LIZZIE ERA PROPIETARIA de la cuarta parte del diminuto Robinson 22, ésta era su única extravagancia y la manera que había elegido para gastar la herencia de nuestros padres. Detuvo el motor, saltó de la pequeña burbuja de cristal y caminó para encontrarme en la zona asfaltada.
– ¡Hola! -saludó. Era muy baja de estatura, ágil, delgada y parecía estar satisfecha de la vida.
La abracé.
– ¿Ya preparaste la comida? -me preguntó.
– No.
– ¡Qué bueno! Porque traje algo para comer.
Regresó al helicóptero y sacó una bolsa que llevamos a la casa.
Nunca llegaba con las manos vacías. Yo jamás tenía que ocuparme en pensar qué iba a darle de comer, excepto en poner la champaña en hielo. Descorché la botella y le serví una copa, mientras ella descansaba en un sillón grande. Tomó un largo sorbo burbujeante y me examinó como las hermanas mayores suelen hacerlo
– ¡Es maravilloso verte! -comenté.
– Mmm -se estiró, casi ronroneando-. Cuéntamelo todo.
Le conté todo y le expliqué quién era quién: Sandy Smith, los Watermead, Brett, Dave, Kevin Keith Ogden y el Trotador. También le comenté acerca de Nina Young y su repentina y sorprendente metamorfosis.
Inspeccionó la caja registradora vacía, que estaba mugrienta. Le mostré el diccionario de rimas y reproduje la cinta que contenía el último mensaje del Trotador para que lo escuchara; sin embargo, toda la agilidad mental que había debajo de la capa de cabello oscuro y canoso no pudo descifrar su significado.
– Diez centímetros cúbicos -observó-. En otras palabras, equivale a una cucharada -colocó los tubos en el papel desechable y los guardó en su bolso, tal como Nina lo había hecho-. Supongo que quieres los resultados, digamos, para ayer, ¿verdad?
– Me sería muy útil.
– Pasado mañana es lo más que puedo hacer. Bebimos más champaña, desempacamos la comida, que según dijo era un obsequio delicioso de un restaurante que gozaba de una indiscutible reputación como el mejor de Escocia: La Potinière, localizado en Gullane, en East Lothian. Los propietarios eran amigos cercanos de Lizzie, y esta vez habían enviado pechugas de pollo rellenas con una salsa de crema batida, avellanas y licor francés de manzana; ensalada, seguida de un pastel de queso con limón que se derretía como ambrosía en el paladar.
Disfrutando de la mutua compañía, vimos la primera parte de las carreras de Cheltenham por televisión, y Lizzie se dedicó a observarme mientras yo, a mi vez, observaba a los jockeys.
– Alégrate de que ya no tienes de qué preocuparse -comentó.
El teléfono sonó. Era Isobel.
– El nuevo conductor, Aziz, acaba de telefonear desde Yorkshire para avisar que quieren que transporte ocho animales, no siete, y el octavo es un viejo poni, medio calvo, que apenas puede tenerse en pie. ¿Qué le digo?
– Dile que le pida a Tigwood una nota absolviéndonos en caso de que el caballo muera. Que la firme y que le ponga fecha.
– ¿Qué sucede? -preguntó Lizzie cuando colgué el auricular. Le expliqué acerca de la expedición geriátrica y le di todos los pormenores sobre John Tigwood, el filántropo que gustaba del lucro.
Isobel volvió a llamar a la mitad de la competencia, alrededor ha a de las cuatro, para informar que todo estaba bien y que se iba acasa. Uno de los caballos locales que Harvey había llevado a Cheltenham había ganado. "¿Estaba enterado?"
– Sí. ¡Es fantástico!
Cuando terminaron las carreras, Lizzie y yo apagamos el televisor y conversamos de temas generales. Más tarde Aziz telefoneó directamente a mi casa.
– Estoy en una cabina ubicada en la gasolinera de Chieveley -indicó-. Quería hablar contigo sin que me escucharan.
– ¿Qué sucede?
– Es mi primer día de trabajo contigo y yo… -se detuvo, tratando de encontrar las palabras adecuadas-. ¿Te importaría mucho -preguntó apresuradamente- venir a encontrar este camión a dondequiera que vaya a entregarlo?
– Centaur Care.
– Sí. Estos caballos no están en condiciones de viajar. Se lo advertí a Tigwood, pero insistió en que los trajéramos. La señora Lipton está preocupada de que mueran antes de descargarlos.
