lado de ella cuando los dedos de Isabeau se cerraron en la cerradura. Ella trató de abrir la puerta, pero él la cerró con un golpe de la palma, atrapando su cuerpo entre el de él y la madera. Ella gritó, temblando; se sentía pequeña y perdida contra esa enorme fuerza.

– Ssh, no chilles. Estate tranquila -dijo-. No voy a hacerte daño.

Los brazos la rodearon e Isabeau tembló, mantuvo la cabeza abajo, atemorizada de lo que él pudiera hacer.

– Por favor -dijo suavemente-. Lo que hice fue un accidente.

– Ssh. -Él la mantuvo derecha con su fuerza, cuando ella temblaba, las piernas de goma-. Hazte una taza de té y siéntate en el cuarto, lejos de la mesa. -Indicó una silla-. Pon azúcar en tu té. Ayudará.

Su voz era tranquila. Incluso agradable aún. Y eso de algún modo lo hizo peor, pero cuando apartó las manos, ella pudo respirar por lo menos otra vez. Se forzó a andar al mostrador donde el té maceraba.

Isabeau echó un vistazo por encima del hombro, tratando de fingir que él era un invitado.

– ¿Te gustaría una taza también?

La sonrisa fue de pura diversión masculina.

– No creo que sea buena idea poner la tentación en tu camino. Tratarías de tirarme agua hirviendo y entonces yo tendría que vengarme y tú saldrías herida. No quiero eso y creo que tú tampoco.

Isabeau se concentró en evitar que las manos le temblaran y se preparó una taza de té. Esperó a sorberlo antes de caminar a la silla que él había indicado y se sentó más bien con cautela. ¿Había puesto Conner un cuchillo bajo los cojines? Él le había dicho que no se asustara y ella definitivamente estaba al borde de asustarse. Se obligó a tomar otro trago del líquido caliente y respirar.

– ¿Por qué estás aquí?

Su voz estaba otra vez bajo control y se permitió sentirse triunfante. Una pequeña victoria a la vez.

– Para darte una oportunidad de venir conmigo. En este momento. Antes de que alguien muera. Ven conmigo. No necesitas nada más que la ropa en la espalda. Tengo dinero. Todo lo que Imelda me ha pagado ha sido en efectivo. -Sonrió burlonamente-. Entre lo que Suma y yo tomamos de Sobre y Cortez, podemos ir a cualquier sitio.

Esa oferta era la última cosa que esperaba. Parecía tan razonable. Él no se acercó, lo cual le ayudó a mantener la serenidad.

– Incluso si dejara una nota para tratar de convencerlos de que me fui voluntariamente contigo, vendrían detrás de nosotros -dijo-. Lo sabes.

Él se encogió de hombros y fue imposible no ver los haces de definidos músculos que ondularon en su pecho, los brazos y vientre.

– Sabes que tendrías que matarle. Yo no salvaría su vida yéndome contigo sólo para causarle pena. -Inclinó la cabeza y le miró tranquilamente por encima de la taza de té-. Estoy enamorada de él.

– Lo superarás con el tiempo. -Su mirada no se apartó de su cara-. Si vienes voluntariamente, te daré un poco de tiempo para olvidarlo. Tu gata ayudará aceptándome.

Isabeau podía ver que él pensaba que estaba haciéndole una inmensa concesión. Era aterrador, como caminar por un alambre, tratando de aplacarle, de entretenerle y evitar provocar un estallido violento. Era demasiado controlado y le aterrorizaba. Se humedeció el labio inferior con la punta de la lengua y puso la taza aparte, dejando caer las manos a los lados con el pretexto de ocultar los dedos temblorosos. Sabía que él captaba el temblor, estaba demasiado centrado en ella, pero tenía que encontrar un modo de comprobar los cojines.

Él sacudió la cabeza y saltó otra vez; el salto le llevó al lado de la silla.

– Te lo he dicho, quité las armas. El cuchillo estaba bajo el lado derecho. ¿Crees que soy estúpido? -Había un filo en su voz.

– No. Pero estoy muy asustada -admitió, apartándose un poco de él mientras trataba de encontrar las palabras correctas para alcanzarle.

Él ancló la mano en su pelo, evitando que se alejara un centímetro más.

– Esta es tu oportunidad para salvarle, Isabeau. Te lo ofrezco una vez porque será más difícil para ti perdonarme si le mato, pero lo haré.

Su cara estaba a centímetros de la de ella, una máscara furiosa de determinación y confianza absoluta. Las líneas en la cara estaban profundamente grabadas, un hombre duro con mucha experiencia. Al mirarle a los ojos, supo que había tenido razón sobre él: había sido el cerebro, el que ordenaba a Suma, pero se había ocultado bien. No necesitaba los elogios. No iba a herirla, pero la amenaza estaba allí. De hecho, las puntas de los dedos le estaban frotando mechones de cabello como si saboreara la sensación.

– Toma una ducha -dijo bruscamente-. Si discutes conmigo o te pones algo suyo, me restregaré yo mismo y no va a gustarte mucho. Hazlo rápido. Quiero que vuelvas aquí en cinco minutos oliendo como tú, no como él.

