Capítulo 7

LIZZIE, FIEL A su palabra, llegó pronto a rescatar a su hermano menor.

El vigilante nocturno me permitió que pasara el mayor tiempo de la espera en su cuarto de guardia sin calefacción, incluso me preparó una taza de té para aliviar mis escalofríos. A las dos me indicó que tenía que marcharme, ya que era hora de hacer su ronda, así que le di las gracias y caminé a lo largo de la carretera hasta la terminal de los transbordadores. Me acuclillé en la acera a un extremo del edificio, me apoyé contra la pared y me abracé las rodillas.

Mi hermana llegó en el Fourtrak, bajó la velocidad, avanzó titubeante por la zona de estacionamiento y por fin se detuvo. Como pude, me puse de pie, sosteniéndome de la pared. Lizzie me vio y corrió hacia mí sobresaltada.

– ¡Freddie!

– No creo que me vea tan mal -protesté.

No respondió cómo me veía. Pasó uno de mis brazos por el hombro de ella y caminó conmigo hasta el Fourtrak. Una vez adentro, me quité toda la ropa mojada y me puse la seca, unas botas forradas de vellón y una chaqueta acolchada muy abrigadora. Cuando Lizzie entraba en acción, no hacía nada a medias.

Me llevó a casa de regreso por el camino que había venido. Me lanzaba miradas rápidas a cada minuto. Poco a poco se mitigaron los estremecimientos y temblores del cuerpo, ocasionados por el frío, pero junto con el calor me invadió un cansancio abrumador, de modo que todo lo que quería era acostarme y dormir.

– ¿Pero qué sucedió? -preguntó inquieta Lizzie-. Dijiste que sólo ibas a la granja a cerrar las puertas.

– ¿Ah sí? Bueno… alguien me golpeó en la cabeza.

– ¡Freddie! ¿Quién fue?

– No lo sé. Cuando desperté me estaban arrojando al agua. En realidad, ¡qué bueno que me desperté!

Como era predecible, Lizzie se horrorizó.

– No es hora para hacer bromas.

– Más me vale -repliqué-. Todo lo que recuerdo es que escuché a alguien que decía: "Si con esto no le da gripe, ya nada lo hará enfermarse".

– ¿Reconociste la voz?

– No. Aunque tenía que haber dos personas por lo menos.

– Tendrás que dar aviso a la policía -observó Lizzie.

Me pregunté en qué me beneficiaría si me molestaba en notificar a la policía. No era posible que me custodiaran día y noche ni tampoco querrían hacerlo.

Tomarían mi declaración. Podría decirles que, puesto que cinco minutos antes yo no sabía que iba a ir a la granja, no me habían tendido premeditadamente ningún tipo de emboscada. Había llegado cuando no me esperaban y con astucia me habían impedido descubrir quién se encontraba ahí y qué estaba haciendo.

Llevarme a Southampton tenía que haber sido un hecho igualmente impulsivo. Arrojarme al agua vivo, aunque en apariencia inconsciente, significaba que no les importaba gran cosa si sobrevivía o moría; era casi como si no hubieran tomado una decisión al respecto y se lo hubieran dejado al destino.

Probablemente, mucho de ese razonamiento descabellado era consecuencia del golpe. Con cautela me toqué la parte posterior de la cabeza que palpitaba; hice una mueca al hacer contacto. Tenía una protuberancia que me causaba dolor, pero no había ninguna herida ni rasponazos. Descansaría el resto de la noche, pensé, y tal vez mañana me sentiría mejor. Con eso bastaría.

El Fourtrak nos arrulló de vuelta a casa, ya que el camino era recto. Las aguas profundas más próximas a Pixhill se encontraban frente a los muelles de Southampton. Se trataba del lugar más cercano donde el flujo de la marea podía arrastrar un cadáver incluso antes del amanecer.

"Deja de pensar en eso", me dije.

Cuando Lizzie dio vuelta por el sendero de la entrada a la casa descubrimos algo absolutamente abominable, lo cual había sucedido mientras estuvimos fuera.

Habían estrellado a toda velocidad mi Jaguar XJS, mi maravilloso auto, contra el Robinson 22 de Lizzie. Las dos hermosas máquinas estaban enmarañadas, unidas en un abrazo metálico, ambas retorcidas y aplastadas. El capote abombado del Jaguar estaba incrustado en la cabina del helicóptero.

