Capítulo 5

COMO DE COSTUMBRE, resultó imposible localizarla. Le dejé varios recados en todo el departamento de física de la Universidad de Edimburgo y también en todos los laboratorios de investigación afiliados, así como en un observatorio. No obtuve resultados, puesto que no pude hablar con ella.

Me di por vencido y traté de localizar a los expertos en computadoras. De ese esfuerzo, lo que obtuve fue una voz que me informó que la línea estaba desconectada. Ya muy irritado, llamé a mi peluquero, que tenía su local a cuatro puertas de distancia de la tienda de computadoras y le pregunté qué sucedía.

– Todos se desaparecieron de la noche a la mañana un día de la semana pasada -explicó-. Eran pura faramalla. Se llevaron todo; dejaron el local vacío. Lo siento, amigo.

Busqué en la guía telefónica amarilla y conseguí la dudosa promesa de un extraño de que me anotaría en su lista.

– No puedo ir mañana… Lo siento, no es posible.

Cuando colgué el auricular, el teléfono sonó en seguida. Contesté rápidamente y pregunté esperanzado:

– ¿Lizzie?

– ¿Estás esperando la llamada de una amiga, verdad? -bromeó torpemente Sandy Smith.

– De mi hermana. ¿En qué puedo ayudarte?

– Es al revés -comentó-. Te dije que te informaría acerca del hombre que trajeron en tu camión. Ya estuvieron los resultados del examen post mortem y determinaron que murió de un ataque al corazón. Infarto al miocardio. Programaron una indagatoria para el jueves. Tal vez necesiten llamar a tu empleado Dave.

– Gracias, Sandy -agradecí con sinceridad-. ¿Qué me dices del Trotador?

– Eso es otra cosa -de pronto su voz adquirió un tono cauteloso-. Todavía no tenemos ningún informe acerca de él. Los lunes siempre están ocupados.

– ¿Me avisarás cuando tengas noticias?

Titubeó, pero me aseguró que lo haría. Sentí curiosidad por saber si mis visitantes vestidos de civil lo habrían subvertido y puesto en mi contra. Me senté a pensar en todo lo que había sucedido en los últimos cinco días. Al fin sonó el teléfono y esta vez se trataba, en verdad, de mi hermana.

– ¿A quién no le preguntaste por mí? -demandó-. Me ha caído una verdadera avalancha de mensajes “Llámale a Freddie”. ¿Qué pasa ahora?

– Primero que nada, en caso de que se corte la comunicación, ¿dónde te encuentras?

Leyó en voz alta un número que añadí a la lista.

– Es la casa del profesor Quipp -respondió con tono tajante.

Me inquietó si todos, excepto yo, sabían dónde encontrarla. Había tenido varios amantes, casi todos ellos barbados, todos académicos, no siempre científicos. El profesor Quipp parecía ser el más reciente.

– Me preguntaba -comenté con timidez- si podrías hacerme el favor de analizar algo. ¿Tal vez en la facultad de química?

– ¿De qué se trata?

– Es un líquido desconocido en un tubo de diez centímetros cúbicos -le conté acerca de la bolsa que había descubierto en uno de mis camiones y de los seis tubos que contenía el termo-. Han sucedido muchas cosas extrañas -proseguí-. Quiero averiguar qué transportaba en mi camión y, aparte de ti, la única persona a la que podría preguntar es al veterinario de la zona o, si no, al Jockey Club. En realidad, voy a entregarte al Jockey Club uno o dos tubos, pero si se los confío en su totalidad, perderé control sobre ellos. Pensé que con toda seguridad conocerías a alguien que tuviera un cromatógrafo de gases o como se llame.

– Sí -respondió con lentitud-. Así es -guardó silencio, reflexionando-. ¿Cómo te propones hacerme llegar esos tubos misteriosos?

– Por correo, supongo. Mensajería, será mejor.

– Mmm -hizo una pausa-. ¿Qué vas a hacer mañana?

– Tengo pensado ir a Cheltenham. Es el día de la competencia para el campeonato de salto de vallas.

