Capítulo 9

DAVE Y AZIZ partieron a Irlanda. Parecía que Dave había escarmentado y pensaba que yo no me atrevería a despedirlo. Era probable que tuviera razón, porque tenía mucho talento para los caballos. Sin embargo, mi actitud hacia mi empleado cambió; mi agrado indulgente había dado paso a la irritación.

Afuera, en la granja, Lewis le mostraba unas fotografías de su bebé a Nina, que había llegado con su disfraz de trabajadora.

– Es un pequeño muy travieso -comentó Lewis, al tiempo que contemplaba con adoración a su retoño-. ¿Sabes una cosa? Le gusta ver el fútbol en el televisor, lo ve todo el tiempo.

– ¿Qué edad tiene? -preguntó Nina, afanosa de cumplir con su deber de admirarlo.

– Ocho meses. Míralo en el baño, chupando su pato amarillo.

– Es encantador -repuso Nina.

Lewis, rebosante de alegría, prosiguió:

– Nada nos parece suficientemente bueno para él. Es posible que lo enviemos a Eton. ¿Por qué no? -guardó las fotografías en un sobre-. Por ahora creo que será mejor que me ponga en marcha rumbo a Lingfield -explicó-. Debo ir por dos caballos de Benyi Usher -le hizo un ademán de despedida y subió a su super seis para iniciar el viaje.

– Todos son muy diferentes cuando se les conoce más a fondo -comentó Nina.

– ¿Te refieres a los conductores? Sí, es verdad -Nina entró en mi oficina y se instaló cómodamente en la segunda silla, mientras yo me sentaba en el borde del escritorio.

– Tengo un mensaje para ti de Patrick Venables -empezó a decir-. Se trata de esos tubos que me entregaste para que los analizaran. Patrick dice que contenían un medio. Es el material que se utiliza para transportar un virus de un lugar a otro. Es un poco complicado. De todos modos, quiere averiguar de dónde provienen los tubos.

– Provienen de la gasolinera de Pontefract, en Yorkshire. Antes de eso, desconozco su origen.

Le conté lo que Lynn Melissa Ogden, la viuda de Kevin Keith, me había relatado. También le informé acerca de mi confrontación con Dave.

– Vaya, ¡así que tenías razón! -exclamó-. Dijiste que tendría que haber arreglado el asunto anticipadamente con el hombre que le pidió el viaje gratis. Aunque no pudo haber sido él la persona que se puso la capucha negra para registrar la cabina.

– Estoy seguro de que no fue él. No necesitaba disfrazarse. Podría haber regresado abiertamente. De seguro esperaba que le hubieran dejado su pago en la cabina del camión, a pesar de que, no me sorprende, no lo encontró. La persona que llegó disfrazada estaba buscando algo, no vino a dejar un sobre.

– ¿Entonces, quién crees que era?

– Me parece una buena pregunta -medité un momento-. Se trata, en este caso, de al menos dos mentes en funcionamiento. Una es lógica, pero destructivo. La otra es tan ilógica como un espíritu chocarrero.

– ¿Dos por lo menos? ¿Quieres decir que probablemente sean más de dos personas?

– Creo que fueron dos hombres los que me arrojaron al mar en los muelles de Southampton. Uno de ellos definitivamente lo era. Sin embargo, la persona que arregló la transportación del virus fue una mujer.

Busqué en uno de mis bolsillos y le entregué un pedazo de papel doblado en el que había anotado la transcripción de la llamada del Trotador.

– Pídele a los amigos de Patrick Venables que mascullan el cockney que descifren lo que quiso decir -sugerí.

– De acuerdo -leyó en voz alta las palabras-: "Quiero que le eches un 'sable' a esas 'langostas'." ¡Dios santo! ¡Pero si son disparates! -guardó el papel en su bolso de mano.

Me levanté del escritorio, en realidad me agradaba hablar con ella, pero tenía cosas que hacer.

– No estás en el programa de viajes para hoy, ¿verdad? Por tanto, podrías tomarte un día libre después del viaje a Francia.

