TOMÉ EL ÚLTIMO vuelo del día a fin de regresar a mi país y al Aeropuerto de Heathrow, la cabeza me daba vueltas por los hechos que Guggenheim había expresado tan efusivamente.
Él se encontraba en algún lugar a bordo del avión, pues no conseguimos dos asientos juntos disponibles. Traía sólo unas cuantas cosas que necesitaba para pasar la noche y una maleta grande de instrumentos científicos de campo. Nada lo habría detenido en su búsqueda del vector de la Ehrlichiae risticii. El científico temblaba de ansiedad.
– Esta época del año no es propicia para la fiebre del Potomac -me había comentado-. Por lo general, es una enfermedad de clima cálido. De mayo a octubre.
– El verano pasado tuvimos un bicho en Pixhill que inhabilitó a una cantidad reducida de caballos por el resto de la temporada.
Lanzó un gemido de placer, hasta donde pude percibir.
– También apareció la misma clase de enfermedad en algunos lugares de Francia -dije-. Volví a leer la noticia en el diario apenas esta semana.
– Encuentre el diario. Esto es historia.
Sería un desastre sin remedio, pensé, si no podía yo aclarar todo rápidamente. Ya me imaginaba los titulares de los diarios: LOS CONDUCTORES DE FREDDIE CROFT TRAJERON lA FIEBRE EQUINA DEL POTOMAC A INCLATERRRA. La confianza es muy frágil. Este asunto podía mandarme a la quiebra.
Sudé.
Uno de los conejos de los Watermead faltaba el domingo anterior. Los niños comentaron que sólo había catorce, y no quince. Quizá Lewis, que gozaba de toda su confianza para atenderlos, se había llevado uno a Francia. En agosto pasado había sido el mismo Lewis el que había traído de Francia el conejo muerto infestado de garrapatas, la "langosta" muerta de la que tanto hablaba el Trotador.
Garrapatas. La voz del Trotador llegó hasta mí de manera inconfundible. "El 'Rojo' también encontró las mismas cinco". Una canción infantil me vino a la mente al mismo tiempo. "Uno, dos, ata mi zapato; tres, cuatro, toca a la puerta; cinco, seis, vamos por leños. Cinco, seis, leños y fogatas". Fogatas: garrapatas.
"El 'Rojo' encontró las mismas garrapatas en un caballo el verano pasado y se murió". ¿Quién es rojo? No era rojo y azul, pensé. Tampoco rojo y negro, o rojo y atardecer. No… Rojo y carmín.
Carmín: Benjamín.
Benyi Usher había encontrado las mismas garrapatas.
Recordé las palabras de Dot: "¡Esos pobres infelices! Murieron. Lo detesto".
Las imágenes aparecieron en tropel ante los ojos internos de mi mente. Benyi Usher entrenaba a sus caballos desde la ventana del piso de arriba. Benyi nunca tocaba a sus caballos. ¿Temía acaso que los organismos microscópicos le saltaran?
Benyi inscribía a sus caballos en carreras que se celebraban en hipódromos pequeños, y todos sabían que había tenido una suerte endemoniada para las victorias fáciles.
Por fuerza tenía que tratarse de una coincidencia. Benjamín Usher era un hombre rico.
Algo que una vez leí emergió en la conciencia: "No es necesario especular acerca de la fuerza vital que todos tenemos en nuestro interior. Esta sale a la superficie, se nos revela. Bajo presión, no podemos ocultarla".
¿Y si la fuerza vital de Benyi Usher fuese el anhelo de tener campeones y no dinero? ¿Un anhelo que su propia habilidad no era capaz de mitigar?
Lewis conducía a menudo para Benyi.
Éste se cortó los rizos el verano pasado.
¿Acaso tenía temor de que las garrapatas se le instalaran en el cabello largo?
El Trotador.
Benyi no había asesinado al Trotador. Yo sabía que Benyi estaba jugando tenis en la cancha de los Watermead aproximadamente a la hora en que el Trotador murió.
Lewis no había matado al Trotador. Él se hallaba en Francia.
Mi conductor había vuelto a la granja a las dos de la madrugada del martes, mucho más tarde de lo que pensaba. Albergó en el establo a los caballos de dos años pertenecientes a Michael y dejó una nota para avisarme que estaba enfermo de gripe. El martes por la mañana, más tarde, llevé a los potros en el super seis de Lewis hacia las caballerizas de Michael y desayunamos. Después otro conductor de la flotilla había llevado el super seis a las carreras hípicas del día.
¿Y si Lewis se hubiera llevado en realidad el conejo faltante a Francia para recoger su carga de enfermedad? ¿Y si el animal todavía se encontraba ahí, ya infestado de garrapatas, en el recipiente oculto, hasta que el conductor volvió del hipódromo con el camión por la tarde? ¿Y si Lewis había ido a la granja por la noche para sacar al conejo? ¿Y si yo había entrado en el momento en que esto sucedía?