– De acuerdo -repuse con decisión-. Cuando te aproximes a Pixhill, llama otra vez del teléfono del camión e iré a encontrarte de inmediato. Por ningún motivo permitas que bajen las rampas sino hasta que yo llegue ahí. ¿Comprendes?
– Gracias.
Cuando le conté a Lizzie acerca del problema, ella se ofreció para acompañarme, y después de que Aziz volvió a llamar, nos pusimos en camino.
El potrero de Centaur Care había sido herbajado en exceso hasta el punto en que la tierra oscura sobresalía entre montículos dispersos de césped. En la parte trasera de la zona de estacionamiento, los establos se veían tan frágiles como si una brisa leve pudiera derribarlos. Lizzie miró a su alrededor sin poder decir nada cuando nos detuvimos cerca de la entrada principal.
Llegamos apenas un minuto antes de que Aziz diera vuelta despacio y detuviera el camión con suavidad. Caminé hasta su ventanilla, mientras Tigwood y Loma bajaban por el otro lado.
Aziz bajó el cristal y dijo:
– Espero que todavía estén vivos.
Se oyó entonces el sonido de las rampas al desatrancarlas en el extremo del camión y me apresuré a decirle a John Tigwood y a Lorna que se detuvieran.
– No seas tonto -replicó Tigwood-. Claro que debemos descargarlos. Pronto anochecerá.
– Me sentiría mejor si los veo primero -repuse.
Abrí la puerta posterior de la caballeriza y subí hasta el nivel donde se encontraban los caballos. Tres pares de pacientes ojos viejos me miraron. Por la posición de los cuellos y las letárgicas orejas se traslucía el cansancio.
En la caballeriza de en medio había un trío tembloroso; tenían las cabezas gachas por la fatiga. Me deslicé por el tercer compartimiento, que estaba vacío, de las caballerizas delanteras y revisé el resto de la carga: había un caballo tan débil que parecía estar sostenido sólo por las divisiones, y un poni patético con grandes extensiones de piel sin pelo y los ojos cerrados.
Bajé al suelo y le dije a Tigwood y a Loma que quería que viniera un veterinario para que revisara a los caballos antes de bajarlos del camión. Deseaba tener una opinión autorizada, les informé cortésmente que mi empresa los había entregado en la mejor condición posible.
A través de la puerta abierta de pasajeros le pedí a Aziz que me pasara el teléfono y sin más alharaca me comuniqué con el médico veterinario local. Me prometió que iría en seguida y cumplió con su palabra. Realizó la misma breve inspección que yo ya había hecho y, al final, me lanzó una mirada de desaliento que dejaba traslucir mucho más que sus palabras.
– ¿Y bien? -demandó Tiewood enojado.
– Están un poco deshidratados y probablemente hambrientos. Necesitarán mucho reposo, agua y comer buena paja. Me quedaré mientras los desembarcan.
Bajé la rampa y Tigwood desató al primer pasajero. Lo guió hasta el suelo, las viejas patas se resbalaban y no podían estar erguidas. Llegó a tierra firme y permaneció sin moverse, trémulo.
– Loma, ¿cuántos años tienen?
Sacó una lista y me la entregó sin decir nada. Los nombres, edades y propietarios de los caballos se encontraban ahí, algunos de ellos me eran familiares.
– ¡Caramba, yo monté a dos de ellos! -exclamé-. Algunos fueron caballos grandiosos. ¿Cuál es cuál?
– Tienen etiquetas en los collares que llevan.
Me dirigí al caballo que Tigwood estaba sosteniendo mientras el veterinario lo examinaba y leí el nombre PETERMAN. Acaricié el viejo hocico y pensé en las carreras que habíamos ganado y perdido juntos hacía más de doce años, época en que el ahora armazón tembleque había sido firme y poderoso, cuando ese animal era un príncipe bello y altivo. Sus veintiún años de edad eran equivalentes a noventa años de un ser humano.
– Está bien -afirmó el veterinario-. Sólo tiene cansancio.
Tigwood me dirigió una mirada triunfante, como diciéndome: "Te lo advertí" y llevó a mi antiguo amigo hacia las caballerizas.
El veterinario dio su visto bueno provisional a todos los viajeros, excepto a los dos de las caballerizas que estaban hasta adelante. El poni anciano se encontraba en peor estado que los demás. La criatura apenas podía mantenerse en pie.
– Tiene laminitis avanzada -sentenció el veterinario-. Será mejor sacrificarlo.