Lizzie frenó bruscamente y permaneció sentada, con la mano sobre la boca, estupefacta, sin creer lo que veía. Bajé con lentitud del asiento del pasajero y caminé hacia el desastre, pero no había nada qué hacer. Necesitaríamos una grúa y un camión remolcador para separar esa unión de lámina.

Regresé con Lizzie, que se encontraba de pie sobre el asfalto. Le pasé el brazo alrededor de los hombros. Sollozó amargamente contra mi pecho.

– ¿Por qué? -se sofocó al hablar-. Siento una ira que creo que me va a hacer estallar.

No tenía respuesta alguna, sólo sentía dolor por ella y por mí, por la destrucción absurda. Pensé en silencio que por lo menos estábamos vivos aunque, en mi caso, por poco y no lo logro.

Sugerí:

– Lizzie, ven conmigo. Vamos adentro a beber un trago.

Mi hermana caminó a mi lado, contrayéndose espasmódicamente, y nos dirigimos a la puerta trasera.

La puerta tenía un vidrio roto.

– ¡Oh, no! -gimió Lizzie-. La dejé cerrada.

Teníamos que enfrentarlo. Entré preocupado en la sala y traté de encender la luz. Habían arrancado el interruptor de la pared. Sólo bajo la luz de la Luna pude contemplar la devastación.

Conjeturé que lo habían hecho, en medio de un arranque de locura, con un hacha. Las cosas no solamente estaban rotas, sino también tasajeadas. Había suficiente luz para distinguir los tajos en los muebles, las lámparas de mesa destrozadas, el televisor arruinado, el monitor de la computadora partido en dos. Las fotografías enmarcadas de mis tiempos de jockey habían sido arrancadas de la pared y no tenían reparación. La colección excepcional de aves de porcelana de mi madre había pasado a la historia. Fue lo que más le dolió a Lizzie. Se sentó en el piso, con el rostro bañado en lágrimas, al tiempo que se llevaba a los labios los fragmentos lastimosos e irreparables, como para confortarlos.

Deambulé triste por el resto de la casa, sin embargo no habían invadido las otras habitaciones: sólo el corazón de mi hogar, exactamente donde yo vivía.

El teléfono sobre mi escritorio no volvería a sonar. La máquina contestadora estaba partida en dos. Salí al teléfono que se encontraba en el Fourtrak y desperté a Sandy Smith.

– Lo siento -musité.

El alguacil llegó en su auto, llevaba el uniforme puesto sobre la piyama. Contempló asombrado la amalgama del Jaguar y el helicóptero y entró en la casa con una linterna.

El haz de luz iluminó a Lizzie, las aves, las lágrimas.

– Acabaron con el lugar -me dijo incrédulo Sandy-. ¿Tienes alguna idea de quién lo hizo?

– No.

– Vandalismo -sugirió-. ¡Qué terrible!

Me invadió la consternación, el corazón me latía violentamente. Le pedí que me llevara a la granja. Estuvo de acuerdo en ir de inmediato. Lizzie se puso de pie y dijo que vendría con nosotros.

Fuimos en el auto de Sandy, las luces destellaban, aunque la sirena estaba silenciosa. Las rejas de la granja aún estaban abiertas, aunque para mi alivio, los camiones se encontraban intactos.

Las oficinas se hallaban cerradas. Hacía mucho tiempo que mis llaves habían desaparecido, pero, al mirar en medio de la penumbra por las ventanas, las habitaciones parecían estar en orden. Me dirigí al granero. Nada se veía fuera de lugar. Regresé con Sandy y Lizzie y les informé: no había daños ni nadie en las cercanías.

Sandy me clavó la mirada, extrañado.

– La señorita Croft -comentó- me dice que esta noche alguien trató de asesinarle.

– ¡Lizzie! -protesté.

– Tuve que decírselo -repuso ella.

– No tengo la certeza de que en realidad alguien haya tratado de matarme -proseguí. Luego le conté a Sandy en unas cuantas palabras lo que me había sucedido en Southampton-. Tal vez la razón para alejarme de aquí era ganar tiempo para atacar mi casa.

Sandy Smith meditó sobre lo que había pasado esa noche y anunció que, considerando todo lo sucedido, sería mejor dar aviso al cuartel general.

Me encogí de hombros y me apoyé en su auto mientras él hablaba por teléfono. No, decía, nadie había muerto, no había heridos, el daño era a la propiedad. Escuchó con atención las instrucciones, que me confió después. Dos detectives vestidos de civil llegarían en su momento.

– ¿Por qué dijo usted que no había heridos? -Lizzie parecía indignada-. Freddie está lesionado.

