Capítulo 2

COMO ERA PREDECIBLE, me desperté completamente rígido y aterido tan pronto como el sistema de alumbrado de la naturaleza empezó a sustituir al artificial.

Aún bostezando, arrastré los pies hasta la cocina en busca de calor y café. Los diarios y el correo ya habían llegado. Clasifiqué las facturas, leí las páginas dedicadas a las carreras de caballos y luego contesté las primeras llamadas telefónicas del nuevo día.

Mi rutina diaria de trabajo empezaba a las seis o siete de la mañana y terminaba por lo general cerca de la media noche, aun los domingos, pero era una forma de vida, no una penuria. Para los entrenadores era lo mismo, ya que todos parecían creer que si se levantaban y atendían a sus caballos al amanecer, los que trabajaban para ellos tenían que estar disponibles por igual.

Los planes tendían a cambiar de la noche a la mañana. La primera llamada de ese día, un viernes, fue la del entrenador de un caballo que se había lastimado y no podría correr en Southwell. Sin pérdida de tiempo, llamé a mi jefe de conductores y le avisé de la cancelación.

Colgué el auricular de la cocina y me dirigí a la sala, donde el extenso cuadro semanal que mostraba las rutas de los camiones, los caballos que transportaban y a quién pertenecían ocupaba casi toda la superficie del escritorio. Siempre hacía mis anotaciones con lápiz, debido a los constantes cambios.

En una mesa contigua, que quedaba a la mano con sólo girar el sillón verde de cuero, tenía una computadora. En teoría, era más sencillo traer a la pantalla la información sobre cada camión para asentar o modificar sus itinerarios. En realidad, conservaba ahí un registro detallado y permanente de los viajes, una vez que se completaban, aunque para contar con un panorama general anticipado todavía me aferraba al lápiz y al borrador.

Allá en la granja, en la oficina central, Isobel y Rose, mis dos brillantes secretarias, se encargaban eficazmente de que los registros de la computadora resultaran fidedignos, y se desesperaban con mis métodos pasados de moda. La terminal que se encontraba en mi sala era como una subestación en la que aparecían todos los cambios que ellas realizaban en la computadora principal, y ése era el propósito más importante para el que yo la utilizaba: inspeccionar lo que habían organizado en mi ausencia.

Leí una lista de lo que parecía ser un viernes típico de la primera semana de marzo. Dos camiones viajarían al norte rumbo a Southwell, donde se celebraban carreras de salto y de pista plana durante el invierno, en un hipódromo adecuado para todo tipo de climas. Cuatro camiones recogerían a los corredores del programa vespertino de salto de vallas en Sandown, al sur de Londres. Un camión de los más grandes llevaría yeguas de crianza a Irlanda. Otro remolque, con capacidad para seis caballos, iba a transportar el mismo tipo de yeguas a Newmarket; otro iría a Gloucestershire; uno más le llevaría unas yeguas a un semental en Surrey.

Uno de los camiones había sido programado para recibir mantenimiento. Otro viajaría a Francia. Uno más llevaría las potrancas de Jericho Rich a Newmarket. A Brett y a su camión para nueve caballos, estacionado por ahora fuera de mi ventana bajo la paulatina claridad del amanecer, les correspondía pasar el día yendo y viniendo para transportar toda una cuadra perteneciente a una entrenadora que iba a mudarse de Salisbury Plain a Pixhill.

Mi jefe de conductores me telefoneó. Le decíamos Harve, diminutivo de Harvey.

– Pat está enferma -me informó-. Cayó en cama. Esa gripe es un fastidio.

– ¿Cómo sigue Gerry?

– Todavía mal. Podríamos posponer el traslado de esas yeguas de crianza hasta el lunes.

– No se puede, están muy próximas a parir. Dave puede llevarlas a Gloucestershire en lugar de Pat -señalé-. Aunque quiero que venga aquí primero. Cuando se presente en la granja, mándalo de inmediato para acá. A Brett también.

