Capítulo 3

Isabeau tragó con dificultad, sacudiendo la cabeza, los ojos abiertos de par en par con temor, incluso mientras luchaba contra él, más por instinto que por desear ser libre.

– Lo juro, solo hemos venido Adán y yo a verte, nadie más.

Conner respondió arrastrándola lejos de la ventana al refugio de una pequeña habitación donde cualquiera que mirara no podría verla. Dio una serie de resoplidos, advirtiendo a los otros que quienquiera que se acercaba a la cabaña había venido sin conocimiento de Isabeau.

El corazón de Isabeau latía lo bastante fuerte como para que él lo oyera, su respiración era jadeante. La mantuvo inmóvil, ignorando el tacón que le golpeteaba la espinilla. Dejando caer su voz a un cuchicheo, presionó los labios contra la oreja.

– Mejor que me digas la verdad, porque quienquiera que esté ahí afuera va a ser cazado.

Ella se forzó a parar de luchar, pero su cuerpo permaneció tenso, al borde de salir volando.

– Te lo juro, Adán y yo hemos venido solos.

– ¿Quién sabía que estabas tratando de contratar a un equipo de rescate? -Su olor le estaba volviendo loco. Su cuerpo era suave y exuberante y recordaba cada curva, cada hueco secreto. Era difícil evitar acariciarle la garganta con la nariz. Como fuera, hundió la cabeza y encontró la unión suave del cuello y el hombro.

– La mujer de Adán. Y él fue donde el abuelo de los otros niños, pero nadie más. Cortez paga a espías. Los tiene por todas partes. Tuvimos que tener cuidado. Ni siquiera nos encontramos en abierto. Adán se fue un rato mientras trataba de localizarte, pero yo no sé si habló con alguien más.

Rio estaría preguntando a Adán y el anciano de la tribu era demasiado inteligente para mentir a un leopardo.

– Estarás bien, Isabeau. Nada te va a suceder con todos nosotros alrededor. Cuidarán de ello. -Pero él se sentía enjaulado. No le gustaban las paredes que le rodeaban. Necesitaba estar fuera donde sentía que podía apartar cualquier amenaza sobre ella-. Sólo relájate.

Isabeau respiró hondo y se arrepintió instantáneamente. No había manera de relajarse cuando él estaba tan cerca. Él emanaba calor, su olor, salvaje y magnético, y ahora sabía por qué. No estaba tan sorprendida como había estado la primera vez que sintió algo corriendo por debajo de su propia piel o cuando le abofeteó y le arañó la piel de la cara. Con el tiempo, había tratado de convencerse de que no lo había hecho realmente, pero en los extraños momentos en que dormía, despertaba chillando, viendo la sangre corriendo por su cara.

Estaba confundida por sus propios sentimientos. Era lo bastante inteligente para reconocer que su padre no había sido inocente y se había colocado en el camino del peligro. Había investigado sus conexiones de negocios y había descubierto cuán sucio había estado. Eso no le impidió quererle o lamentar su muerte. Realmente no culpaba a Conner por eso. Pero él la había utilizado para llegar hasta su padre, haciéndola cómplice involuntaria de su caída. La había seducido una y otra vez. Ellos no habían podido mantener las manos lejos el uno del otro. Habían hecho cosas que habían parecido tan completamente bien en aquel momento, pero después, cuando supo que él no la amaba realmente, se había avergonzado.

Todavía estaba avergonzada. Apenas podía mirarle sin sentir las manos sobre ella, la boca, su cuerpo, duro y musculoso, moviéndose sobre ella y dentro de ella. Oyó su propio gemido de pena y agachó la cabeza para evitar sus ojos. Por supuesto había investigado los mitos del pueblo leopardo y los cambiaformas, pero pareció tan estrafalario que fue más fácil convencerse de que había estado tan traumatizada, que lo recordaba mal.

Él no la había amado. No la amaba. No entonces. No ahora. Poco importaba esa lujuria que ardía en sus ojos, esa posesión que estaba estampada profundamente siempre que la miraba. Él había nacido para el peligro, lo llevaba en los huesos, en sus ojos y ella había estado hipnotizada por él. Odiaba habérselo puesto tan fácil. Ella nunca había mirado a otro hombre, nunca había estado interesada en tener una relación con uno. No pudo creerlo cuando él le sonrió a través de una habitación y se paseó para hablar con ella. Debería haberlo sabido.

– No lo hagas -ordenó él suavemente.

Siempre había podido leer lo que ella pensaba. Parecía mucho más viejo, mucho más experimentado. Se había sentido a salvo con él.

– Por encargarse de ello, quieres decir… -incitó.

– Nos has traído para recuperar a los niños, Isabeau. No finjas estar sorprendida cuando la violencia está implicada. Si alguien te está cazando a ti o a Adán, vinieron para hacer daño. Necesitamos saber si Cortez ha sido advertida de que la tribu de Embera va a intentar recuperar a los niños en vez de cooperar con ella.