Sandy me contempló desde su vasta experiencia.

– Herido, para él, significa tener ambas piernas rotas y las entrañas de fuera -comenté.

– ¡Hombres! -protestó Lizzie.

Sandy me preguntó:

– ¿Quieres que llame al doctor Farway?

– No.

Escuchó mi respuesta enfática y le sonrió a Lizzie.

– ¿Ya lo ve?

La puerta lateral de la casa de Harvey daba directamente a la granja. Mi asistente salió angustiado, tratando de ponerse a toda prisa unos pantalones vaqueros.

– ¡Freddie! ¡Sandy! Uno de mis hijos me despertó para decirme que había visto una patrulla cerca de los camiones. ¿Qué sucedió?

– Unos vándalos asaltaron mi casa -le expliqué-. Venimos a ver si habían pasado por aquí también, pero no es así.

Harvey pareció preocuparse más.

– Hice una ronda alrededor de las diez de la noche -comentó-. Todo estaba bien. Cerré las rejas. Ya habían llegado todos.

– Mmm -repuse-. ¿No oíste nada una hora más tarde?

Negó con la cabeza.

– ¿Por qué?

– Vine apenas unos minutos después de las once. Las puertas se hallaban abiertas y había un merodeador. No llegué lo suficientemente cerca para ver si se trataba de alguien conocido.

– Pero si no causaron ningún daño -agregó Harvey, al tiempo que fruncía el entrecejo-, ¿a qué vinieron?

Era una pregunta a la que valía la pena dar alguna respuesta, sin embargo, en ese momento no iba a exponer la única razón que me venía a la mente.

Sandy y Lizzie le contaron a Harvey acerca de mi baño en la costa. El horror de Harvey iba en aumento.

– ¡Pero pudiste haberte ahogado! -exclamó.

– Mmm… pero ya lo ves, no sucedió así -entonces ya pasaban de las tres y media de la madrugada. De manera tardía le pedí a Harvey que vigilara la granja lo que quedaba de la noche-. Duerme en tu propio camión -le sugerí- y llámame por teléfono en el instante en que notes algo extraño.

Harvey me prometió hacerlo. Regresé a casa con Sandy y Lizzie. Subí las escaleras exhausto, decidido a tomar una ducha, pero en vez de eso me acosté un minuto encima del sobrecama de tela aterciopelado, todavía llevaba las botas y la chaqueta puestas, sentí que el mundo giraba por un momento y me quedé dormido en cuestión de segundos.

No me desperté sino hasta que Lizzie me sacudió. Su voz sonaba apremiante.

– ¡Freddie! ¡Freddie! La policía está aquí.

La conciencia y el recuerdo volvieron a mí con una claridad mal recibida. Gemí:

– Diles que bajaré en cinco minutos.

Cuando Lizzie salió, me quité la ropa que había usado por la noche, rápidamente tomé una ducha, me afeité, me puse ropa limpia, me peiné y, cuando menos en la apariencia externa, empecé a verme como el señor Freddie Croft,

La sala no se veía mejor bajo la luz opalina del amanecer. Recorrí desastre por desastre con los policías, que no eran los mismos que habían venido para el caso del Trotador. Éstos eran más viejos, más cansados y no se impresionaron con mis problemas, más bien parecían insinuar que yo mismo me los había acarreado. Respondí a sus preguntas con monosílabos, en parte por el malestar que sentía, pero principalmente por desconocimiento.

No, no sabía quién había causado todos los daños.

Tampoco sabía de nadie que tuviera una querella de negocios en mi contra.

¿Había despedido a algún trabajador? No. Pero uno de ellos se había marchado recientemente.

Debía de tener algunos enemigos, plantearon. Todo el mundo los tenía.

Bueno, medité al tiempo que pensaba en Hugo Palmerstone, no tenía enemigos personales que supieran con certeza que mi casa estaba sola ese día a las dos de la madrugada. A menos, por supuesto, que me golpearan en la cabeza…

¿Habían robado algo?

La pregunta me detuvo en seco. Habían destruido tantas cosas que no se me había ocurrido pensar en el hurto. No había tenido oportunidad, aclaré sin convicción, de revisar mi caja fuerte. Los policías se mostraron incrédulos de que no la hubiera revisado primero que nada.

– No hay mucho dinero -repuse-. Menos de mil.

La caja fuerte se encontraba detrás de mi escritorio, su cubierta metálica contra incendio se disimulaba por un gabinete de madera. La chapa de combinación había sido cortada con el mismo instrumento filoso como todo lo demás. La cerradura había resistido el asalto, aunque su mecanismo estaba trabado.