– Así lo haré -respondió-. ¿Es acerca del difunto?

– Sí. Y dile al "Trotador" que lo necesito de inmediato.

– ¿Algo más?

– De seguro algo se presentará en cinco minutos.

Rió y colgó. Pensé, como a menudo lo hacía, que era muy afortunado al contar con él. En mis épocas de jockey, Harvey fue mi asistente en el cuarto de la báscula, todos los días me traía mis sillas y pantalones de montar limpios para las carreras. Ese era un servicio personal íntimo: eran muy pocos los secretos físicos que podían ocultarse a un asistente.

Cuando adquirí la empresa de transporte, un día se presentó Harvey en mi puerta y me preguntó si estaría dispuesto a darle un empleo si tomaba un curso y conseguía un permiso para conducir vehículos pesados para el transporte de bienes y mercancías. Respondí que sí, porque siempre nos llevamos bien, y de ese modo tan informal adquirí el mejor lugarteniente que hubiera podido imaginar. Tenía el cabello rubio rojizo y mano dura, más o menos de mi misma edad y medía unos cuatro o cinco centímetros más que yo. Decepcionado de la vida, tenía la agilidad para denigrar a los demás, pero con un estilo que lo hacía a uno sonreír.

Fui al piso de arriba, tomé una ducha, me afeité y regresé poco después a mi escritorio ante la vista ininterrumpida del camión.

El "Trotador", que era el mecánico de la compañía, subió en su camioneta por el sendero de la entrada y sus neumáticos rechinaron hasta detenerse a unos cuantos centímetros del camión. Era un hombre vivaz, patizambo, calvo y hablaba con acento cockney, característico de los barrios bajos de Londres. Se escurrió como una anguila de la camioneta y después se aproximó a la casa con su peculiar modo de andar que le había ganado su apodo, un bamboleo como el de los trotadores de velocidad. Me dirigí a la puerta para recibirlo y caminamos juntos de regreso hacia el camión.

– ¿Por qué el "fuego", pues? -dijo.

Hablaba en su propia jerga cockney rimada; yo, en realidad, siempre había pensado que el mismo Trotador urdía la mayor parte de esas expresiones aunque ya me había acostumbrado a su forma de hablar. Cuando decía "fuego", teníamos que entender "fuego" y "quema": problema.

– Revisa muy bien, por favor -le respondí-. Mira debajo del camión y asegúrate de que no haya fugas o alguna carga adicional.

Lo observé mientras revisaba a conciencia el motor, su mirada era ágil, los dedos, delicados.

– Todo está bien -comentó.

Se dirigió a su camioneta y sacó de allí una tarima. Se colocó boca arriba encima de ella y se deslizó por debajo del camión.

– Cuando termines, estaré en la casa -señalé.

– ¿Debo buscar algo en particular?

– Sólo algo que no comprendas. Han ocurrido un par de cosas extrañas, así que…

– ¿Te refieres al que estiró la pata"?

– En parte -respondí-. Muévete, Trotador, debo tener este camión limpio y en camino dentro de una hora.

El hombre se acostó y desapareció de la vista confiadamente debajo de diez o más toneladas de acero. Tan sólo de pensarlo me ocasionaba una especie de claustrofobia, asunto que el Trotador conocía, pero que perdonaba con arrogancia.

Regresé a la casa y Harvey llamó por teléfono.

– Dave va camino a verte en este momento -dijo con agitación-. Pero me contó que Brett está empacando sus maletas.

– ¿Que está haciendo qué?

– Según dice Dave, Brett sabe que su período a prueba de tres meses está por concluir y que no piensas retenerlo. Así que va a salirse antes. De esa forma puede alardear que él renunció y que no digan que lo echaste.

– Por mí, el tipo puede seguir adelante. El problema es: ¿qué pasará con el transporte de Marigold? ¿Con quién más contamos?

Me di cuenta de la respuesta tan pronto como hice la pregunta. Contábamos conmigo.

– Bueno… -titubeó.

– Sí, muy bien. Lo haré yo si no hay nadie más.

