Capítulo 6

Conner dejó que su mirada se apartara del leopardo inexperto y se permitió mirar a Isabeau. El aliento se le quedó atrapado en la garganta. Su cara estaba pálida, los ojos vidriosos por el dolor. La sangre goteaba de la garganta y el brazo. Osciló ligeramente como si estuviera inestable. Algo dentro de él se desmoronó y otra parte de él quiso lanzarse sobre el cachorro de leopardo y desgarrarlo en pedazos. Sería tan fácil arrancarle la garganta en castigo. Cada instinto le instaba a hacer justo eso.

Durante un largo momento el bosque pareció contener la respiración. El felino dentro de él rondó de aquí para allá, tirándose ocasionalmente contra las cuerdas que le retenían, probando la fuerza y la resolución de Conner. Felipe y Leonardo salieron al claro, rodeando al joven leopardo. Elijah empujó la cabeza entre las hojas. Cerca. Demasiado cerca de Isabeau.

Su felino gruñó, su mirada se balanceó hacia la nueva amenaza a su compañera. La neblina roja ardió por su mente. Una advertencia explotó en su cerebro. El felino estaba demasiado cercano, arañando por liberarse. Los músculos se retorcieron. La boca dolió. Los dedos se curvaron. El sudor estalló en su cuerpo mientras trataba de contener al felino.

Isabeau caminó hasta ponerse delante de él, sin temor, aunque su cuerpo temblaba.

– ¿Conner? -Su voz fue suave pero exigente.

Él se estiró hacia ella, atrayéndola contra sí, manteniéndola cerca durante un momento, escuchando el latido de su corazón, la constancia de la respiración. Le tomó unos minutos recuperar el control de su felino. El olor de los otros leopardos y el fuerte olor de la sangre casi le volvía loco, pero la pronta aceptación de su toque por parte de Isabeau logró calmarle lo bastante para permanecer bajo control. Inclinó la cabeza a su garganta, examinando las heridas de las perforaciones. El joven leopardo había tenido cuidado de no pinchar la yugular. La sangre manaba de los cortes, pero definitivamente no eran mortales. El cachorro no había querido matarla. Eso no detendría a Conner de enseñarle una lección, pero salvaría la vida del chico.

Rozó las marcas de garra con las puntas de los dedos y luego usó el terciopelo áspero de la lengua para curarlas, a la manera felina. El sabor cobrizo se mezcló con la lluvia fresca y el perfume de la piel. Ella descansó la frente contra el pecho, obviamente agotada. Necesitaba llevarla a un refugio pronto.

– Tengo que mirarte el brazo, Sestrilla. -Le rasgó la manga para exponer la herida. Le faltaba un pedazo de brazo, cerca del bíceps, pero era una herida de carne. Habían tenido suerte-. La infección sucede rápidamente en la selva -le dijo, su voz tan suave como podía cuando su felino se negaba a calmarse.

– Tengo unas pocas cosas en mi bolsa que ayudarán -le confió ella-. Estudio las plantas medicinales, así que siempre llevo unas pocas.

– ¿Tienes analgésicos?

– No funcionan muy bien en mí -dijo, intentando una pequeña sonrisa.

Estaba agradecido por esa sonrisa pequeña. Ella le estaba consolando y eso le volvía completamente del revés. Él podía decir que a ella le molestaba que su calma habitual fuera en su beneficio. Ella estaba teniendo momentos duros manteniéndole a la distancia de un brazo. Era perturbador tener al felino y al hombre, tan agitados por sus heridas y por la amenaza contra ella.

– Tenemos que irnos -dijo Rio. Estaba en la selva, fuera de la vista de Isabeau.

Conner sabía que no era por modestia. Los leopardos no eran modestos sobre su desnudez. Cuando cambiaban de forma, generalmente llevaban o guardaban ropa en las áreas donde vivían, pero a menudo, cambiaban delante de los otros. Rio estaba más preocupado por Isabeau, que no había sido educada como leopardo y por la reacción de Conner. Isabeau estaba cerca del Han Vol Dan, el surgir de su leopardo y el celo de su gata. Ella estaba emitiendo suficientes hormonas para desequilibrar a todos los machos, apareados o no. No iba a correr el riesgo de que Conner se pusiera más agresivo.

– Nos hemos ocupado de la mayoría de ellos y los otros han metido la cola entre las patas y han huido, pero pueden recuperar de repente su valor. Vamos al refugio.

– ¿Qué hay de mí? -preguntó el joven leopardo.

Hubo silencio. Conner miró por encima de la cabeza de Isabeau al joven. Él había sido así una vez, buscando aventura y algo más aparte de la aldea.

– Vendrás con nosotros. Tengo unas pocas cosas que decirte.

El chico bajó los brazos y dejó salir el aliento con obvio alivio.

– No parezcas feliz por ello, niño -dijo con brusquedad Conner-. Te voy a dar una paliza.

– Jeremiah. Me llamo Jeremiah Wheating. -Dobló las garras y sonrió a Conner. Ahora que estaba a salvo, volvía a parecer engreído-. Lo esperaré.