– ¿Ah, sí? ¿Qué te parece si vuelo para allá? Me deben un par de días de descanso. Veríamos las carreras por la televisión y tendrías la oportunidad de llevarme a cenar. Volaría de regreso el miércoles. ¿Qué opinas?

– ¿Llegarás a la casa o a la granja?

– Ala casa -contestó-. Cerca del mediodía.

– Lizzie -repuse agradecido-, gracias.

Sonreí y colgué el auricular. Ella vendría, como siempre lo había hecho, llevada por una compulsión interna de correr en auxilio de su hermano. Era mayor que yo por once años y había sido como mi madre desde el principio. Sé que si ella hubiera tenido hijos propios, estos instintos habrían desaparecido de modo natural, pero puesto que ninguno de los dos se casó jamás, yo parecía ser todavía no sólo su hermano sino su hijo adoptivo.

Era baja de estatura y delgada, tenía el cabello oscuro en el que últimamente empezaban a notarse las canas. Lizzie se desplazaba con rapidez en su hábitat, ya fuera vestida con sus togas negras académicas o con las batas blancas de laboratorio, su mente ágil parecía estar pensando en pársecs o en saltos cuánticos. Había publicado varios ensayos, daba clases, gozaba de una excelente reputación, y se sentía, hasta donde yo me daba cuenta, satisfecha.

Me di cuenta que habían transcurrido casi seis meses desde que tomé el tren hasta su casa en Escocia para pasar dos días con ella. Dos días comprimían la conversación de seis meses en un lapso que ella prefería. Su viaje para pasar una noche en Pixhill era típico; no podía permanecer quieta una semana.

Me quedé sentado en la granja pensando en mi hermana hasta que Nina volvió con el camión vacío, los corredores habían regresado ilesos a su caballeriza. Se estacionó cerca de las bombas llenó los tanques y se acercó bostezando a la oficina para llenar 1 bitácora y depositarla en el buzón.

Salí a recibirla.

– ¿Cómo te fue?

– Absolutamente sin ningún incidente en todos los sentidos importantes. Fue fascinante en otros. ¿Sucedió algo?

Negué con la cabeza.

– En realidad no. Después de que hayas limpiado ese camión tengo algo que mostrarte.

Miró disgustada el vehículo polvoroso.

– ¿En verdad quieres que lo limpie? No creo que Patrick Venables espere eso.

– Una misión secreta es secreta -repuse apaciblemente-. Si te relevo de esa tarea y Harvey regresa y se da cuenta de ello, mi autoridad se irá por el drenaje.

A decir verdad, no se quejó; resignada condujo el camión a la zona de limpieza, lo embistió con agua a presión y limpió los cristales hasta que quedaron relucientes.

Harvey regresó, de hecho, mientras Nina Young estaba ocupada En tanto llenaba sus tanques, volví a mi oficina y retiré cuatro de los pequeños tubos misteriosos de la bandeja y los guardé en el fondo de un cajón del escritorio. Tenía tiempo de sobra, así que tomé uno de los paquetes de sandwiches sin abrir y leí que la etiqueta indicaba: CARNE DE VACUNO Y TOMATE.

Fruncí el entrecejo. Había visto una envoltura similar de carne y tomate, vacía, apenas hacía un día o dos; pero; ¿dónde exactamente? La respuesta me llegó con lentitud. Entre la basura que dejó Brett en el camión grande, por supuesto.

Nina entró en la oficina y se dejó caer en una silla frente a mi escritorio.

– ¿Qué tengo que hacer mañana? -preguntó sonriente-. Aprendí muchas cosas acerca de las carreras de caballos hoy, pero ni un ápice sobre contrabando. Podría pasarme un mes y no ver nada si nos atenemos a lo que sucedió este día.

– Nadie -le recordé- ha notado que algo ocurra. Tal vez estás aquí para descubrir cómo sería posible que sucediera.

– Cosa que tú podrías hacer mejor que yo.

– No, no lo creo. Podría decirte que nunca sucede gran cosa cuando estoy yo, simplemente debido a mi propia presencia. Me gustaría enviarte de viaje a Francia, Italia o Irlanda, pero aquí nos topamos con un pequeño obstáculo.