¿Tenía sentido?
Tanto como todo lo demás.
¿Entonces, qué había descubierto el Trotador?
Percibí una aguda sensación de peligro.
Esa mañana del domingo había sido cuando encendieron la computadora para activar el virus Miguel Ángel. El Trotador no entendía nada de computadoras. Realmente no importaba qué había visto en la oficina, sino a quién.
DE CAMINO del Aeropuerto de Heathrow a casa, llamé por teléfono a Isobel y me disculpé por lo tarde que era.
– No te preocupes -respondió. Todo había salido perfecto durante el día. Aziz y Dave regresaron bien de Irlanda, pero Aziz comentó que Dave estaba un tanto indispuesto. Tal vez, comentó, le estaba dando gripe.
– Me enteré que vas a ir a comer con los Watermead mañana -comentó amablemente Isobel-. Voy a seguir con las reservaciones, ¿te parece bien?
– Sí, por favor -repuse agradecido-. ¿Quién te dijo?
– La misma Tessa Watermead. Pasó por aquí. Le enseñé algunas cosas. Estás de acuerdo, ¿verdad?
– Sí, claro.
Guggenheim, sentado a mi lado en el Fourtrak, repudió mi sugerencia respecto de detenernos a comer. Afirmó que Peterman necesitaba la tetraciclina tan pronto como fuera posible.
Para el pobre de Peterman, sin embargo, ya resultaba demasiado tarde. Cuando salimos al jardín envuelto en la oscuridad, mi antiguo compañero estaba tirado en las sombras, la inmovilidad de la muerte era inconfundible. Guggenheim se lamentó por su propia carrera; yo, por el recuerdo de las carreras de antaño y la velocidad de un gran caballo.
Guggenheim había traído una aspiradora manual de baterías para encontrar las garrapatas. Hizo su mejor esfuerzo, recorrió el cuerpo de Peterman, pero los restos recolectados lo desilusionaron profundamente. Se inclinó sobre el microscopio en la cocina, al tiempo que emitía unos débiles gemidos de desesperación.
– Nada. Nada. Debe de haberse traído todas en el jabón -su voz sonaba como si yo hubiera echado a perder todo a propósito.
– ¿Quiere un trago? -sugerí.
– El alcohol es irrelevante -repuso.
Sin embargo, me serví uno, y después de un momento me quitó la botella de la mano y llenó a medias el vaso que había colocado en la mesa para él.
– Es anestesia para las causas perdidas -observó-, El portador de la Ehrlichiae risticii es brutalmente evasivo. Supongo que no lo comprende.
– Sí comprendo, ¿sabe? Voy a intentar conseguirle algunas garrapatas más.
Encontramos una especie de cena en el refrigerador y en la alacena y luego se fue a dormir en silencio y toda la noche a la habitación de Lizzie.
Por la mañana, telefoneé a John Tigwood para informarle que Peterman había muerto. La voz de Tigwood, pomposa y engolada como siempre, sonaba irritable y a la defensiva.
– Marigold English se quejó de que el caballo estaba enfermo y me aseguró que tenía garrapatas.
– ¡Disparates! ¡Es totalmente absurdo! No quiero que ella o tú vayan por ahí esparciendo esos rumores maliciosos.
Percibí con claridad que temía que todo su tinglado se derrumbara si nadie quería ya dar albergue a los caballos viejos. Tenía una razón tan poderosa como yo para querer mantener en secreto todo el asunto.
– El animal está ahora en mi casa -repuse-. Si quieres llama a los descuartizadores para que vengan por él.
– Sí -convino.
Ambos colgamos el auricular.
Guggenheim, abatido, miraba fijamente por la ventana.
– Será mejor que regrese a Edimburgo -comentó-. A menos que haya otros caballos enfermos.
– Lo averiguaré hoy, a la hora de la comida. Todos los chismes y novedades de Pixhill estarán disponibles a esa hora, en casa de Michael Watermead.
Sugirió que, si yo estaba de acuerdo, se quedaría hasta después de eso y luego se marcharía. Estuve de acuerdo aunque, desde luego, le indiqué que podría regresar de inmediato si algo importante se presentaba.
No podía creer, según afirmó, el estado de mi sala tajada por un hacha. Yo contesté que el responsable del hecho; andaba suelto en alguna parte, y que todavía tenía el arma en su poder.
– Pero, ¿no está… bueno… asustado? -preguntó.
– Soy precavido -repuse-. Por eso no lo llevo conmigo a la comida. No quiero que nadie aquí sepa que conozco a un científico, especialmente a uno que es experto en garrapatas. Espero que no le moleste.
– Por supuesto que no -miró la habitación y se estremeció.