– Desde luego que no -se pronunció Tigwood con indignación-. Es una mascota muy amada. Su dueña tiene sólo quince años. Me hizo prometérselo -después de decir eso tiró literalmente de la pobre bestia y la obligó a descender a lo largo de la rampa. Los cascos adoloridos retrocedían a cada paso; debido al dolor la cabeza colgaba lacia.
– Es espantoso -susurró Lizzie.
John Tigwood soltó al poni en el potrero y regresó para abrir la puerta de su oficina. Todos entramos juntos detrás de él, mientras Tigwood atravesaba la habitación hasta llegar a un par de escritorios metálicos. Sobre uno de ellos había una computadora y una impresora. Los anaqueles para libros exhibían conspicuamente publicaciones sobre los problemas médicos y el cuidado de los ancianos caballos pura sangre.
El veterinario escribió una breve constancia en la que describía el estado de los caballos. Tigwood obtuvo una fotocopia y me la entregó con una sonrisa afectada.
– Has hecho mucho alboroto por nada, Freddie. Puedes pagar la factura del veterinario. Yo no estoy dispuesto a hacerlo.
Me encogí de hombros. Había pedido la ayuda necesaria y no me importaba pagar. La constancia me excluía de toda acusación por negligencia que Tigwood pudiera tener en mente una vez que recibiera mi cuenta.
Todos salimos de la oficina del director de Centaur Care experimentando distintas emociones. El veterinario se alejó en su auto, agitando la mano en señal de despedida; Tigwood y Loma volvieron a subir al camión para dirigirse a la granja, en donde ambos habían dejado sus autos esa mañana. De ahí, cada uno se marchó por su lado, ensombrecidos por el enojo.
Aziz comentó incómodo:
– Lamento mucho todo esto.
– No tienes nada que lamentar -lo tranquilicé-. Actuaste de manera correcta.
Lizzie y yo lo dejamos mientras llenaba el tanque del camión y nos dirigimos a casa, donde nos detuvimos un momento antes de ir a cenar. Encontré un mensaje de Sandy Smith en la máquina contestadora. Respondí a su llamada y mencionó que iba a decirme algo extraoficial y al margen de su trabajo.
– Bueno, ya le hicieron el examen post mortem al Trotador. La causa de su muerte fue la rotura del cuello. Se golpeó en la base del cráneo. La indagatoria se inicia mañana a las diez de la mañana en Winchester. Sólo quieren una identificación, que yo mismo voy a realizar, la declaración de Bruce Farway y las fotografías policíacas. Después, el pesquisidor pospondrá la audiencia tres semanas aproximadamente para llevar a cabo las investigaciones. No te necesitarán.
– Muchas gracias, Sandy.
– Anoche en la taberna bebí unos tragos en memoria del Trotador -comento-. Mucha gente firmó el pliego conmemorativo. Ahora vas a tener que pagar una cuenta astronómica.
– Todo eso es por una buena causa.
– Pobre Trotador.
– Sí -repuse.
LIZZIE Y YO fuimos a cenar a una vieja hostería campestre a dieciséis kilómetros de Pixhill, donde la especialidad de la casa era pato asado con glasé de miel. El lugar era uno de los antiguos favoritos de Lizzie. Le agradaban las vigas pesadas de roble, las paredes auténticamente torcidas y la penumbra.
Puesto que la gente de Pixhill a menudo iba a cenar ahí, no me sorprendió mucho ver a Benyi y a Dot Usher, sentados uno al lado del otro, en un gabinete al otro extremo de nosotros. Insensibles a la gente que los rodeaba, los esposos estaban enfrascados en un tremendo pleito y, como de costumbre, ambos tenían los rostros tensos por la ira, casi nariz con nariz.
– ¿Quiénes son? -preguntó Lizzie, siguiendo mi mirada.
– Un millonario de Pixhill que juega a ser entrenador y su inseparable esposa -le conté luego acerca del día que había pasado con ellos en las carreras de Sandown y sobre el extraño hábito de Benyi de no tocar a sus caballos.
– ¿Y es un entrenador?
– Una especie de entrenador -hice una pausa-. Cuéntame acerca del profesor Quipp.
– Es agradable -sonaba afectuosa, no a la defensiva, lo que era una buena señal-. Es cinco años más joven que yo y le encanta esquiar. Pasamos una semana en Val d'Isère -expresó Lizzie con un verdadero ronroneo.
– ¿En qué se especializa?