– No se trata solamente del trayecto de ida y vuelta a Salisbury Plain -prosiguió Harvey con desconsuelo-. Llamó la esposa de Vic para avisar que él tiene treinta y nueve grados de temperatura y que de ninguna manera conducirá a Sandown.

Este era uno de esos días.

– De acuerdo. Dame un minuto. Ya me llegará la inspiración.

Harvey rió.

– Apúrate -me contestó y colgó.

Salí hasta donde estaba el camión para nueve caballos y llamé a gritos al Trotador. Un par de botas se deslizó hacia afuera, seguida de unos pantalones grasientos, un suéter del ejército asqueroso y un rostro con manchas de grasa.

– Brett nunca limpia bien. No tiene "mentira".

"Mentira" y "verdad", pensé, "dignidad".

– Pero tenías razón. Levantamos a un intruso -informó y agregó sonriente-. ¿Ya lo sabías? Tienes que haberlo sabido.

– No, no lo sabía -en verdad, tampoco me sentía complacido-. ¿Qué encontraste?

– Yo diría que está adherida con un imán. Es una especie de caja de estaño. Como si fuera una gran caja registradora con la tapa hacia abajo. ¿Quieres que la saque?

– Sí. Aunque, espera un momento… mmm… tenemos tres conductores enfermos de gripe. ¿Quieres hacer una corrida, sólo para ayudarnos?

Se frotó las manos grasosas en los pantalones y vaciló. Conducir significaba lavarse y no había duda de que sucio se sentía más feliz. Rara vez le pedía que condujera.

– Yeguas de crianza, no van a las carreras -expliqué.

– ¿Va a haber una gratificación?

– ¡Claro! Si también haces trabajo normal de mantenimiento.

Se encogió de hombros, se acostó nuevamente sobre la tarima y desapareció. Volví a mi escritorio, llamé por teléfono a Harvey y le informé:

– El Trotador.

– ¿Va a conducir? -sonaba incrédulo.

– ¿Aceptó?

– Sí, a Surrey; irá con las yeguas de crianza -confirmé-. El camión de Phil es el que está en reparación, ¿no es así? Despiértalo, dile que su día libre se pospone y que necesitamos que lleve el camión de Vic a Sandown. Por favor, ven en cuanto puedas.

– Muy bien.

Dave Yates llegó montado en su bicicleta por el camino asfaltado y apoyó su transporte oxidado contra mi pila de leños. Tenía un auto, incluso más oxidado que la bicicleta, pero casi siempre estaba descompuesto. Un día, había dicho durante meses, volvería a ponerlo en circulación. Nadie le creía. Gastaba todo su dinero en los galgos.

Tocó al entrar, aunque se detuvo en la puerta de la sala. Tenía un aspecto de mártir.

– ¿Querías verme, Freddie? -preguntó con nerviosismo.

– Quiero que Brett y tú limpien ese camión. Tiene que salir a las nueve.

– Pero Brett… -se detuvo-. Harvey te dijo, ¿no es verdad? Brett dice que esperará en la puerta de la oficina por su P45, o sea su finiquito, cuando Isobel llegue; después se marchará.

– Le debo algunos salarios y pago por día festivo -repuse, sin alterarme-. Regresa a tu bicicleta y ve a decirle que voy a pagarle en efectivo en este momento, pero que no olvide que la limpieza del camión es un trabajo que debió haber realizado ayer y, que si no lo termina, la fecha de su renuncia será efectiva a partir de ayer por la mañana. No le pagaré el día, ¿entiendes?

Dave me lanzó una mirada frívola.

– Apúrate y ve a buscarlo -ordené-. Regresa tú también.

Cuando Dave se fue, encendí la computadora y llamé a la pantalla el archivo de Brett y sus asuntos. Todos los viajes que había realizado para mi empresa aparecían listados ahí, se indicaban las fechas, horarios, nombres de los caballos, gastos y observaciones También contenía sus condiciones de empleo, los días trabajados y los pagos por días festivos que había devengado. Mandé imprimir una copia con el propósito de tenerla lista para entregársela.