Conner tuvo el impulso de abofetear al niño. De golpearle seriamente. Su compañera todavía sangraba y el niño parecía estar pagado de sí mismo de nuevo. Se dio la vuelta para evitar saltar sobre él y desgarrarle esa sonrisa afectada de la cara. Con manos apacibles, envolvió el brazo de Isabeau y porque no podía evitarlo, presionó un beso sobre la venda, indiferente a lo que ella, o cualquiera de los otros, pensaran.

– Vamos a movernos. ¿Adán? ¿Estás bien?

– Todavía decidiendo si disparar o no a nuestro joven amigo -contestó Adán desde donde se ocultaba en la maleza-. Es más tentador de lo que tú podrías saber posiblemente.

– Oh, creo que me hago una idea -dijo Conner. Deslizó la mano bajo el brazo de Isabeau hasta que los dedos se enredaron con los de ella-. Movámonos.

– ¿A dónde vamos? -preguntó el chico con ansia. Casi botaba mientras se apresuraba detrás de ellos.

Elijah se lanzó al aire, lanzándose sobre la espalda del niño, golpeándole con la suficiente fuerza para tirarlo. El chico rodó sobre las hojas e insectos y Elijah siguió caminando sin romper la zancada, sus patas grandes no hacían ningún sonido mientras caminaba al lado de Conner.

Conner le envió un pequeña asentimiento de apreciación. Isabeau giró la cara contra su lado y amortiguó una pequeña risa.

– Lo has hecho bien, Isabeau -alabó-. No te asustaste.

– Sabía que vendrías -dijo, sorprendiéndole.

Hubo una tranquila aceptación en su voz. Ella quizás, no se daba cuenta, pero confiaba en él mucho más de lo que se permitía.

– Él no me amenazó al principio. Se sorprendió cuando salió de la maleza y yo estaba allí.

Conner bufó su desdén, su felino resopló molesto. El niño no había utilizado sus sentidos de leopardo ni siquiera cuando cazaba. Su desdén por Adán le había dejado en desventaja. No había hecho sus deberes. Ni siquiera se había dado cuenta de a quién estaba cazando. Las habilidades de Adán en la selva tropical eran conocidas por todas partes, pero el joven no había sido consciente de él.

– ¿De qué aldea vienes? -preguntó Conner, de repente sospechoso.

– Mi aldea está en Costa Rica -dijo Jeremiah alegremente. Disparó a Conner una sonrisa rápida-. He andado por ahí. No es como si nunca hubiera salido del bosque.

Esta vez Rio cargó contra él, golpeándole de lleno. Golpeó al niño con la bastante fuerza para producirle un gruñido de dolor. Cuando Rio se movió sobre el chico, le abofeteó con su gran pata, las garras retractadas, pero definitivamente una reprimenda.

Jeremiah rodó, se levantó agachado, frunciendo el ceño al leopardo grande mientras se cepillaba la suciedad.

– ¡Oye! He estado por ahí.

– Obviamente no has aprendido respeto -indicó Conner-. Tienes a cinco ancianos aquí y a un anciano de una de las tribus de indios locales así como una hembra. Hasta ahora no me has impresionado.

El chico tuvo la gracia de parecer avergonzado.

– Sólo quiero ver algo de acción -dijo.

– ¿Cómo te contactó Suma? -preguntó Conner.

– Internet. Puso un anuncio pidiendo ayuda. Me figuré que yo era justo lo que necesitaba. -Jeremiah sacó pecho.

– Joven. Impresionable. Estúpido. -Conner escupió al suelo.

– ¡Oye! -La sonrisa engreída de Jeremiah se desvaneció a un ceño-. Sólo quiero algo de acción. No quiero pasar toda mi vida encerrado en alguna aldea aburrida con los ancianos diciéndome lo que puedo y no puedo hacer. Soy rápido.

– Tienes que ser más que rápido en este negocio, niño -dijo Conner-. Tienes que saber cuándo depender de tu felino, cuando depender del cerebro y cuando debes mezclarlos a los dos. Tienes que mirar a todas partes. En este momento, caminas tan fuerte que cualquier leopardo en el bosque podría oírte. -Disparó al chico una mirada dura-. Adán te habría oído venir a un kilómetro.

Aún en la oscuridad, el rubor del chico fue evidente. Hizo un esfuerzo por andar calladamente.

– Tú me podrías enseñar.

– ¿Parezco alguien que quiere enseñar a algún maldito cachorro novato? Hundiste las garras en mi compañera, asno. -Su felino se movía de nuevo furioso porque no atacaba al chico. Su aliento salió en un largo siseo y sus músculos se retorcieron.

Isabeau tropezó, si deliberadamente o no, no lo supo, pero deslizó el brazo en torno a su cintura y simplemente la levantó, sosteniéndola en los brazos. Ella se tensó, abrió la boca para protestar. Su mirada se encontró con la de Conner y permaneció silenciosa.

