Capítulo 7

Ella lo sabía. Su madre sabía que había traicionado a su propia compañera. La vergüenza era una entidad viva que respiraba. La bilis subió cuando aterrizó agachado en el suelo del bosque. El trueno golpeó a través del cráneo. Había marcado con su olor a Isabeau miles de veces, tan hondo que sabía que lo tenía en los huesos y su madre lo habría sabido en el momento en que se acercó a Isabeau. ¿Había muerto creyendo que él había traicionado y abandonado a su compañera del mismo modo que su padre había hecho con ella?

Levantó la cabeza y rugió su angustia. Ella ya había sufrido bastante sin creer que su único hijo, el hijo al que amaba, había repetido la historia. Su padre, Raul Fernandez, había rechazado a Conner y su madre había escogido irse con él. En su ira ante la decisión de ella de mantener al hijo, su padre les había forzado a irse de la aldea, su única protección, para que su madre tuviera que formar un hogar en el bosque para su hijo. Conner sabía que su padre había creído que morirían allí solos y les había abandonado cruelmente a su destino. Despreciaba al hombre con cada aliento de su cuerpo.

El pensamiento de que su madre hubiera pensado que él era como… se quitó la camisa y los vaqueros e hizo surgir a su felino a la superficie. Necesitaba correr. Pensar. No pensar. Ella lo había sabido. Por supuesto le ofrecería amistad a Isabeau y trataría de ayudarla. Marisa Vega tenía un corazón amable. No tenía un sólo hueso malvado en el cuerpo. Se había apareado con su padre de buena fe, creyendo que él la amaba como ella le amaba, ya que su verdadera compañera había muerto años antes.

Al principio Raul había insistido en que Marisa, veinte años más joven que él, estaba en su siguiente vida y que había nacido con antelación, que era verdaderamente su compañera. Había estado solo, deseaba una mujer y Marisa había sido joven y hermosa. La había cortejado, le había hecho enamorarse, pero después de que Conner naciera, se enojó y se llenó de resentimiento, de culpa, porque todo el tiempo, él había sabido que no era verdad.

Raul había odiado la vista de Conner desde el momento que nació, negándose a interactuar con él, el recordatorio vivo de que había traicionado a su verdadera compañera. Conner nunca olvidaría la noche que su padre había dado su ultimátum a Marisa, indicando fríamente que debía deshacerse de su hijo o irse. Cuando ella se negó a abandonar a Conner, Raul le había dicho a Marisa que no la amaba. Conner había sido muy joven, todavía pequeño, agachado fuera de la puerta, escuchando como el hombre decía esas cosas crueles y humillantes a la madre que él adoraba y sintió los primeros indicios del terrible temperamento del felino. El hombre les había alejado utilizando cada medio que pudo. Conner había sabido, con la intuición de un niño, que su padre no podía soportar su vista o su olor. Ahora, ese mismo odio se había esparcido sobre su madre.

Conner se paró sobre las piernas traseras, el pelaje dorado y con motas se estiró sobre su altura impresionante mientras arañaba los árboles, destrozando la corteza, dejando profundos surcos, deseando poder hacerle lo mismo al hombre que había herido a su madre tan profundamente. Ella nunca se había enojado con Raul, nunca había dicho una cosa mala acerca de él, pero había mantenido a Conner lejos de la aldea hasta que creció. Le pidió entonces, como un favor a ella, que volviera y hablara con su padre, para tratar de hacer las paces.

La savia corría como un río y la sangre de la piel se mezclaba con ella mientras cavaba a través de la gruesa madera, rasgando y rompiendo, su angustia llenaba la noche una y otra vez mientras vertía su pena y su rabia. Nunca le había contado las cosas que su padre le había dicho; era un hombre crecido y herir más a su madre no habría logrado nada. Tampoco le contó que había golpeado a su propio padre hasta que fue una pulpa en la casa donde había nacido, dejando allí en el suelo a Raul magullado, golpeado y sangrando en vez de echarle de la casa como su padre había hecho con su madre. Había querido humillar a Raul delante de los aldeanos, pero sabía que Marisa no estaría contenta con él, así que no le había tirado por la puerta para que todos vieran que había sido derrotado en el combate, como felino y como hombre.

La lluvia caía, una llovizna constante que no mostraba signo de parar. Giró la cara hacia el cielo y permitió que las gotas corrieran por sus mejillas, ocultando cualquier lágrima que ardiera allí. Había conocido el odio, pero su madre no. Ella había hecho cuanto había podido para criarle para que fuera como ella, una criatura apacible y amorosa que no tuviera envidia. No había tenido éxito y justo en este momento él detestaba poseer muchos rasgos dominantes y crueles de su padre.

No podía soportar la idea de que madre pensara que no había amado a Isabeau. ¿Qué si Isabeau le había contado la historia de su engaño? Golpeó un tronco podrido, haciéndolo rodar y enviando los insectos en todas direcciones. Siguió rompiendo el tronco, avergonzado y repugnado consigo mismo. Debería haber vuelto a casa. Contarle sobre Isabeau. Haberle pedido consejo. En vez de eso, se había escabullido donde Drake, el único hombre que le había tratado decentemente. ¿Deseando qué? ¿Alguna clase de absolución? Sabiendo ya lo que su madre le habría dicho.