Le tiró del pelo lo suficiente para levantarla y empujarla fuera de la habitación. La siguió a un ritmo más pausado. Se estaba quitando el sujetador cuando él entró y ella se paró bruscamente, sacudiendo la cabeza.

– No voy a quitarme la ropa delante de ti.

Un músculo le hizo tictac en la mandíbula.

– Te he visto dejándole follarte en la selva y luego otra vez en el porche. Soy bien consciente de cómo es tu cuerpo. Quiero que su olor se vaya. Ahora. Me restregaré yo mismo si no te mueves. Ahora tienes cuatro minutos.

Ella se dijo que era leopardo y no había modestia en ese mundo. No quería provocarle y que se duchara con ella y posiblemente la violara. Si podía, le entretendría lo bastante para permitir que Rio y Conner recogieran su rastro y se dieran cuenta de que había dado un rodeo de vuelta a la cabaña. Quiso seguir dándole la espalda mientras se desnudaba, pero necesitaba verle. Porque si se movía para tocarla, no se rendiría sin luchar.

Se metió bajo el agua, la mirada sobre él, fija y desafiante, desafiándole a intentar acercarse y se lavó bajo su intenso escrutinio. Ottila se estiró a por el agua al mismo tiempo que ella, rozando sus dedos e Isabeau apartó la mano de un tirón, levantándolas defensivamente.

Eso pareció divertirle. Le entregó una toalla.

– ¿De verdad piensas que puedes luchar contra mí y ganar? No seas tonta. No soy un hombre que golpearía deliberadamente a una mujer. Tiene que haber una razón muy buena.

– ¿Por qué demonios trabajas para Imelda Cortez y secuestras niños para ella? -preguntó, frotándose el agua de la piel y el olor de Conner, como mejor podía.

Sigue hablándole y calmándole, se recordó. Muéstrate interesada en él.

Le empujó para pasar por delante y encontró su mochila, sacó un par de vaqueros de un tirón y se los puso rápidamente. Le miró por encima del hombro.

– Vendes a tu propia gente.

Él la miró con los ojos impasibles de un felino.

– Ellos no son mi gente. Me echaron. No les debo lealtad.

Ella frunció el entrecejo mientras se ponía una camiseta y se giraba para encararlo, haciendo cuanto podía para parecer un poco comprensiva.

– ¿Por qué harían eso?

Estaba interesada, esa parte no era mentira. Esperaba estar cercana a la verdad. Había admitido que estaba asustada. Quizá él lo tendría en cuenta.

Él se encogió de hombros, pero por primera vez una ola de emoción le cruzó la cara.

– Nuestras leyes son arcaicas y no tienen sentido. Si un cazador mata a uno de nosotros en forma de leopardo, aunque sea ilegal contra la ley del hombre, les permitimos huir con ello. Uno mató a mi hermano pequeño. Le busqué y le maté. Los ancianos lo llamaron asesinato y me desterraron. En otras palabras, estoy muerto para la aldea. Me figuro que si estoy muerto para ellos, ellos lo están para mí y no les debo lealtad.

– Qué terrible. -Y hablaba en serio. Si una familia sentía que no había justicia en matar, ¿cómo lo superaban?-. Eso todavía no explica a alguien tan malo como Imelda Cortez y por qué escogerías revelar tu especie a ella.

Él retrocedió para dejar que le precediera por la puerta al siguiente cuarto.

– Cortez me ofreció una vida y yo la tomé. Sabía que el final la mataría, así que ¿qué jodida diferencia hay en que ella lo sepa? No puede demostrarlo y si se lo dice a alguien, pensarán que está loca, que lo está. Puedo olerlo en ella.

Ella se tragó el miedo. Él lo dijo con tanta normalidad. Sabía que al final la mataría.

– ¿Es lo que vas a hacerme finalmente? ¿Matarme cuándo te canses de mí?

Él sacudió la cabeza.

– No funciona así.

Le agarró la muñeca, tirando de ella, forzando a la palma a rodear su dura longitud, apretó los dedos en torno a los de ella.

– Tú pones esto aquí. Me acuesto y me levanto así. Esto no se irá hasta que estemos juntos. E imagino que regresará a menudo, igual de doloroso.

Ella le pisó tan fuerte como pudo en el empeine y giró, golpeándole las costillas con el codo, siguió girando cuando le liberó la mano, apuntando a su cara con el dorso del puño. Él ya estaba sobre ella, llevándola al suelo, cayendo con tanta fuerza que se estrelló contra la madera, Isabeau se rompió la cabeza, su peso superior encima de ella. Vio estrellas y tuvo que luchar para evitar desmayarse. Luchando desenfrenadamente, trató de quitárselo de encima. Él colocó la rodilla en la parte baja de su espalda y le sujetó las muñecas juntas, su fuerza era enorme. Ella yacía aplastada bajo él, las lágrimas le ardían en los ojos y garganta.

– No sabes mucho sobre hombres, ¿no, Isabeau? -dijo suavemente-. Algunos hombres se excitan con una mujer que luche contra ellos. Quédate quieta. Respira. Te dije que no te haría daño si era posible y hablaba en serio.