– No robaron absolutamente nada -expliqué-. Sin embargo, la caja fuerte no puede abrirse.

Mi propia ira, no rabiosa, inmediata y conmovedora como la de Lizzie, sino una llamarada interna de furia, que ardía lentamente, iba en aumento. Quienquiera que hubiera hecho todo esto, el que me arrojó al agua, tenía la intención de hacerme sufrir, se había propuesto hacerme sentir del modo en que me sentía. Pero no le daría el placer adicional, decidí, de oírme gritar y quejarme. Descubriría quién y por qué y después empataría el marcador.

La policía trajo a un fotógrafo, que tomó unas cuantas instantáneas y en seguida se marchó, así como a un experto en tomar huellas dactilares, quien se quedó más tiempo, pero dio su opinión en una palabra sucinta: "guantes".

La mañana parecía dislocada. Los oficiales de policía escribieron una declaración en la que asentaron en términos policíacos todo lo que habían encontrado y lo que les había dicho. La firmé en la cocina. Sandy preparó té. Los otros policías le dieron un sorbo y dijeron: gracias.

– Gracias -repuse yo también. Frívolo, a mi modo de ver.

Uno de los oficiales afirmó su suposición de que el daño causado a mi propiedad era resultado de una vendetta personal. Sugirió que yo debía considerar este punto. Me previno acerca de hacerme justicia por cuenta propia.

Contuve un arrebato de irritación y les agradecí su visita.

Cuando sus colegas se marcharon, Sandy comentó incómodo:

– Son buenos chicos, ¿sabes? Es sólo que han visto demasiado. Es difícil experimentar compasión una y otra vez. Terminamos por no sentirla.

– Tú eres un buen chico, Sandy -repliqué.

Pareció complacido y me dio a cambio su opinión.

– La gente de Pixhill te quiere bien -advirtió-. Si tuvieras enemigos tan terribles, ya me habría enterado. Supongo que lo hicieron sólo por el placer de destruir. Lo disfrutaron.

– Sí -medité unas cuantas cosas y proseguí-: ¿Recuerdas las herramientas del Trotador, las que se robaron de su camioneta? Él tenía una hacha.

Sandy prestó mucha atención a mi comentario.

– Pensé que se trataba sólo de herramientas de mecánico.

– Había una corredera y en una caja grande de plástico rojo guardaba un gato hidráulico, máquinas para desmontar neumáticos, pinzas, un inyector de grasa, todo tipo de baratijas… y un hacha, como la que usan los bomberos, y la llevaba consigo desde que un árbol cayó encima de uno de los camiones.

Sandy asintió.

– Sí, lo recuerdo.

– Quizá convenga que estés al pendiente de las cosas del Trotador en el pueblo.

– Correré la voz -dijo el alguacil con seriedad. Luego miró su reloj-. La indagatoria sobre el Trotador empezará en cualquier momento. Tengo que irme. Todavía no me he afeitado ni vestido.

– Espero tu llamada más tarde.

Prometió que se comunicaría y se alejó en su auto. Lizzie bostezó en la cocina y anunció que si la necesitaba, estaría dormida arriba. Me pidió que la despertara, por favor, a las once para llevarla a Heathrow a tomar el avión a Edimburgo. Tenía que dar una conferencia esa tarde. Me besó en la mejilla y me aconsejó que volviera a acostarme.

– Voy a la granja -respondí-. Tengo mucho qué hacer.

– Entonces, por favor cierra la puerta con llave cuando salgas, si eres tan amable.

Aseguré la puerta trasera y conduje hasta la granja. Encontré a Nina bebiendo café en el restaurante, acompañada de Nigel. Los dos conductores hablaban sobre el viaje a Francia para ir a recoger el saltador de exhibición que pertenecía a la hija de Jericho Rich. Harvey les había informado todo acerca de los sobresaltos nocturnos y se alegraban, me manifestaron, de encontrarme ileso.

Nina trajo su café y me siguió a la oficina.

– ¿En realidad estás bien? -inquirió.

– Más o menos.

– Te tengo una noticia -comentó-. Se trata del anuncio publicado en Horse and Hound. Patrick Venables consiguió que le dijeran en la revista quién lo mandó poner. Y es extraordinario…

– Continúa.

– Fue un señor K. Ogden de Nottingham.

– ¡No! -levanté las cejas todo lo que pude-. ¡En realidad es extraordinario!