Lo llevé a la granja, a pesar de todo, y le mostré los camiones para transportar caballos, que lo impresionaron. Después me fui a la comida de los Watermead.
Maudie me saludó con afecto y Michael con calidez.
La mayoría de los invitados habituales se encontraba ahí, incluyendo a los Usher y a Bruce Farway. Los niños pequeños no estaban, ya que habían ido a pasar el fin de semana con Susan y Hugh Palmerstone. Me di cuenta de que tenía la secreta esperanza de ver a Cinders nuevamente en casa de los Watermead.
Le pregunté a Michael si ya había aceptado a alguno de los caballos viejos.
– A dos -respondió, al tiempo que asentía-. Son muy inquietos. Todo el tiempo trotan por el fondo del potrero como si fueran caballos de dos años.
Le hice la misma pregunta a Dot y dio una respuesta diferente.
– Benyi dice que podemos posponer este asunto con Tigwood por unos cuantos días. No sé qué le sucede, en realidad es extraño que haya accedido a mi petición. Detesto tener cerca de casa a esos caballos viejos.
El veterinario que les había dado el visto bueno a mis pasajeros geriátricos también se encontraba entre los asistentes; estaba comparando notas con Bruce Farway.
– Supe que los descuartizadores fueron a tu casa -comentó el veterinario.
– Uno de los caballos viejos que trajimos se murió -repuse con resignación-. Alguien más ha tenido problemas? ¿A uno de sus caballos se le contagió el bicho del año pasado?
– No, gracias a Dios.
– ¿De qué bicho del año pasado está hablando? -preguntó preocupado Bruce Farway.
El veterinario respondió:
– Una infección no especificada. Les dio fiebre. Les prescribí algunos antibióticos y se recuperaron -frunció el entrecejo-. Nos preocupó, en realidad, porque todos esos caballos perdieron condición y velocidad después de estar enfermos. Aunque, gracias al cielo, no se propagó.
Lorna, la hermana de Maudie, se acercó a Farway, dando a entender que ella también era dueña. Me alejé de ellos, segregado, en cierta forma, por todo lo que había descubierto mientras me preguntaba qué más ignoraba.
Ed, el hermano de Tessa, se hallaba solo y malhumorado. Traté de animarlo.
– ¿Recuerdas el comentario que nos dejó pasmados a todos la semana pasada? Acerca de que Jericho Rich acosó a Tessa.
– Es verdad lo que dije -insistió a la defensiva.
– No lo dudo.
– La estaba manoseando. Yo lo vi. Tessa lo abofeteó.
– ¿En verdad?
– Jericho Rich le echó pestes y la amenazó con llevarse sus caballos. Tessa le respondió que si lo hacía, iba a vengarse. Es una tonta. ¿Cómo podría desquitarse de un hombre así?
Más tarde, me senté junto a Maudie durante la comida, pero no quedaba mucho de la diversión que había encontrado en su mesa hacía una semana. Maudie lo percibió y trató de disipar mi tristeza, aunque me fui después de] café, sin lamentarlo.
Le informé a Guggenheim que no había ningún caballo que tuviera fiebre en Pixhill, y lo llevé al aeropuerto. De camino a casa me detuve a cargar gasolina y, después de pensarlo un poco, telefoneé a Nina.
– Deberás traer un paracaídas cuando te presentes a trabajar mañana -advertí.
– ¿Qué?
– Para que puedas aterrizar detrás de las líneas enemigas en la Francia ocupada.
– ¿Se trata del golpe que te dieron? ¡Ojalá me explicaras!
– ¿Puedo verte en alguna parte? ¿Qué te parece el Cotswold Gateway? Llegaré antes de las seis.
– Está bien.
Entonces cambié de rumbo y conduje al noroeste; hora y media más tarde llegué al hotel grande y anticuado que se encontraba en la carretera principal A40. Ella ya estaba ahí cuando llegué. Era la Nina auténtica, la de personalidad atrayente, no la versión esmirriada y ordinaria.
Estaba sentada en el vestíbulo, en un sillón de tela cruda junto a una chimenea en la que ardían vivamente los leños; había una bandeja de té colocada frente ella, sobre una modesta mesa. Se puso de pie cuando entré y disfrutó de mi admiración por su apariencia. No llevaba pantalones vaqueros en esta ocasión. En su lugar, unas mallas ajustadas negras le cubrían las piernas esbeltas. No traía puesto un suéter viejo y descuidado, sino una falda negra, blusa de seda blanca de manga larga, unas mancuernas grandes de oro y una cadena larga al cuello. No olía a caballos, sino que despedía un aroma sutil de gardenias.
– Parecías hablar en serio.
– Mmm -la besé en la mejilla como si se tratara de un hábito antiguo y después me senté lo suficientemente cerca para poder conversar, aunque no había nadie que pudiera escucharnos.