– ¿A qué te refieres? A mí no me importa si tengo que viajar. Me gustaría hacerlo en realidad.

– Tengo que enviar a dos conductores porque se trata de viajes largos, pero a las esposas de los conductores casados no les agrada que mande a sus maridos al extranjero con una mujer. Podría, desde luego, enviarte con Nigel, puesto que es soltero, aunque la misma Pat no querría ir con él. Es capaz de seducir a una monja.

– A mí no, conmigo no podría -lo dijo de manera terminante; sin embargo, dudé.

– Ya veremos si se presenta la oportunidad de un viaje -repliqué-. Me incliné a tomar los dos tubos restantes que quedaban en la bandeja. Le pregunté s i había visto algo así con anterioridad.

– No lo creo. ¿Por qué? ¿Qué son?

– Realmente no lo sé. Pero es posible que se trate de lo que el intruso enmascarado estaba buscando en la cabina de mi camión, porque ahí es en donde se encontraban, en una bolsa junto con estos sandwiches.

Tomó el tubo y lo vio a contraluz.

– ¿Qué contienen?

– No lo sé. Pensé que tal vez Patrick podría averiguarlo.

Bajó el tubo y me miró.

– Es la primera prueba concreta de que algo está sucediendo.

Tomé el paquete de sandwiches y le mostré la etiqueta.

– Brett, el que llevó el camión a Newmarket el jueves pasado, compraba este tipo de sandwiches durante el viaje. Vamos a suponer que él los hubiera adquirido en la gasolinera de South Mimms. Pero, ¿qué sucedería si Kevin Keith Ogden viajaba con estos sandwiches y estos tubos?

Siguió la misma línea de pensamiento que yo.

– Si los tubos pertenecían al pasajero muerto, no pueden relacionarse con los recipientes debajo de los camiones. Sería posible que no tuvieran nada que ver contigo. El hombre no sabía que iba a morir. Probablemente quería llevarse estos tubos consigo.

– Sabía que ibas a decir eso.

Harvey terminó sus labores y se reunió con nosotros dos en la oficina. Le preguntó a Nina cómo le había ido y si tenía alguna pregunta que hacerle. Ella le dio las gracias y advertí que lo cortó el seco con la pureza de su pronunciación de sangre azul, aunque no al grado de ser descortés. Me pregunté con cuánta frecuencia se transformaría para Patrick Venables.

El teléfono sonó y contesté. Escuché una extraña voz gangosa y engreída.

– Habla John Tigwood -anunció-. Maudie Watermead me dijo que me comunicara.

– ¡Ah!… John Tigwood -repuse-. Amigo de Loma, la hermana de Maudie.

Me corrigió con energía.

– Soy el director de Centaur Care.

– Tigwood… -murmuró Harvey expresando de esta manera su desaprobación-. Es un tipo totalmente insignificante. Siempre está tratando de dar el sablazo.

– ¿Qué se te ofrece? -inquirí al teléfono con moderación.

– Necesito que recojas, unos caballos -repuso Tigwood.

– Por supuesto -convine-. Cuando gustes -lo que pensara de John Tigwood en relación con su persona, no me impedía aceptar su dinero.

– Una granja de retiro va a cerrar en Yorkshire -me anunció con seriedad, haciendo que sonara como un acontecimiento portentoso-. Hemos convenido en encontrarles un nuevo hogar a los caballos. Los Watermead aceptan recibir a dos. Benyi Usher va a tomar a otros dos. Voy a hablar con Marigold English, aunque ella recién llegó a este lugar. ¿Qué me dices tú? ¿Es posible que quieras participar?

– Lo lamento, pero no -respondí-. ¿Cuándo quieres transportarlos?

– Mañana. Loma quiere viajar en tu camión y actuar como moza de cuadra.

– De acuerdo. Está bien.

Me dio las instrucciones y le informé acerca de las tarifas.

– Oye, espera un momento. Esperaba que esto fuera caridad.

– Lo siento, pero no -hasta ese momento me había mostrado amigable y apologético.

Un poco enojado, replicó:

– Te pagaré. Aunque creo que podrías ser más generoso. Después de todo, se trata de una buena causa.