Él necesitaba sostenerla. Su peso no era nada para él, pero la sensación de ella en sus brazos lo era todo. Le acarició la coronilla con la nariz y fulminó al joven. El chico no tenía ninguna idea todavía de cuán difícil era encontrar una compañera. No tenía la menor idea acerca de la vida o el peligro. La idea de vivir en el borde era un atractivo aterrador para los jóvenes. Lo sabía porque él había sido de la misma manera. Había sido joven, engreído y lleno de su propia fuerza sin un indicio de lo que importaba o importaría jamás.

Conner cerró los ojos brevemente y se preguntó porqué el universo le golpeaba con tanta maldita fuerza. No podía darle la espalda al chico para que le mataran y Suma lo mataría. Jeremiah Wheating no se quedaría parado y miraría como mataban a los niños. En el momento que Suma le llevara donde Imelda Cortez y el chico se diera cuenta de lo que pasaba en realidad, se vería como un héroe y conseguiría que le mataran. Conner no tenía otra elección que cuidar del mocoso.

Suspiró y bajó la mirada a la cara levantada de Isabeau. Ella le sonrió.

– ¿Qué? -Le preguntó él casi agresivamente. Ella tenía demasiado conocimiento en los ojos.

– Sabes qué. No creo que seas tan bastardo como quieres que todo el mundo piense. Ni con mucho.

– He estado cerca de matarlo. Y malditamente bien que lo merecía.

– Pero no lo has hecho.

– La noche no ha acabado todavía.

Ella sólo sonrió y el vientre de Conner se apretó. No quería que ella se formara una idea equivocada sobre él. El niño iba a aprender una lección esta noche. Isabeau pensaría que él era una bestia y el niño se enfurruñaría un rato, pero su felino estaría feliz otra vez y quizá le daría un pequeño respiro de esta necesidad desgarradora y la reprimenda aguda y enojada.

La cabaña estaba justo delante, construida en lo alto de los árboles, oculta por las pesadas vides y unas hojas anchas la rodeaban. Había trazado un mapa para los otros por si acaso se separaban. Había vivido allí durante varios años con su madre, separados de los otros mientras ella lloraba la pérdida de su marido. Su padre nunca había sido su verdadero compañero, pero ella le había amado.

La cabaña no contenía recuerdos felices para él, pero en el momento que hubo dado un paso en la selva tropical fue el primer lugar al que había ido. Había pasado dos días haciendo reparaciones y acumulando cosas para tener un campamento base si lo necesitaban. No fue por razones sentimentales. El no era un hombre sentimental. Debería haber hecho las comprobaciones inmediatamente con Rio, pero necesitaba tiempo para reajustarse. Y había ido buscando a su madre. Ahora sabía porqué ella no había estado allí.

Extrañamente, la cabaña parecía haber sido ocupada recientemente, calmándole con un falso sentido de seguridad. Había incluso encontrado un par de sus juguetes viejos, un camión y un avión tallados en madera encima de la mesa. Había imaginado a su madre mirándolos y recordando sus momentos juntos en la cabaña. Ahora no sabía qué pensar.

Puso Isabeau de pie y se alzó para agarrar una vid. Empujándose, mano sobre mano, ganó el pequeño porche y dejó caer la escalera hecha de vides apretadas hacia abajo a los otros. Empujó unos montones hacia abajo para ellos, sabiendo que los hombres necesitarían la ropa después de cambiar y luego se dejó caer al suelo.

– No estoy segura de que pueda trepar -admitió Isabeau-. Mi brazo se ha agarrotado. -Incluso mientras expresaba su duda, se estiró para agarrar la escalera.

– Yo te puedo llevar -dijo Conner-, pero tendrás que ir sobre mi hombro.

Ella dio un tirón experimental, respingó y dejó salir el aliento.

– Es un camino largo hacia arriba. Creo que voy a olvidarme de mi orgullo y permitiré que me subas. -Retrocedió alejándose de la escalera.

Conner hizo señas a Adán para que subiera y señaló a Jeremiah.

– Tú puedes esperarme aquí abajo. Vamos a tener una pequeña conversación antes de que te invite a entrar.

Los ojos del niño mostraron nerviosismo, pero asintió valientemente. Conner llevó a Isabeau arriba sin más demora. Ella se balanceaba de pie y necesitaba que atendieran sus heridas. Él quería que tomara antibióticos y cualquier medicina que llevara. Tenía un botiquín de primeros auxilios oculto con antibióticos, pero nada de analgésicos. Ella le había advertido que no se llevaba bien con ellos, pero él no estaba seguro de que lo que había querido decir. Nunca había imaginado que le dispararían. Si el joven leopardo no la hubiera tomado como rehén, nunca habría sucedido, otro pecado contra él.

Puso Isabeau en la silla más cómoda, la silla de su madre y vertió agua dulce del pequeño grifo al fregadero.

– Es agua buena de un manantial que hemos encontrado -ofreció.