Observé por la ventana que el Trotador se acercaba a la casa con su característica forma de caminar; traía en las manos un objeto marrón pardusco semejante a una caja grande de zapatos. Entró en la sala y lo dejó caer sobre mi escritorio, sin tomar en cuenta ciertas consideraciones mundanas, como la suciedad.

– Me costó un trabajo endemoniado sacar esto -dijo-. El imán todavía está adherido al chasis, detrás del segundo tanque de combustible. Es muy probable que hayan usado un pegamento muy fuerte. Tuve que utilizar una máquina para desmontar neumáticos. No tenían la intención de que se moviera, te lo advierto.

– ¿Cuánto tiempo calculas que ha estado ahí?

La caja se encontraba cubierta de una capa gruesa de mugre, excepto por un parche limpio del tamaño de un plato en la cara inferior, donde había estado en contacto con el imán.

– No sé -el Trotador se encogió de hombros-. Por desgracia no estaba en un lugar que necesite inspeccionarse con demasiada frecuencia.

Tomé la caja y la sacudí. En comparación con su tamaño resultaba ligera y no había nada que sonara en su interior. Medía casi cuarenta centímetros por veinticinco y como quince centímetros de profundidad, era una caja registradora de metal gris, fuerte y pasada de moda, tenía esquinas redondeadas, una manija de retroceso y una cerradura sólida. Por supuesto, no había llave.

– ¿Puedes abrirla? ¿Sin forzarla?

El Trotador me miró de reojo.

– Podría abrir la cerradura si voy a buscar mis herramientas y tú desvías la mirada.

– Adelante, entonces.

Decidió llevar la caja a su camioneta para hacer el trabajo y, en poco tiempo, mostrando una sonrisa medrosa, regresó con la caja gris abierta.

No había nada adentro, ni siquiera un poco de polvo. Acerqué más la nariz. Sorprendentemente, el interior olía a limpio, con un olor como a talco o jabón.

– ¿Te resultó muy difícil descubrirla debajo del camión?

– Fue fácil con la tarima. Hubiera resultado más sencillo en un foso de inspección porque por poco no la veo. Está pintada del mismo color que todo lo que hay debajo del camión.

Dave regresó en su bicicleta, seguido por Brett, quien conducía despacio su automóvil. Entraron en la sala, saludaron al Trotador sin mucho entusiasmo y miraron, sin mostrar ninguna reacción, la sucia caja registradora gris.

– ¿Alguno de ustedes había visto esto antes? -inquirí en un tono indiferente.

Sin denotar ningún interés, contestaron que no.

– No fue culpa mía que no se haya limpiado el camión -dijo Brett totalmente a la defensiva-. Sandy Smith no me permitió acercarme a él anoche.

– Límpialo ahora, por favor, mientras preparo tu liquidación.

– Fue idea de Dave llevar a ese hombre.

– Eso es terriblemente injusto -protestó Dave, furioso.

– Cállense los dos -ordené-. Limpien el camión.

Salieron iracundos y, por la ventana, observé su paso erguido al dirigirse a su tarea. No me cabía duda alguna de que la idea de llevar a ese hombre era de Dave, pero descubrí que me era más fácil perdonar su irresponsabilidad que la actitud hipócrita de Brett.

– ¿A dónde va a ir Brett hoy en ese carruaje? -preguntó el Trotador, que siguió mi mirada por la ventana.

– A ninguna parte. Se va de la compañía. Yo voy a conducir.

– ¿Lo dices en serio? Entonces voy a hacerte un favor. Llevas un imán descubierto, activo y poderoso bajo ese camión. Si no tienes cuidado, va a atraer barras de hierro y otras cosas por el estilo, que podrían perforar un tanque de combustible. Voy a ponerle algo encima, si quieres.

Meneé la cabeza en señal de agradecimiento.

– Gracias, Trotador.