Cuando Tigwood colgó, le di las instrucciones a Harvey. Nina preguntó de qué se trataba.

Harvey contestó disgustado:

– Existe este hogar absurdo para caballos muy viejos. Tigwoo intenta conseguirles alojamiento en todas partes. Les cobra a los dueños de los caballos viejos por cuidar a sus animales, pero no le paga a la gente que les brinda hogar. Es un timo.

Sonreí.

– Se trata de una de las obras de caridad locales. La gente organiza aquí colectas de fondos. A muchos les tuercen el brazo, sin embargo, a mí no me agrada que me estafen.

– La cuestión es -prosiguió Harvey-, ¿quién hará el trabajo?

– Quienquiera que vaya, llevará a Lorna Lipton como moza de cuadra -le advertí-. El nuevo empleado, Aziz o como se llame, va a conducir el camión para nueve caballos de Brett a partir de ahora. Bien podría empezar con los geriátricos.

Escribí "Centaur Care" en el cuadro, en el sitio correspondiente a los transportes del camión grande, y anoté "Aziz" en la parte superior de la columna.

Centaur Care ocupaba una modesta cabaña de un solo piso, en el borde de un potrero de casi una hectárea en las afueras de Pixhill. Las desvencijadas caballerizas adyacentes eran de madera y tenían capacidad sólo para albergar a seis huéspedes patéticos que a duras penas pasaban las inspecciona reglamentarias del condado. La actitud de John Tigwood exaltaba este proyecto en la conciencia colectiva de Pixhill como si fuera una extraordinaria obra de caridad. Yo estaba seguro de que muchos de los que aportaban para esta noble causa nunca habían visto su centro de operaciones.

Había alcancías de Centaur Care esparcidas por todo Pixhill; se trataba de latas redondas con ranura en las que se exhortaba a todo el mundo a colaborar con largueza para dar "una prolongada vida a viejos amigos". Tigwood vaciaba regularmente los recipientes. En nuestro restaurante dejó una de estas latas, pero bufó de cólera cuando la abrió y se encontró con que las donaciones eran botones y galletas saladas.

Mientras Harvey revisaba el cuadro, reflexioné por un momento y tomé una decisión.

– El miércoles, Nigel irá a Francia a recoger el saltador de exhibición para la hija de Jericho Rich. Nina lo acompañará y será su auxiliar.

Harvey la miró con sorpresa y levantó las cejas.

– Ya le advertí sobre él -comenté-. Pero dice que es a prueba de Nigel. Pueden llevarse el camión para cuatro caballos que Nina condujo hoy.

A ella le señalé:

– Considero que vas a necesitar para el viaje una muda de ropa. ¿No te parece?

Ella asintió y cuando Harvey salió, me dijo.

– Supongo que querrás que uno de nosotros dos duerma en el camión, ¿no es así?

– Tiene uno de esos tubos abajo en uno de los costados -repliqué, asintiendo.

– Sí. Bueno, lanza el anzuelo. Deja que todo el mundo se entere que ese camión en particular se dirigirá el miércoles a Francia. Alguien podría picar.

– Mmm -repuse-, nadie espera que hagas nada peligroso. Ella sonrió levemente.

– No estés tan seguro de ello. Patrick puede ser muy exigente -no parecía preocupada-. Además, no voy precisamente a arrojarme en un paracaídas dentro de la Francia ocupada detrás de las fronteras alemanas.

Ella era, me di cuenta, el tipo exacto de mujer que habría hecho precisamente eso durante la Segunda Guerra Mundial. Como si me leyera el pensamiento, comentó:

– Mi madre lo hizo y sobrevivió para tenerme después.

– ¿Tienes hijos?

Sin sentimentalismos, ella meneó tres largos dedos.

– Tres. Todos pasaron ya la edad de los clubes de caballitos. Ya volaron del nido. Mi esposo murió hace mucho tiempo. La vida se tornó de repente vacía y aburrida, ya no tenía sentido participar en exposiciones o competencias. De manera que… Patrick llegó al rescate. ¿Necesitas saber más?

– No.

