Capítulo 10

CONDUCÍA A LA GRANJA cuando Nina llamó para decirme que ya había regresado. La encontré llenando los tanques del camión, bostezaba como había ocurrido en otras ocasiones.

Lewis había terminado de limpiar su camión y estaba acomodándolo en su lugar habitual. Luego deslizó su cuaderno de bitácora a través del buzón de la oficina y me informó que entregó ilesos el par de caballos del señor Benyi Usher y que había tenido que ayudar al jefe de mozos de cuadra viajero a ensillar a todos los corredores, ya que Nina había dicho que no iba vestida para esa labor. Pensé que tenía una mala opinión acerca de Nina por dejarle tanto trabajo. La aprobación que ésta se había ganado esa mañana al admirar las fotografías de su bebé, pensé divertido, había sido en vano.

Nina condujo el camión a la zona de limpieza y se dispuso a trabajar con la manguera a presión. Después de que Lewis se fue, me acerqué y me ofrecí a limpiar el camión si aceptaba hacer otro trabajo diferente. Ella estuvo de acuerdo, aliviada, y preguntó:

– ¿Qué pasará si Harvey regresa de Wolverhampton?

– Ya pensaré en algo. Sólo ve a buscar una tarima al granero y revisa todos los tanques de combustible para ver si no hay más recipientes adheridos a ellos. El Trotador me habló de tres. No estoy seguro si buscó en todos los demás.

– Muy bien -convino-. ¿No quieres hacerlo tú?

– No.

Me dirigió una mirada de extrañeza, sin embargo, no hizo ningún comentario.

Fue por la tarima al granero y empezó metódicamente a lo largo de la hilera. Terminé la limpieza y coloqué el camión en su sitio. Me reuní con ella después, cerca de la puerta de la oficina.

– Bueno -comentó, al tiempo que se quitaba la suciedad de los codos-. Hay uno más que está debajo del camión de Lewis pero está vacío, como los demás. De manera que hoy llevamos dos recipientes ocultos a Lingfield. Me quedé junto a los camiones todo el tiempo, para disgusto de Lewis, aunque en realidad él solo podía arreglárselas perfectamente para ayudar al jefe de los mozos de cuadra. Nadie se acercó a los camiones, te lo aseguro.

Mi pensamiento retrocedió en el tiempo.

– Recuerdo que el camión de Lewis iba camino a Francia cuando el Trotador descubrió el segundo y tercer recipiente.

– Bueno, entonces, ahí tienes. El Trotador no estaba enterado acerca del camión de Lewis. Murió antes de que él volviera.

Harvey llegó en ese momento a la granja. Las luces de su camión brillaron en medio de la oscuridad creciente.

– ¿Quieres que revise el de Harvey? -preguntó Nina.

– Si tienes oportunidad. Y todos los demás que no hemos visto.

– Muy bien -bostezó-. Tengo que ir a Lingfield otra vez por la mañana.

Comenté apenado:

– Ni siquiera sé dónde vives. ¿Todavía es necesario que conduzcas mucho para llegar a casa?

– Cerca de Stow-on-the-Wold -respondió-. Tardo una hora.

– Ciertamente es un trayecto largo. Vaya… ¿qué te parece si te invito a cenar en algún lugar camino de casa?

– Sí, me gustaría. Gracias.

Me acerqué a hablar con Harvey mientras él llenaba sus tanques y le pedí que pasara a la oficina para revisar el itinerario del día siguiente. Vino sin sospechar nada; mientras, miré cuando Nina aprovechó la oportunidad para deslizarse debajo de su camión.

Harvey y yo revisamos la lista que por fortuna estaba atiborrada. Le conté que Benyi Usher al parecer había olvidado enviar a sus saltadores de vallas.

– No me imagino como es posible que alguna vez ese hombre haya entrenado a un campeón -replicó Harvey-. La verdad es que tiene una suerte increíble. ¿Quién más obtuvo tres victorias fáciles el verano pasado? ¿Recuerdas ese bicho que circuló en Pixhill? Que ganó en Chester Vase contra sólo dos oponentes. Lo sé porque yo mismo llevé a su campeón, si te acuerdas.

Asentí con la cabeza.