Su voz fue muy baja y tenía poca expresión pero la sintió como un latigazo, haciéndola sentirse no exactamente brillante. Era una mujer que no tenía miedo de entrar en el interior más profundo de la selva tropical para catalogar e investigar las propiedades medicinales de las plantas. Se había hecho un nombre por sí misma y había tenido éxito en encontrar nuevos usos para las plantas. Había sido independiente y feliz, hasta que conoció a Conner Vega. Él había vuelto su mundo del revés.

¿Era justo culparle por las cosas que su padre había hecho? ¿O por arrojar luz sobre sus actividades ilegales? Quizá no. Pero ella nunca comprendería cómo había podido utilizarla, claramente una inocente, para derribar a su propio padre. Estaba mal. Había líneas que uno no cruzaba. ¿Qué clase de hombre hacía eso? ¿Y qué clase de mujer anhelaba todavía su toque cuándo su carácter la repelía?

– Quiero que te deslices al suelo y te sientes contra la pared. Permanece abajo. Nos sentaremos aquí y hablaremos mientras ellos miran quien os ha seguido. -Mantuvo la mano en el brazo para estabilizarla mientras le obedecía, doblando las rodillas y deslizándose por la pared hasta que su trasero tocó el suelo-. Sé que estás asustada, Isabeau, pero nada te sucederá.

– ¿Tienes un mejor plan para entrar en el complejo de Cortez? -Isabeau necesitaba algo con que distraerse. No iba a asustarse, había estado en situaciones malas antes pero verdaderamente, ¿cuánto confiaba en él? Si él podía construir la ilusión de estar enamorado lo bastante para engañarla, entonces podía hacer lo mismo con el peligro. Con Conner, no sabía que era verdad o ficción.

Él la había desconcertado por un momento, ese borde peligroso, más animal que hombre, mostrándole deliberadamente su capacidad para cambiar, para incrementar sus temores, para ponerla en una posición vulnerable; pero ella tenía recursos. Era inteligente. Había estado en la selva tropical cientos de veces, pero no había contado con ser separada de Adán.

Conner estaba tan cerca de ella que sintió el instante en que se tensó. Se puso de pie, los músculos fluían fácilmente hasta parecer silencioso, mortal, un felino acechando una presa. El aliento dejó los pulmones de Isabeau rápidamente cuando le vio ladear la cabeza a un lado y oler el aire.

– Isabeau, salgamos de aquí. -Estiró la mano hacia ella-. Algo no está bien.

– ¿Qué es? -Trató de escuchar, pero por lo que podía decir, la selva tropical sonaba igual, aunque el chillido de los monos y el grito de los pájaros parecía excesivamente fuerte.

– Huelo humo.

Dejó que tirara de ella para ponerla de pie.

– ¿Dónde está Adán?

– Con Rio. Estará bien. Adán sabe cómo cuidar de sí mismo en el bosque. Es por ti por quien estoy preocupado. Vamos a salir de esta trampa.

– Yo no he hecho esto, Conner -dijo.

– Tú no serías lo bastante estúpida para matarte a ti y a Adán conmigo -dijo, sin mirarla. Abrió la puerta de la cabaña unos pocos centímetros y espió, la mano apretaba la de ella-. Alguien te ha seguido, probablemente sin saber que ibas a encontrarte con nosotros. Y eso significa que es un escuadrón de asesinos. ¿Supieron que presenciaste el ataque a la tribu?

La cara de ella palideció, los ojos abiertos de par en par, como cuando había mostrado las garras.

– La carta. Adán escribió una carta al Director Interior de Asuntos Indios, detallando lo que había sucedido y pidiendo ayuda. Cuando no recibimos nada en respuesta, envió recado a algunos de sus viejos amigos, hombres a los que había entrenado en supervivencia. La respuesta oficial fue que nadie podía arriesgarse a las consecuencias políticas que provocaría el introducir un equipo de Fuerzas Especiales contra Cortez sin permiso de este gobierno. Ahí es cuando le conté sobre ti.

– ¿Te mencionó él? ¿Como testigo? -Apretó los dedos involuntariamente a su alrededor hasta que ella dejó salir un pequeño jadeo. Él hizo un esfuerzo por relajarse-. Debo saber si ellos te han visto. ¿Sabía alguien que estabas allí cuándo los hombres de Cortez asesinaron a algunos de los indios?

– Adán y su mujer. Nadie más me vio.

– ¿Viste la carta? ¿Te mencionaba? -Siseó las palabras entre dientes apretados, un gruñido bajo le retumbó en el pecho. Su leopardo rabiaba ahora, su compañera estaba en peligro. El fuego era algo utilizado por intrusos. Y cualquier intruso que entrara tan lejos en la selva tropical tenía un propósito. La cabaña estaba a sólo unos pocos kilómetros en el interior, pero era casi imposible de encontrar a menos que uno supiera donde estaba y Adán les había asegurado que este lugar de encuentro era seguro.

Sintió el estremecimiento de temor que onduló por el cuerpo de ella e hizo un esfuerzo para retener a su gato lo bastante como para mantener un completo control.

– Vamos a correr a los árboles. Cuando lleguemos al porche, salta sobre el borde.