Detectó la gratitud en mi voz y asintió levemente.

– ¿Qué es lo que hemos estado cargando allí, eh? -me preguntó-. Acaso, ¿cuerdas?

Repetí perplejo:

– ¿Cuerdas?

– Cuerdas y sogas. Drogas.

– ¡Ah, sí! -tardé en comprender-. Espero que no -medité por un momento-. Por favor no se lo digas a nadie, Trotador, ¿quieres? Hasta que esto se aclare.

Respondió que guardaría el secreto. Se trataba de una promesa dada a la ligera que tal vez duraría hasta la tercera cerveza que se tomara esa noche en la taberna, pero no más tiempo.

Siempre que resultaba posible, los conductores tenían un solo camión todo el tiempo. Había descubierto que lo preferían así y que también cuidaban mucho más sus vehículos de esa manera. Cada conductor conservaba en su poder las llaves de su propio camión y podía personalizar su cabina si deseaba hacerlo. Casi sin fallar, podía adivinar en qué camión me encontraba simplemente al ver la cabina.

El Trotador dijo que sería mejor que siguiera con su trabajo, si es que iba a ir a Surrey para llevar las yeguas de crianza, y se alejo trotando hacia su camioneta, cargó la tarima y se marchó. Dave lavó con la manguera el exterior del camión y limpió los cristales con una escobilla de goma. Brett barrió los desechos del interior y los echó fuera por la puerta de mozos de espuela sobre el asfalto.

El plano interior del camión de diez metros y medio de longitud estaba provisto de tres compartimientos para tres caballerizas, con aberturas entre cada uno por las que sobresalían las cabezas de los caballos, y donde con frecuencia se sentaban los mozos que viajaban con esos animales. Cuando llevábamos yeguas con sus potrillos, las tres caballerizas se convertían, por medio de particiones giratorias hábilmente diseñadas, en una sola grande. De manera que podíamos acomodar nueve caballos de dos años o bien tres yeguas con sus potrillos.

Día tras día, a lo largo de todo el país, flotillas de camiones como la que yo poseía transportaban a los corredores a las carreras. La mayoría de los caballos de Pixhill viajaba en mis camiones y por lo menos veinticinco entrenadores trabajaban en el distrito. Estaba haciendo dinero, si no es que una fortuna.

Al rebasar los treinta años, surgía la pregunta apremiante para todos los jockeys de carreras de salto de obstáculos: ¿Y después qué? A la edad de dieciocho años, yo ya conducía camiones de caballos para mi padre, quien tenía su propio transporte. Llevaba a algunos de sus caballos a las carreras, los montaba en carreras de aficionados y los traía a casa. A los veinte, me convertí en profesional y fui contratado por una cuadra muy importante. Durante doce años terminé cada temporada entre el segundo y sexto lugar en la lista de jockeys, montando en más de cuatrocientas carreras de salto al año. Sólo unos cuantos jockeys de salto permanecían más tiempo cerca de la cima, debido a los golpes sufridos en las caídas. A los treinta y dos, el tiempo y las lesiones hicieron mella.

La transformación de jockey a transportista de caballos de tiempo completo había resultado desconcertante en algunos aspectos, pero realmente, en otros, se trataba de un territorio bastante familiar para mí. Habían transcurrido tres años en esta nueva vida y parecía como si hubiera sido inevitable desde el principio.

Preparé la liquidación de Brett con dinero en efectivo que había en mi caja fue y tecleé la información en la computadora para que, en la oficina, Rose pudiera incorporarlo al P45, el formulario de terminación de empleo que mostraba el salario devengado y los impuestos deducidos para el ejercicio fiscal. Entonces, con el sobre en mano, me dirigí al camión. Brett y Dave estaban de pie en la zona asfaltada y se lanzaban miradas iracundas. Dave había retirado la manguera verde de plástico flexible de la llave exterior del agua, que estaba un poco más allá de la pila de leños, y la llevaba enrollada a lo largo del brazo mientras, puerilmente, discutía que era tarea de Brett guardarla en el gabinete que se hallaba en la parte posterior del camión.