– No quiero. Voy a pasar la mañana aquí, echando una mirada en general. Estaré disponible en caso de que se presente un trabajo para conducir de último momento.

– Bien. ¡Vaya! Ya llegó Isobel -vimos entrar su auto por las rejas-. Ven y escucha mientras trato de averiguar quién estaba enterado de que Dave Yates iba a ir a Newmarket el día que recogió a Kevin Keith.

Nos dirigimos a la oficina de Isobel, donde le di las gracias por la lista de visitantes. Isobel la llamó a la pantalla y me dirigió una sonrisa radiante por mi mensaje de agradecimiento al final.

– ¿Recuerdas quiénes de las personas que aparecen en la lista estuvieron aquí el día anterior a que Brett y Dave trajeran al hombre que les pidió el viaje gratis? ¿Alguien que pudiera haber visto nuestro itinerario para el jueves?

– Bueno, es evidente que todos los conductores vinieron a consultarlo.

– ¿Y además de ellos?

Ella negó con la cabeza.

– Eso fue hace muchos días. La gente entra y sale de aquí todo el tiempo.

Leí la lista en la pantalla.

– ¿Qué me dices del doctor Farway?

– ¡Oh, no! Él llegó al día siguiente, cuando el hombre ya había muerto. Vino el viernes.

– ¿Y John Tigwood? ¿Qué día se presentó?

– Debe haber sido el viernes igualmente. Sí, Sandy Smith estuvo aquí también. Recuerdo que todos comentaban sobre el hombre muerto.

– Muy bien. ¿Qué hay acerca de Tessa Watermead?

– Me parece que vino antes del viernes, pues ese fue el día en que estaba empeñada en ir con Nigel a Newmarket y él se rehusó a llevarla -Isobel frunció el entrecejo-. Tessa entra y sale con frecuencia. Está empeñada en que le enseñe cómo hacer este trabajo… ¿Te molesta si le enseño?

– No, mientras no represente una molestia para ti o te haga perder el tiempo.

– Pues un poco -comentó Isobel francamente.

– Bueno -proseguí-, ¿qué me dices del señor Rich?

– El viernes. Mientras tú hacías el transporte de enlace. También vino el martes, para quejarse acerca de su traslado.

– ¿Y Lorna Lipton, la hermana de la señora Watermead?

– Pasea a su perro cerca de aquí. Vino a verte ese viernes, cuando estabas ocupado en la transportación.

– Mmm, bien -repuse-. ¿Recuerdas si alguien preguntó especialmente por Dave?

Frunció el entrecejo.

– En realidad no recuerdo que nadie haya preguntado, aunque no podría jurarlo. Quiero decir… ¡Oh, sí! Jericho Rich quería saber si Dave iba a ir a Newmarket con su primer lote de caballos, pero yo respondí que no, que él iba a llevar a unos corredores a Folkestone. Fue a Folkestone, ¿no es así? -miró con desesperación hacia la computadora, se sentía perdida sin la memoria de la máquina, no obstante ella no lo hacía del todo mal con la propia.

Le di las gracias y salí al patio. Nina me siguió.

– Esto es un laberinto -comentó Nina-. ¿Cómo logras recordar todo eso?

– No puedo. Se me escapan fragmentos -además de que todavía quería ir a dormirme, lo que no ayudaba.

Mientras tanto la flotilla salía constantemente. Sólo quedaban tres camiones en algunos espacios separados, silenciosos, limpios; se veían majestuosos a su manera.

– Estás orgulloso de ellos -exclamó Nina al ver mi rostro.

– Será mejor que no lo esté, o algo les sucederá. Me encantaba mi Jag… ¡Pero, igual, ya no importa!

Isobel se acercó a la puerta de la oficina y mostró un claro alivio al encontrarme todavía ahí. Tenía a la secretaria de Benyi Usher en la línea telefonea, me informó. ¿Podría hacer el favor de enviar otro camión de inmediato, debido a que el señor Usher había olvidado que tenía un par de caballos que iba a participar en las carreras de vallas para novatos en Lingfield?

– Lewis ya salió para allá con los dos primeros -explicó- y el señor Usher dice que no le dará tiempo de regresar.