– Descubrí que han estado transportando debajo de mis camiones -le dije-. Y no se trata de algo tan sencillo como las drogas -ella aguzó su interés mientras yo hacía una pausa-. Fui a ver a uno de los altos funcionarios de aduanas y le pedí que me explicara que no podía salir y entrar con libertad de Inglaterra con las reglamentaciones de la Comunidad Europea. Se alborotó mucho al hablar de gatos, perros y rabia. Parece que las normas de la cuarentena sí se aplican. De todas maneras, mis camiones han estado transportando ganado extra, aunque no me refiero a gatos y tampoco a perros.
– No entiendo nada. ¿Por qué iban a transportar animales vivos en esos recipientes?
– Para que los mozos de cuadra de los caballos no se dieran cuenta de la existencia de esos huéspedes.
– Entonces, ¿quién ha transportado en secreto estos animales?
– Lewis.
– ¡Oh, no, Freddie! ¡Él tiene un bebé!
– Uno puede amar a su prole y ser un villano.
– ¿Quieres decir… no puedes referirte a que… que Lewis ha intentado deliberadamente traer la rabia a Inglaterra?
– No, no se trata de la rabia, gracias a Dios. Sólo de una fiebre que enferma temporalmente a los caballos, pero que los despoja de toda su velocidad, de tal manera que nunca vuelven a ganar.
Le conté que la "langosta" muerta del Trotador era un conejo.
– Langosta, cangrejo, conejo -Nina suspiró-. ¿Cómo lo averiguaste?
– Le pregunté a Isobel qué era lo que el Trotador había encontrado muerto en el foso y ella me lo dijo. Luego revisé los archivos de la computadora y ahí estaba el dato. El diez de agosto. El Trotador informó que un conejo muerto había caído de un camión que estaba reparando. Eso fue un día después de que Lewis regresó de Francia en ese preciso camión.
Nina no salía del asombro y escuchó con atención. Le conté paso a paso todo lo que había descubierto acerca de las garrapatas, los hábitos de entrenamiento de Benyi, los viajes de Lewis y al final, le hablé de Guggenheim.
– Una vez que un caballo viejo hubiera superado la etapa de la fiebre -expliqué-, podría vivir con las garrapatas todo el verano y sería una fuente continua de enfermedad para los demás receptores designados. Todo lo que se necesita para ello es pasar rápidamente una barra húmeda de jabón sobre el caballo viejo y, en una hora, frotar con el mismo jabón a un nuevo anfitrión. Es muy probable que el mismo Lewis haya llevado a cabo la transferencia -comenté sombríamente- cuando llevaba a las víctimas desafortunadas al hipódromo en mis camiones.
– ¿Fue Lewis el que estrelló tu automóvil y deshizo tu casa?
– No lo sé, pero sí estoy seguro de que fue uno de los que me arrojó al mar en Southampton. El dijo: "Si con esto no le da gripe, ya nada lo hará enfermarse". Si me odia tanto como para haber hecho el resto, lo ignoro.
– ¿De manera que qué sigue?
– Mañana -repuse-, Lewis va a conducir el camión super seis a Italia para ir a recoger uno de los potros de Benyi. Es un viaje de tres días, la mayor parte a través de Francia.
Nina permaneció inmóvil. Después señaló:
– Tengo un paracaídas. Voy a ir en ese viaje.
– No quiero que hagas nada – expliqué-. Quiero que él tenga todas las oportunidades de recoger otro conejo lleno de garrapatas. Lo que necesito es que observes hacia dónde se dirigen. La ruta que Lewis debe tomar para llegar a Italia es a través del valle del Ródano, que es a donde fue el fin de semana pasado también. Debe atravesar el túnel del Mont Blane desde Francia a Italia, pero s' toma otro camino, no hagas ningún comentario. Si quiere detenerse en alguna parte, déjalo. No hagas preguntas. Como si no te dieras cuenta de nada. Bosteza, duerme, actúa como tonta.
– Te prometo -respondió con énfasis- que seré tan ciega como un murciélago -hizo una pausa-. Sin embargo, quiero avisarle a Patrick Venables a dónde voy a ir.
– No permitas que Patrick haga nada -agregué con ansiedad-. No dejes que los espante -mi instinto me prevenía en contra de que el Jockey Club se enterara de todo demasiado prono, pero posiblemente también me aconsejaba que en esta misión, quizá peligrosa, tal vez necesitaría que Venables estuviera al tanto, a guisa de protección.
– No quiero que me arresten -dijo Nina un poco en tono de broma- por tratar de enfermar a la mitad de los mejores potros de Pixhill.
– No te arrestarán. Yo -me detuve en seco, una revelación se presentó ante mí con una fuerza tal que me quitó el aliento-. ¡Maldición!
– ¿Qué te pasa?
– Mmm, nada. Cuando vuelvas el miércoles, te esperaré. No te preocupes de nada, excepto de no asustar a Lewis.