– Creí que así lo considerarías. En la revista se aseguraron de verificar sus datos la primera vez que publicó el anuncio. Querían tener la certeza de que no se trataba de nada ilegal. Parece que se sintieron satisfechos. El número de teléfono que aparece allí es el de la casa del señor Ogden. Suponen que debe de haber conseguido trabajo, ya que siguió pagando las inserciones.

– No puede haberle ido muy bien -repuse desconcertado-. La policía lo buscaba por cheques sin fondos y otros asuntos lastimosos relativos a fraudes pequeños.

– ¿Qué piensa la policía acerca de anoche?

– No dijeron gran cosa. Mencionaron que un hombre sabio es aquel que conoce a sus enemigos o una cosa parecida, pero con la misma intención.

– ¡Oh! -parpadeó-. ¿Y lo eres?

– Creo que Sandy tiene razón. Destruir de esa manera mis cosas fue un vandalismo fuera de control. Probablemente llegué a la granja cuando no me esperaban, y el resto vino por añadidura.

Nina terminó su café.

– Considero que es mejor que nos pongamos en marcha si es que queremos alcanzar el transbordador. ¿Es probable que algo extraño suceda durante este viaje?

– No lo sé. El recipiente que se encuentra debajo de tu camión está muy a la mano.

– Lo vigilaré -repuso.

Harvey dio algunos golpecillos en la ventana, señalando su reloj.

Nina se despidió.

– Tenemos que irnos. Adiós, Freddie.

Lamenté verla partir. Con excepción de Sandy y Lizzie, ella era la única persona a mi alrededor en la que descubrí que podía confiar. La suspicacia era para mí una compañera desacostumbrada y muy desagradable.

Nigel condujo el camión fuera de la granja. Pude ver que Nina agitaba la mano desde la cabina para despedirse de mí, que me encontraba en la ventana.

Supuse que todas las buenas personas dedicadas a los caballos ya se habrían levantado a esa hora, así que sin problema llamé por teléfono a la hija de Jericho Rich para avisarle que su nuevo caballo llegaría al día siguiente por la noche.

– ¿Tan pronto? ¡Qué buen servicio! -exclamó la mujer-. ¡Vaya, muchas gracias!

– Fue un placer -respondí sinceramente.

En ese momento, Marigold English entró en la granja conduciendo su jeep, al que el tiempo y el uso intenso habían despojado de todas las comodidades. Saltó de su vehículo casi antes de que éste se detuviera y buscó a su alrededor algún signo de vida.

Salí a recibirla.

– Buenos días, Marigold. ¿Ya empezaste a adaptarte?

– Hola, Freddie. En verdad me siento como si hubiera vivido siglos en este lugar -su sonrisa iba y venía-. Oye, cuéntame todo lo que sepas acerca de John Tigwood y su proyecto para el retiro de caballos viejos. El tipo quiere que participe, pero no sé qué hacer. ¿Qué hago? Dime con sinceridad.

Le respondí con tanta franqueza como me pareció prudente.

– Es un hombre dedicado que persuade a muchas personas de los alrededores de proveer un buen hogar para los caballos viejos. Michael Watermead va a aceptar a dos del nuevo lote que trajimos ayer a Pixhill. También lo hará Benyi Usher. No hay nada de malo, si cuentas con espacio y pasto.

– ¿Entonces le dirías que sí?

– Es una caridad acostumbrada en Pixhill -pensé por un momento y añadí-. En realidad, yo solía montar hace mucho tiempo a uno de los caballos del lote nuevo. Fue una gran estrella. ¿Podrías pedirle a John Tigwood que te permitiera tener ese caballo en particular? Se llama Peterman. Si lo alimentas con avena, yo la pagaré.

– ¡De manera que ahí dentro sí existe un corazón que se conmueve! -bromeó ella.

– Bueno, ganó carreras para mí.

– Está bien. Llamaré por teléfono a John Tigwood y le ofreceré el trato.

– No menciones la avena.

Marigold me vio de reojo con diversión amistosa.

– Uno de estos días tus buenas obras van a desatarte.

Se apresuró a volver a su jeep, aceleró el motor y arrancó. Le grité "gracias", pero probablemente no alcanzó a escucharme debido al ruido de la transmisión.

Varios conductores llegaron a trabajar y se dirigieron al restaurante. El recuento de Harvey acerca de mis experiencias nocturnas los hizo salir a todos otra vez para inspeccionarme como, si de alguna manera, yo no fuera real. Uno de ellos era el favorito de la familia Watermead, Lewis, el mago con los conejos, que supuestamente estaba en cama aliviando sus penas.