– Dile que enviaremos otro camión en este momento.

– ¿Vas a conducir tú? Todos los demás ya se fueron.

– Yo lo haré -se ofreció Nina-. ¿En qué camión?

Observamos los que quedaban.

– Puedes ir en el de Pat -dije, y señalé el camión para cuatro caballos-. El que condujiste el primer día. Hay un "llanero solitario” debajo, no lo olvides, aunque creo que eso ya no importa.

– De todos modos me mantendré alerta -Nina sonrió-. ¡Es increíble que un entrenador se olvide de sus corredores!

Revisé el mapa con ella, me cercioré de que llevara los documentos correctos y después conduje por delante hasta las caballerizas de Benyi. El hombre estaba asomado por la ventana del piso superior cuando llegamos, profiriendo una sarta de invectivas e instrucciones a sus desafortunados mozos de espuela.

Nina ayudó a los mozos de cuadra para subir al camión a los dos inquietos y jóvenes saltadores de vallas, que reaccionaban con temblores y ponían los ojos en blanco ante la confusión general. Nina, me di cuenta, les transmitía un efecto tranquilizador tan poderoso y natural como el que también tenía Dave, de manera que, al final, las criaturas nerviosas subieron dócilmente por la rampa sin necesidad de colocarles vendas en los ojos. Benyi dejó de quejarse. Cuando Nina y el jefe de mozos de espuela cerraron la rampa, un par de mozos de cuadra subió a los asientos de pasajeros, y el circo estuvo listo para ponerse en marcha.

Nina se rió conmigo a través de la ventana.

– Dicen que hay un nuevo jefe de mozos de cuadra en el camión de Lewis que nos lleva la delantera y que no está enterado de que estos dos caballos van en camino. Tiene que registrara os y ensillarlos. ¿Qué vamos a hacer?

– Llama a Isobel por teléfono y pídele que ponga a Lewis al tanto -indiqué.

– Sí, jefe.

Ella se puso en camino de buen talante y descubrí que me resultaba lamentable que su estancia fuera temporal. Nina Young era muy competente y una buena compañía.

Cuando llegué a mi casa, el estacionamiento estaba repleto de autos, en torno al Jaguar y al Robinson 22. Sus conductores intentaron presentarse al mismo tiempo.

– ¡Oigan! -protesté-. ¿Quién llegó primero?

Un sencillo orden de procedimiento me permitió identificar a varios agentes de seguros, inspectores de accidentes aéreos, el representante de una empresa que enviaría el helicóptero a Escocía y el cerrajero que iba a abrir la caja fuerte.

A este último lo introduje en primer término en la casa, a pesar de que, en apariencia, era quien había llegado al final. Contempló el trabajo realizado por el hacha, se rascó la cabeza y pensó que el caso ameritaba un taladro.

– Perfórela -repuse.

El resto de las personas que permaneció afuera sacó su libreta de notas. El transportista del helicóptero hizo algunas preguntas, al igual que el inspector de accidentes aéreos. Los agentes de seguros, tanto el de Lizzie como el mío, comentaron que nunca se habían encontrado con algo así. Estudiaron el informe de Sandy.

Me pidieron que firmara varios papeles. Firmé.

El enjambre de cuadernos regresó a los vehículos y se alejó. Sólo se quedó la camioneta del cerrajero a un lado de los destrozos en la zona asfaltada. Entré para verificar los progresos que había hecho y encontré la puerta de la caja abierta, pero sin su mecanismo de cierre, que estaba sobre el piso. Me pidió que revisara que el contenido de la caja estuviera intacto y cuando lo hice me dio a firmar su orden de trabajo. Volví a firmar.

Cuando el empleado se retiró, saqué de la caja el paquete de dinero y los discos flexibles con las copias de seguridad y me dirigí a la cocina para telefonear al mago de las computadoras. De muy buen agrado me indicó que cuando quisiera llevara los discos para revisarlos, iba a estar en su taller toda la tarde.