Mucho tiempo después, unos rugidos perforaron la noche y unos gruñidos surgieron de su garganta, llenando el espacio desde el suelo hasta el dosel con la amenaza de violencia. Se había ocultado como un cobarde muy lejos, donde nadie podía ver la manera en que Isabeau le había quebrantado, roto por dentro en pequeñas piezas. Para cuando supo quién era ella ya estaba demasiado involucrado y había permitido que su relación fuera demasiado lejos. Había herido a las dos mujeres que amaba. Y su madre estaba muerta…

Rugió a los cielos, vertiendo su pena para que se mezclara con la lluvia. En su forma animal era más aceptable permitir que las emociones salvajes se liberaran, algo que era mucho más difícil como hombre. La madera astillada voló en todas direcciones. La tierra y los escombros le siguieron. Nada escapó al terrible castigo de las garras mientras despedazaba troncos y aplastaba las raíces que formaban jaulas de varios árboles grandes.

Pequeños roedores tiritaron en túneles y guaridas. Los pájaros echaron a volar agitados, añadiendo caos. El gran leopardo aplastó un cono alto de termitas, lanzó los escombros en todas direcciones y clavó las garras en una cuesta fangosa, arrastrándose por la escarpada cuesta hasta la siguiente línea de árboles donde marcó cada uno de ellos con surcos profundos.

Arrugó la nariz y abrió la boca, probando el aire. Inmediatamente sus pulmones se llenaron con el olor de su compañera. El leopardo se dio la vuelta, mostrando los dientes, los ojos dorados penetrantes, feroces, los gruñidos todavía retumbando en la garganta. Ella estaba a pocos metros de él, con la barbilla arriba, los ojos fijos, pero temblaba y él podía oler su temor.

– Me dijeron que era peligroso seguirte -saludó.

Su voz tembló un poco, pero el leopardo lo encontró consolador. Ella había venido a él espontáneamente atravesando la selva tropical de noche. No habría sido difícil seguir el rastro de su destrucción, pero parecía sola y frágil y demasiado asustada. Conner controló al felino, reteniendo la rabia, levantando las orejas y haciendo cuanto pudo para parecer domesticado y apacible dentro del poderoso cuerpo del gran leopardo. No fue fácil. Cuando dio un paso hacia ella, Isabeau se quedó sin aliento y la mano apretó la rama rota del árbol que utilizaba como apoyo, pero no retrocedió.

Tensó el cuerpo. Él se congeló, no quería que corriera. Controlaba al leopardo, pero si Isabeau huía, su acción dispararía los instintos de caza del leopardo. Él sabía que el felino nunca la dañaría, pero sería inaceptable asustarla.

– Sé que he dicho algo que te ha molestado, Conner -continuó Isabeau-. Quería que lo supieras, pero no tenía la intención de que rememoraras recuerdos desagradables. Tu madre era maravillosa, una persona amable y adorable que realmente me ayudó cuando lo necesité.

Otro rugido de angustia manó. Conner luchó contra él. Ella parecía tan joven, tan inexperta pero valiente y el amor manó por ella aunque sentía el pecho tenso y el corazón le dolía. ¿Cómo podía haberlo fastidiado todo de esa forma? ¿Manejado todo tan mal? En el momento que supo que le venía grande, debería habérselo contado. Haber corrido el riesgo de que hablara con su padre. Debería haber sido ella. Debería haber confiado en ella lo bastante para darle la oportunidad que él le dio al padre. Ni siquiera consideró la idea. Sabía que Marisa le habría preguntado porqué. Ella creía en el hablar. Era una intelectual y creía que los problemas se resolvían hablándolos.

Isabeau dio un cauteloso paso hacia adelante.

– Te juro, Conner, que yo no utilizaría a tu madre para herirte de ninguna manera. Sí, estaba enojada contigo por lo que hiciste, pero he llegado a comprender algo de porqué lo hiciste. Tu madre era una persona excepcional y sé que amaba a su hijo. Yo no sabía tu nombre real y ella nunca mencionó el tuyo. Sólo se refería a ti como «mi hijo». Lo decía con amor, Conner. Orgullosamente. Lo eras todo para ella.

Él la miró, atemorizado de moverse, atemorizado de hacer la cosa equivocada y hacerla correr. Ella siguió moviéndose hacia él, con movimientos lentos, una mano tendida tentativamente. La mano era pequeña y temblaba. Él mantuvo la boca cerrada sobre los dientes y una vigilancia cercana sobre el leopardo. El felino tembló y hundió lentamente los cuartos traseros, primero en una posición sentada y luego por último se tumbó, aunque los ojos dorados nunca se apartaron de la cara de Isabeau.

