HABLÉ CON SANDY.
– ¿De qué orden de arresto hablas? ¿Por qué?
– Fraude. Falsificación de cheques. Salidas de diversos hoteles sin pagar la cuenta. Al parecer se trata de asuntos pequeños en su mayoría. Pero la policía de Nottingham lo buscaba.
– ¡Que pena! -repuse-. Por favor infórmame el resultado del examen post mortem.
– De acuerdo, pero no espero que me lo entreguen hoy.
– Cuando sea -repliqué-. Ven a tomar un trago.
Volví a hablar con el Trotador brevemente, le pedí que se comunicara conmigo por teléfono cuando regresara de Surrey.
– Lo haré "sin cebada ni baja" -lo escuché decir al colgar Cebada y malta o baja y alta. Ya había llegado al viejo establo de Marigold cuando por fin comprendí lo que dijo. Había querido decir "sin falta".
Durante casi todo el camino estuve pensando en las lapas y me pregunté qué hacer al respecto. Creí que tal vez sería conveniente pedir consejo, así que detuve el camión en el acotamiento de la carretera, busqué en mi guía telefónica un número, me comuniqué con la sección de seguridad del jockey Club en Londres y pedí hablar con el jefe.
Los que se dedicaban de manera profesional a las carreras de caballos conocían de nombre a Patrick Venables, y la mayoría también lo conocía de vista. Los transgresores deseaban no haberlo conocido jamás. Mis pecados le habían pasado inadvertidas, por fortuna. De modo que podía acudir a él para solicitar su ayuda cuando la necesitara y era probable que me creyera.
Tuve suerte y lo encontré en su oficina, concertamos una cita para vernos afuera del cuarto de la báscula ubicado en Sandown al día siguiente.
Reanudé el viaje, cargué los caballos señalados y los conduje, junto con dos mozos de espuela, a reunirse con Marigold. Me reclamó a gritos que debería haber traído más de dos mozos de cuadra para atender nueve caballos y le expliqué que su encargado había dicho que sólo irían dos, tenía a otro que se había ido a casa porque estaba enfermo y él mismo no se sentía muy bien.
– ¡Maldita sea! -refunfuñó.
– No puedes discutir con un virus -repliqué pacíficamente. Limpié el camión, levanté las rampas y me dispuse a volver por tercera vez. Los establos se encontraban a alrededor de cincuenta kilómetros de distancia y cada trayecto me tomaba dos horas. A las siete de la noche, después de hacer dos viales más, todos los caballos, con excepción de los que no pertenecían a ninguna cuadra en particular, estaban bajo resguardo en sus nuevas caballerizas, y Marigold se veía agotada. Cuando sugerí que termináramos ese trabajo muy temprano a la mañana siguiente, la dama aceptó resignada. Vacilé y la besé en la mejilla, una familiaridad que normalmente no me hubiera atrevido a intentar, y para mi asombro, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Ofrecí:
– Ha sido un día muy largo.
– Un día que he esperado… y planeado… durante años.
– Entonces me alegro de que todo haya salido bien.
Se sentía sola, percibí con gran sorpresa. La fachada de la dama inflexible era una forma valiente de jugar con las cartas que la vida le había dado.
La dejé caminando trabajosamente y dando voces reavivadas por las nuevas caballerizas. Conduje el camión a la granja, lo estacioné al lado de las bombas e hice las anotaciones correspondientes en el cuaderno de bitácora. Había hablado por teléfono con Isobel durante el día, y me informó que Jericho Rich se había presentado de improviso en su oficina, para verificar sus registros. “¡Qué desfachatez!”, pensé. También me había comunicado que una de las yeguas de crianza del Trotador había empezado a parir en el camino a Surrey y que el pobre hombre, mecánico de oficio, se había convertido, muy a su pesar, en partera. Este suceso demoraría su regreso unas cuantas horas.
Completé las anotaciones en las bitácoras, llené los tanques y trasladé el camión al rincón donde acostumbrábamos lavar la flotilla. Bajo las intensas luces exteriores tomé una manguera, limpié el camión y pasé luego un rodillo de goma por los cristales. No representó gran esfuerzo por esta ocasión, ya que el clima había estado muy seco durante todo el día. El interior me llevó más tiempo, puesto que cuarenta y cinco caballos transportados y los relevos de mozos de espuela habían dejado sus huellas. Me hallaba exhausto cuando limpié los pisos con desinfectante y aseguré los compartimientos para tenerlos listos por la mañana.