– Siempre ha tenido la tendencia a registrar caballos en carreras en las que es probable que haya muy pocos corredores -estuve de acuerdo-. Gané varias competencias de dos o tres caballos para él, casi todas fueron carreras de tres millas.

– También obliga a las infelices bestias a correr en pistas duras como piedra -Harvey continuó con tono de reprobación-. No parece importarle que los animales terminen cojos.

– Cojean durante todo el camino hacia el banco.

– Puedes reírte -objetó Harvey-, pero aun así es un entrenador pésimo.

Al otro lado de la granja, Nina emergió de su búsqueda, negó con la cabeza de manera exagerada y desapareció en el granero. El otro camión regresó de Wolverhampton. Dejé que Harvey supervisara el final de la jornada y seguí al auto de Nina cuando atravesó las rejas. Ella se detuvo después de tres cuartos de kilómetro, caminó hacia mí y sugirió que la siguiera a un lugar para cenar por el que pasaba todos los días. Media hora más tarde ambos nos detuvimos en un estacionamiento repleto.

Se había relajado, se peinó el cabello y se puso lápiz labial, de modo que la Nina con la que fui a cenar parecía más joven y era casi igual a la original. El lugar estaba atestado, las mesas eran pequeñas y muy cercanas unas a otras. Comimos carne asada con papas y cebollas fritas, acompañada de una garrafa de vino tinto.

– A veces me cansa la comida saludable -comentó Nina, segura del cuerpo esbelto que poseía-. ¿Te morías de hambre cuando eras jockey? ¿Qué comías?

– Pescado a la parrilla y ensaladas -repuse asintiendo.

– Me encanta la comida grasosa. Mi hija me desprecia.

Bebimos café tranquilamente, ninguno de los dos teníamos mucha prisa por marcharnos. Le conté que la policía creía que el Trotador había sido asesinado y que tal vez yo sólo contaba con unas cuantas horas para encontrar las soluciones antes de que nos abrumara la artillería pesada.

– Sandy Smith -proseguí- piensa que todo es cuestión de hacer las preguntas correctas. Así que aquí tengo una: ¿Qué piensas de Aziz?

– ¿Qué? -se sorprendió, casi estaba desconcertada.

– Es muy extraño -observé-. Se presentó un día después de la muerte del Trotador, le di el empleo de Brett porque habla francés y árabe, además de haber trabajado en un taller de Mercedes. Sin embargo, mi hermana dice que es demasiado inteligente para lo que hace, y respeto su perspicacia. Ese martes por la noche, cuando terminé en los muelles de Southampton, no sé si Aziz ayudó a llevarme ahí.

– ¡Oh, no! -repuso consternada-. Estoy segura de que no.

– ¿Por qué te sientes tan segura?

– Es sólo que… es tan alegre.

– Se puede sonreír y sonreír y ser un villano.

– Aziz no -advirtió.

Para ser sincero, mi reacción visceral hacia Aziz era la misma que la de Nina: el hombre podía ser un granuja, pero no un villano. Sin embargo, había algunos villanos a mi alrededor, comenté, y necesitaba descubrirlos con rapidez.

– ¿Quién mató al Trotador? -preguntó ella.

Respondí:

– ¿En quién apostarías?

– Dave -contestó sin dudar-. Posee un temperamento violento que nunca te ha mostrado.

– Ya he oído de eso. Pero Dave no. No, lo conozco desde hace mucho tiempo -escuché la duda asaltándome en mi propia voz y a pesar de mi convicción.

– Se puede sonreír como un niño y ser un villano.

Contra todo pronóstico me reí y mis preocupaciones se desvanecieron.

– La policía encontrará al asesino del Trotador -explicó Nina-. Tus problemas desaparecerán y yo podré marcharme tranquilamente a casa. Eso es todo.

– No quiero que te vayas a casa.

Lo dije sin pensar y me sorprendió tanto a mí mismo como a ella. Me miró pensativa, al tiempo que escuchaba lo que yo no había querido decir.

– La soledad habla por ti -repuso despacio.

– Vivo feliz solo.

– Sí. Como yo.

Nina terminó su café y, con un ademán conclusivo, se limpió la boca con la servilleta.

– Es hora de irnos -dijo-. Gracias por la cena.

Pagué la cuenta y nos dirigimos a nuestros autos.