Esta echó una cautelosa mirada en torno a los árboles rotos y con la corteza destrozada y luego miró a las pesadas patas del leopardo. Huellas de sangre veteaban la piel dorada donde él había aplastado deliberadamente las patas, usándolas como garrotes contra los troncos de árboles. El mar de rosetones creaba una ilusión óptica en la que el gran felino parecía estar moviéndose, cuando en realidad estaba inmóvil. Su mirada penetrante estaba casi perdida en el mar de lunares negros. Sus costados subían y bajaban con cada aliento jadeante. Ella sabía que nunca olvidaría esa hambre ardiente en los ojos del leopardo o la aguda inteligencia.

Quizás no había sido una idea tan buena seguirlo. Todo los otros le habían gritado que volviera, pero ella había bajado rápidamente por la escalera y corrido detrás del leopardo una vez que oyó la terrible angustia en su voz. No podía soportar oírlo. Conocía la pena cuando la oía. La idea de que él no pudiera expresar esa misma pena como hombre le rompió el corazón. Ella había conocido a su madre, la clase de mujer que era. Conner tenía que haberla amado y admirado. ¿Qué hijo no lo haría?

Dio los tres últimos pasos hacia el leopardo y permitió que las puntas de los dedos rozaran la cabeza poderosa. La mano tembló y hundió los dedos en la piel en un esfuerzo por parar de temblar.

– ¿Estás bien?

El leopardo arqueó el cuello bajo las uñas que le arañaban, girando la cabeza de un lado al otro, permitiendo un mejor acceso. Ella se sentó en una piedra plana que pudo encontrar cerca de él, le rodeó el cuello con el brazo, sorprendida de que el temor retrocediera tan rápidamente. El leopardo se estiró a su lado mientras ella le acariciaba la piel.

¿Qué sabía ella de leopardos aparte de que eran considerados peligrosos y astutos? Sólo con mirarle a los ojos podía ver esa misma aguda inteligencia que la había atraído a Conner. Estaba allí, el hombre. Y sufría. No estaba segura de que le había dicho, pero sabía que había sido ella la que le había trastornado.

– Le conté lo que había sucedido -admitió, buscando la cosa correcta que decir-. Ella sabía que yo estaba molesta. ¿Cómo podía no saberlo? Había perdido a mi padre y luego había descubierto cosas terribles acerca de su negocio. Y averiguado que el hombre que pensaba que me amaba me había engañado para llegar hasta mi padre; eso fue difícil, Conner, pero estaba aceptándolo con su ayuda. Ella no sabía que eras tú. ¿Cómo podría?

Los ojos de Conner estaban tristes. Afligidos. Esos ojos feroces y abrasadores, tan abiertos a ella cuando los del hombre no y ella vio la verdad. Marisa lo había sabido. De algún modo su madre lo había sabido y Conner sabía cómo. Dejó salir el aliento y enterró la cara en el cuello musculoso de Conner, incapaz de mirarlo. Conner tenía que pensar que su madre había pensado lo peor de él cuando murió. Por mucho que Isabeau pensara que quería que sufriera, no quería que fuera de este modo, no sobre su madre.

Frotó la mejilla contra el pelaje, necesitando tanto consuelo y tranquilidad como él. ¿Pensaba Conner que ella lo había hecho a propósito? ¿Qué había tratado de hacerle parecer malvado delante de su madre? No había sido así en absoluto.

– Tenía hambre de compañía, una madre o una hermana mayor. Una mujer con la que poder hablar. Mi propia madre murió cuando era niña. Apenas la puedo recordar. Bien, adivino que realmente era mi madre adoptiva. No conocí a mi madre biológica.

No había sabido que era adoptada hasta después de que su leopardo hubiera arañado la cara de Conner. Instintivamente sus dedos fueron a la cara del felino. Había cuatro surcos profundos allí. Acarició con pequeñas caricias las cuatro cicatrices. De algún modo estaba refugiada de la lluvia por las anchas hojas de arriba, pero de vez en cuando unas pocas gotas caían en un hilito constante por la espalda. Se retorció incómodamente.

Instantáneamente el leopardo se levantó. Sentándose, era más alto que ella. Su cara ancha y fuerte. Levantó la mirada a los árboles circundantes como si los estudiara antes de volverse a ella de nuevo. Esperó mientras ella se ponía lentamente de pie. Ella sabía que él quería que dejara el suelo y subiera a los árboles, una reacción instintiva del leopardo.

– Podemos volver a la cabaña y sentarnos en el porche -sugirió apresuradamente.

Estaba un poco nerviosa rodeada por la absoluta oscuridad, esos ojos dorados resplandecían sobre ella. Y no quería ver a ningún insecto viniendo hacia ella en enjambres. En la mayor parte, los mosquitos y otros bichos que picaban o mordían mantenían la distancia, pero siempre había enjambres de hormigas a los que enfrentarse. Nunca lo admitiría en voz alta, después de todo, la profesión que había escogido la mantenía en la selva tropical, pero las hormigas en particular, le provocaban pesadillas. Era bastante cómico estar ahí de pie con los dedos enterrados en la piel de un leopardo y rastrear la vegetación agitada en busca de hormigas.