El jadeo de ella fue audible.

– Esta cabaña está asentada sobre pilares. Estamos a un piso de altura.

– Eres leopardo. Confía en ella. Aterrizará de pie. Ya debes haber advertido habilidades extraordinarias.

– Pero yo no soy…

Él giró la cabeza, los ojos dorados resplandecían con un color verde dorado, ojos de felino, fijos e impasibles. Ella se calló y asintió con la cabeza.

– Si estás demasiado atemorizada, te puedo llevar, pero no podré protegerte también.

El pensamiento de él llevándola en brazos, sosteniéndola cerca de su cuerpo la asustaba casi más que las armas. Negó con la cabeza.

– Lo intentaré.

– Lo harás -corrigió, su voz suavizándose-. Salta sobre la baranda por el lado izquierdo. Estaré justo detrás de ti. Empieza a correr hacia el bosque y no mires atrás. Tienes unos seis metros hasta la línea de árboles. Sigue corriendo una vez llegues allí. Seis metros es una distancia larga, pero si dejas que tu gata salga…

– No sé cómo.

Por lo menos no estaba discutiendo con él sobre ser leopardo. Era un comienzo.

– La sentirás, los músculos como acero, fluyendo como agua, bajo la piel. Se alzará porque sentirá tu temor. Tu instinto será luchar contra ella, pero no surgirá, aún no estás lista. Deja que se acerque. Correrás más rápido, darás saltos más largos y podrás subir al dosel.

Mantuvo los ojos fijos en los de ella, deseando que le creyera. Ella tragó con dificultad, pero asintió con la cabeza.

– Un leopardo es tremendamente fuerte. Tienes eso, Isabeau. Ella no te tragará, pero durante unos pocos momentos mientras se alza, te sentirás así. No te asustes. Estaré justo detrás de ti y no permitiré que nada te suceda.

Isabeau no sabía el porqué le creía después de todo lo que había sucedido entre ellos, pero no podía evitar responder a su voz. La idea de un leopardo viviendo en ella era absolutamente absurda, pero había visto cambiar su propia mano en garra, sintió las puntas afiladas como estiletes arañarle la piel. Se despertaba a menudo con el corazón martilleando de pánico, un chillido de protesta resonando por el cuarto, mirando para ver si había sangre en sus manos. Sangre de él.

– ¿Preparada?

Ella respiró y asintió. Ahora podía oler humo también. Una serie de disparos sonó a lo lejos. Se estremeció, el estómago le daba bandazos. Había visto lo que las armas automáticas habían hecho en la aldea india, pero no protestó. Sabía que las delgadas paredes de la cabaña no iban a protegerla. Tenían una oportunidad en la selva.

– Sin vacilar. No sabremos cuan cerca están hasta que estemos ahí afuera. Una vez que atravieses la puerta, tienes que confiar, Isabeau. Directa a la baranda y salta. -Había una orden en su voz, una que normalmente le habría hecho retroceder, pero encontró consuelo en ella. Él era la clase de hombre que sobrevivía a esta clase de ataque. El lugar más seguro en la selva tropical era justo a su lado.

– Sin vacilar -repitió y se armó de valor.

Él estalló a través de la puerta, corriendo delante de ella, protegiendo su cuerpo hasta la baranda. Isabeau se negó a mirar abajo. Saltó y se asombró cuando aterrizó con acierto con ambos pies sobre la baranda y luego voló sobre ella. Era consciente de Conner a su lado, manteniendo su forma más grande entre ella y el sendero estrecho que llevaba al pequeño claro. Había una especie de canturreo en sus venas, como si la adrenalina hubiera encontrado una sinfonía y tocara las notas mientras se precipitaba por su cuerpo. Extrañamente, había una ráfaga en su cuerpo, como el flujo del viento, el sonido de los árboles. Aterrizó agachada, totalmente asombrada.

El zumbido de una abeja fue fuerte en la oreja. Como a distancia, oyó a Conner gritar, le agarró de la mano y tiró de ella para que se moviera. Ella no tenía tiempo para analizar la manera asombrosa en que su cuerpo reaccionaba, los músculos fluyendo como agua. Él tiró y ella sintió como su cuerpo se preparaba, el salto que cubrió más de la mitad de la distancia a la línea de árboles. Un segundo salto y estuvo dentro de la cobertura de hojas anchas, corriendo por un estrecho sendero.

Su vista se volvió extraña, como si viera en bandas de color, pero todo estaba totalmente claro. Su campo visual parecía enorme, como si pudiera ver, sin girar la cabeza, unos buenos doscientos ochenta grados en torno a ella. Su visión era asombrosa por delante. Isabeau juzgó su capacidad de ver por lo menos en ciento veinte grados directo hacia adelante. Los ojos no parpadeaban y detectaban movimientos en la maleza mientras corría, pequeños roedores e insectos así como el revolotear de alas arriba. Cuanto más profundamente se adentraban en la selva, más oscura se volvía, pero ella podía ver bastante con claridad.