Cenamos en el restaurante. Discutimos primero el viaje, pero pasamos muy pronto a hablar de nuestras vidas en general. En verdad, disfrutaba de su compañía. Le pregunté a Nina cuántos años tenía su hija mayor.
– Veintitrés -sonrió y miró su pasta-. Es más joven que tú.
– ¿Soy así de transparente?
La sonrisa recatada se profundizó. Pensé en todas las habitaciones vacías en los pisos superiores del hotel. Debió haber adivinado lo que pasaba por mi mente. Simplemente esperó. Yo suspiré.
– No es lo que preferiría hacer -comenté-, pero me voy a casa. Cuando todo esto termine…
– Sí -repuso ella-. Ya veremos.
Salimos juntos hacia nuestros automóviles. La besé en la boca, no en la mejilla. Apartó la cabeza, y los ojos le brillaban.
– Freddie… -la voz de Nina sonaba evasiva, dejando a mi cargo todo el peso de la decisión.
– Tengo que… En realidad tengo que irme -repuse casi con desesperación-. No voy a enviarte a Francia sin hacer preparativos -me detuve. Esto no era de lo que quería hablar. La besé otra vez y sentí que la decisión se esfumaba.
– Freddie…
– Te diré mañana por qué tengo que irme.
La besé con fuerza y luego me volví para dirigirme al Fourtrak, me sentía torpe y molesto por haber llegado tan lejos para después retirarme. A ella no pareció importarle. No había sentimientos de dolor o rechazo en la sonrisa que esbozó cuando se alejaba en el automóvil rojo.
Aceleré el Fourtrak de regreso a casa y me cambié. Me puse unos zapatos negros suaves y la ropa más oscura que pude encontrar. Después caminé en medio de las sombras hasta la granja, abrí con cautela el candado y entré, cerrándolo detrás de mí.
Pasaba de la medianoche. Todos los camiones estaban colocados en su lugar, la luz de la puerta del restaurante brillaba en la oscuridad. Una noche tranquila de domingo. No había irrumpido en esta ocasión, en una situación mortal.
Conseguí una linterna en la oficina; después caminé sin hacer ruido por la granja hasta la camioneta vieja del Trotador. Desde los asientos delanteros alcanzaba a ver el super seis que Lewis iba a conducir a Milán.
Me las arreglé para continuar despierto una hora.
Dormité.
Me desperté con una sacudida. Eran las dos en punto.
Me dormí.
Las tres de la mañana. Las cuatro. La medianoche transcurrió, mientras tenía los ojos cerrados.
Cuando llegó, se oyó el chasquido del candado y el sonido que hizo al golpear contra la cadena. Me desperté por completo.
La inconfundible silueta del corte de pelo de Lewis pasó entre la luz exterior y yo. Llevaba una maleta informe, sin vacilar se dirigió hacia su camión, se recostó en el suelo y desapareció e vista.
Permaneció abajo durante un tiempo largo, según me pareció, hasta que empecé a pensar si se había marchado sin que me diera cuenta. Pero de repente, ahí estaba, de pie; luego regresó con su maleta a la puerta principal.
Se fue.
Me quedé sentado otra media hora, no sólo porque quería cerciorarme de que no había vuelto, sino debido a mi resistencia para enfrentarme a lo que seguía.
Sé que las fobias son irracionales y estúpidas. Las fobias paralizan, el miedo petrifica de manera muy real.
Salí lentamente de la vieja camioneta, tomé la linterna, traté de pensar en las carreras de caballos, en cualquier cosa, y me acosté boca arriba al lado del camión de Lewis, en el lugar donde se localizaban los tanques de combustible. A las estrellas frías en el cielo no les importaba que yo sudara, y mi valor disminuyó hasta hacerse del tamaño de una hormiga. Coloqué el hombro y la cadera contra el piso y me arrastré de lado hasta que me encontré totalmente bajo las toneladas de acero y, por supuesto, éstas no se me vinieron encima, estaban suspendidas sobre mí, inmóviles e impasibles. Me detuve debajo de los tanques de combustible y sentí que un sudor estúpido me escurría por el rostro. Casi me invadió el pánico cuando intenté levantar la mano para limpiarme el sudor y en lugar de ello golpeé el metal.
Había decidido estar en el sitio donde me encontraba. Deja de temblar, me dije, y prosigue con el asunto en cuestión.
Sí, Freddie.
Palpé y encontré el extremo del recipiente sobre el tanque posterior de combustible. Lo destornillé y lo coloqué en el suelo. Luego encendí la linterna y levanté la cabeza para mirar el interior del recipiente.
El cabello rozó el metal. Toneladas de acero. Casi no podía respirar y mi corazón latía con fuerza. Había desafiado a la muerte en las carreras miles de veces. Nada había sido como esto.