– En realidad, en química orgánica. Eres un zopenco.
– ¡Ah!
– Si vuelves a decir ¡ah!, no voy a mandar analizar tus tubos.
Comimos el pato crujiente y, a la hora del café, Benyi Usher desvió su atención de Dot lo suficiente para darse cuenta de nuestra presencia.
– ¡Freddie! -gritó sin inhibiciones, lo que hizo que casi todos los comensales giraran la cabeza hacia él-. Ven para acá e invita a la paloma.
– Es mi hermana.
– ¡Oh, sí, claro! Cuéntame otra historia.
Benyi había bebido un poco más de la cuenta. Dot parecía estar muy avergonzada. Fue por ella que persuadí a Lizzie de cruzar la habitación.
Aceptamos el café que Dot nos ofreció y resistimos la invitación d e Benyi de tomar unas copas enormes de oporto. Cuando Benyi ordenó otra para él, Dot comentó:
– Ahora se siente impotente. Sigue la parálisis.
Lizzie abrió los ojos asombrada.
– ¿Cuándo vas a ir a Italia por mi potro? -me preguntó Benyi.
– El lunes -sugerí-. Nos tardaremos tres días.
– Manda a Lewis. Michael le tiene una fe absoluta y él ya ha transportado muchas veces a mis caballos. Este potro es valioso, ¿sabes? Y envía a alguien que lo vigile durante el viaje. Que vaya Dave. Él puede manejarlo.
Le mencioné que ese día habíamos traído la carga de caballos viejos de Yorkshire y que tenía entendido que en su caballeriza iba a dar alojamiento a dos de ellos.
– ¡Esos pobres infelices! -exclamó Dot-. ¡No quiero saber más de ellos!
– ¿Ya tienen algunos? -preguntó Lizzie.
– Murieron -replicó Dot-. Lo detesto. No quiero más.
– No los veas -repuso Benyi.
– Pero si los pones afuera de la ventana del salón.
– Los pondré dentro del salón. A ver si eso te parece bien.
– Eres completamente infantil.
– Y tú eres completamente estúpida.
Lizzie agregó con dulzura:
– Ha sido realmente muy agradable conocerlos -y se puso de pie para marcharse. Cuando llegamos al Jaguar, me preguntó-. ¿Siempre se comportan de esa manera?
– He sido testigo de ello durante quince años.
– ¡Dios mío! -bostezó y después suspiró complacida-. Es un auto maravilloso.
El Jaguar rugió en la noche, poderoso, íntimo, era el mejor que había tenido. El último trecho del camino, de la cena a la cama, pasamos por la granja. Disminuí la velocidad, sin pensarlo, para echar un vistazo a la hilera de camiones que brillaba bajo la luz de la Luna. Las rejas estaban abiertas, lo que significaba que uno o más camiones todavía estaban en camino. Completé la corta distancia que nos separaba de la casa, preguntándome cuál de ellos hacía falta aún.
Debo haber parecido preocupado, porque Lizzie se volvió para observarme.
– ¿Qué sucede? -preguntó.
– Nada en realidad. Entra y acuéstate. Sólo voy a ir a la granja un momento para cerrar las rejas. No me tardaré.
Bostezó.
– Bueno, entonces nos vemos por la mañana -nos abrazamos y luego entró, sonriente. Deseé que el profesor Quipp la amara mucho tiempo, ya que nunca la había visto tan en paz.
Conduje el Jaguar de regreso a la granja y me detuve fuera de las rejas. Alguien parecía deambular en el patio, tal como Harvey lo hacía a menudo. Caminé decidido hacia la figura que apenas distinguía y llamé:
– ¿Harvey?
No hubo respuesta. Continué acercándome y llegué hasta el camión más cercano. Proseguí por una mancha de sombras.
– ¡Harvey! -grité.
No oí nada, pero algo me golpeó muy fuerte en la nuca.
ME DESPERTÉ y la primera sensación que experimenté dentro del aturdimiento fue un fuerte dolor en la cabeza. La segunda fue sentir que me cargaban, y la tercera, escuchar una voz que hacía un comentario sin sentido.
– Si con esto no le da gripe, ya nada lo hará enfermarse.
Estaba soñando, por supuesto. Naturalmente.
Pronto me despertaría.
Sentí que caía. Detestaba profundamente los sueños sobre caldas; siempre se trataban de caerse de edificios, nunca de caballos.
Caí dentro del agua intensamente fría.
Me hundí sin luchar, inmerso por completo en la profundidad.