Preparé café, bebí y reflexioné un poco. Unos minutos después llamé a la oficina local de derechos e impuestos aduaneros. Les informé que, puesto que mis camiones viajaban con regularidad al otro lado del Canal, deseaba una lista actualizada de lo que podía transportarse en ellos, en vista de las siempre cambiantes reglamentaciones europeas.

¡Ah!, respondieron comprensivamente. Necesitaba, entonces, ir a ver al representante de relaciones comerciales, cuya oficina regional se localizaba en Portsmouth. Sugirieron que fuera en persona, pero que llegara antes de las cuatro de la tarde.

Agradecí la información y consulté la hora en mi reloj. Faltaba mucho tiempo.

Primero conduje a Newbury y allí busqué al mago por todo el taller. Una mesa colocada a lo largo de una pared tenía un teclado, dos o tres computadoras, una impresora láser y un monitor a color, que mostraba una hilera brillante de naipes en miniatura en un juego de solitario sin terminar.

– Sota negra sobre reina roja -comenté.

– Sí -sonrió y la apagó-. ¿Trajo sus discos?

Los entregué en un sobre.

– Hay cuatro. Uno por cada año desde que me hice cargo de este negocio.

Asintió con la cabeza.

– Empezaré por el más reciente -lo metió en la ranura de la unidad de disco de una de las computadoras y en seguida abrió el directorio de archivos guardados del año corriente. Murmuró algunas palabras inaudibles, después oprimió una serie de teclas y en un momento la pantalla empezó a destellar rápidamente con letras y números, mientras examinaba el disco para detectar extraños mortíferos.

– ¡Listo! -exclamó cuando el destello en la pantalla se convirtió en un solo mensaje que informaba: "Revisión completa. No se encontraron virus". Me sonrió-. No halló a Miguel Ángel. Está a salvo.

– Es muy interesante -repuse-. La última vez que utilicé el disco para respaldar el trabajo que se hizo en la computadora principal de la oficina fue ayer hace una semana. El tres de marzo.

Los ojos del experto saborearon la información.

– Entonces, eso fue el tres de marzo -repitió-. Se podría decir que Miguel Ángel no había aparecido todavía en su oficina. ¿Está de acuerdo?

– Así es.

– De manera que lo pescaron el viernes o el sábado -reflexionó-. Pregunte a sus secretarias si introdujeron los discos de alguna persona en su máquina. Es decir, por ejemplo, si alguien les prestó un disco con un juego, como el del solitario. Miguel Ángel debe de haber estado acechando en el disco del juego y saltó a su computadora de manera instantánea.

– Muchas gracias.

– Creo que será mejor que examine también los demás discos, sólo para estar seguros -introdujo los otros tres y los sometió al proceso de revisión, todos obtuvieron resultados negativos-. Bueno, ya está. Por el momento están limpios.

Le di las gracias y le pagué. Me llevé mis discos limpios al auto móvil y me puse en marcha rumbo al sur, hacia Portsmouth.

Los funcionarios de la oficina de derechos e impuestos aduaneros fueron serviciales, querían dar la impresión de que hablar con el público estaba marcando un cambio en la burocracia normal. El jefe hasta el que me condujeron al final se presentó brevemente como Collins, me ofreció asiento y una taza de té.

– ¿Qué pueden transportar sus conductores y qué no? -repitió Collins-. Como usted sabe, es muy diferente que en épocas anteriores. Tenemos terminantemente prohibido llevar a cabo inspecciones selectivas en nada que provenga de la CEE -hizo una pausa-. La Comunidad Económica Europea -explicó.

– Mmm.

– Aunque pudiera tratarse de drogas -extendió las manos en un gesto de añeja frustración-. Podemos actuar, registrar, sólo si contamos con información específica. La aduana inspecciona que no se introduzcan mercancías prohibidas únicamente en el punto de entrada en la Comunidad Económica Europea. Una vez adentro, la circulación está permitida.

– Creo que eso les ahorra mucho papeleo -comenté.

– Toneladas -buscó rápidamente un folleto, por fin lo encontró y lo deslizó hacia mí por encima del escritorio-. La mayoría de las reglamentaciones actuales está enlistada aquí. Existen muy pocas restricciones sobre alcohol, tabaco y bienes personales. Un día ya no habrá ninguna.