“¡Dame fuerzas!”, pensé y le pedí cortésmente a Dave que él mismo la guardara. De mal talante trepó con ella al camión.

– Ésta no es la única vez que Dave ha llevado a quienes le piden transporte gratuito -afirmó Brett con despecho-. Es a él a quien deberías despedir, no a mí.

– Yo no te despedí.

– Como si lo hubieras hecho -aceptó su liquidación sin dar las gracias y se alejó en su auto. Dave se acercó a mí y miró tras Brett con aire siniestro.

– ¿Qué dijo? -preguntó.

– Que otras veces ya habías aceptado dar viajes gratis.

Dave estaba furioso.

– Eso quisiera.

– No vuelvas a hacerlo.

Percibió el peso de mis palabras y, tratando infructuosamente de bromear, repuso:

– ¿Es una especie de amenaza?

– Una advertencia. Lo digo en serio, Dave.

Suspiró.

– Sí, ya lo sé.

Fue por su bicicleta y se alejó rechinando por el camino de la entrada, haciéndose a un lado al ver al Trotador, que volvía en su camioneta. El Trotador trajo consigo un pequeño trozo de madera que había traspasado por múltiples clavos. Las cabezas de éstos se adherirían al imán, explicó, y la madera evitaría que el imán atrajera algún otro objeto.

Le tomé la palabra mientras lo observaba meterse bajo el chasis sin usar la tarima. Sólo se tardó unos cuantos segundos en colocar la madera aislante en su lugar. Se puso de pie en seguida.

– No tardaste mucho -comenté pensativo.

– Si sabes dónde buscar, es como coser y cantar.

Harvey llegó en ese momento y se cruzó con el Trotador, que iba de salida. Caminamos juntos a la casa y le mostré la caja registradora, al tiempo que le explicaba dónde la había encontrado el Trotador. Se quedó perplejo.

– ¿Pero para qué?

– El Trotador cree que hemos estado transportando drogas sin darnos cuenta.

– No -Harvey se mostró inflexible-. Habría dinero circulando. Nos habríamos dado cuenta. Nadie haría eso sin que lo supiéramos nosotros.

Con pesar repuse:

– Tal vez uno de nosotros lo sabe.

Harvey no estuvo de acuerdo. Dio a entender que nuestros conductores eran unos santos.

Le conté acerca del visitante nocturno que había venido en su disfraz negro y subí al camión.

– Estoy seguro que debe de haber tenido llave de la puerta de mozos de espuela -añadí-. No hay ningún daño. Las cerraduras están intactas.

– Sí -dijo Harvey pensativo-, pero sabes bien que esas llaves de las puertas de mozos de espuela no sólo pueden abrir un camión. Quiero decir, me consta que mi propio camión tiene la misma llave que el de Brett.

Asentí. Las llaves de ignición eran especiales y no podían ser copiadas, pero las cerraduras de las puertas de mozos de espuela provenían de una serie más reducida y varios camiones tenían llaves que se ajustaban a otros.

– ¿Qué estaba haciendo el hombre dentro de la cabina -preguntó Harvey-, si esta cosa, es decir, este escondite, estaba en la parte baja del camión?

– No lo sé. Tenía la ropa sucia. Tal vez ya había buscado debajo del camión y encontró el escondite vacío.

– ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Avisarle a Sandy Smith?

– Tal vez. No quiero meternos en problemas si no es necesario.

Harvey se sintió feliz con eso.

– No quiero que la aduana tenga noticias sobre esto -repuso-. Nos detendrían durante horas en cada viaje.

– Muy bien -dije-. Vamos. Voy a la granja a cargar combustible y a empezar el traslado.

Cerré la casa con llave en cuanto salió Harvey y lo seguí a la granja, que estaba a un kilómetro de distancia, más cerca del corazón de Pixhill.