Isabeau tomó un paso tentativo hacia la cabaña. Siempre había tenido un sentido de la orientación asombroso, incluso en el interior de la selva tropical, aunque nunca entraba sin un guía, pero ahora se sentía más segura. Dio otro paso lento, el corazón le martilleaba con fuerza, deseando que él la siguiera. El leopardo se movió a su lado, manteniendo el cuello bajo la palma y su cuerpo contra la pierna mientras se movían juntos por la espesa maleza.

Queriendo mantener la mente fija de Conner en ella y lejos de la pérdida de su madre, Isabeau siguió hablando.

– Cuando era niña, recuerdo que mi padre solía intentar llevarme a esos parques donde tienen montañas rusas y yo los odiaba. Era muy aventurera, así que él nunca pudo comprender porqué no me gustaba ese movimiento. Cada vez que montaba en una de ellas, algo dentro de mí se volvía loco. Debe haber sido mi gata, pero por supuesto en aquel momento no lo sabía. -Suspiró-. Adivino que no sabía muchas cosas entonces.

Caminaron entre los árboles. Podía oír el latido salvaje de su corazón. Iba a contárselo y traicionar a su padre aún más. Pero se lo debía.

– Le conté a tu madre lo de la montaña rusa y lo de los hombres con los que mi padre siempre se reunía en los parques. -Podía oír el temblor en su voz, pero no lo podía controlar y supo que Conner lo podía oír también, especialmente con las orejas sensibles del leopardo.

Bajo la mano, los músculos se tensaron pero él no rompió la zancada. Siguió andando con ella y eso le dio el valor de confesar.

– Nunca puse atención a los hombres con los que se encontraba a menudo, porque no me gustaban. Había algo acerca de su olor. -Curvó los dedos más profundamente en la piel-. Podía oler cosas a kilómetros. Me volvía loca. Esos hombres se le acercaban cuando tomábamos un helado. Papá siempre me llevaba a ese puesto y los mismos dos hombres se encontraban con él y le entregaban un paquete. Él les daba un sobre. Era una niña, Conner y no me di cuenta, ni siquiera pregunté, que le pagaban por algo, o que la razón de que esos hombres olieran mal era porque hacían algo malo.

No se había dado cuenta de cuán fácil sería, el alivio que era poder contarlo. En su forma de leopardo, no tenía que enfrentarse a los ardientes ojos y saber que él estaba juzgándola. De niña, no había sospechado en que estaba metido su padre, pero como mujer adulta, debería haber sido capaz de encajar las piezas del puzzle. Debería haberlo sabido: todos los signos estaban allí, sólo que no había abierto los ojos.

– Lo hizo por mí -dijo suavemente, odiando la verdad-. Quería el dinero para mí. -La garganta le ardía. Su padre era médico, dedicado a salvar vidas. Había jurado salvar otras, pero les había vendido información a un grupo de terroristas, información que llevó al secuestro y muertes de muchas personas con el paso de los años.

El leopardo empujó la cabeza más cerca de ella, acariciándole el muslo con la nariz como si la consolara. Estaba agradecida de que Conner no cambiara a su forma humana. Necesitaba decir esto y era mucho más fácil hablar con el leopardo allí en la oscuridad. Tomó otro aliento y levantó la cara a la lluvia limpiadora. Las gotas eran más lentas, más niebla espesa que lluvia, pero se sentía bien sobre la cara abrasadora.

– Sé que será difícil que lo creas, pero mi padre era un buen hombre. No sé qué sucedió, porqué pensó que necesitaríamos esa clase de dinero manchado de sangre. Hizo bastante dinero como médico. Después de que muriera, lo heredé todo. Repasé sus libros con cuidado.

Tropezó con una pequeña rama oculta en lo profundo de las capas de hojas y la vegetación en podredumbre. El felino se movió fluidamente delante de ella, evitando que cayera al suelo. Ella tuvo que agarrar puñados de piel para mantenerse erguida, curvando los dedos en el pellejo. Por un momento enterró la cara en el cuello, frotando la cara mojada en la gruesa piel. Asombraba sentirse tan cómoda con el animal cuando el hombre la volvía loca por dentro. Dio una pequeña risa de auto desaprobación.

– Quizá deberías permanecer como leopardo.

Sintió que el gran felino se tensaba, los músculos se flexionaron mientras la cabeza subía en alerta. Abrió la boca en un gruñido silencioso, mostrando los dientes, los ojos ardiendo. Ella miró en esa dirección, de vuelta hacia la cabaña. No podía ver ni oír nada en absoluto, pero confiaba en los sentidos del animal y retrocedió detrás de él. Esperaron en silencio y luego Elijah salió de los árboles.

– Rio me ha enviado -dijo apresuradamente-. Estaba preocupado porque tu mujer se metiera en problemas. -Se paró bruscamente en el momento que vio al leopardo agachado, pero parecía relajado.

Isabeau trató de colocarse por delante. Era guapo. Intrigante incluso. La misma aura peligrosa que rodeaba a Conner le envolvía también y parecía vagamente familiar. Un hombre como Elijah era dificil de olvidar, pero no recordaba a nadie más que hubiera asaltado el complejo a donde su padre había ido para advertir a sus amigos. Por lo que ella sabía, este hombre podía ser el que disparó a su padre.