– Quisiera saber -murmuré apenas- si aún existe algo proveniente de Europa que no esté permitido introducir en este país y si hay algo que no pueda sacarse.

Levantó las cejas.

– Algunas cosas necesitan licencia -respondió-. Sus camiones que transportan caballos van y vienen a través de Portsmouth, ¿no es así?

– Algunas veces.

– Y nunca los han registrado.

– No. Nosotros contamos con los permisos necesarios para transportar animales vivos a través del Canal.

Asintió con la cabeza.

– Supongo que si sus camiones llevaran otros animales, nunca nos enteraríamos. Sus conductores no han traído gatos o perros, ¿verdad? -su voz sonaba reprobadora y alarmada-. Desde luego, conservamos las leyes de la cuarentena. No debemos olvidar que la amenaza de la rabia siempre está latente.

Repuse para tranquilizarlo:

– Nunca he sabido que mis camiones transporten gatos o perros. ¿Qué más se supone que no debe entrar o salir?

– Armas de fuego -respondió-. Aunque todavía existen, Por supuesto, algunos registros de salida para detectar armas de fuego dentro de los equipajes en los aeropuertos. Aquí no se inspeccionan las importaciones. Podría traer un camión lleno de armas y nunca nos enteraríamos. El contrabando, en su antiguo sentido, ha desaparecido dentro de la Comunidad Económica Europea.

– Así parece -contesté con cortesía y me puse de pie para marcharme-. Ha sido muy amable.

Sin embargo, cuando me dirigía a Pixhill pensé que estaba tan lejos como antes de poder comprender el motivo por el que alguien querría adherir escondites debajo de mis camiones. Si ya no existía el contrabando, ¿para qué eran?


EN CASA, me senté en mi infortunado sillón de cuero verde cuyo relleno se salía por los agujeros que el hacha del delincuente había ocasionado. Introduje los discos limpios y los datos en mi nueva computadora. Organicé toda la información en varias categorías, tanto cronológicas como geográficas.

Analicé el trabajo de cada uno de mis conductores durante los últimos tres años. Los patrones que buscaba definitivamente estaban ahí, pero no me decían nada que yo no conociera. Todos los conductores iban con mucha frecuencia a los hipódromos favorecidos por los entrenadores para quienes conducían la mayor parte del tiempo. Lewis, por ejemplo, viajaba con cierta regularidad a Newbury, a Sandown, a Salisbury y a Newmarket, los destinos preferidos de Michael Watermead. En otras ocasiones se dirigía a donde Benyi Usher acostumbraba enviar a sus saltadores: Lingfield, Chepstow, Cheltenham y Worcester. Gran parte de sus recorridos a otros países había sido asignada también para servir a Michael, todos a Italia, Irlanda o Francia.

Nigel había realizado casi todos los viajes al extranjero, aunque eso era cosa mía, debido a su resistencia para las distancias largas. Harvey, por su parte, había hecho unos cuantos, tanto por decisión propia. Dave había viajado docenas de veces en calidad mía como de auxiliar y para atender a los caballos.

Después de una hora apagué la computadora, me sentía tal vez más desconcertado que antes; llamé por teléfono a Isobel. Nada fuera de lo común había ocurrido durante la jornada, me aseguró. Le había avisado a Lewis que Nina iba detrás de él y me informó que todos los caballos de Usher habían participado en las carreras correctas.

– ¡Fantástico! -comenté-. ¿Recuerdas si alguno de los visitantes que aparecen en tu lista se acercó lo suficiente a la computadora el viernes o sábado pasados como para introducir un disco? Nuestro mago de las computadoras cree que atrapamos el virus hace apenas unos días.

– ¡Oh, cielos!

– ¿No se te ocurre nada?

– No -era un lamento de pesar y preocupación-. ¡Ojalá pudiera saberlo!

– ¿Dejaste sola a alguna de esas personas en tu oficina?

– Pero… pero… ¡Oh, cielos! No puedo recordar. Tal vez lo hice. No habría visto nada malo en ello. No puedo creer que…

– Está bien -repuse-. Ya no pienses en eso.