La cabina delantera estaba hecha un desastre, tapizada de envolturas arrugadas de sandwiches y otras cosas que sacaron de la gaveta que se encontraba debajo del asiento. La abrí y fui colocando cada objeto en su lugar. Los mozos de espuela habían dejado restos de comida incluso adentro del cajón. Saqué una pequeña bolsa de papel y la reemplacé con un par de mantas dobladas para caballos. La bolsa resultó más pesada de lo que esperaba y contenía, según me di cuenta, un termo y un gran paquete de sandwiches sin abrir. Bostecé y pensé en devolverlos a los mozos de cuadra de Marigold por la mañana, ya fuera que yo hiciera el último trayecto o no.
Al fin conduje el camión hasta el lugar donde se acostumbraba estacionarlo, aseguré todo con llave, tiré el saco de basura en nuestro depósito, pero llevé el termo y la bolsa al interior de las oficinas y llamé por teléfono al Trotador para averiguar dónde estaba. Dijo que se encontraba a diez minutos de la tasca. Con ello se refería a la taberna donde el Trotador acostumbraba beber cerveza con sus camaradas todas las noches. A diez minutos de la taberna significaba tal vez a doce de la granja.
– No te detengas en el e amino -advertí.
Mientras esperaba al Trotador, aproveché para revisar las notas del día en la computadora. Parecía que el único tropiezo que había presentado era que se las potrancas de Michael Watermead partieron una hora y media más tarde hacia Newmarket.
– Nigel avisó -me dijo la pantalla -que los mozos de espuela de Newmarket no se habían presentado sino hasta las diez y media. Tessa dejó un mensaje ayer donde ordenaba que el camión tenía que estar listo desde las nueve de la mañana. Nigel se puso en marcha con las potrancas a las once.
La tal Tessa era la hija de Michael Watermead, así que no rodaría la cabeza de nadie debido a ese error; las confusiones acerca del horario eran comunes.
Las luces del transporte del Trotador se asomaron entre las rejas y el camión avanzó hasta las bombas. Salí a recibirlo y lo encontré todavía tembloroso por la confrontación con la sangrienta realidad de un alumbramiento. Yo mismo había visto nacer a varios potrillos y a otros animales, aunque jamás, reflexioné ociosamente, a un bebé de carne y hueso. "¿Me habría resultado una experiencia más traumática?", me pregunté. Cuando nació mi única hija yo no estaba presente. Su madre había persuadido a otro hombre de que él era el padre y se casaron de inmediato. En algunas ocasiones los vi, junto con sus otros dos hijos más pequeños, pero mis instintos paternales no resultaban lo bastante fuertes y sabía que nunca buscaría demostrar la verdad.
El Trotador llenó sus tanques, se trasladó al área de limpieza y refunfuñó todo el tiempo mientras lavaba el interior. Esperé hasta que terminara antes de hacerle la pregunta vital.
– Exactamente, ¿dónde están las lapas extrañas?
– No podrás verlas en la oscuridad -replicó el hombre al tiempo que husmeaba-. A menos que quieras meterte sobre la tarima con una linterna.
– No.
– Eso pensé.
Caminó a mi lado a lo largo del sendero y señaló:
– El camión de Phil. Lo revisé en el foso de inspección. Hay un recipiente pegado al tanque de combustible de atrás, oculto en el costado del camión. Es un trabajo muy bien hecho.
Fruncí el entrecejo.
– ¿Qué contenía?
– No tengo la menor idea. Media docena de pelotas de fútbol, tal vez. Sin embargo, está vacía. Debe haber tenido una tapa con rosca. El recipiente está ahí, pero falta la tapa.
El camión de Phil era un super seis, al igual que la mitad de mi flotilla. Un super seis transportaba seis caballos con comodidad y aun podría dar cabida a un séptimo animal en un apuro. Media docena de pelotas de fútbol en un recipiente en la parte inferior del camión sonaba macabro, así como absolutamente improbable.
– El camión de Pat -prosiguió el Trotador, señalando-, tiene otro tubo que no es tan grande. En ése Dave llevó a las yeguas de crianza, ¿recuerdas?
El camión de Pat tenía capacidad para transportar cuatro caballos. Y cinco más de la flotilla eran de ese tamaño. Durante la temporada de carreras de pista libre, uno de los entrenadores, que tenía una fobia de compartir los viajes de sus caballos con los de los demás, ocupaba todo el tiempo el camión de Pat. Este iba a Francia a menudo, aunque no fuera ella la que lo condujera.