La comprendí sinceramente, y Nina Young lo percibió, se conmovió a su pesar por una oleada interna de conocimiento de sí misma. Meneó la cabeza en señal de repudio a ese momento y se puso de pie, alta y competente, una mujer dedicada a los caballos para quien, al final, los animales no resultaban ser suficiente.

– Si no me necesitas mañana -observó-, voy a entregarle los tubos a Patrick en Londres y volveré el miércoles. ¿A qué hora?

– Se pondrán en marcha a las siete de la mañana. Cruzarán de Dover a Calais y llegarán a su destino alrededor de las seis. Volverán el jueves ya tarde.

– De acuerdo.

Envolvió los tubos ambarinos cuidadosamente en un pañuelo y los guardó en su bolso. Después, hizo una breve inclinación de cabeza a modo de despedida, se dirigió a su auto y partió.

Recuperé entonces los otros cuatro tubos del cajón del escritorio, los envolví uno por uno en papel desechable y los guardé en el bolsillo de mi chaqueta. La jornada de trabajo había terminado ya. Algunos de los camiones todavía se encontraban en camino, aunque no aguardaría su regreso. Sin embargo, había recibido un mensaje telefónico de Lewis, en Francia, que había ido a recoger dos caballos de dos años de edad para entregarlos en las caballerizas de Michael Watermead. Se informaba que por una demora en el transbordador, el camión no llegaría de regreso sino hasta las dos o tres de la madrugada.

Para nosotros, eso era rutinario. Ya había hecho los arreglos con Lewis para que guardara a los dos potros en las caballerizas de la granja hasta la mañana siguiente, pero me había olvidado de avisarle a Michael. Bostecé y le llamé por teléfono. Refunfuñó y comentó que el retraso le resultaba muy irritante. Le prometí que le llevaría sus caballos a primera hora por la mañana.


POCO DESPUÉS de las seis y media me levanté, me vestí y desayuné. Conduje a la granja bajo el fortificante amanecer.

El camión que había llegado de Francia estaba inmóvil en su lugar acostumbrado, su carga dormitaba en la caballeriza, pero el conductor no se veía por ningún sitio. Había una nota doblada que había dejado entre el limpiador y el parabrisas. La abrí y leí: ¿Podría alguien llevarlos a casa de Watermead? Estoy agotado y creo que tengo gripe. Lo siento, Freddie". Y firmaba "Lewis". Estaba fechada "martes, dos y media de la madrugada".

“¡Maldita sea la gripe!”, pensé con vehemencia.

Abrí la cerradura de la puerta de la oficina y fui a buscar el duplicado de las llaves del camión de Lewis, ya había decidido que conduciría yo mismo hasta las caballerizas de Michael. En la debida forma, abrí el camión, cargué a los huéspedes de mis establos y los llevé a su destino, que se hallaba a un escaso kilómetro y medio de distancia.

Michael ya estaba afuera en su patio y miró deliberadamente el reloj. Cuando bajé de la cabina, su descontento disminuyó un poco al verme, pero no desapareció.

– ¿Dónde está Lewis? -preguntó.

– Lewis volvió enfermo de gripe -respondí con pesar.

– ¡Caramba! -Michael hizo unos cálculos aritméticos-. ¿Qué pasará con Doncaster? Esta condenada gripe tarda mucho tiempo en quitarse.

– Tendrás un buen conductor -le prometí.

– No es lo mismo. Lewis me ayuda a ensillar los caballos y otras cosas por el estilo. Algunos de esos sinvergüenzas perezosos llegan a las carreras y se duermen hasta que es hora de partir.

Emití algunos ruidos que demostraran mi comprensión y empecé a bajar las rampas para subir a los potros de dos años de edad. El jefe de mozos de espuela de Michael acudió presuroso para llevárselos bajo su custodia. Después de descargar ileso al segundo caballo, la irritación de Michael cedió y me sugirió que tomáramos una taza de café antes de que me fuera.

Caminamos juntos hasta su casa y entramos en la amplia cocina brillante, cálida y acogedora. Maudie Watermead estaba ahí vestida con pantalones vaqueros y una camisa de lana deportiva, el rubio cabello aún despeinado indicaba que acababa de levantarse, no traía nada de maquillaje en el rostro. Recibió mi beso de saludo distraídamente y preguntó por Lewis.