Con un temblor incontenible, metí la linterna en el tubo para poder observar mejor. Unos destellos de luz aparecieron sobre el recipiente y mostraban el costado inferior del camión. Los destellos provenían de unos agujeros hechos en el tubo. ¡Ahí estaban unos respiraderos!
Me asomé directamente en el tubo, la cabeza golpeó con fuerza nuevamente contra el metal. En lo profundo del tubo algo se movió. Un ojo brilló con vivacidad. El conejo parecía estar tranquilo dentro de la madriguera de metal.
Apagué la linterna, atornillé el extremo otra vez en el tubo y me arrastré nuevamente al aire libre de la noche. Me quedé un momento tendido sobre el suelo duro, el corazón se me salía, me sentía muy avergonzado de mí mismo. Nada, pensé, nada me obligaría a volver a hacer algo así jamás.
POR LA MAÑANA, la vida en la granja parecía transcurrir normalmente. Lewis se molestó porque había asignado a Nina para viajar con él en lugar de Dave.
– Dave no se sentía muy bien el sábado -expliqué-. No voy a correr el riesgo de que se enferme de gripe en Italia.
Nina llegó, parecía el epítome de la fragilidad femenina, bostezó artísticamente y se estiró. Pensativo, Lewis la observó, sin embargo no puso mayores objeciones.
Ambos fueron a recoger su equipo de viaje con Isobel y revisaron los requisitos de papeleo con ella. Cuando Lewis fue al baño, tuve un momento para susurrar al oído de Nina.
– Llevas una “langosta” en el camión.
Con ojos dilatados, preguntó:
– ¿Cómo lo sabes?
– La vi llegar alrededor de las cinco de la madrugada.
– De manera que por eso…
Lewis reapareció y señaló que si querían tomar el transbordador, sería mejor que se pusieran ya en marcha.
– Llamen a casa -aconsejé.
– ¡Claro! -asintió él sin dificultad. Condujo el camión hacia la salida, parecía como si nada en el mundo lo preocupara. Esperé en Dios que Nina regresara a salvo.
Desde el punto de vista del negocio, ése no era un día abrumadoramente ocupado, pero los policías vestidos de civil llegaron con ojos penetrantes a hacerse cargo del lugar antes de las nueve.
Instalaron su cuarto de entrevistas en mi oficina. Despojado de mi lugar de labores, fui a sentarme con Isobel a verla trabajar.
Sandy llegó en su patrulla. Llevaba puesto su uniforme y todavía se sentía confuso acerca de sus lealtades.
– Diles acerca de los recipientes -espetó-. Yo no lo hice.
– Gracias, Sandy.
En todo caso, sus colegas habían averiguado lo de los recipientes porque el dueño de la taberna ya se los había dicho y quisieron inspeccionarlos. Estuve de acuerdo, aunque les informé que Phil no regresaría sino hasta la noche.
Isobel dijo, por su parte, que Lewis había llegado a buena hora para tomar el transbordador, y que ya estaba en Francia. Metafóricamente, me mordí las uñas.
La policía entrevistó a todos los que se encontraban al alcance de su mano y pasó algún tiempo deslizándose dentro y fuera de los camiones. Cuando Phil volvió, retiraron el tubo y se lo llevaron para examinarlo.
Conduje a casa. El pequeño helicóptero había desaparecido. Mi pobre automóvil aplastado se había quedado solo, en espera de la grúa que iba a llegar por la mañana. Le di unas palmadas. Fue tonto, en realidad. Era el final de gran parte de mi vida. No había opción, tuve que decir adiós.
Me acosté temprano, pero estaba inquieto.
Por la mañana Lewis le avisó a Isobel que ya habían cruzado el túnel del Mont Blanc y que recogerían al potro antes del mediodía. Dejé de morderme las uñas sólo metafóricamente.
Al mediodía, Lewis reportó que el potro de Benyi Usher era incontrolable.
– No voy a llevarlo -advirtió-. Es un animal salvaje. Va a dañar el camión. Tendrá que quedarse aquí.
– Déjame hablar con Nina -pedí.
Ella se puso al teléfono.
– El potro está muy asustado. No deja de echarse y de lanzar coces. Dame una hora.
– Muy bien -me senté a ver el reloj.
Después de una hora, Lewis volvió a telefonear.
– Nina considera que el potro sufre de claustrofobia. Enloquece si tratamos de encerrarlo en un solo establo. Ya lo calmó, pero se encuentra suelto en el corral grande, como el que disponemos para transportar a una yegua con su potrillo. Nina abrió las ventanas. ¿Qué opinas?
– Es tu decisión -repuse.
– Muy bien. Voy a intentarlo -parecía indeciso-. Pero si vuelve a ponerse como loco, voy a tener que cancelar el viaje.
– Me parece bien.