Ella se permitió llorar por un momento antes de hacer un esfuerzo por echarse hacia atrás. Él le acarició el pelo con la mano libre como si la tranquilizara. Cuando la tensión se desvaneció, se apartó y la puso de pie, forzándola a cruzar el cuarto a la misma silla. Una vez estuvo sentada, le puso ambas manos en los brazos de la silla y bajó la cara cerca de la de ella.

Ella se acurrucó. Un testarazo quizá funcionara. O darle un puñetazo directamente en medio de la gran erección.

Los ojos de él se encontraron con los de ella y sacudió la cabeza lentamente.

– La primera vez lo he dejado pasar porque tienes miedo de mí. Pero atácame otra vez y me vengaré.

Ella parpadeó, una mano fue defensivamente a la garganta.

– Hoy es el día de mi boda -admitió-. Me he casado con él.

La expresión de Ottila no cambió.

– Me importa una mierda. Lo sabes o por lo menos deberías saberlo.

Ella le estudió la cara, esa cara fuerte y masculina. Debía mantenerle hablando porque era la única defensa que tenía. El sonido de sus voces, el paso del tiempo. Conner tenía que regresar pronto.

Inhaló.

– ¿Le has contado a Imelda que somos leopardos?

– ¿Por qué lo haría? -Recogió la taza de té y se movió hacia la tetera.

Isabeau cubrió su suspiro de alivio con un pequeño carraspeo. Él era tan grande. Intimidante. A ella le parecía invencible. ¿Y dónde estaba Conner? Seguramente ya debía haber desenredado el rastro de Ottila y debería regresar.

– Imelda nunca debería haber tomado a esos niños. Traté de decírselo, pero le gusta ser la jefa. Supe que Adán nunca se quedaría quieto. Ella es tan arrogante que no escucha a sus consejeros, ni a sus consejeros de seguridad.

– Así que la has abandonado.

Del pequeño paquete que llevaba el cuello, él sacó un pequeño frasco y abriéndolo con el pulgar, lo vertió en la taza de té delante de ella. Todo el cuerpo de Isabeau se tensó. Medio se levantó, pero él le dio una mirada severa y ella bajó.

– No voy a beber eso.

– Entonces lo haremos de la manera difícil y te lo echaré por la garganta. Me da exactamente igual, Isabeau.

– ¿Qué es?

– No una droga de violación durante una cita amorosa. No me he caído tan bajo para violar a una mujer. Cuando te tome, será porque no puedes evitarlo, me necesitarás.

No iba a discutir cuán ilógico era eso, no cuando venía hacia ella con la taza de té. Saltó de su silla, recordando esta vez a su gata, pidiendo ayuda a la pícara perezosa. ¿Por qué no estaba ultrajada ella? ¿Por qué no luchaba por su supervivencia? Por la supervivencia de Conner. ¿Y, que Dios la ayudara, dónde estaba Conner?

En el fondo, su felina se revolvió, olfateó el aire y encontró su propia marca en Ottila. Otro rival para sus cariños. Se estiró lánguidamente. Isabeau siseó para que se agachara. ¿Dónde estaba la famosa lealtad de los leopardos? Se maldijo por no conocer las reglas.

– ¿Qué es eso?

– Escoge para él, vida o muerte.

Ella no podía apartar la mirada de esos ojos. Era difícil no creerle. Parecía invencible y absolutamente seguro de sí mismo. Se tocó el labio con la lengua, por un momento atroz consideró ir con él. ¿Por qué no la había noqueado y sacado de la cabaña? Esto no era acerca de elegir, nunca lo fue. Era algo enteramente diferente. El cerebro hizo clic, clic, clic cuando las piezas encajaron.

– Ibas a matarlo, directamente desde el principio, ¿verdad?

Él la agarró por la garganta, permitiendo que sintiera su inmensa fuerza. Isabeau no luchó. Había una advertencia en los ojos a la que prestó atención.

– Ha estado dentro de ti. Su marca está en ti. No puede vivir.

Ella tragó con fuerza.

– Nunca ibas a compartirme con Suma.

– Ni en un millón de años.

Ella levantó el mentón e indicó el té.

– Dime que tiene.

– No quiero que sientas lo que te voy a hacer.

El corazón de Isabeau latió con tanta fuerza contra el pecho que tuvo miedo de que estallara. El temor respiró por ella como una entidad viva. Él lo dijo de forma tan práctica, sin parpadear, ninguna compasión o remordimiento.

– ¿Qué me vas a hacer?

– A ti no. A él. Él tiene que sufrir. Para sacarle del juego. Su leopardo se volverá loco de rabia y no podrá controlarlo. Le he estudiado. Es metódico. Y bueno. No creo que sea estúpido. Necesito llevarlo al borde y el único modo de conseguirlo es hiriéndote, o arrastrarme a la casa del doctor y atacar a su joven amigo. Cualquiera de las dos opciones lo desencadenará.

Ella sabía que estaba amenazando deliberadamente a Jeremiah para obligarla a beber el té con droga.

– ¿Vas a hacerme daño? -repitió.