Harvey, su esposa y sus cuatro hijos rubios vivían al lado del corral de la granja, en el antiguo cortijo. El viejo granero se había transformado en el territorio del Trotador; era un taller con foso de inspección y todos los aditamentos de perfección mecánica que me había persuadido de adquirir.

Lo que una vez había sido un establo para vacas, se había convertido ahora en un pequeño restaurante y un conjunto de tres oficinas con ventanas que daban al corral de la granja, desde donde podía verse a los camiones ir y venir, o dirigirse hacia su estacionamiento asignado. Una pequeña caballeriza, que contaba con espacio para tres animales, se localizaba en el espacio que había entre el final del conjunto de oficinas y el alto muro del granero. Algunas veces alojábamos temporalmente a nuestros pasajeros en ese lugar, si llegaban o salían a medianoche.

Varias de las corridas de ese día ya habían comenzado. El otro camión grande salió más temprano a recoger a las yeguas de crianza que irían rumbo a Irlanda. Los dos espacios de los camiones que irían a Southwell también estaban vacíos. El Trotador conducía el camión de Phil al granero para repararlo.

Me detuve al lado de la bomba de diesel y llené los tanques.

En las oficinas, Isobel y Rose consultaban sus máquinas mientras encendían los calentadores y bebían café del restaurante de al lado. Rose, una dama regordete de mediana edad, manejaba los registros financieros, se encargaba de hacer los pagos, enviar las facturas y preparar los cheques. Isobel, dulce, joven e inteligente, atendía el teléfono, hacía las reservaciones y aprovechaba su conversación con las secretarias de los entrenadores para tomar nota por adelantado de los requerimientos de éstos.

Rose e Isobel tenían una oficina cada una, en la que trabajaban de ocho treinta a cuatro. La tercera oficina, menos personal, técnicamente era la mía, pero Harvey la usaba tanto como yo.

A pesar de la gripe, a pesar de Brett y a pesar de Kevin Keith Ogden, el trabajo de ese viernes parecía desarrollarse sin ningún contratiempo.

Nigel, el conductor que trasladaría a las potrancas de Jericho Rich de la caballeriza de Michael Watermead a Newmarket, ya había llegado a la granja. Le expliqué que Michael no mandaría a ninguno de sus mozos de cuadra con las potrancas, sin embargo, un par de mozos de espuela iba a venir de parte del entrenador de destino en Newmarket.

– No vas a tener ningún problema -comenté.

Nigel asintió.

– Y no levantes ningún cadáver de camino a casa.

Echó a reír. Tenía veinticuatro años y era insaciablemente mujeriego. Para él, la vida era una broma y tenía un vigor inagotable, lo que a mi parecer constituía su principal virtud. Siempre que necesitábamos un conductor que guiara un vehículo toda la noche, esta responsabilidad recaía en Nigel.

Los entrenadores a menudo tenían un conductor favorito, un hombre en particular que conocían y en quien confiaban. El de Michael Watermead se llamaba Lewis, que en ese instante movía la cabeza pelada casi a rape, mientras oía el recuento autojustificante de Dave acerca del último viaje de Kevin Keith Ogden Lewis tenía veintitantos años, como la mayoría de los conductores, y era un hombre dispuesto, ingenioso y fuerte. Mostraba en el antebrazo un tatuaje de un dragón y tenía un supuesto pasado como motociclista. En un principio, su historia extravagante sembró dudas en mí, pero el joven había demostrado ser muy confiable al volante de su camión para seis caballos, y Michael, quien imponía normas muy exigentes, le tenía franca simpatía.

En consecuencia, Lewis conducía muchos caballos prestigiosos a las grandes justas. La cuadra de Watermead alojaba contendientes tanto en las Guineas como en Oaks; y todos los conductores apostaron con dinero a que en el Derby que se celebraría en junio ganaría el premio la estrella de Watermead, un potro de tres años de edad llamado Irkab Alhawa.