– Trotador, no le digas a nadie acerca de esto, por favor. Comprende que si esparces el rumor en la taberna, espantarás a quienquiera que haya escondido las cosas ahí y nunca tendremos la oportunidad de averiguar qué está sucediendo.
Me dio la razón. Replicó con su forma de hablar que guardaría el secreto como una "mosca". Mosca y zumba: tumba. Otra vez dudé si su reticencia duraría más allá de las cervezas de esa noche.
EL SÁBADO, temprano por la mañana, conduje uno de los camiones para cuatro caballos a Salisbury Plain. Recogí los animales restantes de Marigold y los entregué cerca de las nueve. En el camino me di cuenta de que había olvidado la bolsa de la comida. Cuando se lo mencioné a ella, preguntó a gritos a sus empleados quién era el dueño, pero nadie la reclamó.
– Tírala a la basura -sugirió-. Voy a mandar unos caballos a Doncaster. Espero que puedas llevarlos.
Las carreras de Doncaster, que se llevarían a cabo en doce días más, representaban la prestigiosa inauguración de la temporada de pista libre. Le aseguré que me sentiría encantado.
– Muy bien -esbozó una amplia sonrisa, que se reflejaba más en los ojos que en los labios: tan válida como un compromiso después de estrecharse la mano a la firma de un contrato.
Volví a casa y bebí café, hablé con Harvey y el Trotador afirmó: “no dije ni pío en la taberna”, y examiné la lista del día. Traté de lidiar con la escasez de conductores presionando a Dave y al Trotador para que trabajara tras el volante. En contra de su voluntad, Phil fue reclutado nuevamente para conducir el camión grande y yo tomé el super seis para ir a recoger a los saltadores de tres diferentes cuadras y entregarlos, a ellos y a sus mozos de cuadra, en la pista de carreras de Sandown para la exhibición de la tarde.
Sobre las vallas de Sandown había montado más ganadores de los que podía recordar. Su pista había dejado una huella tan profunda en mi subconsciente que quizá hubiera podido cabalgar en ella con los ojos vendados y, desde luego, había navegado por sus intrincaciones en innumerables sueños. De todas las pistas, ésta era la que evocaba en mí la más, fuerte nostalgia por ese mundo que había perdido ya: una fusión cuerpo a cuerpo con una energía sobrehumana, el flujo mental de coraje y designio entre dos seres. Montar a caballo a cincuenta kilómetros por hora o más era, al menos para mí, una exaltación espiritual que nunca había logrado, ni siquiera vislumbrado, de ninguna otra manera.
Me reuní con Patrick Venables afuera del cuarto de la báscula, tal como lo había prometido. El jefe del servicio de seguridad del hipódromo era un hombre alto y delgado, tenía ojos de halcón que resultaban muy adecuados para su trabajo. Se decía que había sido, en su tiempo, "algo en el contraespionaje", pero nunca se habían proporcionado mayores detalles al respecto. Los asiduos al hipódromo pretendían que había sido engendrado por un detector de mentiras y una sanguijuela, porque nadie podía engañarlo o sacudírselo de encima.
Patrick Venables dirigía la pequeña sección de seguridad con eficiencia enérgica y era responsable en gran medida por el estado razonablemente honesto del hipódromo, pues olfateaba todas las nuevas estafas casi antes de que se inventaran.
Venables me saludó con la expresión afable y superficial que acostumbraba, que jamás podría confundirse con la confianza, y me guió por el cuarto de la báscula hasta una pequeña oficina interior en la que había una mesa y dos sillas.
– Tienes cinco minutos -advirtió mientras cerraba la puerta-. Empieza a hablar.
Le conté acerca de los tres recipientes extraños que el Trotador había encontrado debajo de los camiones.
– No sé cuanto tiempo han permanecido ahí ni lo que contenían -hice una pausa breve-. ¿Se sabe si alguien más se ha topado con algo como esto?
– No que yo sepa. ¿Ya diste aviso a la policía?
– Todavía no.
– ¿Por qué no?
– Quiero averiguar quién me ha estado utilizando y para qué.
Se quedó pensativo mientras examinaba mi rostro.
– Así que me estás utilizando a mí como seguro -prosiguió después de un rato-, en caso de que atrapen alguno de tus camiones con un contrabando.
No lo negué.
– Sin embargo, me gustaría atraparlos.