Él tenía razón, Conner nunca se perdonaría y pondría la selva tropical del revés buscando a Ottila. Lo seguiría directamente a una trampa. Miró a los ojos de Ottila, forzando valor a sus músculos congelados.

– Necesitas castigarme, ¿verdad?

A su propia manera enferma, él sentía que ella le había traicionado, traicionado su relación. Había sido engañada por su absoluta calma.

– Bebe el té, Isabeau -instruyó suavemente.

Ella tomó la taza, los dedos le temblaban, miró el líquido oscuro. Se había asegurado de que el agua no estuviera lo bastante caliente para quemarle si ella se lo tiraba. Realmente, él esperaba que le obedeciera y se bebiera la droga. Isabeau se llevó la mezcla a la boca y le lanzó el contenido a los ojos, estrelló la taza contra el brazo de la silla. Siguió moviéndose, girando cuando le cortó con un fragmento. No era como si tuviera mucho que perder, él iba a hacerle daño a propósito.

El pedazo de cristal le provocó una línea delgada a través del pecho, pero no respingó. La mirada de él ardió sobre ella, una promesa violenta de castigo. Isabeau se negó a ser intimidada. Tenía un fragmento como cuchillo, hacia abajo, la orilla mellada apuntada hacia las partes más suaves de su cuerpo. Ottila dio un paso a un lado y se movió sobre ella, rápidamente, demasiado rápidamente para un hombre grande. La mano le golpeó la muñeca, apartando el cristal mientras le daba la vuelta, atrapando su cuerpo contra el suyo.

Su mano controló la de ella, golpeándola con fuerza contra la pared.

– Tíralo -ordenó-. Tíralo ahora mismo.

Cuando ella vaciló, estrelló la mano una segunda vez contra la pared. Los bordes mellados cortaron la palma de Isabeau y la fuerza del golpe hizo que el dolor se disparara por el brazo. Lágrimas ardieron en sus ojos y parpadeó rápidamente para alejarlas, no queriendo mostrar debilidad. Estaba aterrorizada por tener que soltar su única arma, pero él era demasiado fuerte.

– Tíralo, Isabeau -ordenó otra vez.

No hubo cambio en su inflexión. Podría haber estado hablando del tiempo. Tiritando, ella obedeció. Él la sostuvo unos pocos momentos más, sus brazos fuertes, manteniéndola de pie cuando ella se habría desplomado.

– Eso fue estúpido. ¿Qué has ganado?

– Tenía que intentarlo.

– Supongo.

Las manos fueron tiernas cuando la alejó. Tan tiernas, de hecho, que cuando la golpeó, estuvo más sorprendida que herida. Los golpes llovieron sobre su cuerpo, duros; rápidos puñetazos que la hicieron doblarse y deslizarse por la pared. Él siguió golpeándola metódicamente, una y otra vez. Trató de arrastrarse lejos de él, defendiéndose, utilizando los brazos para defenderse, pero los golpes siguieron cayendo por todo su cuerpo. Nunca le tocó la cara y cuando ella se curvó en posición fetal para tratar de protegerse, él se agachó a su lado y continuó.

No había manera de protegerse de los golpes. Parecieron durar para siempre. Cerró los ojos, sollozando, levantando las manos para tratar de bloquearle. Entonces, tan bruscamente como comenzó, dejó de golpearla.

– Abre los ojos -ordenó suavemente.

Las lágrimas nadaban en sus ojos pero obedeció de mala gana. Dobló la cabeza hacia ella, cambiando mientras lo hacía, hasta que un leopardo macho en la flor de la vida la sujetó contra el piso, hundió los dientes profundamente en el hombro directamente sobre la marca que Conner había puesto allí. Al mismo tiempo, la garra de atrás le arañó el muslo. Sintió la cuchillada, la sangre manó libre y también sintió la quemadura que se esparcía por su sistema. Podía oír sus propios chillidos de angustia, pero el leopardo ignoró sus súplicas, la hizo rodar hasta que estuvo de espaldas, con el suave vientre expuesto a él.

Las garras se hundieron en los senos; perforaciones profundas que sacaron sangre. Ella se oyó chillar, pero él no había terminado. Las garras arañaron dentro de los muslos y luego se hundieron profundamente en el montículo femenino. El dolor fue agónico. Casi se desmayó, los bordes de su visión se oscurecieron, la bilis subió.

La levantó sobre sus manos y rodillas, sujetándole la cabeza bajo para evitar que se desmayara. Ella iba a vomitar, tenía retortijones en el estómago y arcadas de protesta. Él parecía ser tan paciente, las manos le acariciaron el pelo, calmándola como si él no hubiera sido el que había causado tanto daño en primer lugar.

Sollozando, Isabeau trató de arrastrarse lejos de él, pero él simplemente la atrajo a sus brazos y la meció. Ella no luchó. Cualquier movimiento hacía que el dolor recorriera su cuerpo.

– Estamos atados juntos, Isabeau -dijo suavemente, mirando abajo hacia sus destrozados y ensangrentados vaqueros-. Necesitarás antibióticos. Él estará tan enfurecido que quizá lo olvide, así que tendrás que ser la que se lo recuerde

Otra vez hablaba de forma práctica.