Los sonidos estaban realzados, como si alguien hubiera encendido un altavoz. Su propio aliento atravesando sus pulmones sonaba como una locomotora. El corazón atronaba en las orejas, pero también podía oír el susurro de movimiento en la maleza y supo, mientras corría, donde estaban exactamente los otros animales. Captó el olor del sudor de un hombre y olor acre del humo. Podía oír el crujido de llamas y los chillidos de los monos y pájaros mientras huían por delante de las llamas.

El corazón parecía latir al ritmo de la selva misma, absorbiendo la energía frenética de las otras criaturas mientras se movía rápidamente por los árboles, adentrándose más y más profundamente. Era agudamente consciente de la mano de Conner presionando en su espalda, urgiéndola a moverse aún más rápido. Oyó el silbido de una bala y luego un clunk cuando se estrelló contra el tronco de un árbol a pocos metros a su derecha.

– Están disparando a ciegas -dijo Conner-. Sigue.

Ella no estaba por la labor de ir más despacio. Debería haber estado aterrorizada, pero se sentía absolutamente estimulada, casi eufórica, consciente de cada movimiento de su cuerpo, cada músculo trabajaba por separado para llevarla eficientemente y suavemente sobre el terreno desigual. Un gran árbol estaba caído en el camino y ni siquiera frenó. En vez de eso, pudo sentir la maravillosa preparación de su cuerpo, el salto cuando brincó sobre el tronco, sobrepasando el tronco derribado por unos buenos treinta centímetros.

Olió a sudor a su derecha cuando Conner la agarró de la cintura y la tiró al suelo, su cuerpo cubriendo el de ella. Apretó la boca a la oreja.

– Permanece quieta. Absolutamente inmóvil no importa lo que suceda y aparta la mirada.

Ella asintió aunque no deseaba que la dejara allí sola, pero sabía que iba a ocuparse de la amenaza que se movía hacia ellos. Por un momento en que el corazón se le paró pensó que él le había rozado con un beso la nuca.

– No tardaré. -Los labios se movieron contra la oreja y ella sintió como su corazón saltó. Los dedos se curvaron en garras y se clavaron en el terreno esponjoso, cubierto de vegetación.

– Que no te maten -siseó y luego cerró los ojos, sintiéndose como si hubiera traicionado a su padre. Podía fingir ante él y los otros que no le deseaba muerto porque tenía miedo de quedarse sola en la selva tropical, pero se negaba a mentirse a sí misma. No había empujado el cuchillo contra su pecho porque el pensamiento de que él ya no estuviera en el mundo era devastador. Y eso la hacía odiarse más.

– Soy un felino -recordó él suavemente y su voz tenía un borde áspero que se deslizó sobre la piel de ella como la lengua áspera de un gato-. Soy duro de matar.

Se fue y ni siquiera ella con su oído agudizado, pudo seguir su progreso a través de la selva de hojas anchas. Hubo un deslizamiento suave de un cuerpo por la maleza, pero las hojas no crujieron, sólo un susurro de movimiento mientras él se arrastraba más cerca de su presa. Ella giró la cabeza lentamente palmo a palmo, aunque él le había dicho que no mirara. Instintivamente supo que no era para atraer la atención, como una mirada fija podía hacer, sino que él no quería que ella viera la muerte y a que se parecía.

Conner podría estar en forma de hombre pero en ese momento ella supo que todo en él era leopardo, sólo que sin la forma. Comprendió lo que quería decir cuando le dijo que dejara alzarse a la felina cerca de la superficie. Él se parecía a un gran leopardo, haces de músculos deslizándose bajo la piel, su cuerpo se movía con los movimientos lentos de un depredador, la cabeza abajo, los ojos centrados en la presa. Posicionaba con cuidado cada pie, cerciorándose de que pisaba en silencio absoluto mientras se arrastraba hacia su presa a través de la espesa maleza. Cuando el hombre surgió justo en frente y a la izquierda de él, parado para escuchar y mirar con cuidado a su alrededor, Conner estaba inmóvil, agachado en posición de saltar, congelado por el poder de los conjuntos de músculos rayados.

A Isabeau el aliento se le quedó atascado en la garganta cuando vio al hombre surgir de la maleza con el arma automática mortal colgada alrededor del cuello y girar la cabeza para mirar directamente a Conner. El corazón le latía con fuerza en el pecho y los dedos se hundieron más profundo en la espesa vegetación, como si la gata en ella estuviera lista para saltar, para atacar. Se mantuvo inmóvil, sintiendo esa otra presencia dentro de ella ahora, la olió, la picazón bajo la piel, el dolor en la boca, la necesidad de permitir que el animal estallara libre.

Respirando profundamente, mantuvo la mirada fija en la lucha a vida y muerte que se jugaba a metros de ella. Por encima de su cabeza, unas alas revolotearon y algo pesado chocó con el dosel. Un mono chilló. El hombre miró arriba y Conner saltó. Vio el movimiento poderoso y aún así apenas pudo comprender el asombroso salto físico que le llevó hasta el hombre armado. Golpeó con la fuerza de un ariete, tirando a su presa al suelo, el sonido terrible cuando los dos cuerpos se juntaron con fuerza tremenda. El cuerpo de Conner era tan elegante y fluido sobre el suelo que ella medio esperaba que usara los dientes para arrancarle la garganta al hombre y las garras para abrirle el vientre. Él rodó sobre el hombre y le agarró del cuello con un agarre poderoso e irrompible.