– Mmm -frunció la boca-. Tendría que aconsejarte que no lo hicieras. Sin embargo, déjame meditarlo. Debo suponer que esto no tiene nada que ver con el hombre que murió en uno de tus camiones. Me enteré del asunto.
– En realidad no lo sé -le conté acerca del intruso enmascarado-. Ignoro qué estaba buscando. Si se trataba de las pertenencias del difunto, no habría tenido ningún éxito, porque se encontraban en manos de la policía. Pero entonces se me ocurrio si no habría ido a dejar algo.
– ¿Temes que se trate de bombas?
– Supongo que es más probable que sean drogas.
Patrick Venables consultó su reloj y se puso de pie.
– Tengo que irme -dijo-. Regresa al cuarto de la báscula después de la última carrera.
Asentí mientras Patrick salía.
Salí y pasé gran parte de la tarde conversando; era útil para el negocio, pero también un grito lejano de la urgencia de montar en las carreras. En tardes como aquélla en Sandown, había descubierto que me comportaba como todos mis conductores. Tomaba nota especial sobre los corredores que había transportado a la pista. Un ganador levantaba la moral de cualquiera; un caballo muerto, como sucedía en ocasiones, los enviaba a casa sumidos en la depresión.
Puesto que los dos caballos que había acarreado ese día pertenecían a un entrenador para el que yo había montado de manera intermitente en el pasado, era natural que terminara conversando con él y con su esposa. Benjamín Usher o Benyl, como solíamos llamarlo, y Dot parecían estar peleando, igual que siempre, cuando tiró de la manga de mi camisa al pasar.
– Freddie -demandó-. Dile a esta mujer en qué año se mató de un tiro Fred Archer. Ella dice que fue en 1890. Yo digo que es una necedad.
Contemplé la expresión acostumbrada en el rostro de Dot, una mezcla de resignación y angustia. Los años que había vivido con un hombre irascible le habían provocado esas arrugas, que ni sus sonrisas ocasionales disimulaban. Sin embargo, aunque desde que los conocía se aventaban los platos, en sentido figurado, continuaban juntos, de manera inexorable, a pesar de todo.
No obstante, lo más extraño radicaba en que su apariencia era desusadamente atractiva. Tenían alrededor de cuarenta años y se vestían bien, pues tenían mucho roce social. Quince años atrás no hubiera pensado que esa pareja durara más de cinco minutos, lo que sólo demuestra lo poco que una persona ajena alcanza a comprender respecto de un matrimonio.
– ¿Y bien? -desafió Benyi.
– No lo sé -respondí, tratando de ser diplomático, aunque en realidad sí lo sabía. Fue en 1886, cuando el brillante jockey campeón tenía veintinueve años de edad.
– Eres un inútil -observó Benyi, y Dot se sintió aliviada.
Benyi cambió de tema.
– ¿Llegaron bien mis caballos?
– Por supuesto que sí.
Muchos entrenadores salían a las caballerizas para encargarse de que sus corredores abordaran los camiones sin contratiempos, pero Benyi rara vez lo hacía. La idea de supervisión era gritar por la ventana si veía algo que le disgustaba, lo que sucedía con frecuencia. La rotación de los mozos de cuadra de Benyi era más constante que la de la mayoría. Su jefe de mozos de espuela de viaje, quien debía haber acompañado a los corredores a Sandown, había renunciado el día anterior.
Benyi me preguntó si estaba enterado de ese hecho tan inconveniente.
– Sí -respondí.
– Entonces, hazme un favor. Ensilla a mis corredores y ven a la pista con nosotros.
En esas circunstancias, por supuesto, la mayor parte de los entrenadores habría ensillado a sus propios caballos, excepto Benyi. Él apenas los tocaba.
Contesté que con gusto ensillaría los caballos. Lo que no estaba lejos de ser verdad.
– Bien -respondió satisfecho.
Acto seguido, me dediqué a realizar esa tarea mientras él y Dot charlaban con el dueño del primer corredor, y lo mismo hicieron con el del segundo un poco más tarde. El primero corrió decorosamente sin ganar ninguna medalla; el segundo ganó la carrera.
Como siempre sucedía en el encerramiento del ganador en tales ocasiones, el rostro de Benjamín se encendía y sudaba como si estuviera experimentando el placer del orgasmo. Los dueños acariciaron a su caballo. Dot me dijo en tono serio que yo habría sido un buen jefe de mozos de espuela.
Sonreí.
– ¡Oh, bueno!