– Estoy bien. Le encontré sin problemas -contestó.

– Ya lo veo. -Elijah le estudió la cara-. Yo no le disparé, a tu padre, quiero decir. No le disparé.

Ella tragó con fuerza, pero no mordió el anzuelo.

– Eso es lo que te preguntabas. Lo habría hecho sin vacilación -admitió honestamente-, para salvar la vida de Conner, pero no fui el primero en entrar. Me pregunto qué hacías allí.

Ella se quedó rígida Nadie había pensado en hacerle esa pregunta. Ni una persona. Ni siquiera Conner antes de que le arañara la cara. Ella había estado tan conmocionada, tan traumatizada, pero aún entonces, había esperado la pregunta, preguntándose cómo la contestaría. Ahora, aquí en la selva con la niebla cubriéndola y un leopardo apretándose contra las piernas, lo supo.

– Estaba preocupada por la manera en que mi padre había estado comportándose. No era racional. Sabía que estaba trastornado, pero se había vuelto reservado y… -Las palabras se desvanecieron, dándose cuenta de lo que le había enviado a seguirle. Había olido sus mentiras. El recuerdo la atravesó rápidamente, el estómago reaccionó, revolviéndose con la bilis, como había hecho cuando siguió a su padre por las calles de la ciudad y luego por el sendero del río, más y más profundo a la selva tropical de Borneo. El corazón se le había hundido en el pecho y había sabido que no estaba yendo a una urgencia médica.

Él había atravesado las puertas protegidas y ella había aparcado su coche en el bosque mismo y continuado a pie. Permaneció mucho tiempo bajo los árboles cuando él condujo más allá de esas puertas grandes, debatiendo que hacer. Todos los pequeños indicios de su niñez habían comenzado a encajar como piezas de un puzzle gigante.

Las vías navegables no eran seguras. Todos sabían eso. La gente era secuestrada tan a menudo y retenidos en espera de un rescate, que nadie parpadeaba ya al oír las noticias. La mayor parte de los rescates se pagaban y los prisioneros eran liberados. Eran negocios. Sólo negocios. Pero había unos pocos grupos sobre los que había leído, campamentos terroristas que torturaban y asesinaban a los prisioneros, ordeñando siempre a las familias de ésos que secuestraban por más hasta que no había más y los cuerpos eran enviados de vuelta en pedazos. El dinero se usaba para armas, bombas y más campamentos de terroristas.

Había estado horrorizada y luego lo había negado. Por supuesto su padre no estaba implicado en tal cosa y había decidido engañarse a sí misma. El leopardo se frotó en su pierna, probablemente presintiendo su pena. Ella se dio cuenta de que había cerrado las manos en puños en la piel del leopardo, enterrando los dedos profundamente, tratando de empujar atrás sus pensamientos.

– Sé lo que estás haciendo -susurró Isabeau-. No quieres que me enfade con Conner así que piensas que al hacer que mi padre parezca malo, le perdonaré lo que hizo.

– No necesito hacer que tu padre parezca malo, él lo hizo por sí mismo -dijo Elijah-. Pero la cosa es, que no tienes que defenderlo. -Ignoró el rugido amenazante del leopardo, aunque ajustó su posición ligeramente, preparándose para defenderse-. Mi padre me dejó un imperio de drogas cuando su propio hermano le mató. No tengo ninguna razón para defender su elección de estilo de vida. Es una gran cobertura para poder moverme entre el hampa y el mundo de los negocios, pero no importa, ese es mi legado y yo tengo que tratar con ello. Escojo mi vida. Escoge la tuya.

Ella sintió que su felina saltaba enojada. En unas pocas frases él había reducido su dolor a autocompasión. Y quizá era el momento de que alguien lo hiciera. Estaba cansada de cargar con su ira y de que se envolviera en torno a ella como una armadura. Había corrido como una niña y se había ocultado en la selva tropical en vez de rastrear a Conner y enfrentarse a él como debería haber hecho. Le había amado con cada aliento de su cuerpo, pero no había intentado averiguar porqué había utilizado sus sentimientos por él.

Odió que este hombre, pareciendo tan fresco y tranquilo, con la niebla arremolinándose en torno a él y la noche brillando en los ojos, fuera el único que la hacía mirarse a sí misma. Debería haberse mirado en el espejo y encontrado el coraje para hacerlo por sí misma. Nunca había tenido tanto miedo de nada, ciertamente no de expresar su opinión ni de enfrentarse a alguien si tenía que hacerlo. Pero había huido como un conejo y se había ocultado con sus plantas y su trabajo en vez de recoger los pedazos. En vez de admitir que su padre había sido un criminal, debería haber reclamado al menos alguna clase de cierre con Conner.

¿Cuándo se había convertido en tal cobarde que necesitaba que un leopardo gruñón amenazara a su amigo porque sus pequeños sentimientos quizás estaban dolidos cuando alguien le decía la verdad? Se avergonzó de sí misma. Se enderezó, soltando el agarre mortal en el pelaje del gran gato.

– La autocompasión es insidiosa, ¿verdad?