Colgué el auricular en el momento en que Sandy Smith llegaba en su auto a la zona asfaltada. Se acercó por la puerta trasera, se quitó su gorra puntiaguda y se alisó lo más que pudo con los dedos el cabello aplastado.

– Pasa -invité al reunirme con él-. ¿Whisky?

– Estoy de servicio -respondió dubitativamente.

– ¿Quién va a enterarse?

Pronto solucionó el asunto en su conciencia y tomó el whisky con agua. Nos sentamos en la cocina, uno a cada lado de la mesa.

– Es acerca del Trotador -dijo. Frunció el entrecejo mientras miraba su vaso, la cara redonda parecía preocupada-. Encontraron óxido en todos los alrededores del foso, pero estaba mezclado con aceite y grasa. Y no había ningún tipo de aceite o grasa en la herida de la cabeza del Trotador.

– ¡Maldición! -repuse.

– Van a considerarlo un homicidio. Por favor, no le digas a nadie que te avisé.

– No. Gracias, Sandy.

– Van a investigar quién andaba detrás del Trotador.

– Considero -respondí en tono desapasionado- que es posible que él haya hecho lo mismo que yo el martes por la noche, es decir, presentarme en la granja de repente. Tal vez a ambos nos golpearon en la cabeza para evitar que viéramos… lo que haya sido. Pero el Trotador murió y lo metieron en el foso para hacerlo parecer un accidente.

Sandy me dirigió una mirada pensativa.

– ¿Qué está sucediendo en la granja? -preguntó.

– No lo sé y eso me está volviendo loco.

– ¿Qué quiso decir el Trotador cuando hablaba de "llaneros solitarios" colocados debajo de tus camiones?

– Te lo mostraré -repuse-. Ven a la sala.

Entramos en el desorden de los despojos y lo llevé hasta donde había dejado la caja registradora que el Trotador sacó de la parte de abajo del camión grande hacía una semana, pero la caja ya no estaba ahí.

– ¡Qué extraño! -comenté-. Aquí estaba.

– ¿Cuándo fue la última vez que la viste? -preguntó Sandy.

– El martes, supongo. Se la mostré a mi hermana. Cuando examinamos la habitación, nunca se me ocurrió pensar en la caja registradora.

Frunció el entrecejo.

– El Trotador se refirió siempre a "llaneros solitarios". En plural. Debe haber habido más de una.

– Otros dos camiones tenían unos recipientes adheridos en el fondo; pero están vacíos, lo mismo que la caja.

– Quizás tengas una idea de para qué eran -replicó Sandy Smith, la sospecha del policía se filtró en su voz.

– Pensamos que tal vez sean drogas, si a eso te refieres. Harvey, el Trotador y yo lo discutimos. Sin embargo, no creo que ninguno de nuestros conductores trafique con drogas. Quiero decir, habría señales, ¿no lo crees es así?

– ¿Por qué no me informaste nada de esto el martes pasado?

– Quería descubrir por mí mismo qué era lo que estaba sucediendo. Todavía lo deseo, pero no tendré mucha oportunidad para hacerlo si se lleva a cabo una investigación por homicidio. Una vez que tus colegas descubran los recipientes debajo de los camiones, los usuarios no volverán a utilizarlos. Por eso no te lo dije, porque, en primer lugar, eres policía y, en segundo, un amigo, y tu conciencia no te habría permitido guardar silencio.

Agregó con lentitud:

– Tienes razón.

– Es viernes por la noche -continué- ¿Cuánto tiempo puedes esperar para revelar lo que acabo de contarte? ¿Hasta el lunes?

Se veía acongojado.

– ¿Qué quieres hacer antes?

– Obtener algunas respuestas.

– Tienes derecho de hacer las preguntas correctas -repuso.

No prometió guardar silencio y no intenté acosarlo para que tomara una decisión. Seguramente haría lo que le resultara más cómodo en su mente.

Cuando Sandy se fue, vertí el resto de su whisky en el fregadero de la cocina y confié en que nuestra amistad no se fuera por el drenaje junto con el líquido.

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