Ella nunca olvidaría esa imagen de él, toda la fuerza cruda, la cara una máscara de determinación implacable, los músculos de sus brazos sobresaliendo, el agarre mortal, casi idéntico al de un felino hundiendo los dientes en una garganta y asfixiando a la presa. Debería haberle repelido. Debería haberle despreciado más. Las anchas hojas trataron de camuflar la intensa lucha cuando la presa pateó y le golpeó, pero ella podía ver a través del follaje. El hombre se volvía más débil hasta que sólo los tacones de las botas golpearon contra la tierra. Entonces oyó el audible crack cuando el cuello se rompió y ya no hubo más movimiento.

Conner soltó al hombre lentamente, giró la cabeza lejos de ella, dándole la espalda, como si hubiera oído algo más. El cuerpo de él permaneció agachado en tensión, preparado para otro ataque. Le quitó al hombre con cuidado el arma automática y el cinturón de munición y se los colgó alrededor de su propio cuello. Todo el tiempo permaneció abajo, los ojos en algo que ella no podía ver.

Isabeau se esforzó por oír lo que había alertado a Conner. Venían voces. Débiles. Dos hombres a alguna distancia. Al principio no pudo distinguir las palabras, pero luego se dio cuenta de que estaba escuchando con sus propias orejas, esforzándose, olvidándose de la gata dentro de ella, de la asombrosa y aguda audición. Respiró y trató de convocar al felino más cerca de la superficie.

– No podemos volver con las manos vacías, Bradley -dijo una voz-. Ella nos enterrará vivos para dar ejemplo. Necesitamos un cuerpo.

– ¿Cómo vamos a encontrar a ese indio? -Espetó Bradley-. Es como un fantasma en esta selva.

– El fuego le conducirá al río y los otros estarán esperando -dijo la otra voz-. Venga. Dispara y sigue moviéndote.

– Odio este lugar -se quejó Bradley.

Isabeau miró a Conner. Él no estaba sorprendido. Había sabido todo el tiempo lo que los atacantes estaban haciendo. Todos los que vivían en la selva tropical estarían alejándose de las llamas y dirigiéndose hacia el río. El bosque estaba húmedo en esta época del año y el fuego se consumiría rápidamente. Estarían a salvo de las llamas en los crecidos bancos del río. Por supuesto esto era una trampa. Ese era el plan. Cortez había enviado un escuadrón de asesinos detrás de Adán para dar ejemplo, porque había escrito cartas acerca del ataque en su aldea y el secuestro.

Imelda iba a matar a Artureo. Ese feliz chico de diecisiete años que había sido su guía durante tantas semanas. Había sido un buen compañero, explicándole cosas a cada paso del camino, paciente y preocupándose, interesado en su trabajo de documentar la fauna. Había sido una fuente de información, explicando los usos de la tribu para cada planta. Ella no podía soportar el pensamiento de que le mataran porque Adán se negaba a traficar con las drogas de Imelda.

Su mirada fue a Conner otra vez, saltó a su cara. Esa cara grabada con líneas duras, con las cuatro cicatrices que ella había puesto allí. Las puntas de los dedos le dolieron. Era un hombre fuerte. Podía presentir el peligro en él, la ferocidad, como si su mundo estuviera reducido realmente a matar o ser matado. Su código era diferente del suyo, pero quizá era el único que podía enfrentarse a alguien como Imelda que tenía demasiado dinero y demasiado poder.

Isabeau se empujó poniéndose de pie y esperó a que él le dijera en qué dirección debía moverse. No tenía miedo porque estaba con él y eso la asustaba más que su situación. En el fondo, donde nadie más podía ver, le anhelaba. El hombre que la había utilizado para incriminar a su padre y quien luego se había alejado, dejándola aplastada. Devastada. Rota en pequeños pedazos. Quiso rasgar y arañarse la cara, el corazón, cualquier parte de ella que era tan débil como para mirarlo todavía con deseo, no, más, con necesidad.

Conner se enderezó, los ojos fijos en los de ella, enteramente verde dorados ahora, las pupilas dilatadas, fijas y enfocadas, penetrantes. Aún cuando el verde estaba desapareciendo, dejando un abrasador dorado. Ella tiritó. Nunca olvidaría esa mirada, más animal que hombre. ¿Por qué nunca había advertido cuán diferente era él? Hipnotizaba por una razón.

Él se movió y el aliento se le quedó atrapado en la garganta, mirando como los músculos fluían bajo la camisa que se le adhería a la piel. Mientras se acercaba a ella, sentía el calor de su cuerpo, olfateó al felino salvaje oculto bajo la piel. Su gata saltó y por un momento hubo una explosión de alegría esparciéndose por ella. Isabeau sujetó rápidamente la emoción, sacudida por su propia gata traicionera.