La mano de ella tembló cuando tomó el agua. Parecía agotada, su ropa empapada, su cuerpo tiritando por la conmoción, pero se las arregló para una pequeña sonrisa.

– No te preocupes por mí. Es un rasguño, nada más. He tenido peores trabajos.

El pensaba que era la mujer más hermosa del mundo. No importaba que su pelo colgara en húmedos mechones o que su cara estuviera demacrada y pálida. Tenía valor y no se quejaba cuando acababa de atravesar una experiencia terrible.

– Quizás recuerdes que tengo algunas habilidades como curandero -dijo Adán, manteniendo la distancia a través del cuarto-. Ella tiene plantas y hierbas en su bolsa que puedo utilizar. -Mantuvo la distancia casi como un apaciguamiento, receloso del leopardo de Conner.

Conner se miró en el pequeño espejo que su madre había insistido que tuvieran sobre el fregadero. Los ojos eran todavía enteramente felinos. Los dientes le dolían y las puntas de los dedos de las manos y pies ardían con la necesidad de permitir que su leopardo se liberara.

– ¿Estás cómoda con que Adán limpie tus heridas? Es un curandero experto. -Su madre había llevado a menudo a Conner a la aldea cuando se hería y fue siempre Adán quien había cuidado de los daños menores. Había habido un doctor a gran distancia que se ocupaba de cualquier herida de las luchas de jóvenes leopardos.

– Por supuesto -dijo Isabeau prontamente, quizás demasiado rápido para su felino.

– Quédate dentro -logró gruñir Conner, su voz suave volviéndose ronca.

El animal gruñó, forzando a Conner a girar lejos de ella. Ella estaba aprendiendo sobre los leopardos. Inteligentes. Astutos. Rápidos. De pésimo temperamento. Y jodidamente celosos. Salió al porche y aspiró la noche, flexionando los dedos doloridos. Necesitaba una buena lucha. Era común para los machos entregarse el uno al otro un buen entrenamiento cuando las hembras estaban cerca del celo y todos estaban revueltos e incapaces de hacer nada sobre ello. O cuando simplemente estaban enojados.

Conner no utilizó las enredaderas, sino que saltó al suelo del bosque, aterrizando casi en frente de Jeremiah. El chico respiró bruscamente y se quitó la camisa, lanzándola a un lado. Conner ya se estaba desnudando. Rápida. Eficientemente. Ansioso ahora, su leopardo arañaba y rugía por estar libre.

Jeremiah estaba conformado por fuertes líneas. Haces de músculo se movían bajo la piel, y cuando cambió, fue un leopardo grande, fornido y feroz. Conner podía ver porqué el niño estaba ansioso por un desafío. Su propio leopardo, ansioso por el combate, esperó a que el hombre más joven diera el primer paso. Para aguijonearlo un poco, gruñó, exponiendo los dientes y aplastó las orejas, los ojos concentrados en su presa.

Jeremiah reaccionó como se esperaba, queriendo probarse, todavía resentido por las reprimendas que Rio y Elijah le habían entregado y por los sermones que Conner le había dado. Gruñó, exponiendo los caninos y dio dos golpetazos experimentales sobre Conner, esperando golpearle la cara lo bastante fuerte para ladearle y establecer la dominación rápidamente.

Conner resbaló ambas patas y gruñó, el sonido se hinchó hasta convertirse en un gruñido que sacudió el bosque circundante. Las orejas aplastadas, los labios hacia atrás, la cola moviéndose con fiereza ante la provocación.

Sin advertencia, Jeremiah se abalanzó con las garras extendidas, intentando arañar el costado de Conner y ganar respeto. Conner era demasiado experimentado para permitir que tal ataque funcionara alguna vez. Utilizando su espina dorsal extremadamente flexible, se retorció en el aire, permitiendo que las garras mortales fallaran por centímetros y se giró para perseguir a su presa, golpeando lateralmente, llevándose piel del costado y el vientre expuestos de Jeremiah.

Conner era más pesado, con más experiencia y mucho más musculoso. Cambió de dirección en mitad del aire usando la rotación de la cadera así que cuando aterrizó, estuvo casi encima del hombre más joven. No quería terminar el combate tan pronto, necesitando el entrenamiento físico. Se estrelló contra Jeremiah con la fuerza de un ariete, haciéndole caer. El leopardo más pequeño giró cuando cayó para proteger el vientre suave, rodando y trepando para volver a ponerse de pie.

Conner saltó, utilizando la agilidad natural y la gracia del leopardo, golpeando a Jeremiah una y otra vez para que rodara por el claro y chocara contra un tronco ancho de árbol. Los dos fueran hasta allí, rugiendo, gruñendo, rodando los cuerpos sobre el suelo. Los golpes aterrizaban. Las garras ocasionalmente rasgaban surcos en el pelaje. La dura sacudida de las patas grandes al aterrizar le dio satisfacción a Conner. Se sentía bien al agotar su energía y la ira de su felino a la manera áspera y brusca de su gente.