– ¡Vaya! Tal vez -repuse.
Existía algo que nunca había podido entender acerca de Dot. Poseía una especie de profunda reticencia natural. No podía decir que la conocía mejor después de quince años que en un principio.
Los extraños métodos de entrenamiento que usaba Benyi se debían a que no tenía que pagar por el entrenamiento. Además, había destinado la fortuna multimillonaria que había heredado a adquirir buenos caballos en el extranjero, los cuales eran entrenados, a su vez, por otros entrenadores y ganaban carreras en Francia e Italia con bolsas de dinero mucho más elevadas que las que obtenían sus caballos en Inglaterra.
Benyi me comentó:
– Tengo un potro en Italia que se lastimó un tendón. Quiero traerlo de regreso para que sane y descanse. ¿Quieres ir por él?
– Claro que sí.
– Bien. Te avisaré qué día es posible hacerlo -me dio una palmadita en el hombro.
La tarde transcurrió con una rapidez impresionante y después de la última carrera esperé a Patrick Venables afuera del cuarto de la báscula. Por fin, mi consejero llegó a medio galope, todavía presionado por el tiempo.
– Freddie -comentó-, oí el rumor de que te hacen falta algunos conductores. Te sugiero a un sustituto, alguien que investigue tu problema.
– Tendría que conocer el trabajo -respondí vacilante.
– Se trata de una mujer. Y descubrirás que lo conoce muy bien. Hice los arreglos necesarios para que vaya a verte mañana por la mañana a Pixhill. Enséñale cómo operas y luego déjala que se haga cargo. No se pierde nada con intentarlo.
Le di las gracias, pero no estaba muy convencido. Sonrió y se apresuró a partir antes de que se me ocurriera preguntarle cómo se llamaba la mujer. Esperaba que ella tuviera la decencia de llegar antes de que me fuera a la comida de Maudie Watermead.
SE LLAMABA Nina Young. Llegó en su auto por el sendero de la entrada hasta la zona asfaltada a las nueve de la mañana. Aún no me afeitaba y estaba leyendo los diarios; tenía puesta mi bata de tela afelpada y al lado un café y unas hojuelas de maíz. Salí a abrir la puerta y no me di cuenta de inmediato de quién se trataba.
Ella conducía un Mercedes escarlata y aunque no era joven, vestía unos pantalones vaqueros ceñidos al cuerpo, camisa blanca de manga larga y un chaleco afgano bordado; llevaba puestas unas gruesas cadenas de oro y usaba un perfume caro. Su brillante cabello oscuro había sido cortado por un experto. Los altos pómulos, el cuello largo y los ojos serenos me recordaban los retratos de antepasados nobles. Distaba mucho de mi concepto de un conductor de camiones.
– Patrick Venables me indicó que llegara temprano -mencionó la mujer con un porte sociable aprendido desde la cuna. Desde mi punto de vista masculino nacionalista, su única desventaja era la edad, estaba mucho más cerca de los cuarenta y tantos que yo.
– Pase -la invité. Me hice a un lado y pensé que ella lucía muy bien para decorar un escenario, pero no para el asunto que teníamos entre manos-. ¿Le gustaría tomar un poco de café?
– No, gracias. ¿Acaso detecto un ligero aire de molestia?
– Claro que no -la guié hasta la sala y le indiqué que tomara asiento en donde quisiera.
Nina Young eligió un sillón mullido, cruzó las piernas largas y mostró los finos tobillos que sobresalían de unos zapatos de cuero con hebilla. De una bolsa que llevaba al hombro sacó un pequeño expediente que agitó frente a mí.
– Traigo un permiso para poder conducir vehículos grandes que transportan mercancías -afirmó Nina-. Es un verdadero pase para urgencias.
– Patrick no la habría enviado sin eso. ¿Cómo lo consiguió?
– Transportando a mis propios caballos de la caza de la zorra -agregó sin mucho énfasis-. Y también a los de exhibición y a los que participan en competencias. No tengo caballos de carreras. Seguro que el tipo de camiones al que estaba acostumbrada tendrían remolques habitación frente a las caballerizas, esos lujosos vehículos para los certámenes en Badminton y Burleigh. Debía de ser una figura conocida en ese mundo. "Patrick, pensé, sin duda ha perdido la razón".
– Mis camiones para transportar caballos tienen lo elemental -dije-. No cuentan con refrigeradores, ni cocinas ni baños.
– Pero están equipados con motores Mercedes, ¿no es verdad?