Él entró en su espacio, dominándola, le deslizó una mano por un lado de la cara, el pulgar le levantó el mentón.

– No me gusta la manera en que me miras. No voy a hacerte daño.

A Isabeau se le que quedó la boca seca.

– Ya lo has hecho.

– No lo haré otra vez.

Dolía sólo mirarlo. Recordar. Todavía desearlo. Se humedeció los labios con la punta de la lengua.

– No tengo miedo de ti, Conner. -Pero lo tenía. No físicamente. No creía que le hiciera daño, pero él tenía un asidero irrompible sobre ella.

Él hizo gestos hacia el cadáver.

– Te dije que giraras la cara. ¿Qué creíste que iba a suceder cuándo pediste mi ayuda?

– Sabía exactamente que esperar. Hay dos más bastante cerca de nosotros y más delante. ¿Sabes dónde está Adán?

Conner endureció la expresión, la boca un conjunto de líneas implacables.

– ¿Qué coño tienes con Adán Carpio? Es suficiente viejo para ser tu abuelo. Puede no parecerlo, pero lo es.

Isabeau apartó la mirada de los ojos penetrantes. Acusadores. ¿De qué exactamente la acusaba? ¿De tener una aventura con Adán? Eso era totalmente absurdo. ¿Y qué diferencia había de todos modos? Él la había utilizado. No se había enamorado de ella.

– Vete al infierno, Conner -dijo con brusquedad y apartó la cara de un tirón antes de estar tentada a tocar esas cuatro cicatrices. Las puntas de los dedos le dolían.

Sin advertencia sonó el sonido de disparos y las balas mordieron en los árboles por todas partes. Conner la lanzó hacia abajo, su cuerpo cubriendo completamente el suyo, el arma en las manos mientras giraba para encararlos. Varios animales grandes chocaron entre los árboles a la izquierda y por encima de ellos. Las hojas cayeron del dosel cuando una migración de monos pasó por encima.

Hacía calor. El vapor se elevaba junto con el humo. Ella podía oír el crujir de las llamas y los sonidos de los animales asustados. Enjambres de insectos pasaron por encima de sus cabezas y las hojas se arrugaron y ennegrecieron cuando el calor barrió por los árboles, convirtiendo el bosque en un horno. Su gata luchó por la supervivencia, de repente asustada. Ella luchó instintivamente, queriendo correr con los otros animales.

La palma de Conner se curvó en torno a su nuca y bajó la cabeza para cuchichear en la oreja. Su voz fue suave. Calmante. Como terciopelo negro acariciándola dentro y fuera.

Sestrilla, no puedes asustarse. No podemos movernos hasta que elimine la amenaza detrás de nosotros y el fuego se acerca. Te sacaré de aquí. Permanece conmigo.

Ella respiró y se forzó a recuperar el control. Ella no era del tipo que se asustaba, pero la felina estaba definitivamente nerviosa.

– No he sido yo.

Sestrilla. Él la había llamado eso antes. La palabra era extraña y exótica. La había adorado antes, cuando habían estado juntos, sus cuerpos envueltos uno alrededor del otro, pero ahora temía el poder de esa pequeña palabra sobre ella. Se ablandaba y se ponía sentimental por dentro. Se abría a él. Más vulnerable que nunca.

– Tú y tu gata sois uno. No lo sientes así porque acaba de alzarse. Pero tú siempre tienes el control. Ella se asustará del olor y la sensación del fuego, pero tú sabes que estás a salvo. Tienes que confiar en mí y ella también.

Confiar en él. ¿Por qué había utilizado esa palabra en particular? ¿Confiar en él?

También podía ponerse un arma en la cabeza. Antes de que pudiera contestar, él apretó los dedos con más fuerza en torno a su cuello, un gruñido bajo en la garganta. Ella se congeló. Abrió las manos y presionó las palmas sobre la tierra. Algo pesado corría hacia ellos.

Un hombre salió de repente de los arbustos a la izquierda, casi encima de ellos. Sus ojos se abrieron de par en par y luchó por coger el arma. Al mismo tiempo, trató de patinar y parar para evitar disparar por delante de ellos. Un grito salvaje de advertencia desgarró la garganta del hombre, mientras Conner apretaba el gatillo, disparando un solo tiro. Ella oyó golpear la bala, el espantoso sonido de carne desgarrada y volvió atrás en el tiempo, al momento cuando su padre levantó el arma, apuntando a la cabeza de Conner. El grito del hombre se cortó bruscamente, pero aparentemente su socio le oyó y roció el bosque entero con una granizada de balas.

Isabeau cerró los ojos con fuerza, intentando no oler la mezcla de sangre y pólvora, pero el estómago se le revolvió y la bilis le subió a la boca. El cuerpo de su padre brilló delante de ella, la sangre salpicaba la pared detrás de él. No había cara, sólo una masa de sangre. Tanta sangre. ¿Papá? Estalló en sollozos y Conner reaccionó inmediatamente, apretándose a ella, aunque su mirada estuviera en el bosque.

– ¿Estás herida?