– Con gripe -respondió Michael de manera sucinta.

– ¡Pero él les ayuda a los niños a cuidar a los conejos! ¡Qué fastidio! Supongo que tendré que hacerlo yo misma.

– ¿Hacer qué? -pregunté con imprudencia.

– Limpiar el corral y las jaulas.

– Ten cuidado -bromeó Michael-, o te pondrá a limpiar a los malditos conejos. Deja que los niños lo hagan, Maudie.

– Ya están listos para irse a la escuela -objetó la mujer, y en verdad sus dos hijos más pequeños, niño y niña vestidos de gris, muy arreglados, irrumpieron en ese momento. Detrás de ellos venía, para mi sorpresa, mi propia hija, Cinders, que llevaba puesta la misma ropa gris. Por la plática deduje que asistía a la misma escuela y se había quedado a pasar la noche con los Watermead.

Me saludó con un "hola" indiferente, como a un conocido de sus padres. Su atención se desvió de inmediato hacia los otros niños, con quienes se reía con naturalidad. Traté de no observarla, pero estaba tan consciente de su presencia como si me hubieran salido antenas. Se sentó frente a mí. Tenía el cabello oscuro, lucía impecable y vivaz, segura y amada. No era mía. Nunca lo sería. Comí un pan tostado y deseé que las cosas fueran diferentes.

La hija de Maudie preguntó:

– Si Lewis tiene gripe, ¿quién atenderá a los conejos?

– ¿Por qué no lo hace Ed? -sugirió Maudie, refiriéndose a su hijo mayor.

– ¡Mamá! Ya sabes que no va a querer. Lewis ama a los conejos. Les acaricia la piel. No hay nadie que los trate mejor que él.

Michael dijo que le pediría a uno de los mozos de cuadra que limpiara las jaulas por la tarde, y Maudie apresuró a los tres niños para que terminaran de desayunar a fin de que pudiera llevarlos a la escuela.

La cocina me pareció vacía cuando se marcharon. Terminé mi café y me puse de pie. Le agradecí a Michael su compañía.

– Cuando gustes -replicó amablemente.

Mi mirada se posó en una de las redondas alcancías recolectoras de John Tlgwood, que parecían encontrarse en todas partes. La que vi estaba en el quicio de la ventana-

– ¡Oh, sí! -recordé-. Uno de mis camiones irá hoy a buscar una carga de caballos viejos de salto de obstáculos a Yorkshire. John Tigwood me dijo que vas a darles albergue a dos de ellos. ¿Cuáles dos quieres?

No me sorprendió que Michael pareciera un poco exasperado.

– Loma me convenció otra vez, pero ve si puedes traerme dos que no estén a punto de expirar. Le dije al maldito de Tigwood que llevara a los últimos dos al descuartizador para que termine su sufrimiento. Es mucho sentimentalismo mantener en pie a esos infelices que se tambalean, pero no puedo comentar esto frente a los niños. No comprenden la necesidad de la muerte.

Llevé el camión super seis de Lewis de regreso a la granja, donde encontré a Harve tratando de explicarle a Aziz Nader la dinámica de su primer trabajo.

– Recuerda que todos los caballos dormitan mientras conduzcas a una velocidad constante en la autopista -intervine-, sin embargo, cuando tengas que dar vuelta y disminuyas la velocidad, se despertarán y se agitarán. Esos caballos viejos, parece que se mantienen de pie prendidos con alfileres, de manera que tendrás que ser muy cuidadoso o regresarás con los siete en el piso.

Aziz escuchó al principio con una sonrisa incrédula.

Comenté pausadamente:

– Ya has transportado caballos de carreras, ¿verdad?

– Sí -respondió al instante-. Claro, pero de la región, de ida y vuelta a Newmarket. Y a las carreras de Yarmouth. En realidad, no en autopistas.