Elijah se encogió de hombros.

– También la ira justa, de la cual he sentido bastante en mi vida. Volved a la cabaña. Tenemos mucho trabajo que hacer por la mañana. Y, Conner, alguien tiene que ocuparse de ese cachorro. No nos has dejado matarle, así que es tuyo.

Isabeau le frunció el ceño.

– Él se juntó con la gente equivocada. No merecía morir. ¿Estáis todos sedientos de sangre? No puede tener más de veinte.

– Hundió las garras en una hembra y tú no dirías eso si Adán yaciera muerto a tus pies -indicó Elijah, su tono suave.

Ella notó que había puesto el pecado de arañar a una hembra antes que el de matar a Adán. Tenía mucho que aprender acerca del mundo de los leopardos. Era extraño cómo estaba más cómoda con estos hombres de lo que debería haber estado. Alzó la mirada al dosel donde el viento arremolinaba la niebla en extrañas formas que se envolvían alrededor de los árboles, formando velos grises que no podía atravesar, ni siquiera con su visión nocturna superior. Esto, entonces, era el mundo a donde pertenecía.

Conner había dicho que había una ley más alta. Antes de que cerrara todas las puertas e hiciera los juicios, necesitaba aprender las reglas. En todo caso, mientras estuviera en presencia de tantos leopardos, debía aprender tanto como pudiera sobre ellos.

– No creo que hubiera matado a Adán sin provocación -defendió Isabeau-. Fue realmente bastante amable y unas pocas veces me susurró que no me haría daño.

– Eso son gilipolleces con las garras en tu garganta y la sangre goteando. -Ahora había rabia suprimida en la voz de Elijah.

Isabeau sintió el eco de ello en el estremecimiento que atravesó el leopardo apretado tan cerca de ella. Jeremiah había estado muy cerca de la muerte. Por tocarla. De ahí provenía la ira. No porque hubiera amenazado a alguno de ellos o a Adán. Ella era, de algún modo, sagrada para todos ellos. ¿A causa de Conner? ¿Por qué era un leopardo hembra? No lo sabía, pero había consuelo en el conocimiento. Una clase de seguridad que nunca había sentido antes.

Había también una confianza nueva que venía con el conocimiento. Se dio cuenta de que Conner no había cambiado ante la vista de Elijah, no porque estuviera en mejor posición de protegerla como leopardo, sino porque no quería avergonzarla con su desnudez delante de otro hombre. Había permanecido deliberadamente en forma animal, aunque no pudiera unirse a la conversación. Le acarició un gracias por el lomo, tratando de transmitir su apreciación en silencio.

La modestia era un concepto extraño para estos hombres, estaba segura de eso. Isabeau caminó en silencio durante unos pocos minutos, disfrutando del modo en que la niebla les envolvía. No podía ver muy lejos delante de ella y el vapor se alzaba del suelo hasta que sus cuerpos parecieron flotar a través de nubes sin pies.

– No duele -aseguró, cuando atrapó a Elijah examinándole la garganta cuando se acercó a él.

Elijah adoptó el mismo paso que ellos, tomando posición al otro lado de Conner para que el cuerpo largo y poderoso del felino estuviera entre ellos. Se movía fácilmente, con el mismo movimiento fluido de Conner, como si fluyera sobre el suelo en silencio.

– El chico necesita otra paliza -siseó Elijah.

El felino hizo un sonido retumbante de acuerdo desde la garganta e Isabeau sonrió.

– No creo que ninguno de vosotros estéis muy lejos de vuestro felino.

– La ley de la selva -dijo Elijah como si eso lo explicara todo.

Y para ellos lo hacía, se dio cuenta ella. Otro pedacito de información. Sus vidas no eran más complicadas a causa de sus leopardos, sino menos. Veían el mundo en blanco y negro en vez de en sombras grises. Hacían lo que hiciera falta para llevar a cabo un trabajo sucio y si eso significaba seducir a una mujer para salvar a unos niños, que así fuera.

No sabía porque el corazón se le apretaba dolorosamente en el pecho. El pensamiento de Conner tocando, besando, sosteniendo a otra mujer la hacía sentirse enferma. Y ella le había traído aquí para hacer justo eso.

– Adivino que no comprendo esas líneas claras que sonsacáis vosotros mismos. ¿Quién determina qué es correcto y que está mal? -preguntó.

El leopardo le dio un golpecito en el muslo otra vez, rozándose y ella sintió su propia reacción, el saltar de sus sentidos hacia él, un alcanzarle que no pudo evitar, como si sucediera demasiado rápido, demasiado automáticamente. El toque más pequeño del hombre o bestia y ella reaccionaba con esperanza, con necesidad, con una respuesta casi obsesiva.

Elijah le disparó una mirada.

– ¿Estamos hablando de Jeremiah? ¿O de Conner?

– De los dos. De todos vosotros.

– Habla con Conner -aconsejó Elijah-. Está más informado sobre nuestras maneras que yo. Llegué al clan tarde. Y todos cometen errores, Isabeau. Tú. Yo. Conner. Tu padre. Mi padre. Todos lo hacemos.