Ella luchó por recuperar el control, un poco desorientada, atrapada entre el pasado y el presente. Ahora no era el momento de perderlo. ¿Qué estaba mal con ella? Podía oír la explosión tan cerca de la oreja, el chillido de la bala fuerte en los límites del cuarto. Su propio chillido, la conmoción golpeándola. Intentó alcanzarle, antes de que se derrumbara al suelo. No le quería en el suelo con toda esa sangre.

Conner juró y rodó a un lado, poniéndose de rodillas, su cuerpo entre el de ella y los disparos. Le dio un golpecito con el codo.

– Cuando dispare, levántate, permanece agachada y corre rápidamente, permaneciendo a la derecha. Vamos a subir a la cubierta vegetal, al dosel.

Ella levantó la mirada a los árboles elevados. Las cenizas revoloteaban por el aire, pareciendo copos de nieve grises. El corazón le atronó en las orejas. Él quería que corriese, quizá directamente hacia más armas, con balas rociando a su alrededor y un fuego que venía directamente hacia ellos. Y que subiera al dosel, a metros del suelo.

– Maldita sea, te sacaré de esto pero tienes que hacer lo que digo.

Ella no tenía mucha elección. Si permanecía donde estaba, iban a dispararle. Asintió, apretando la mandíbula.

Él impuso un fuego de cobertura y siseó ¡Vete! por encima del hombro.

Isabeau tropezó poniéndose de pie y comenzó a correr a su derecha agachada. Era más fácil de lo que había pensado, su gata era ágil, moviéndose sobre el suelo desigual sin vacilación. Una vez en pie y en movimiento, la canción del bosque estuvo en sus venas otra vez. Era un poco más caótica y frenética, pero sus sentidos eran lo bastante agudos para poder sortear los alrededores mientras corría.

Sabía que sólo había animales delante de ella. Nunca oyó a Conner detrás de ella, pero captó el salto de su gata reaccionando a él. Felina estúpida. ¿No sabía que él era más peligroso para ellas que el fuego? Odiaba la oleada de alivio que sentía en su presencia, pero se dijo que era porque sin él, no tenía ni una oportunidad de salir viva de esta situación. Resistió el impulso de mirar por encima del hombro para asegurarse de que estaba en su forma masculina y sólida. Él le daba confianza, cuando no debería hacerlo.

Con el mundo en torno a ellos girando a un resplandor rojo anaranjado contra el sol poniente y el sonido del viento generado por el fuego golpeando los árboles, se sintió más animal que humana mientras corría por la maleza.

Conner la agarró la espalda de la camisa y la detuvo bruscamente.

– Aquí. Subimos aquí. Ellos no nos buscarán en el dosel. Disparan para conducirnos ciegamente al otro grupo. No podemos ser atrapados en un fuego cruzado.

Ella apenas respiraba con dificultad, aún después de correr duramente, los pulmones y el corazón trabajaban más como la gata que como la mujer. Miró al tronco largo del árbol. Las primeras ramas estaban a unos buenos diez metros por encima de su cabeza.

– ¿Estás loco? -Dio un paso atrás-. Yo no puedo trepar eso.

– Sí, puedes. Eres poderosa y fuerte, Isabeau. Has vivido un ciclo vital ya como felina, conmigo. Regresará a ti. Confía en tu gata y déjala libre. No surgirá completamente, pero te hará subir al árbol.

– ¿He mencionado alguna vez que tengo un problema con las alturas?

– ¿Tienes algún problema con las balas?

Ella parpadeó, se dio cuenta de que le estaba gastando una broma y le envió un ceño.

– Eso no es gracioso. -Pero ante la ceja levantada, una pequeña sonrisa logró moverse furtivamente. Él no parecía preocupado. La miraba como si creyera que podía hacer lo imposible.

Respiró y miró al largo tronco del árbol. Estaba cubierto con vides, una multitud de flores y hongos.

– ¿Cómo?

Él le sonrió, los dientes blancos.

– Buena chica. Sabía que lo harías.

Ella juraba que los caninos eran un poco más largos, un poco más afilados de lo que lo habían sido antes y se pasó la lengua sobre sus propios dientes para verificarlo. Parecían los bastante normales y casi se decepcionó. La sonrisa de él envió un estallido de orgullo que canturreó por sus venas y eso no era tolerable así que mantuvo su atención en el árbol.

– Entonces sabes más que yo. Dime cómo.

– Quítate tus zapatos, átalos alrededor de tu cuello.

Ella vaciló, pero él ya estaba haciendo lo que aconsejaba así que hizo lo mismo de mala gana, metiendo los calcetines dentro de los zapatos y atándolos juntos para poder colgárselos alrededor del cuello. Se sentía tonta, pero se puso de pie y esperó con torpeza.

– Dime primero cómo funciona esto.

– Estaré justo detrás de ti. Has visto trepar a los gatos. Utilizan las garras para anclarse a sí mismos al tronco. Los leopardos son enormemente fuertes. Tienen sus garras y su fuerza.

Le tendió la mano.

– ¿Te parece que tengo garras?