Jeremiah le sorprendió. El chico tenía su temperamento y aceptó el castigo sin esquivarlo. Había dado unos pocos golpes sólidos que Conner sentiría durante días, pero no había recurrido a movimientos ilegales ni tratado de desgarrar a su adversario en trozos. Conner tenía mucho más respeto por el chico cuando yacieron jadeando, lado a lado, cuidando de sus heridas y observándose el uno al otro cautelosamente.

– ¿Vais a estar así toda la noche? -llamó Isabeau por encima de ellos-. ¿O tenéis hambre?

Los dos leopardos se miraron. Jeremiah se frotó una pata sobre la nariz y cambió. Su cuerpo desnudo se extendió sobre la hierba, cubierto de sudor, sangre y magulladuras.

Isabeau chilló y se dio la vuelta.

– Toma una ducha antes de subir. Y ponte alguna ropa.

Conner estudió el chico mientras corría a la ducha, claramente motivado por la idea de ser alimentado. Parecía estar en algún lugar entre los veinte y los veinticuatro. Tenía masa muscular y era frío bajo el fuego. Era joven y ansioso y no tenía la menor idea de en lo que se estaba metiendo, pero jugaba. No había gimoteado y no había huido, ni siquiera cuando Conner le había dado una buena paliza, probando la resolución del niño para aceptar su castigo.

Se movía como agua sobre la piedra. Tendrían que trabajar en su cautela. Sonaba como un maldito rinoceronte chocando por la maleza, pero también era como un perrito ansioso. Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Rio. Lo habían visto todo, en parte para probar al niño, en parte para cerciorarse de que Conner no permitía que su felino le matara. Rio asintió, confirmando que el chico se había ganado suficiente respeto para darle una oportunidad.

Conner esperó hasta que Jeremiah hubiera subido la escalera y los otros hubieran vuelto a la cabaña antes de caminar a la ducha. Se sentía un poco perezoso, pero bien, cambió y permitió que el agua se vertiera sobre él. Estaba fría, pero era revigorizante. Podía sentir que ya se le empezaban a formar las magulladuras por todo su cuerpo. Había algunos lugares donde las garras del chico le habían rasgado piel, pero su felino estaba tranquilo, el primer respiro que había tenido desde que había visto a Isabeau.

Permitió que el agua fría cayera sobre la piel caliente y se permitió respirar, respirar realmente. Antes, el olor de Isabeau había sido atraído a sus pulmones, rodeándole, en su interior, abrumando sus sentidos hasta que se sintió un poco loco. Tenía que llegar a alguna clase de equilibrio para funcionar apropiadamente. Tenían que recuperar a los niños y eso significaría continuar con el plan para entrar en el complejo.

Se secó lentamente y le dio vueltas a las ideas una y otra vez en su mente. El pensamiento de tocar a alguien más aparte de Isabeau era aborrecible para él. La idea de una mujer tan cruel e inmoral como Imelda besándole o tocándole inflamaría a su felino hasta la locura. No estaba seguro de poder hacerlo realmente. No ahora. No con Isabeau cerca y ciertamente no con ella al borde del Han Vol Dan.

Isabeau no tenía la menor idea de que sucedería cuando su gata surgiera. Ella nunca, bajo ninguna circunstancia, toleraría a otra mujer cerca de su compañero. Conner se empujó los dedos por el pelo húmedo y miró fijamente a la cabaña, vacilante sobre volver a donde su felino reaccionaría a la cercana proximidad de los hombres alrededor de Isabeau. Iba a ser una larga noche. Su cuerpo no iba a conseguir un indulto de las urgentes demandas implacables.

Ella tenía más poder sobre él de lo que sabía. En las noches que había logrado dormir, había despertado con el sonido de su risa en su mente. La imagen de ella zambulléndose en el agua, mirando por encima del hombro, tentándolo. Sus recuerdos estaba mezclados ahora, viejos y nuevos. La vida pasada y la presente. Todo Isabeau. Todo lo bueno en su vida era ahora simplemente Isabeau.

Había estado andando de manera automática durante un año. Ocultándose en Estados Unidos. Había oído su voz por todas partes a donde iba. La piel le dolía por su toque. No podía encontrar un modo de evitar que su sangre se espesara y se calentara cada vez que pensaba en ella, que era todo el tiempo. No se había dado cuenta, hasta que la había visto otra vez, cuán entumecido había estado. Todo en él se vivificaba cuando ella estaba cerca.

Ahora se enfrentaba a verla cada día. A enseñarle las maneras de su gente. Cómo protegerse en la selva tropical. No tenía ni idea de cómo dejar de desearla. Cómo parar de necesitar besarla e intentar ser indiferente al estar junto a ella. No sólo tenía que preocuparse por ella y su gata a punto de emerger, sino que el chico iba a necesitar instrucción y cuidado. Suspiró. Su vida se había vuelto muy complicada, pero se sentía más vivo que nunca.