– Buenas noches -se despidió prosaicamente-. Nos vemos mañana temprano -subió al auto y se acomodó en su asiento, sin hacer una sola pausa y sin tensión alguna, adepta a las despedidas no embarazosas.

– Buenas noches -contesté.

Se alejó con una sonrisa, amistosa, nada más. No estaba seguro si debía o no sentirme aliviado.


A PRIMERA HORA de la mañana, me despertó de las profundidades del sueño renovado el timbre del teléfono, que trajo a mi oído sobresaltado la voz recia de Marigold.

– No me tiene muy contenta tu amigo Peterman -explicó-. ¿Podrías venir? Digamos, ¿alrededor de las nueve?

– Mmm -repuse, al tiempo que emergía a la superficie tan lentamente como un nadador medio ahogado. El sueño me llamaba como una droga-. Sí, Marigold. A las nueve. Bien -dejé caer el auricular en el aparato a un lado de la cama.

Mañana de sábado. Café. Hojuelas de maíz.

Todavía medio dormido, caminé arrastrando los pies de la cocina a la sala y encendí la computadora. Tecleé el nombre de Nina y leí su domicilio, a cargo de Lauderhill Abbey, Stow-on-the-Wold, y su edad, cuarenta y cuatro. Nueve años mayor que yo. Ocho y medio, para ser precisos. Bebí mi segunda taza de café y me pregunté si esa diferencia de edades importaba.

Contesté cuatro llamadas telefónicas en rápida sucesión, recibí, modifiqué y acepté solicitudes de viajes para el día. Puse todo en el programa para que Isobel estuviera enterada, ya que trabajaba en la oficina la mayor parte de los sábados por la mañana, de las ocho hasta el mediodía. A los diez minutos para las ocho, llamó Isobel para informarme de su llegada, lo que me permitió dedicarme a atender la granja.

Conduje hasta ahí para observar el inicio de los viajes de ese día. Nina me saludó con un hola breve cuando llegó, su apariencia era tan determinadamente sin atractivo como siempre. Harvey, Phil y los demás entraban y salían del restaurante, recogían sus hojas de trabajo y coqueteaban un poco con Isobel. Era un sábado por la mañana como cualquier otro. Otro día de carreras.

La mayor parte de la flotilla había partido a las ocho y media. Entré en la oficina de Isobel y la encontré registrando el programa del día en su computadora.

– ¿Cómo van las cosas? -pregunté vagamente.

– Siempre delirantes -sonrió, parecía feliz.

– Quiero pedirte que recuerdes algo. Cuando estuve ausente durante el pasado agosto, ¿qué encontró el Trotador en el foso de inspección?

Dejó de teclear y me miró perpleja.

– ¿Qué dijiste?

– ¿Recuerdas qué encontró el Trotador en el foso? Algo muerto, una "langosta" muerta, dijo, pero no es posible que se tratara de un animal de ese tipo. ¿Te acuerdas qué encontró? ¿Te comentó algo? ¿Se lo dijo a alguien?

– ¡Ah, sí! -levantó las cejas-. Recuerdo vagamente, pero no era nada de qué preocuparse. Creo que se trataba de un conejo.

– ¿Un conejo?

– Sí. Un conejo muerto. Dijo que estaba infestado de gusanos o algo así y que ya lo había tirado en el depósito de basura. Eso fue todo lo que comentó.

– ¿Recuerdas qué día fue?

Movió la cabeza con decisión.

– Tal vez estaba anotado en los registros que perdimos, aunque en realidad no lo creo. No recuerdo haberme molestado en guardar algo así.

– ¡Oh, vaya! Gracias de todas maneras -repliqué.

Sonrió sin burla y volvió a su trabajo.

Langostas, pensé. Conejos. Langostas y camarones, langostas y crustáceos, langostas y cangrejos.

Los únicos conejos que me venían a la mente eran los que pertenecían a los niños de Michael Watermead, pero aun si uno de ellos hubiera logrado escapar y esconderse en el foso de inspección, era muy difícil que hubiera estado lleno de gusanos, a menos que tuviera varios días de muerto cuando el Trotador lo encontró. El hecho no parecía tener importancia; sin embargo, el Trotador había pensado que era lo suficientemente significativo como para decírmelo después de siete meses.

Miré mi reloj. Ya eran casi las nueve de la mañana. La cita que entre sueños había concertado con Marigold emergió a la superficie. Le avisé a Isobel a dónde iba y conduje hasta la caballeriza de la señora English.