Él tomó la mano en la suya, dándole la vuelta, examinándola. La mano parecía pequeña y un poco perdida en la de él. El toque fue suave, pero cuando ella involuntariamente intentó arrancarla, él apretó el puño, evitando que escapara. Él le mantuvo la mirada, levantó las puntas de los dedos a su cara, rozando deliberadamente las puntas de los dedos en las cuatro ranuras que tenía allí, siguiendo las cicatrices de un extremo a otro.

– Tienes garras.

Ella se humedeció los labios otra vez, el corazón latía con un ruido sordo.

– No quise hacer eso. No lo sabía. -Odiaba disculparse; él merecía las cicatrices, pero ella todavía se avergonzada de la violencia, de la manera en que había sido tan ingenua, de las cosas que había hecho con él y que todavía quería hacer. Todas ellas. Agachó la cabeza, medio convencida de que él podía leerle la mente-. Quise abofetearte, no marcarte.

– Lo sé. Y no te culpo -dijo, soltando de mala gana la mano-. Pienso en ello como tu marca sobre mí.

La matriz se le apretó y luego sufrió espasmos. Esa reacción era totalmente inadecuada y molesta, pero aún así se encontró húmeda y dolorida. Él hipnotizaba a la gente. No era sólo a ella. Tenía que recordarse que si él volvía ese encanto magnético hacia Imelda Cortez, ella reaccionaría exactamente de la misma manera. No era real.

– Dime cómo hacer esto. -Era su única salida y, aunque aterrorizada, trepar al dosel era mejor que los pensamientos de Conner Vega llevando su marca.

– Da un paso junto al tronco. Finge que eres una ecologista fanática de esas que abrazan a los árboles. -Arrojó el arma sobre la espalda, dejando sus brazos libres,

Isabeau hizo lo que decía. Instantáneamente él dio un paso detrás de ella, sus brazos la rodearon, curvó los dedos, las puntas contra el tronco. Ella lo sintió a su espalda. Era… íntimo. Chocante. Cuando él respiraba, también lo hacía ella. Cada terminación nerviosa en alerta.

Él inclinó la cabeza aún más cerca hasta que los labios estuvieron contra la oreja de ella y el mentón le rozó el hombro.

– Está bien. Imita lo que hago. No tengas miedo. No mires hacia abajo. Solo trepa conmigo. No te dejaré caer. Confía en tu gata. Habla con ella. Ahora. Dile que trepe al árbol. Dile que debemos escapar de los hombres y el fuego. Siéntela. Alcánzala. Ella no puede surgir completamente, pero ya te ha demostrado que vendrá en tu ayuda.

Sonaba tan absurdo pero le oyó susurrando en la oreja o quizá era su mente. Vida o muerte. La supervivencia de nuestro compañero. Tómanos. Es más duro en esta forma, pero ella no puede surgir completamente. Llámala. Déjala olerte. Tranquilízala.

Mientras ella miraba, las manos de Conner se curvaron en dos garras. Ella olió algo fiero, salvaje, indomable. El almizcle de un gato macho en la flor de la vida. Sintió la reacción instantánea dentro de ella, su propia gata saltando hacia el olor, alzándose cerca, tan cerca que sintió el aliento caliente en los pulmones y la fuerza que se vertía por su cuerpo. La adrenalina corrió rápidamente por su sangre y rompió a sudar. La piel le picaba y sintió el pelaje deslizándose justo bajo la superficie de la piel. La boca le dolió, los dientes le dolieron. Las coyunturas chasquearon y pincharon. Los dedos de las manos y los pies hormiguearon y ardieron.

Isabeau jadeó y forzó aire por los pulmones, echándose para atrás. La cabeza golpeó el hombro de Conner y descansó allí mientras respiraba alejando los sentimientos extraños y espantosos.

– Lo estás haciendo bien, Isabeau. Ella está cerca. La sientes. Se está alzando para ayudarte.

Ella sacudió la cabeza.

– No puedo hacerlo. No puedo.

Los labios de Conner le rozaron un lado de la cara. ¿A propósito? Un accidente. En cualquier caso su toque la calmó. Él no se había movido, apretado tan cerca de ella que podía sentirlo como una manta protectora que la rodeaba.

– Por supuesto que puedes. Bloquea el fuego. Las armas. Ellos no importan. Sólo tu gata. Supera el temor. No perderás quién eres, crecerás. Suéltate y alcánzala.

Se sentía como si se entregara a él de nuevo, ¿pero cómo podía explicárselo a él? Su voz mágica, tan suave, tan lenta, como la melaza espesa que se movía sobre ella y en su interior, llenando cada espacio vacío con él. El humo vagó entre los árboles, los animales trepaban por encima de sus cabezas y la ceniza llovía sobre ellos. Oyó el sonido de disparos de armas y una lluvia de balas golpeó en torno a ellos, pero él nunca se estremeció, nunca se mostró impaciente. Sólo esperó, la espalda expuesta al peligro, su cuerpo protegiendo el de ella.

Isabeau se dio cuenta de que se sentía completamente viva por primera vez desde que había sabido la verdad sobre él. Y eso la asustaba más que nada.

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