– ¿Por qué? -preguntó.

Él no fingió entender mal.

– Cuando pienses en el día de tu boda, será a mí a quien recuerdes, no a él. -Le acarició el pelo con la mano, tratando de calmarla cuando ella temblaba incontrolablemente-. Y para demostrar un punto. Nunca estarás a salvo con él, ni tus hijos. Llegué hasta el niño bajo las narices de sus guardias y he llegado hasta ti. Lo puedo hacer otra vez, en cualquier momento, en cualquier lugar. Debes pensar sobre lo que quieres de un compañero. Vivimos bajo la ley de la selva, Isabeau y si él no te puede proteger, ¿qué uso tiene para ti?

– ¿Has matado a Jeremiah?

Se apretó los dedos temblorosos contra la boca. Cualquier movimiento era doloroso y quería quitarse desesperadamente los vaqueros y la camisa para apretar una tela fresca sobre las heridas que latían.

– Su muerte habría logrado muy poco. Necesitaba al niño vivo para retrasar a tu hombre. Ahora tendrá que vivir con el hecho de que hizo la elección equivocada al ayudar al chico. Cada vez que trate de tocarte -la punta del dedo se deslizó sobre las heridas del seno-, verá mi marca, mi señal.

Ella quiso alejarle la mano de un golpe, pero estaba demasiado intimidada. Nunca había sido golpeada en la vida. Él lo había hecho con tanta objetividad, como si estuviera completamente fuera del acto. Trató de arrastrarse lejos de él, encontró la pared y se inclinó contra ella, el único modo de sostenerse.

Los dedos de él le rodearon el tobillo como un grillete.

– Asegúrate de no quedarte embarazada de su bebé. Odiaría tener que matar a un cachorro y sería mucho más duro para ti perdonarme.

¿Cómo podía pensar él que podría perdonarle la paliza que le había dado? La había aterrorizado a propósito; un castigo que en su mente retorcida, ella merecía.

– Dile que se encuentre conmigo y que venga solo. Si no lo hace, regresaré periódicamente de visita hasta que lo haga.

– ¿Dónde? -Susurró la palabra.

– Él lo sabrá.

Ella se deslizó pared abajo cuando él la soltó, llorando suavemente, aterrorizada por si misma, por Conner. Ottila se puso de pie sobre ella, tomando una vez más forma humana. Ambas eran intimidantes.

– Puedo llegar a ti dondequiera. En cualquier momento. Si él trata de huir contigo, deberías creer que no puede protegerte, no importa a dónde te lleve, te encontraré. Dile eso.

Ella se mordió con fuerza el labio inferior y permaneció muy quieta, atemorizada de moverse. Él se inclinó sobre ella, su boca encontró la suya. Ella se mantuvo inmóvil, tratando de no sollozar cuando él exploró la boca con la lengua, tomándose su tiempo, las manos una vez más apacibles. Era desconcertante, iba de la violencia hasta ser casi cariñoso. No protestó cuando ella permaneció pasiva. Se echó hacia atrás y la miró a los ojos.

– La próxima vez, podrías recordarle que a los leopardos les gusta ir por arriba.

Cambió delante de ella, un leopardo macho en la flor de la vida, la cola se movió bruscamente cuando saltó a las vigas con facilidad y desapareció en el pequeño altillo. No le oyó después de eso, pero se quedó acurrucada contra la pared, aterrorizada de que no se hubiera ido realmente y regresara.


* * *

Se golpeó la boca con el puño y lloró tan silenciosamente como pudo. No quería ver a nadie, no a Conner, especialmente no a Conner. Se sentía magullada y apaleada. Ottila la había roto completamente. No tenía la menor idea de qué sentir, sólo temor, un temor intenso. La había dejado sin nada hasta que no pudo reconocerse a sí misma. Tenía que quitarse las ropas y tratar las heridas. Había querido marcarla, no mutilarla, así que no podían ser tan malas como se sentían. Pero no podía moverse. Permaneció quieta, acurrucada contra la pared, llorando calladamente.

– ¡Isabeau! Vamos a entrar

La voz de Conner la hizo saltar, pero no se movió, haciéndose tan pequeña como era posible allí contra la pared.

Conner esperó inquietamente cuando Isabeau no le contestó. Miró a Rio, que todavía se estaba poniendo los vaqueros. La cabaña estaba a oscuras, justo como le había dicho que la dejara. Todas las contraventanas estaban cerradas. No parecía haber ninguna razón para su intranquilidad, aunque después de rastrear al gran leopardo de vuelta a la casa del doctor y al cuarto de Jeremiah, podía creer al leopardo capaz de cualquier cosa. El chico había estado indefenso, enganchado a la IV, luchando por cada aliento y Ottila le había arañado profundamente con las garras en el vientre.

Podría haberlo destripado. El consenso general fue que había sido interrumpido por Mary o el médico cuando fueron a verle.