Isabeau estaba cerca. Su calor. Su olor. Su gata. Levantó la cara a la lluvia y permitió que cayera sobre la cara, tratando de limpiar su mente de ella. Isabeau inundaba sus sentidos. Expulsaba todos los pensamientos cuerdos hasta que iba a convertirse en inútil para Rio y los otros si no conseguía manejar a su felino. Y maldito fuera todo, no podía culpar a su gato de las emociones fuera de control. El hombre sentía el mismo hambre, la misma necesidad desesperada.

Se había enamorado tan fuertemente de ella. Tan rápidamente. Había sido tan profundo antes de darse cuenta de que Isabeau estaba excavando en su corazón y en su alma, se estaba envolviendo alrededor de sus huesos y presionando su sello en ellos, invadiendo cada célula sanguínea hasta que no pudo escapar de ella. No hubo manera de liberar su alma una vez se hubo enamorado de ella. Él había destruido todo entre ellos, la había roto con un horrible golpe, pero no había logrado desenredarse de ella en el proceso.

Sabía que el ser compañeros leopardo jugaba una parte inmensa en la atracción física entre ellos, pero la amaba. El hombre y el leopardo la amaban. No había nadie más para ninguno de ellos y nunca lo habría. Cerró los ojos y escuchó el sonido de su risa. Esa pequeña nota en su voz siempre había logrado excitarle y calmar a la bestia en él al mismo tiempo. Había tantas facetas de ella, tantas partes intrigantes en su carácter. Adoraba todo acerca de ella, todo desde su corazón generoso a su genio desagradable.

– ¿Conner? -Isabeau le llamó desde arriba-. Ven y come.

Levantó la mirada porque no pudo detenerse. Una mano estaba envuelta alrededor del poste mientras le miraba. El pelo largo hasta la cintura estaba suelto, fluyendo con la exigua brisa

Moviéndose por el dosel. Los vaqueros y la camiseta acentuaban las curvas exuberantes de su cuerpo y él sintió que su gato ronroneó ante la vista de ella.

– Enseguida subo. Voy a fisgonear un poco, a ver que aparece.

Ella se puso la mano en la cadera, atrayendo la atención al hecho de que no utilizaba el brazo herido.

– No hay nada ahí fuera, Conner. Nadie encontraría jamás esta cabaña a menos que supieran donde mirar. Hay suficientes felinos aquí para oler algo en kilómetros a la redonda. Así que sube y come.

No fueron tanto sus palabras como su tono lo que le hizo moverse rápidamente sobre la vegetación para agarrar la enredadera. En medio de todos los hombres, ella estaba nerviosa sin él allí. Y de cualquier manera que él lo mirara, eso era buena señal. Subió rápidamente, mano sobre mano, utilizando la enorme fuerza de leopardo para propulsarse hasta el porche. Arrastró la escalera detrás de él para que no hubiera signos que les traicionaran. Incluso si alguien encontrara la pequeña ducha provisional, estaba controlado y no era más que una primitiva y efectiva ducha excavada de una catarata escasa que caía por una cuesta.

Se enderezó lentamente y se empapó de ella. Isabeau estaba de pie, un poco vacilante, pero no se retiró. Le estaba esperando. Él la miró inhalar profundamente y atraer involuntariamente su olor a los pulmones. Su cuerpo se tensó en reacción. Supuso que tendría que acostumbrarse al dolor implacable. Su mirada se demoró en las marcas de perforación del cuello, la satisfacción manó por haber golpeado lo bastante al chico como para que lo sintiera durante días. Ella parecía un poco magullada y azotada, pero hermosa, con su aspecto exótico y los ojos gatunos.

Isabeau se ruborizó.

– Me estás mirando así otra vez.

– ¿De qué manera?

– Como si estuvieras a punto de abalanzarte sobre mí en cualquier momento. Busco un poquito de consuelo, no una emboscada de algún tipo.

Él se movió más cerca, estirándose para meterle mechones de cabello detrás de la oreja, el roce de los dedos fue suave.

– Esta noche has sido muy valiente cuando el chico te agarró. No te asustaste.

Ella le dirigió una sonrisa tentativa.

– Sabía que vendrías. Se sorprendió tanto al verme, que creo que al principio su intención fue sacarme de la línea de tiro, pero en ese momento Adán salió de la maleza con sus dardos. Creo que estaba claro que conocía a Adán y Jeremiah me utilizó como escudo. Podía oler a los otros leopardos y sabía que se había metido en una mala situación.

– ¿Le estás disculpando? -Incapaz de dejar de tocarla, le acarició el largo cabello con los dedos.

– Está bastante magullado.

– Es malditamente afortunado de estar vivo -indicó Conner. La tomó el codo y la apartó del borde-. No le defiendas. Debería haber sabido que era mejor no ponerte las garras encima.

– Eso no fue tan malo como que me dispararan -dijo, intentando una pequeña risa.

Él no sonrió, no podía sonreír. Unos pocos centímetros más.

– Ese hombre está muerto. Jeremiah tiene mucha suerte. Yo no estaba de buen humor.

Isabeau se echó a reír.

– ¿De verdad? Yo nunca lo habría adivinado.