Esa mañana, Lewis estaba a punto de partir a Francia para recoger a un par de caballos de dos años que un propietario había adquirido con el fin de que Michael los entrenara en su cuadra. Como iba solo, sin conductor auxiliar, se vería obligado a hacer varias escalas de descanso en el camino y no regresaría sino hasta el lunes por la noche. Verifiqué que tuviera los documentos correctos y lo observé partir con alegría hacia su destino.

Después, me puse en marcha hacia Salisbury Plain, frío y azotado por el viento, para trabajar intensamente en los trayectos de ida y vuelta, que podrían tomar hasta la noche y causarme un dolor de cabeza. La jaqueca provendría de la voz y personalidad de la entrenadora que iba a mudarse, una dama enérgica, cincuentona que se expresaba con el vocabulario de un loro acuartelado. Sin embargo, quería complacerla para tratar de conseguir todos sus negocios futuros.

Ella caminó a zancadas hacia el camión cuando me detuve en su patio y manifestó la primera censura del día.

– ¡El jefe en persona! -proclamó con ironía-. ¿A qué debo este honor especial?

– A la gripe -respondí sucintamente y con fastidio-. Buenos días, Marigold.

Se asomó para ver los asientos vacíos de los pasajeros.

– ¿No trajiste a ningún ayudante? Tu secretaria me dijo que vendrían dos de ustedes.

– Tuvo que conducir hoy. Lo siento.

– La mitad de mis mozos de espuela tiene el microbio -afirmó Marigold irritada-. Es una lata.

Salté de la cabina y bajé las rampas, mientras ella observaba y refunfuñaba. De apariencia enjuta, iba vestida con una chaqueta acolchada y un sombrero de lana, y tenía la nariz amoratada a causa del frío. Quería mudarse a Pixhill porque este lugar tenía un clima más cálido para los caballos. Había elaborado una lista en la que estableció el orden en el que viajaría su cuadra. Su escuadra disminuida de mozos de espuela guió a los primeros nueve caballos por las rampas y atornillé las divisiones.

Marigold, "la señora English", como la llamaban los mozos de cuadra, había decidido adelantarse a Pixhill para estar preparada en su nueva caballeriza cuando los caballos y yo llegáramos. Cuatro de sus mozos viajaron conmigo en la cabina, y se mostraron entusiastas acerca de la mudanza, ya que consideraban que la vida nocturna de Pixhill era apasionadamente perversa, si se le comparaba con los vientos de Stonehenge.

Su nueva caballeriza era un viejo establo en Pixhill, que había modernizado. Sus primeros nueve habitantes chocaron los cascos al bajar por las rampas y Marigold los condujo ruidosamente a sus nuevos hogares, mientras yo paseaba los desechos en sacos para estiércol que me proporcionaron sus mozos de espuela y ponía el camión en buenas condiciones para la segunda incursión.

Complacida, Marigold comentó que me confiaría su siguiente carga por completo. Me miró con afabilidad y me proporcionó la lista. Pensé con satisfacción que, antes de que se acabara la jornada, se convertiría en una clienta permanente.

Con esos pensamientos provechosos, me puse en marcha de regreso a Salisbury Plain, pero el Trotador hizo añicos mi encanto a través del teléfono.

– ¡Arre, Silver! -dijo con alegría-. Tenemos otro par de "llaneros solitarios".

– Trotador, no te entiendo.

– Lapas -explicó-. Adheridas al fondo de las naves.

– ¿Dónde estás exactamente?

– Estoy aquí, en tu oficina. ¿Quieres hablar con el alguacil Sandy Smith? Aquí está.

– Aguarda -le pedí-. ¿Te refieres a lo mismo que creo que me quieres decir? ¿Por "llaneros solitarios" debo entender objetos extraños?

– Ya comprendiste.

– ¿Como la caja registradora?

– Parecido, pero no es idéntico -el Trotador hizo una pausa que me permitió escuchar un rumor proveniente de la voz familiar de Sandy.

– El alguacil Smith -prosiguió el Trotador- quiere saber cuándo regresarás. Dice que había una orden de arresto contra el que “estiró la pata”.

Загрузка...