– ¿Qué pasó con la gripe?

Respondió con voz ronca:

– Creo que se trata de un simple resfriado. Ya no tengo fiebre, ¿ves? -estornudó y diseminó su infección sin darle importancia.

– Será mejor que no esparzas tus gérmenes -aconsejé-. Ya hay aquí muchos conductores enfermos. Tómate otro día libre.

– Muy bien -resolló con dificultad e indiferencia-. Gracias.

Phil me preguntó:

– ¿Es verdad que destruyeron tu casa? ¿Y también el Jaguar?

– Creo que sí.

– Mataría al bribón -respondió.

– Sólo dame la oportunidad.

Los otros asintieron y comprendieron el sentimiento.

– ¿Supongo -inquirí- que nadie de ustedes pasó por la grana anoche después de las once?

Nadie lo había hecho, según parecía. Lewis preguntó:

– ¿No viste quién te golpeó?

– Ni siquiera oí a nadie. Pregunten por ahí, ¿quieren?

Contestaron que sí, entre indecisos y dispuestos.

Muchos de los conductores que trabajaban en mi empresa se veían igual en la superficie, pensé, mientras recorría con la mirada al grupo. Todos tenían menos de cuarenta años, ninguno era gordo. La mayoría tenía el cabello oscuro, no eran muy bajos de estatura ni medían más de uno ochenta. Sin embargo, en lo relativo al carácter, se trataba de una cuestión diferente.

Lewis se había unido a la empresa hacía dos años, entonces lucía rizos en el cabello. Pero cuando los demás empezaron a llamarlo "afeminado", se había dejado crecer un bigote grueso y amenazaba con el puño constantemente para acallar las lenguas sarcásticas. En esa época se había presentado con una rubia tonta que llevaba zapatos escarlata de tacón puntiagudo y otra vez había amenazado con el puño para silenciar los silbidos de los lobos. Durante el verano pasado, se había cortado el cabello y afeitado el bigote, y la rubia tonta le había dado un hijo que ambos adoraban.

Dave entró por las rejas haciendo rechinar su bicicleta oxidada, descarado, alegre y tan irresponsable como siempre. Su esposa hacía el papel de mamá con él, lo mismo que con sus dos hijas, y toleraba generosamente los malos hábitos de su marido de rondar la taberna y sus apuestas en las carreras de galgos.

Aziz llegó también, ojos oscuros y deslumbrantes dientes blancos. Los dejé mientras todo el mundo le contaba a Dave Yates y a Aziz Nader sobre mis aventuras nocturnas.

Isobel y Rose se presentaron y volvieron a quejarse amargamente de la condición de difunto de la computadora. Pensé en el difunto estado aún más grave de la terminal que estaba en mi sala y por poco se me olvida que ese día había citado al técnico para que la arreglara.

Llamé por teléfono a la oficina central que llevaba los números de mis tarjetas de crédito y les pedí que cancelaran mis cuentas. Me comuniqué luego con la compañía de seguros, en donde me prometieron que enviarían a un asesor.

Después de eso, Aziz entró en la oficina.

– Harvey dice que no hay trabajo para mí el día de hoy -indicó-. Me pidió que te preguntara sí querías que llevara a cabo el mantenimiento. Dos camiones necesitan cambio de aceite.

– Sería muy útil -tomé las llaves de la bodega de herramientas de mi escritorio y se las entregué-. Ahí encontrarás todo lo necesario. Aziz -una idea terapéutica cruzó por la cabeza, que me dolía-, ¿te importaría conducir mi Fourtrak a Heathrow para llevar a mi hermana a tomar el avión a Edimburgo?

– Con mucho gusto -respondió dispuesto.

– A las once en mi casa.

– En punto -convino.

Mientras los demás conductores empezaban a partir para realizar sus misiones del día, aproveché para ir a casa a despedirme de Lizzie y suplicar su perdón por enviarla con Aziz.

– Te encuentras más conmocionado de lo que quieres admitir -me acusó-. Deberías estar en cama, descansando.

– ¡Ah, claro!

Meneó la cabeza para denotar su desaprobación de hermana mayor y me palmeó la espalda en señal de afecto.

– Cuídate -aconsejó.

El teléfono sonó. Era la voz alterada de Isobel.

– El técnico de las computadoras está aquí. Asegura que alguien asesinó nuestra máquina con un virus.

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