El instinto, tal vez, me hizo darme cuenta de la realidad. No se trataba de un sueño; era Freddie Croft, vestido, que se ahogaba.
La primera y terrible compulsión fue respirar profundamente y, una vez más, el conocimiento subconsciente me detuvo.
Pataleé, tratando de subir a flote, sentí que algo me succionaba por un lado y que estaba atrapado por la corriente. Volví a agitar las piernas, al tiempo que experimentaba un horror creciente, los músculos se arremolinaban en su esfuerzo por salir, me dolía el pecho y la cabeza me estallaba.
¡Nada hacia arriba, por todos los cielos!
¡Nada… hacia arriba!
Nadé corriente arriba dando brazadas que el pánico impulsaba. Probablemente no había permanecido más de un minuto dentro del agua. Salí a la superficie, en medio de la noche, y traté con todas mis fuerzas de que el aire alcanzara a llegar a mis pulmones vacíos al dar un alarido. En el momento en que dejé de nadar, mi ropa mojada y los zapatos llenos de agua me arrastraron nuevamente hacia abajo. El mar salado me reclamaba.
Agua salada, tragué y sentí náuseas. Todos los vestigios de mi condición atlética se consumieron en levantar la nariz por encima de la superficie y patalear para permanecer ahí. En cierto modo, comprendí que era una batalla perdida, pero no podía aceptarlo. Si me habían dejado caer desde un bote lejos de la orilla, el final llegaría pronto. Protesté furiosamente, en vano, contra el hecho de ser asesinado.
Vislumbré un resplandor en el agua, un destello de luz. La corriente me llevaba hasta ahí, lejos de la oscuridad.
Luz eléctrica.
Una luz muy por encima del agua… en un poste de alumbrado.
No me había dado cuenta hasta qué punto había perdido la esperanza, mientras no comprendí que los postes de alumbrado no crecían a mitad del océano, pensamiento que retumbó en mí cerebro como hálito de vida. Los postes equivalían a la tierra. La tierra significaba vivir. Vivir requería que nadara hasta el poste.
Muy sencillo.
Pero no lo fue tanto. Era todo lo que podía hacer para resistir. De todos modos, la corriente que me había arrastrado de la oscuridad hasta la luz continuó su obra benigna y me llevó con lentitud hacia el poste de luz.
En realidad, eran dos postes.
Se encontraban encima de mí, en la parte superior de un muro. Finalmente, el agua me condujo hasta la pared y luego a lo largo, despacio, arrastrándome y golpeándome la espalda contra ella. Traté de gritar para pedir auxilio. El contraflujo sofocó mi voz. Cuando tomé aliento para volver a gritar, tragué agua salada y sentí que me asfixiaba.
El muro era liso y legamoso, no tenía de dónde asirme. Me pareció ridículo ahogarme cuando la tierra firme estaba a tres metros de distancia sobre de mí.
Salvé mi vida por casualidad. Sobreviví gracias a la persona que hizo el diseño y construyó una escalera en ese muro, El oleaje me elevó hasta una especie de hueco en la pared lisa, y el reflujo hizo que flotara en la superficie nuevamente. Tal vez demasiado tarde lancé los brazos y las manos contra el concreto resbaloso, desesperado por evitar que el agua volviera a arrastrarme, y luego esperé que se elevara otra vez para alcanzar el hueco. Sabía que era mi última oportunidad.
Me propulsé junto con el agua dentro del hueco y adherí el cuerpo contra un escalón filoso. Sentí el tirón de la ola que retrocedía y me hizo dar un vuelco, pero aproveché el peso de los zapatos, pantalones y chaqueta como si fueran un ancla. Con la siguiente ola subí al escalón subsecuente, la cabeza y los hombros estaban ya fuera del agua.
La escalera estaba empotrada en el muro, sin ninguna protección hacia el mar abierto. Me arrastré para subir un escalón más y me quedé ahí tirado, exhausto, frío y aturdido. Todavía tenía los pies en el agua, se elevaban y caían al ritmo de las olas.
Cuando fluyó algo semejante al vigor, continué arrastrándome, apretándome contra el lado interno del muro. Me aterraba la idea de caer al mar de nuevo. Por fin me deslicé sobre una superficie dura y seca, me arrastré con gran debilidad hasta el poste de alumbrado y caí junto a él a todo lo largo, boca abajo. Abracé el poste para convencerme de que éste, por lo menos, no era un sueño.