Adoraba el sonido de su risa. Adoraba que pudiera reírse. Estando allí de pie, golpeada y magullada con perforaciones en el cuello, defendiendo al chico como lo hacía, sintió que el respeto se alzaba como el sol. La imagen le golpeó. No se había sentido como si estuviera cerca del sol durante mucho tiempo y de repente el mundo alrededor de él era brillante otra vez; todo eso tenía que ver con Isabeau.

Levantó deliberadamente una ceja.

– ¿Estás diciendo que crees que tengo un pésimo humor?

– Pienso que es enteramente posible, sí -se burló.

Algo apretó el corazón de Conner con fuerza hasta que sintió un verdadero dolor en el pecho. Ella no le miraba como si fuera repugnante. Aunque no era el amor completo y total que había visto en sus ojos antes, era un comienzo.

Isabeau apartó la mirada de los atentos ojos de Conner. Él la miraba con esa mirada hambrienta y posesiva, que siempre la hacía volverse loca por él. Ella quería una tregua, pero no quería hacer el tonto. Y no quería traicionar la memoria de su padre. No le gustaba estar dentro de la cabaña, tan cerca de tantas personas que no conocía. No se había dado cuenta de cuán cómoda se sentía con Conner.

Había pensado que no confiaba en él, pero en el momento que ya no estuvo a su lado, se había asustado.

– La lluvia suena diferente aquí arriba.

Él asintió sin apartar la mirada de su cara. Ella podía sentir sus ojos ardiendo con un brillante dorado directamente a través de ella.

– Cuando era joven, dormía aquí fuera en el porche para poder oírlo. Adoro el sonido de la lluvia -admitió Conner.

Ella se hundió en los tablones de madera y echó una mirada a las hojas que escudaban la cabaña.

– Yo siempre he encontrado la lluvia calmante, pero hay una pauta en la manera que golpea las hojas que hace que suene diferente. Casi puedo oír que hace música.

La sorpresa se arrastró en la expresión de Conner.

– Solía pensar eso. Me tumbaba despierto escuchando y añadía instrumentos para crear mi propia sinfonía.

– ¿Tocas algún instrumento?

Conner se sentó a su lado, levantando las rodillas, con la espalda contra la pared de la casa. Se encogió de hombros, pareciendo un poco inquieto. Bajó su voz, manteniendo un ojo en la puerta.

– Toco un par de instrumentos. En su mayor parte éramos mi madre y yo. Al estar solos, leíamos muchos libros, hacíamos los trabajos escolares y quisimos aprender a tocar lo que conseguimos que llegara a nuestras manos.

– Entonces tu madre tocaba también -incitó ella, sorprendida que durante todas sus conversaciones él nunca le había dicho nada acerca de su madre, su vida ni su música. Cosas importantes. Las cosas que un amante debería haber sabido. Quiso apartar la mirada de él, molesta porque él no hubiera compartido quién era realmente con ella. Su tiempo juntos había sido el más maravilloso de su vida, pero no había sido verdadero. Él no había sido real. El hombre que se sentaba allí, ligeramente incómodo, exponiendo su lado vulnerable era el hombre verdadero. Sin embargo, no podía apartar la mirada, estaba fascinada, una vez más hipnotizada.

Conner era un hombre duro y peligroso y llevaba esa aura como un escudo alrededor de él. Siempre había parecido invencible, impenetrable. Ella nunca había visto una grieta en ese blindaje hasta ahora, hasta este momento. La cara era la misma. La mandíbula fuerte, las cicatrices y los bordes erosionados, el violento dorado ardiente de los ojos, la boca sensual que volvía loca a cualquier mujer, todo eso mostraba a un hombre con una absoluta resolución. Pero los ojos se habían vuelto diferentes. Más suave. Casi vacilantes. No pudo evitar el estar intrigada.

– Sí, tocaba -admitió Conner, su tono cayendo aún más. Había una nota suave que era todo leopardo mezclada con su voz humana.

Isabeau le miró tragar, su mirada se movía por las hojas anchas que los rodeaban, ocultándoles del resto de la selva tropical.

– Adoraba el violín.

– ¿Tocabas el violín? -Ella no podía detenerse de aprender lo que pudiera acerca del hombre verdadero, no el papel que interpretaba.

– No de la manera que ella podía tocar. -El tenía una mirada lejana en los ojos cuando giró la cabeza de vuelta hacia ella. Había una pequeña sonrisa en la cara como si recordara-. Solía sentarse aquí conmigo mientras la lluvia caía y tocaba durante horas. A veces los animales se reunían así que tenía una inmensa audiencia. Yo vigilaba y los árboles se cubrían con monos, pájaros e incluso un perezoso o dos. Era apacible y hermosa y eso se mostraba en su música.

– ¿Te enseñó ella misma? ¿O te envió a dar lecciones? ¿Y dónde encontrarías escuelas y maestros de música? No podrías haber vivido aquí mucho tiempo.

– Permanecimos solos. Cuando dejamos nuestra aldea…

Isabeau captó una nota de dolor en su voz. El chico recordaba algún trauma de la niñez, no el hombre.