Esperé. Transcurrió otra hora.
– Ya deben estar en camino -comentó Isobel, despreocupada. Una hora más. No teníamos noticias.
– Voy a ver a Michael Watermead -le avisé a Isobel-. Llama al teléfono portátil del auto si Lewis se reporta.
Ella asintió con la cabeza y me dirigí en la camioneta a la casa de Michael, al tiempo que trataba de discernir la mejor manera de informarle algo que no iba a querer escuchar.
Se sorprendió al verme.
– ¡Hola! -saludó-. ¿Qué se te ofrece? Pasa.
Me llevó a una sala pequeña y confortable, no al salón grande e imponente en el que se servían los cócteles de champaña durante las comidas de los domingos. Había estado leyendo el periódico, que se encontraba desparramado en el sillón cercano. Lo juntó de manera brusca para hacer un espacio a fin de que me sentara.
– Maudie salió -con un ademán me invitó a tomar asiento era evidente que Michael esperaba que yo iniciara la conversación. Por dónde empezar, ése era el problema.
– ¿Recuerdas al hombre que murió en uno de mis camiones? No quisiera molestarle con este asunto, pero es algo que necesito aclarar ahora.
– Continúa entonces -no se escuchaba nervioso, simplemente interesado.
Le conté que el encuentro de Dave con Ogden no había sido casual, sino obra de algún arreglo previo. Michael frunció el entrecejo. Le expliqué acerca de la bolsa que contenía el termo que hallé en el camión la noche siguiente y le enseñé los últimos dos tubos que estaban en el termo.
– ¿Qué contienen? -preguntó con curiosidad.
– Un medio de transporte viral -repliqué con resignación-. Sirven para transportar un virus de un lugar a otro.
– ¡Virus…! -estaba muy impresionado-. ¿Dijiste virus?
Virus, para todos los entrenadores, quería decir el virus, la temida infección respiratoria que hacía que los caballos tosieran y tuvieran catarro. El virus poseía el poder de dejar a cualquier caballeriza sin campeones por más de un año.
Michael me devolvió los tubos como si lo hubieran picado.
– Llegaron de Pontefract -le informé-. De Yorkshire.
Clavó la mirada.
– En esa región tienen el virus. Dos o tres cuadras padecen del mal -parecía preocupado-. No has mezclado a ninguno de mis caballos con los que vienen del norte, ¿verdad? Porque si es así…
– No -afirmé con toda seguridad-. Tus caballos siempre han viajado solos.
Se tranquilizó un poco.
– Así lo pensé -miraba los tubos como si fueran serpientes-. ¿Por qué me dices esto?
– Porque si el hombre que viajó gratuitamente no hubiera muerto, el virus que contenían estos tubos podría haberse abierto paso hasta la última potranca de la cuadra de Jericho Rich, precisamente el último día de la transferencia a Newmarket.
Lo meditó.
– ¿Pero, por qué? -preguntó-. Eso es criminal.
– Para vengarse de Jericho Rich.
– ¡Oh, no! -protestó, se puso de pie bruscamente y se alejó a zancadas as de mí. Su enojo era manifiesto-. Yo nunca, por nada, haría algo así.
– Yo sé que tú no…
Se puso furioso.
– ¿Entonces quién?
– Mmm… Creo que podrías preguntarle a Tessa.
– ¡Tessa! -su ira iba en aumento, en contra mía, no contra su joven hija-. ¡Es un disparate de cabo a rabo, Freddie! Ella no sabría cómo hacerlo.
– Me gustaría que le preguntaras -repliqué razonablemente-. ¿Está en casa?
Consultó su reloj.
– Debe estar por llegar en cualquier momento -vaciló, y después me indicó-. Si quieres, puedes esperarla.
Aguardamos. Michael trató de leer el diario y lo dejó caer, enojado, no podía concentrarse.
– ¡Tonterías! -murmuró, refiriéndose a lo que yo le había comentado acerca de Tessa-. ¡Es absurdo!
Su hija regresó, venía cargada con varias bolsas de boutiques. Se asomó por la sala al pasar. Tenía el cabello color castaño, y los ojos claros que parecían perpetuamente malhumorados. Me miró con displicencia.
– Pasa, Tessa -ordenó su padre-. Cierra la puerta.
Frunció el entrecejo de manera poco graciosa y obedeció.
– Muy bien, Freddie -observó su padre-. Pregúntale.
– ¿Preguntarme qué? -estaba molesta, pero no asustada.
– ¿Hiciste los arreglos para que alguien trajera a Pixhill unos tubos que contenían un virus?
La chica dejó de golpear impaciente las bolsas de sus compras y se quedó inmóvil por la impresión. El rostro se le puso tenso, abrió la boca, la mirada parecía cautelosa. Incluso para Michael era evidente que ella sabía de qué le estaba hablando.