Muchos invitados permanecían todavía en la casa y Elijah patrullaba afuera, pero el leopardo había logrado localizar el cuarto de Jeremiah y entrar con tanto sigilo, que nadie había sabido que estaba en la casa. Conner sabía que el leopardo podía haberles matado a todos, a Mary, al doctor, a sus amigos y ciertamente a Jeremiah. Sabía que los otros estaban equivocados, Ottila no había sido interrumpido, no había querido matar a Jeremiah.

Conner puso la mano en la puerta e inhaló. ¿Había un débil olor a leopardo?

– Voy a entrar, Isabeau, no me dispares.

Desatrancó la puerta y el olor le golpeó con fuerza, oleadas de ello. Leopardo y sangre. La mezcla era potente. Giró la cabeza de golpe, examinando cada centímetro de la cabaña hasta que su mirada la encontró acurrucada y manchada de sangre en la oscuridad.

– ¿Está él aquí? -preguntó.

Ella parecía estar conmocionada, la cara absolutamente blanca. Le tomó cada gramo de control no saltar a su lado y recogerla.

Por un momento ella se quedó silenciosa. Traumatizada. Él no quería pensar en lo que había sucedido aquí. No con su ropa manchada de sangre y esa mirada de terror en su cara.

– Isabeau -siseó, poniendo un poquito de orden en su voz.

– No lo sé. Se fue por allí arriba -indicó a las vigas en lo alto.

Su tono fue tan bajo que él apenas captó las palabras, aún con su audición aguda.

Rio entró en el cuarto, los pies descalzos silenciosos en el piso de madera mientras estudiaba las vigas encima de la cabeza. Saltó, agarrando una de ellas y balanceó el cuerpo.

Conner cruzó al lado de Isabeau, agachándose a su lado, la alcanzó tiernamente. Se aseguró de mantener sus movimientos lentos y deliberados.

– Dime, Isabeau -instruyó.

Un solloza escapó y ella apretó los dedos contra la boca temblorosa, retrocediendo para hacerse más pequeña. Conner dejó que su mirada resbalara sobre ella, buscando lo peor de las heridas. Tenía sangre en la camisa sobre los senos y más se filtraba a través de la tela en la unión de las piernas. El corazón comenzó a palpitar con alarma.

– ¿Puedes decirme que ha hecho?

Ella se humedeció los labios y se apretó contra la pared, necesitando la estabilidad de la estructura.

– Dijo que quería que te encontraras con él. Dijo que sabrías donde.

– Se ha ido -anunció Rio-. Entró por una pequeña abertura en el altillo. Tuvo que haberlo planeado con mucho cuidado. -Se columpió hacia abajo y se paró junto a Conner, observando la cara pálida y la ropa manchada de sangre-. Llamaré al doctor. -Fue en busca de la luz.

Isabeau sacudió la cabeza, la alarma se esparció por su cara, hasta tal punto que Conner levantó la mano para detener a Rio.

– No quiero que nadie me vea así. No enciendas la luz.

– Tengo que echarte una mirada -dijo Conner, su voz suave-. Voy a levantarte, cariño. Puede doler.

Él no tenía la menor idea de la extensión de las heridas, pero el olor a sangre era fuerte. Había una insinuación de almizcle persistente, como si Ottila hubiera estado excitado, pero no olió a sexo.

– Allí hay cristal roto en el suelo -advirtió Isabeau.

Parecía tan intrascendente dadas las circunstancias.

– Tendremos cuidado.

Se estiró a por ella, atemorizado de herirla cuando ella se estremeció en sus brazos. El olor a sangre era más fuerte, pero aún más lo era el olor del leopardo de Ottila. Él la había marcado deliberadamente, queriendo insultar a Conner, queriendo que se diera cuenta de que podría tomar a su mujer en cualquier momento. Conner leyó el desafío como lo que era.

– ¿Te importaría preparar un baño, Rio? -preguntó, más para conseguir que el hombre saliera del cuarto que por cualquier otra razón.

Él no tenía la menor idea de por donde comenzar. Acababa de saber que esto no era sobre él, sobre la rabia que ardía como un fuego salvaje en su vientre. Esto tenía que ser sobre Isabeau. Ella estaba aturdida, confundida y le miraba con temor en los ojos.

Temblando, Conner recogió a Isabeau, sosteniéndola contra su pecho, la sintió dar un respingo cuando su cuerpo se apretó contra el de él.

– ¿Qué te ha hecho?

– Me golpeó -dijo, suprimiendo otro sollozo-. No estaba enfadado. Sólo me golpeó, como si fuera un trabajo para él. Y entonces utilizó las garras sobre mí, sobre mi… cuerpo.

Enterró la cara contra el hombro de Conner y se adhirió a él.

Tan cerca de ella, el olor del otro leopardo era abrumador. Su felino se estaba volviendo loco, arañando y clavando las garras, exigiendo ser liberado para matar a su rival. Quería ese olor fuera de ella.

– Necesito mirar el daño, Isabeau.

Ella sacudió la cabeza, negándose a mirarle a los ojos.

– ¿Estarías más cómoda con una mujer? ¿Con Mary? -Mantuvo su voz suave.

Otra vez ella sacudió la cabeza.

– No quiero ver a nadie.