– Nos mantuvimos a nosotros mismos durante varios años. Mi madre no quería ver a nadie. Fue muy estricta acerca de la educación y ella era inteligente. Si miras en las cajas de madera bajo los bancos, encontrarás que están completamente llenas de libros. Era una buena maestra. -Una sonrisa leve le tocó la boca. Un poco traviesa-. No tenía al mejor estudiante con el que trabajar.

– Tú eres extremadamente inteligente -dijo.

Él se encogió de hombros.

– La inteligencia no tenía nada que ver con ser un chico salvaje en medio de la selva tropical que pensaba que era el rey de la selva. Ella tuvo las manos llenas.

Isabeau podía imaginárselo, un chico rubio de pelo rizado con ojos dorados, saltando de rama en rama con su madre persiguiéndole detrás.

– Puedo imaginarlo.

– Me escabullía muchas noches. Por supuesto, entonces no me daba cuenta de que siendo un leopardo adulto, ella podía oír y oler mejor que yo y sabía el momento exacto en que me movía. Supe unos pocos años después que ella se arrastraba detrás de mí, para asegurarse de que no me sucedía nada, pero en aquel momento, me sentía muy valiente y varonil. -Se rió ante el recuerdo-. También me sentía bastante genial por haber logrado engañarla, así que estaba fuera todas las noches jugando en la selva.

– Eso debe haber construido tu confianza. Tanto tiempo como he pasado en la selva, de noche permanezco en el campamento.

– Era un niño, Isabeau. No había aprendido todos los peligros del bosque. Mi madre me los contó pero yo me encogí de hombros y pensé que eso nunca podría sucederme a mí. Era invencible.

– La mayoría de los niños piensan que lo son. Sé que yo lo pensaba. Me gustaba trepar al techo de nuestra casa de noche. A cualquier lugar alto. Mi padre se enfadó mucho cuando lo averiguó. He olvidado que edad tenía cuando comencé. Creo que dijo que alrededor de tres.

Él le dirigió una sonrisa amistosa.

– Ese era el leopardo en ti. Les gusta trepar todo el tiempo. Cuanto más alto, mejor.

– Y me echaba toneladas de siestas. Siempre estaba somnolienta durante el día.

Él asintió.

– Y levantada toda la noche. Mi madre me daba las lecciones de noche cuando tenía unos diez. Decía que hacía mi mejor trabajo entonces.

– ¿Y tocabas de noche?

– A veces no podía dormir, la mayor parte del tiempo. Y ella estaba… triste. Nos sentábamos a escuchar la lluvia y luego salíamos aquí con nuestros instrumentos. Ella tenía el violín, yo la guitarra y tocábamos juntos. La mayor parte del tiempo venían los animales. Unas pocas veces, vislumbré leopardos, pero ellos nunca se acercaron y ella fingió no notarlos, así que seguía su ejemplo.

– Ojala pudiera haberla conocido.

Él parpadeó y sobre su expresión se asentó la máscara familiar.

– Ella te habría adorado. Siempre deseó una hija.

– ¿Dijiste que Suma la mató? ¿Por qué? ¿Por qué mataría él a un leopardo hembra?

Él endureció la mandíbula.

– Suma la mató en la aldea. Ella intentaba defender a la familia de Adán.

A ella, el aliento se le quedó atrapado en los pulmones.

– ¿Ella era tu madre? Oí que le dijiste a Jeremiah que Suma mató a tu madre, pero no tenía la menor idea de que era la Marisa que conocí en la aldea de Adán. Me la encontré, más de una vez, pero por supuesto la vi sólo como humana, no como un leopardo. Fue muy dulce conmigo. Me trató como una hija. -Sintió un ardor en los ojos y apartó la mirada-. Durante un momento me hizo sentir menos solitaria. Yo estaba muy rota. -La garganta le ardía. Quizá él creería que era por la muerte de su padre. Ella había estado conmocionada, traumatizada, pero el engaño de Conner la había roto.

Él la miró fijamente casi con horror.

– ¿Pasaste tiempo con mi madre?

Como si eso fuera todo lo que había oído y no pareciera feliz por ello. Isabeau trató de no dejar que la hiriera, pero no obstante fue un golpe.

– Ella venía a menudo a mi campamento con el nieto de Adán o ella sola, y se quedaba a veces varios días conmigo. Traía a un pequeño chico con ella. Incluso salían a buscar plantas conmigo. Ella sabía mucho. A veces todo lo que yo tenía que hacer era un dibujo de una planta y ella identificaba que era y donde estaba, así como los variados usos para ella. Podía guiarme en la dirección correcta. Aunque nunca mencionó que tocara el violín. -Hizo un esfuerzo por no sonar desafiante.

– Mi Dios. -El se restregó las manos sobre la cara y entonces se puso de pie bruscamente.

Ella captó el brillo de lágrimas en sus ojos antes de que saltara de la plataforma al suelo dejándola sola.

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