– Tessa -dijo con desesperación.
– ¿Y qué con eso? -preguntó desafiante-. Los tubos nunca llegaron. ¡Qué importa!
Volví a sacar de mi bolsillo los dos tubos y los coloqué sobre la mesa. Los miró distraídamente, después entendió lo que eran. "Un mal momento para ella", pensé.
– Había seis tubos -expliqué.
– ¿Qué ibas a hacer con ellos? ¿Verter el contenido por las narices de las seis potrancas pertenecientes a Jericho Rich?
– ¡Papá! -se volvió hacia Michael y lo miró suplicante-. Deshazte de él.
– No puedo -repuso Michael tristemente-. ¿Era eso lo que intentabas?
– Sí, pero no lo hice -lejos de sentirse avergonzada, la voz de Tessa tenía un tono de triunfo.
– No lo hiciste porque tu mensajero se murió de un ataque al corazón durante el viaje y no pudo entregar el termo.
– No sabes nada -replicó-. Lo estás inventando.
– Querías vengarte de Jericho Rich porque se llevó a sus caballos cuando quiso propasarse contigo y lo abofeteaste. Creíste que podías hacer que sus caballos se enfermaran para que no pudieran ganar. Viste el anuncio en la revista Horse and Hound que decía más o menos así: "Se transporta todo a todas partes". Hiciste los arreglos para que Kevin Keith Ogden recogiera el termo en la gasolinera de Pontefract y lo llevara luego a South Mimms. Contrataste a mi conductor Dave para que se encontrara con Ogden en ese lugar y lo llevara a Chieveley. Llamaste por teléfono a Dave ya tarde, por la noche, después de que regresó de Folkestone, ya que sabías que no tenía caso tratar de localizarlo más temprano. Siempre entras y sales de la oficina de Isobel y pudiste ver el itinerario del día. Espero que te haya sorprendido que Ogden no se haya presentado en Chieveley, aunque todo el mundo en el pueblo se haya enterado muy pronto del motivo -hice una pausa breve. Ni el padre ni la hija intentaron hablar.
– Cuando te enteraste de que Ogden había muerto -proseguí- fuiste a buscar el termo, oculta en ropas oscuras y una capucha negra sobre la cabeza. Te descubrí y huiste.
Michael repuso:
– No lo puedo creer -dijo, aunque sí lo creía.
– Haré un trato contigo -le propuse a Tessa-. No le diré a Jericho Rich lo que intentabas hacer con sus potrancas si contestas unas preguntas.
No le agradó. Respondió apenas.
– ¿Qué quieres saber?
– ¿Quién te consiguió el medio de transporte viral?
No contestó.
– ¿Fue Benyi Usher?
– ¡Por supuesto que no! -Tessa estaba verdaderamente asombrada-. No fue él.
– Claro, Benjamín no -Michael estuvo de acuerdo, un tanto divertido-. ¿Pero quién fue, Tessa?
– ¡Oh, de acuerdo! -espetó-. Fue Lewis.
Michael estaba más sorprendido que yo. Me hubiera sorprendido que mencionara a alguien más.
– No sé de dónde lo obtuvo -replicó ella alocadamente-. Todo lo que dijo fue que podía conseguir que un amigo que tenía en el norte recolectara el moco de un caballo que tuviera el virus, y que este amigo lo llevaría a la gasolinera de Pontefract, si yo podía arreglar que alguien lo recogiera. Vi el anuncio en la revista y le sugerí a Lewis que tal vez eso me serviría. Me dijo que contratara a Dave para transportar al hombre, puesto que Dave haría cualquier cosa por obtener dinero, y que, cuando el individuo llegara a Chieveley, yo podría reunirme fácilmente con él. ¿Cómo iba a saber que se moriría? Llamé a Lewis y le conté lo que había pasado. Le pedí que encontrara el termo, pero lo único que hizo fue darme la llave para introducirme en la cabina.
– ¿Buscaste debajo del camión, así como en su interior?
– Te crees el señor sabelotodo, ¿no es verdad? Sí, lo hice.
– ¡Ejem…! ¿Por qué?
– Lewis me dijo un día que podía transportarse cualquier cosa debajo de los camiones, si uno quería. Pero no encontré el termo. No había nada debajo del camión. Sólo inmundicia.
– Cuando intentaste que Nigel te llevara a Newmarket con las potrancas, ¿todavía esperabas encontrar el recipiente con el virus e infectar a los caballos durante el viaje?
– ¿Qué te importa?
– Se trataba de un camión diferente -repuse. Se derrumbó.
– De verdad lo hice por ti, papá -imploró-. Odio a Jericho Rich. ¡Se llevó sus caballos porque lo abofeteé! Lo hice por ti.
Michael se rindió ante ella, invadido por la indulgencia. No le creí a Tessa, pero quizá Michael necesitaba hacerlo.