Tenía que preguntar.

– ¿Te ha violado?

Ella apretó la frente con fuerza contra el hombro. A Conner el corazón le latía desenfrenadamente en el pecho, pero no hizo ningún movimiento, permaneciendo inmóvil, sólo esperando.

– Dijo que él nunca violaría a una mujer. -Comenzó a llorar un poco desenfrenadamente-. Fue tan cruel, Conner. Y todo el tiempo, actuó como si yo lo mereciera, como si le hubiera traicionado.

Él apretó los brazos con cuidado en torno a ella, tratando de no estrangularse con el olor del otro hombre. Su leopardo estaba loco, empujaba cerca de la superficie, rugiendo por su enemigo, tratando de desgarrar la carne para llegar al olor horroroso y ofensivo.

– Vamos a meterte en la bañera donde pueda inspeccionar el daño. Necesitarás analgésicos, Isabeau, y antibióticos…

Ella levantó la cara para mirarle por primera vez y hubo una insinuación de orgullo en su mirada.

– Él dijo que estarías demasiado molesto para recordar los antibióticos, pero no lo has olvidado.

– Por supuesto que no -le rozó la frente con un beso-. Tú eres mi máxima prioridad, siempre, Isabeau.

– Él pensó que yo estaría molesta porque habías ido a ayudar a Jeremiah -dijo-. Pero estoy contenta de que lo hicieras. -No podía evitar el borde de histeria en su voz-. Hizo todo lo que pudo para abrir una brecha entre nosotros.

El estómago de Conner se llenó de nudos. Oyó la incertidumbre en su voz. Ella no era consciente de ello, pero Ottila había causado daños a Isabeau sacudiendo su confianza, no sólo en él, en que podría aceptar la marca de otro hombre sobre ella, sino en ella misma. La levantó, llevándola al cuarto de baño. Rio, amablemente, había encendido velas para mantener la luz débil y suave.

– ¿Debería ir a por el doctor? -preguntó.

– Ella ya ha tomado antibióticos. Dame algún tiempo para valorar el daño -contestó Conner-. Él lo planeó muy bien. Me permitió olerlo, colocó un rastro directo a Jeremiah, le hirió lo bastante para que nos quedáramos allí y ayudáramos, nos dejó otro rastro en la selva que nos alejara del valle y de aquí y todo el tiempo que le perseguimos él estaba aterrorizando a Isabeau.

– ¿Es posible que esté cumpliendo órdenes de Cortez? -se aventuró Rio-. Tenemos que echar por lo menos una mirada a la posibilidad de que ella sepa de nosotros.

– No. -Isabeau levantó la cabeza, su mirada se encontró con la Rio -. Ha desertado de Imelda y viene detrás de Conner. Tiene un retorcido sentido del bien y del mal. Estuvo bien golpearme, pero no era bueno violarme. Yo debería aceptarle y podríamos vivir felizmente para siempre, aunque él quizás tenga que matar a Conner y a mi niño. Creo que tiene suficiente dinero para estar satisfecho y ya se ha movido a su siguiente punto en la agenda. Cometí el error de marcarlo. -Su voz se tambaleó pero mantuvo la mirada firme-. Esto no es sobre Imelda. Podemos ir sin problema.

– Estás apostando nuestras vidas en eso -dijo Rio-. Una buena manera de matar a Conner es atraerlo al complejo de Imelda.

– Él no haría eso -negó Isabeau.

– ¿Por qué? -preguntó Rio.

– Tiene un sentido del honor -contestó.

Los nudos en el vientre de Conner se apretaron aún más. El no quería a Ottila Zorba en ningún lugar cerca de Isabeau.

– Escucha, nena -susurró suavemente-. Esto no es culpa tuya. Nada de esto es culpa tuya.

– Le hice algo. -Había un ceño en su voz, pero ella no le miró-. Dijo que mi gata le aceptaría. Y ella no salió para ayudarme. No protestó por lo que me estuvo haciendo.

– Tenemos veneno en las garras. -Le rozó la sien con besos-. Zorba trata de confundirte, hacerte pensar que lo que hiciste le daba permiso, pero él te vio y en su retorcida mente, como en la de cualquier otro acechador común, piensa que tienes una relación con él. Sabe que eres mi compañera. Sabe que estás casada conmigo, pero eso no le importa. Los compañeros son sagrados. Nadie toca a la compañera de otro.

La llevó a través del cuarto de baño y permitió que las piernas cayeran al suelo, un brazo la mantuvo firme.

– No comprendo, Conner. Dijo que tiene derecho a desafiarte.

– Tú has escogido, pero sí, una hembra sin compañero ciertamente tiene el derecho de escoger a su compañero. No está restringida a un solo macho hasta que esa elección sea hecha. Comúnmente, los compañeros se buscan el uno al otro, ciclo vital tras ciclo, pero no siempre. Tu gata indicó que encontraba a su gato atractivo, eso es todo. Pero estás emparejada y él no tiene ningún derecho sobre ti. Lo sabe.

– Entonces ¿qué hace el veneno?