Ella seguía el mismo paso que el leopardo, mirando directamente adelante. El agua salpicaba por las cuestas en una corriente estrecha. Caminaron sobre las piedras y continuaron vadeando el agua hacia el otro lado donde el banco era menos escarpado. Isabeau sentía una punzada de intranquilidad y entonces en su interior, su felina se revolvió, estremecedoramente despierta.

Algo le tiró del tobillo por detrás y entonces estuvo abajo; el agua se le cerró sobre la cabeza. Casi inmediatamente se revolcó una y otra vez, como en una lavadora, rodando mientras algo se envolvía apretadamente alrededor de ella, agarrándola como con unas cuerdas fuertes de acero. Se oyó chillar en la cabeza, pero tuvo el aplomo de no abrir la boca bajo el agua.

El brazo, donde tenía la herida, ardía y latía. La muñeca izquierda, atrapado en el grueso rollo, se sentía como si fuera a estallar por la presión. Trató de no luchar, diciéndose que Elijah y Conner vendrían en su ayuda y que no debía asustarse. La serpiente rodó sobre ella otra vez y sintió la noche fresca en la cara. Tragó aire, atrayendo un aliento profundo antes de que rodara sobre ella otra vez. La cara raspó por las piedras cuando la llevó por el fondo.

Elijah saltó por encima del leopardo, con un cuchillo en el puño. Conner estalló al lado de él, rugiendo un desafío, girando y hundiendo los dientes profundamente en el cuerpo que se retorcía, reteniendo a la serpiente, evitando que se llevara a su presa a aguas más profundas. La anaconda verde era grande, de casi ciento ochenta kilos de sólido músculos y estaba hambrienta, decidida a no perder su presa. La cabeza estaba cerca de la cabeza de Isabeau, los colmillos peligrosamente cerca de su cuello. No tenía una mordedura fatal, ni veneno, pero se anclaría allí y la retendría hasta que pudiera apretar y asfixiarla.

Elijah trató de rodear el agua agitada para llegar a la cabeza, pero la serpiente continuó golpeando y rodando, manteniendo el agua agitada, evitando que el hombre hiciera algo más que enojarse al golpear el cuerpo de gruesos músculos mientras rodeaba constantemente a la serpiente que se retorcía. El felino agarró la cola de la anaconda en la boca y empezó a tirar hacia atrás, hacia el banco en un esfuerzo por arrastrar a la serpiente a las aguas poco profundas y evitar que Isabeau se ahogara.

La serpiente era bastante grande y obviamente hembra por su tamaño. Era verde oscuro con lunares ovalados oscuros a través de las escamas de la espalda. En los costados tenia los lunares ocre reveladores de la anaconda. La cabeza era grande y estrecha, unida a un cuello grueso y musculoso, así que era difícil decir donde se separaban los dos, especialmente en el agua agitada. El conjunto de ojos y nariz por encima de la cabeza le permitía respirar mientras estaba en su mayor parte sumergida. El agua era su casa, utilizaba sus ventajas adaptativas, luchando contra el tirón del leopardo implacable.

Mientras Conner daba dos pasos más atrás, agarrando más de la serpiente para conseguir más apalancamiento, Elijah rodeó por delante, alcanzando debajo de la superficie del agua y arrastrando a Isabeau y a la serpiente fuera para que pudiera tomar otro aliento. Desafortunadamente, cuando jadeó con los pulmones ardientes en busca de aire, la serpiente apretó más fuerte.

– Conner, sostén a la maldita cosa -gruñó Elijah, apretando los dientes en frustración.

El tiempo pareció ir más despacio para Isabeau. Podía oír al leopardo gruñir, pero su pulso martillaba fuerte en sus oídos. Los pulmones se sentían muertos de hambre por aire y el temor era un sabor vil en la boca. Cada instinto le decía que luchara, que peleara, pero se forzó a permanecer tranquila, negándose a ceder ante el pánico que amenazaba con reducirla a una víctima chillona sin inteligencia.

En su mente canturreaba el nombre de Conner. Supo el instante en que cambió, o quizá su gata lo supo. Ella no le podía ver y todavía podía oír los gruñidos que retumbaban, reverberando por el agua, pero supo que él estaba utilizando la fuerza combinada del hombre y el leopardo para arrastrar la serpiente al terraplén.

Elijah siguió entrando y saliendo de su línea de visión, la cara seria, los ojos centrados en la cabeza de la serpiente, el cuchillo tratando de deslizarse entre las escamas y el músculo para cortar la cabeza. La serpiente sabía que ahora estaba en problemas, y que la única salida era abandonar su comida y escapar. En el momento que la serpiente dejó de enroscarse, Conner alcanzó por delante del cuerpo que golpeaba, envolvió el brazo alrededor de la pierna de ella y tiró hacia él. La tiró detrás de él. Ella vislumbró ese cuerpo masculino, duro como una roca, con haces de músculos, mientras se hundía en el agua poco profunda para ayudar a Elijah.