Asentí sorprendido.
– Bien -repuso ella con simpleza y después de una pausa preguntó-: ¿Recibe la revista Horse and Hound?
Fui a buscar el ejemplar de esa semana que había dejado en la mesa lateral y se lo entregué. Observé que revisó los anuncios clasificados. Llegó a la sección de transporte de caballos y me señaló la página, golpeando con la uña pintada de color rosa.
– Patrick desea saber si ya vio esto.
Tomé la revista y leí donde había señalado. Era un anuncio que ocupaba todo el ancho de una columna, donde aparecían estas palabras sencillas:
¿TIENE PROBLEMAS DE TRANSPORTE?
PODEMOS AYUDARLO.
TRANSPORTAMOS TODA CLASE DE MERCANCÍAS.
Proporcionaban un número de teléfono en la cuarta línea.
– Patrick quiere que lo verifique -comentó.
– Nadie -objeté – anunciaría un servicio para contrabandear.
– ¿Por qué no lo intentamos?
Le pasé un teléfono inalámbrico.
– Adelante.
Oprimió las teclas de los números, esperó, arrugó la nariz y a continuación colgó el auricular.
– Es una máquina contestadora -informó sucintamente-. Era la voz de un hombre. Solicitaba que dejara el nombre y número de teléfono y él contestaría la llamada.
No creí que hubiera nada siniestro en el anuncio, pero repuse:
– Tal vez Patrick Venables pueda hacer valer su influencia en Horse and Hound y averiguar quién mandó poner el anuncio.
Ella asintió.
– Va a hacerlo mañana.
Impresionado, fui al escritorio y miré el programa de trabajo.
– Pat, una de mis trabajadoras, tiene gripe. Podrá hacerse cargo de su camión. Mandaré a un hombre llamado Dave para que la acompañe por los caballos en este viaje. Después de que los recojan, tráigalo de regreso y siga al otro camión de ahí en adelante.
– Muy bien.
– Será mejor que no se presente a trabajar en ese auto.
Esbozó una sonrisa radiante.
– Casi no va a reconocerme mañana por la mañana. ¿Cómo debo llamarlo? ¿Señor?
– Freddie está bien. ¿Y a usted?
– Nina.
Se puso de pie. Alta y elegante, era todo lo contrario de lo que yo necesitaba. "El viaje a Taunton, pensé, va a ser el primero y el último que haga, sobre todo cuando llegue el momento de limpiar el camión después del recorrido". Nina me estrechó la mano y se dirigió a su auto. La seguí hasta la puerta y la miré partir en el Mercedes escarlata.
Llamé por teléfono a Harvey y le informé que había contratado a una chofer provisional para tomar el lugar de Pat hasta que ella estuviera bien de salud.
– De acuerdo -contestó sin sospechar nada.
Hasta ahora, la semana que tenía por delante parecía menos atareada que la que apenas había terminado. Podría ir a las carreras de Cheltenham con la comodidad de un espectador para observar a otros sujetos afortunados despedazarse la clavícula.
Jericho Rich llamó en ese momento por teléfono y me sacó de mis lamentaciones poco provechosas.
– Entregaste ilesas a mis potrancas en Newmarket -gritó-. Quiero que comprendas que verifiqué todo en tu oficina. Hiciste un buen trabajo, tengo que reconocerlo.
“¡Dios mío!”, pensé. Los cielos iban a caérsenos encima.
– Tengo una hija -prosiguió ruidosamente-. Acaba de comprar un magnífico saltador de exhibición, que tiene un nombre extravagante. Se encuentra en Francia. Manda un camión por él, ¿quieres? Yo pagaré -leyó en voz alta el número de teléfono de su hija-. Llámala ahora. Acuérdate de no dejar para mañana lo que puedas hacer hoy.
– Gracias, Jericho.
Llamé a la hija como me indicó y anoté los detalles. Después de colgar, vi la hora y llamé a Isobel, quien tomaba las reservaciones los domingos, cuando yo tenía otras cosas que hacer. Entonces me ocupé de fruslerías tales como vestirme, arreglarme y salir al jardín a cortar unos narcisos. Esta pacífica actividad era el resultado de las enfáticas sugerencias que hacía mi hermana ausente, quien consideraba que de vez en cuando debería haber flores en la tumba de nuestros padres.