Él tenía miedo de que preguntara. Se entretuvo tirando de su camisa, la cual ella no quería entregarle. Siguió empujando el dobladillo hacia abajo. Por último se cubrió los pechos con los brazos, evitando que le quitara el top.

– Lo haré yo misma, cuando esté sola.

El desafío se arrastró a los ojos. Vergüenza. El corazón de Conner se contrajo. Le agarró los brazos y la arrastró hacia él, bajó la boca sobre la de ella. El beso fue largo, tierno y lleno de tanto amor como pudo verter en él.

– Tienes que creerme, Isabeau. Esto no es culpa tuya. ¿Pensaste que porque todas las personas de este valle son tan amables, la gente leopardo es siempre buena? El peligro de nuestro negocio es que vemos lo peor de la gente, no lo mejor, como tenemos en este valle. Pero he visto lo peor en leopardos y lo mejor en humanos. Ottila es un hombre enfermo. Tú no le diste la oportunidad, él se fijó en ti por sí mismo.

Ella se negó a encontrarse con su mirada.

– Ha hecho esto para que tú no me desees. Lo sé. Las heridas se curarán, pero dejarán cicatrices. En este momento, su olor y sus marcas están por todas partes sobre mí. Quería que tú me encontraras desagradable, repugnante.

– Bien, adivina qué, no ha tenido éxito.

La mirada de ella saltó a su cara.

– Mi gata puede oler tu mentira.

– No una mentira. Mi felino está furioso. Como debería estar. Como, profundamente, lo estoy yo. No quiero que otro hombre te toque. -Mantuvo la mirada firme sobre la de ella, sin estremecerse. Sí, su gato estaba gruñendo, odiando el olor del otro hombre, pero nunca a ella, nunca a su compañera Furioso con él mismo por no protegerla, pero la culpa estaba sobre sus hombros, no sobre los de ella, si había culpa por parte de alguno de ellos-. Yo nunca podría rechazarte, Isabeau. Eres mi corazón. Mi alma. Ese hombre no puede abrir una brecha entre nosotros. Deja que tu gata huela si te estoy contando la verdad o una mentira. Ahora déjame quitarte la ropa y ver que daño te ha hecho.

– Tuvo cuidado de no herirme realmente.

– Es un bastardo de primera clase al que le importaba una mierda tus sentimientos. La posesión no es amor, Isabeau, por muy posesivo que un hombre se sienta. Yo me siento posesivo, pero sabes que no te poseo. Y no tengo el derecho de hacerte daño o quitarte tus opciones. Puse mi marca sobre ti para protegerte de él, no para marcarte como mía. Creo que mi leopardo puede tener esa idea, pero yo no soy mi leopardo y me niego, como cada hombre debería hacer, a utilizar los instintos de nuestro gato para guiarnos a una conducta animal. Y no me entiendas mal, Isabeau, la conducta de Ottila fue una abominación contra los animales.

Por primera vez una débil sonrisa se arrastró a los ojos de Isabeau.

– ¿Creías que me había deslumbrado con su demostración de fuerza? Me aterrorizó. No quiero verle nunca más.

Esta vez dejó que le quitara la ropa. Los dedos de Conner le rozaron la piel y ella saltó un poco, pero permaneció quieta. Había heridas de perforación en los senos y en la unión de las piernas, un golpe para él, Conner estaba seguro, pero el daño verdadero estaba en las magulladuras que le subían bajo la piel.

Cerró los ojos por un momento, respirando hondo, para alejar la rabia combinada del leopardo y el hombre. Esperó hasta que estuvo completamente bajo control.

– Sabes que le mataré.

Ella se hundió en la bañera caliente, temblando, la sangre volvió lentamente rosa el agua.

– Eso es lo que desea. Cojamos a los niños y salgamos.

– No vienes con nosotros, Isabeau. Es demasiado peligroso y no estás en forma. Mañana no podrás moverte.

La mirada de ella saltó a su cara.

– No vas a dejarme sola. No otra vez. Y seré incluso una ventaja más para el equipo. Imelda y su equipo pensarán que Elijah me ha hecho esto y estarán contentos de que él sea como ellos. Será la única cosa que le hará bajar la guardia lo suficiente para darnos una pequeña ventaja en su territorio. Además, soy la única con la que su abuelo habló sobre jardines. Me dijo que tenía uno. Está fuera. Él esperará que salga con él y lo vea. Mi gata puede oler igual que el tuyo. Les encontraré mientras Elijah y Marcos hablan de alianzas y tú pareces malvado.

El orgullo explotó en él junto al deseo de llorar. Isabeau estaba derribada pero no hundida. Ottila la había sacudido, pero ella nunca había perdido de vista lo que era o quién era. Esperaba que se pudiera mover por la mañana, pero lo dudaba. Al verla temblar, trató de no llorar mientras le limpiaba las heridas y las trataba, sabía que Ottila era hombre muerto.

Un hombre capaz de hacer tal daño a una mujer para demostrar algo, vendría a por ellos una y otra vez. Nunca acabaría hasta que fuera detenido de forma permanente. No tenía objeto indicarle este hecho a Isabeau. Estaba demasiado atemorizada del hombre, pero Conner no.

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