Harvey frunció el entrecejo, aunque no continuó. Surgieron signos de interrogación en mi pensamiento. Era verdad que sólo había unas cuantas autopistas grandes en East Anglia, pero que una caballeriza de Newmarket nunca hubiera mandado a sus corredores más allá de esas rutas sobrepasaba toda credibilidad.

Podría haberle hecho a Aziz unas cuantas preguntas para investigar, no obstante, en ese momento la hermana de Maudie, Loma, apareció en las rejas conduciendo su lujoso Range Rover carmesí. Salió del auto y caminó a zancadas para darme un beso en la mejilla. Rubia, de ojos azules, rica por su divorcio, tenía treinta años. Loma me miró directo a los ojos y me dijo que era un maldito por cobrar la transportación de los caballos pensionados.

– Mmm -repuse-. ¿Tigwood les va a cobrar a los dueños de los pensionados?

– Ese es un asunto completamente diferente. Centaur Care necesita mucho dinero.

Esbocé una útil sonrisa imperturbable y le presenté a Aziz como el conductor de ese día. Lorna parpadeó. Aziz le estrechó la mano y le ofreció una sonrisa deslumbrante. Lorna se olvidó de mi maldad y le comentó con sincero ánimo al conductor que iban a llevar a cabo una obra de misericordia y que era un “privilegio” colaborar para “salvar a viejos amigos”.

John Tigwood eligió ese momento para ofrecernos el beneficio de su compañía, de la que yo, desde luego, podía haber prescindido. Salió de una camioneta marrón adornada por todas partes con letreros que decían CENTAUR CARE PARA CABALLOS VIEJOS y caminó a zancadas en dirección nuestra. Llevaba puestos unos pantalones grises de pana, una camisa de cuello abierto y un bonito y grueso suéter tejido.

– Buenos días, Freddie.

Su voz resonó, sin embargo, el tono engreído no pudo disimular la falta de sustancia debajo de ella. Me pregunté si Tigwood vivía de las alcancías y si, en caso de que así fuera, los pobladores de Pixhill pondrían alguna objeción.

– Buenos días, Loma -el hombre caritativo saludó-. Pensé en ir contigo -anunció-. ¿Éste es nuestro conductor?

Loma miró con rapidez a Aziz, no estaba muy segura de querer que Tigwood los acompañara.

– ¡Qué agradable! -exclamó falsamente.

Los observé mientras los tres subían al camión. Dos hombres por completo incompatibles y Loma, que tenía otros planes en mente, entre ellos. Aziz lanzó en dirección mía una mirada sombría, todo el deleite del día se había evaporado en un instante. No podía culparlo. Habría detestado tener que ocupar su lugar.

Fui a las oficinas, en las que Isobel y Rose miraban con frustración las pantallas en blanco de la computadora y se preguntaban qué iban a hacer durante el día.

– El técnico me prometió que vendría mañana -les aseguré.

La alcancía de Tigwood se encontraba sobre el escritorio de Isobel. La levanté y la sacudí. El resultado fue un cascabeleo hueco, había tres o cuatro monedas cuando mucho.

– El señor Tigwood considera que deberíamos esforzarnos más -comentó Isobel.

– Tal vez deberíamos hacerlo.

Caminé hasta mi vehículo destartalado y conduje a Newbury para recoger el diccionario de rimas que había pedido. En realidad nunca había visto uno y me quedé en el estacionamiento hojéandolo. Descubrí que las rimas no estaban enlistadas en la manera alfabética usual, sino que empezaban con las vocales.

"Ente", leí con atención. Animosamente, débilmente, expresamente, sumisamente.

"Or": amenazador, mejor, sabor, tejedor, vapor…

Cientos y miles de rimas a mi disposición, pero inútiles. Me di cuenta de que necesitaba tener las afirmaciones crípticas del Trotador frente a los ojos, no sólo en la memoria. Tal vez si podía ver escrito lo que había dicho, alguna chispa de intuición saldría de aquellas palabras.

Cerré el libro, conduje a casa para arreglarla y preparar la habitación de mi hermana. Hice la cama y abrí las ventanas.

Corté algunos narcisos y los coloqué en un florero y, puntualmente al mediodía, mi hermana, Lizzie, llegó.

Voló a casa, literalmente, en un helicóptero.

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