En realidad, nunca me molestó cumplir con su encargo. La tumba de nuestros padres estaba en lo alto de una colina, pero valía la pena subir hasta ahí por la vista. Dejé las flores como muestra de gratitud por mi infancia feliz, un regalo de ellos. Las flores se marchitarían, pero lo que importaba era ir a dejarlas.
LA COMIDA de Maudie Watermead empezó bajo el Sol primaveral en el jardín. Sus hijos más pequeños y sus invitados estaban brincando sobre un trampolín, y los más grandes jugaban tenis. Realmente aún hacía mucho frío para quedarse afuera. El fresco aire de marzo obligó a los medrosos a retirarse del jardín y a entrar en la sala para disfrutar del fuego que ardía vivamente en la chimenea y de los aperitivos de champaña de Maudie.
Benyi y Dot Usher jugaban en la cancha dura, vestidos con pantalones largos, y discutían si las pelotas habían salido o no. Nos pusimos a jugar un partido de dobles mixto poco deportivo, ya que Benyi y la hija de los Watermea, la joven llamada Tessa, nos vencieron en la discusión. Ambos disfrutaban tanto de su alianza que Dot silbó con desaprobación, lo que me divirtió mucho.
Benyi y Tessa, victoriosos, se encargaron de Ed, el hijo de los Watermead, y también de la hermana de Maudie, Loma Lipton. Dot estaba furiosa hasta que la persuadí de que lo mejor era que entráramos en la sala, donde había tal cantidad de personas que el parloteo opacaba las voces individuales.
Maudie me ofreció una copa y sonrió, mirándome con los amigables ojos azules que, como de costumbre, me hicieron concebir poderosos pensamientos adúlteros. Desde siempre ella se había esforzado por transferir mis sentimientos hacía su hermana, Loma, quien tenía el pelo color platino como ella, cintura bien formada y piernas esbeltas, pero que para mi gusto carecía de todo, excepto de atracción física. Maudie resultaba divertida; Loma, atribulada. Maudie se reía, Loma abogaba por las causas serias. Pensé que Loma estaría perfecta para Bruce Farway.
El respetable doctor se encontraba en ese momento cerca del fuego con el esposo de Maudie, Michael. Las burbujas en el vaso de Farway eran incoloras. "Agua mineral", supuse.
Mi atención se dirigió hacia una mujer que estaba conversando con Dot. Era más joven, rubia como Maudie, de ojos azules como Maudie, alegre, zurda, pianista, que tenía treinta y ocho años.
– ¿La conoces? -preguntó Maudie, que siguió mi mirada-. Es Susan Palmerstone. Toda su familia está por aquí.
Asentí.
– Solía montar los caballos de su padre.
Desde el extremo de la habitación, Susan Palmerstone miró en dirección a mí y finalmente decidió acercarse.
– Hola -saludó-. Hugo y los niños están aquí.
– Vi a los niños en el trampolín.
– Sí.
Maudie caminó despacio hacía Dot.
Susan observó:
– No sabía que ibas a venir. Nosotros no conocemos bien a los Watermead. Debí haber dicho que no podíamos asistir.
– Por supuesto que no. No importa.
– No, pero… alguien le dijo a Hugo que cómo era posible que tuviera una hija de ojos castaños y él ha estado muy molesto con ese asunto desde hace varias semanas. Pensé que sería mejor advertirte. Casi podría decirse que está obsesionado.
Los jugadores de tenis entraron y también Hugo Palmerstone, quien había estado cuidando a los niños. A través de la ventana vi a mi hija en el césped, los brazos en jarra, menospreciando a sus hermanos rubios de cabello lacio que daban saltos en el trampolín. Cinders tenía ojos castaños y cabello oscuro y ondulado como el mío. Había cumplido ya nueve años.
Me habría casado gustosamente con Susan. La amaba y me había sentido desolado cuando eligió a Hugo, pero eso había sucedido hacía mucho tiempo. No quedaba nada de ese sentimiento.
No deseaba que el pasado largamente enterrado arrojara ni una sombra sobre la vida de esa niña.
Susan se apartó de mí en el momento en que Hugo entró en la habitación, pero no antes de que él se diera cuenta de que habíamos hablado. Su expresión cuando se encaminó directamente hacia mí, no era nada prometedora.
– Sal -ordenó lacónico-. Ahora. Dejé mi copa y lo seguí hasta el prado.
– Tengo ganas de matarte -advirtió.
Ese era un comentario para el que no parecía haber respuesta. Como no respondí nada, prosiguió con amargura.