No tenía idea de dónde me encontraba. Había estado muy ocupado tratando de sobrevivir como para preocuparme de tales insignificancias. Sentía punzadas en la cabeza. Cuando traté de saber la razón, mi memoria se perdió en una especie de niebla.
Escuché entonces unas pisadas que se aproximaban. Por un instante terrible pensé que las personas que me habían arrojado al agua habían vuelto, pero la voz que habló por encima de mí implicaba una clase diferente de amenaza, el profundo resentimiento de una autoridad menor que se sentía afrentada.
– No puede estar tirado ahí -ordenó-. ¡Váyase!
Rodé sobre la espalda y me encontré mirando los ojos de un perro grande y resuelto. Una figura corpulenta vestida con un uniforme naval sujetaba al perro de una correa. El hombre llevaba una insignia plateada que centelleaba.
Intenté hablar, pero sólo logré emitir un gruñido incoherente. El perro de raza rottweiler, al parecer poco amigable, bajó el hocico con ansia hasta la cabeza.
Traté nuevamente, murmuré:
– Me caí al agua.
– No me importa si cruzó a brazadas el Canal. Levántese y lárguese ahora mismo.
Hice un esfuerzo por sentarme. Llegué hasta un codo.
– ¿Dónde estoy?
– En Southampton. Vamos. Muévase. Nadie debe estar aquí cuando el muelle está cerrado. Además, no tolero a los borrachos.
– Me golpeé la cabeza -expliqué.
– De todos modos no puede quedarse aquí -tiró de mí con vigor y me puso de pie. Me sujeté al poste de alumbrado porque me sentía profundamente mareado.
– ¿Tiene un teléfono?
– Sí, en el cuarto de la guardia.
Aunque no menciono que podía usarlo, lo consideré como una invitación. Solté el poste y di unos cuantos pasos tambaleantes.
– ¡Espere! -dijo con rudeza, sujetándome por el hombro-. Va a volver a caerse al agua-
– Gracias.
Me tomó de la manga, no exactamente para sostenerme, pero sin duda ayudó. Con los pies que parecían ajenos, a duras penas camine por el muelle. Por fin llegamos a un edificio grande.
El guardia nocturno metió una llave en la cerradura.
– Pase -invitó-. El teléfono está en la pared. Tendrá que pagar por usarlo, por supuesto.
– Mmm -asentí, busqué en vano mi billetera o algunas monedas. El vigilante nocturno observó la búsqueda prudentemente.
Miré el teléfono.
– Puedo llamar por cobrar -sugerí.
El vigilante hizo una señal de asentimiento con la mano- Descolgué el auricular y marqué el número de la operadora. Llamó a mi casa y me informó que nadie contestaba.
– Por favor, vuelva a intentarlo -pedí con ansiedad-. Sé que hay alguien ahí, pero es posible que esté dormida. Necesita despertarla.
La habitación de Lizzie estaba junto a la mía, y probablemente ahí estaría sonando el teléfono. Dije para mí en silencio: "Vamos, Lizzie… contesta".
Me pareció que habían transcurrido siglos antes de escuchar al fin su voz.
– ¿Hola? -contestó Lizzle soñolienta. La operadora le preguntó si quería aceptar una llamada de su hermano, Freddie, de Southampton. Cuando hablamos, exclamó asombrada:
– ¡Southampton! Creí que estabas en casa acostado.
– Lizzie -repuse con desesperación-, por favor ven por mí. Estuve en el agua, me estoy congelando y me golpeé la cabeza. Ven en el Fourtrak. La llave está en un gancho al lado de la puerta trasera. Por favor, ven pronto.
– ¡Dios mío! ¿A dónde?
– Dirígete a la carretera principal rumbo a Newbury, pero da vuelta hacia el sur. Es la A treinta y cuatro. Sigue las señales hasta Southampton. Cuando llegues, toma el camino hacia los muelles. Te esperaré junto a la terminal de los transbordadores -tosí convulsivamente-. Tráeme algo de ropa y dinero.
– Freddie… -se oía muy impresionada e insegura, pero en seguida se decidió-. Aguanta, muchacho. Ya viene la caballería.
Le di las gracias al vigilante nocturno y le dije que mi hermana iba a venir. Pensó que debería llamar a la policía.
– Prefiero irme a casa -repuse. La fuente de mis problemas no se encontraba en Southampton, decidí, sino en Pixhill, en mi granja, debajo de mis camiones, en mi empresa. Quería irme a casa para tratar de resolverlos.