La serpiente rodó alrededor del hombre en un esfuerzo por escapar a la hoja del cuchillo, tratando de utilizar todo el peso y el músculo para conducirle de vuelta al agua más profunda. Conner agarró el cuerpo que daba golpes y lo retuvo mientras Elijah mataba a la serpiente. El animal se quedó lacio y ambos hombres se detuvieron, doblados, los pechos subiendo y bajando por la tremenda lucha contra una criatura tan fuerte.

Conner se giró hacia ella, se agachó en el agua para pasarle las manos por encima.

– ¿Estás bien, Isabeau?

Ella consideró chillar. O echarse a llorar. Casi había muerto, aplastada por una serpiente o ahogada. Pero él parecía perfectamente tranquilo como si fuera una ocurrencia ordinaria y ningún gran asunto. Juró que incluso parecía arrepentido cuando miró a Elijah arrastrar el cuerpo a tierra. ¿Estaba ella bien? Bajó la mirada a su cuerpo. Se sentía magullada y quizá un poco golpeada, pero nada estaba roto. Estaba empapada, pero la lluvia ya había hecho eso.

Consideró lentamente su situación. Estaba todavía en la corriente, hasta los tobillos y había sobrevivido al ataque honesto de una anaconda. El corazón le latía como un trueno en las orejas, el aliento entró entrecortadamente pero todas y cada una de las terminaciones nerviosas estaban vivas. El mundo era más brillante, fresco, más hermoso de cómo jamás lo había visto.

La niebla colgaba en velos suaves rodeando a las susurrantes hojas negras que se distinguían cuando el viento balanceaba el dosel ligeramente. El agua desbordaba por las piedras, una brillante y oscura cinta de plata mientras se movía. Podía ver el cuerpo largo y grueso de la serpiente yaciendo en el banco. A su lado, Elijah estaba sentado, una pequeña sonrisa se le extendía por la cara. Ella no pudo evitar que la mirada se desviara de vuelta a Conner, donde su cuerpo desnudo ondulaba con músculos definidos.

Conner le sonrió, una lenta sonrisa muy viva que se llevó el poco aliento que ella tenía y lo reemplazó con una ráfaga de calor y adrenalina. Él se llevó una mano goteante al cabello y se lo retiró de la cara.

– Qué apuro, ¿verdad?

Ella asintió, fascinada por el completo magnetismo de su cara. Había alegría, vida, brillando en esos ojos. Las llamas saltaban y ardían brillantemente en los ojos dorados. Él le guiñó un ojo y unas mariposas empezaron una migración a su estómago.

– Siento la falta de ropa. Pensé que tu vida era más importante que la modestia.

– En este momento yo también -admitió. Aunque ahora estaba más preocupada por su virtud, por la poca que tenía. Quería que se levantara. Los muslos fuertes le ocultaban el frente del cuerpo, pero la boca se le hacía agua. Sabía lo que había allí. Y sabía que estaría duro como una roca. Generalmente lo estaba cuando estaban juntos y no había visto mucha diferencia desde que estaban uno en compañía del otro.

– He odiado tener que matarla -dijo Conner y esta vez no había error en la pena de su voz-. Era una hembra buscando comida. Odio perder alguno de ellos.

– Estoy agradecida de no ser su comida -admitió Isabeau.

– Debería haber sido más cuidadoso -dijo Conner-. Están bajo los bancos en las cuevas naturales allí donde el agua es poco profunda y un poco lenta. No estamos en una elevación muy alta y debería haber estado más alerta.

Elijah rió disimuladamente y Conner le envió un ceño de advertencia. Elijah sólo se rió.

– Claramente, tu mente estaba donde no debería haber estado.

El ceño de Conner se volvió una mirada fulminadora.

– ¿Por qué no estabas tú alerta?

La mirada no tuvo más efecto que el ceño. Elijah se rió en voz alta.

– Intentaba conversar, tú, gato sarnoso. No es fácil tratar de sacar tu lamentable culo de los problemas. Hay que pensar.

Isabeau se echó a reír.

– Estáis los dos locos.

– ¿Estamos locos? Tú eres la única que está aquí riéndose después de que una serpiente tratara de tragarte por entero -indicó Elijah.

– Estoy seguro de que le habría dislocado todos los huesos primero -dijo Conner.

Ella le empujó, esperando una gran salpicadura. Su empujón apenas le meció, pero él le dirigió una gran sonrisa que la alteró, esa sonrisa valía el haber fallado en verle ir boca abajo al agua. Era el respeto en su cara. En sus ojos. Estaba orgulloso de ella y había respeto en los ojos de Elijah también. Ella no pudo evitar el pequeño floreciente resplandor que se extendió dentro de ella.

– Debemos volver y quitarte esa ropa mojada -dijo Conner-. Voy a cambiar.

Fue toda la advertencia que tuvo antes de que los músculos se retorcieran y el pelaje se deslizara por su espalda y vientre. Las garras estallaron por las puntas de los dedos. Ella se sorprendió de a qué velocidad podía él asumir el control de su otra forma. Caminó a su lado, sin temor, aunque el corazón latiera desenfrenadamente y fuera consciente de cada movimiento en el bosque. Estaba viva. Total y absolutamente viva.

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