– Mi maldita tía me dijo que abriera los ojos. "Fíjate en el ex jockey de tu suegro", dijo. "Cinders nació siete meses después de la boda. Abre los ojos".
– Tu tía no te ha hecho ningún bien.
Se daba cuenta, desde luego, de que así era, pero su ira se dirigía contra mí por completo.
– Ella es mi hija -insistió-. La vi nacer. Es mía y la amo.
Miré con pena los profundos ojos verdes de Hugo. Él y yo éramos diametralmente diferentes. El era un ejecutivo de la ciudad de rango medio, poseía un temperamento candente, tan feroz como su cabello rojo. Repliqué:
– Conquistaste a la chica que yo amaba. Tienes una hija y dos hijos. Eres afortunado, ódiame si quieres, pero por favor no te desquites con tu familia.
Me di la vuelta para alejarme, casi seguro de que me alcanzaría y me daría un puñetazo, pero no lo hizo. Pensé con intranquilidad que, de todos modos, si encontraba una forma menos directa de hacerme daño, era posible que lo hiciera.
Caminé de regreso a la casa a través de la puerta del jardín. Maudie, que estaba en la ventana, me preguntó:
– ¿Qué sucedió? Susan se ve asustada.
– Me disgusté con Hugo, olvídalo. Presenta a Loma con Bruce Farway y, por favor, no me sientes junto a ella en la comida.
– ¿Qué? -rió y luego pareció pensativa-. Si lo hago, en recompensa tendrás que separar a Tessa de Benyi Usher. No me gusta que coquetee con él y, además, Dot está furiosa.
Hice todo lo que pude para atender su ruego, pero separar a Tessa de Benyl resultó imposible. Tessa era una insidiosa experta y no le importaba dar la espalda para evitar que la gente escuchara lo que susurraba al oído de Benyi. Me aplicó ese tratamiento un par de veces y dejé a Benyi en paz con sus tonterías.
Bruce Farway se interesó en Loma, la hermana bonita llena de buenas obras. Susan permaneció del brazo de Hugo y conversaba animadamente con el anfitrión acerca de caballos. Intriga y lazos intrincados, eso era típico de los pueblos dedicados a las carreras de caballos. Cambia de pareja y baila.
Comimos las espléndidas costillas que Maudie había preparado con papas asadas crujientes y después un postre de helado de miel y nueces. Me senté entre Maudie y Dot y me comporte con toda propiedad.
Los niños más pequeños charlaban acerca de los conejos que los Watermead tenían en el jardín, donde las mascotas de la familia se habían duplicado en el último año.
– Esos animales irán con el carnicero uno de estos días -murmuró Maudie a mi oído-. Salen y se comen mis dalias.
– Falta uno de los conejitos -Insistía su hija más pequeña-. Había quince la semana pasada y hoy sólo hay catorce. Los conté.
– Es muy probable que los perros se hayan comido uno -replicó Michael.
– ¡Papá!
Loma le habló al doctor Farway acerca de los saltadores de obstáculos pensionados, una de sus obras de caridad, y él escuchó con interés. La plática cambió entonces a Jericho Rich y su deserción de las caballerizas de Michael.
– ¡Bestia ingrata! -dijo enojada Maudie-. ¡Después de todos esos ganadores!
– Lo odio -repuso Tessa y puso tal intensidad en su tono que se ganó una mirada penetrante de su padre.
– ¿Por qué especialmente? -preguntó él.
La chica se encogió de hombros, apretó la boca y rehusó darle una respuesta. Tenía diecisiete años y estaba llena de resentimientos no especificados. Le gustaba menospreciar a los demás; aparte de ser una intrigante, Tessa era una de esas chicas a quienes nunca les había faltado nada, pero que no les bastaba con ser uno de los mortales favorecidos por la vida.
Su hermano Ed, que tenía apenas dieciséis años y era lo suficientemente tonto, repuso:
– Jericho Rich quería tener relaciones sexuales con Tessa y ella se negó, por eso se llevó sus caballos -para cambiar la conversación, el comentario era del calibre ganador de un Oscar. El timbre de la puerta principal sonó en medio del estupor general.
Era el alguacil Sandy Smith. Se disculpó y dijo que necesitaba ver al doctor Farway y también a Freddie Croft.
– ¿Qué ha sucedido? -pregunté.
Sandy nos comunicó la noticia en privado en el recibidor de la puerta principal.
– Se trata de tu mecánico, Freddie. El Trotador. Acaban de encontrarlo en el foso de inspección en tu granja. Está muerto.