Ella estaba afuera, con su sombrero de lana puesto, y se acercó presurosa cuando arribé. Llevaba en las manos un tazón de nueces para los caballos.

– No te bajes -ordenó-. Llévame a ver a Peterman.

Seguí sus instrucciones, que implicaron pasar traqueteando por un sendero cubierto de pasto hasta un corral distante ubicado detrás de su casa. El corral bajaba en pendiente hasta un arroyo y estaba bordeado por sauces altos.

Peterman, sin embargo, se encontraba muy cerca de la reja y se le veía un aspecto completamente miserable. Olfateó las nueces que Marigold le ofreció y después alejó la cabeza, como si se sintiera ofendido.

– ¿Lo ves? -preguntó ella-. No quiere comer.

Miré confundido a Peterman.

– ¿Qué le sucede?

– Garrapatas -respondió-. Creo que eso es lo que tiene. Le llamé por teléfono a John Tigwood hace menos de media hora y le pedí que hiciera algo al respecto, me contestó que eran disparates, que no era posible y que, de todos modos, el veterinario había determinado que los caballos estaban bien -se detuvo al quedarse sin aliento-. ¿Qué opinas?

– Mmm… ¿Dónde tenía las garrapatas?

– En el cuello. Son del mismo tono de marrón que su maltratado pelaje. Nunca las habría podido ver si no hubiera sido porque una de ellas se movió.

– ¿Cuántas había?

– Siete u ocho. No pude distinguirlas claramente.

– Pero Marigold…

– No seas tan lento -ordenó tajante-. Las garrapatas transmiten enfermedades, ¿no es cierto? No puedo arriesgarme a que las garrapatas de Peterman salten a mis potros de dos años de edad, ¿verdad que no?

– No -repuse despacio-. No puedes.

– Así que sin importar lo que diga John Tigwood, no voy a conservar a este viejo caballo aquí. Lo siento mucho, Freddie, pero tienes que encontrarle un nuevo hogar.

– Sí -respondí-. Voy a llevármelo a mi casa. Tengo jardín y puede quedarse allí de manera temporal. Regresaré por mi auto. ¿Estás conforme?

Ella asintió dando su aprobación.

– Lamento haberte dado toda esta molestia, Freddie. Sólo espero que comprendas.

Pensé en sus caballerizas repletas de estrellas y le aseguré que entendía bien. Conduje de regreso por el sendero cubierto de césped hasta su establo, en donde me prestó una rienda para guiar a Peterman, y luego me llevó a ver a su caballo de tres años de edad que participaría en el Derby contra el sensacional Irkab Alhawa perteneciente a Michael Watermead.

Sentí deseos de matar a John Tigwood y a su Centaur Care por colocarme en una situación tan incómoda. Suspiré ante mi estupidez, regresé al potrero, coloqué la rienda para llevarme al caballo y guié a mi antiguo amigo por el camino hasta el pequeño pedazo de tierra con pasto silvestre que había en el jardín amurallado detrás de mi casa.

– No te comas los malditos narcisos -le ordené.

Me miró con pesar. Mientras retiraba la rienda para alejarme, percibí que ni siquiera se interesaba en el pasto.

Recogí mi Fourtrak del establo de Marigold y me dirigí a casa nuevamente. Peterman estaba inmóvil, más o menos en el lugar en donde lo había dejado. El pobre animal se veía atroz. Le ofrecí un cubo con agua, pero no quiso beber.

Las ideas estallaban en mi mente, casi como si un par de tanques de combustible dormidos hubieran reanudado una explosión. Me senté a la computadora en mi sala destruida para hacer una nueva expedición a través de los discos viejos. Esta vez traje a la pantalla a los camiones de caballos, uno por uno, identificados por su número de registro. El historial de cada uno de los camiones me proporcionó fechas, viajes, conductores, lecturas de los odómetros, programas de mantenimiento, reparaciones, licencias, capacidad de combustible, gasolina utilizada día por día.

Después de varios intentos, localicé los detalles de todos los trabajos de mantenimiento que el Trotador había llevado a cabo en agosto anterior. Revisé cada día hasta que hallé ese mes en la vida del Trotador, y encontré la "langosta" muerta.

Diez de agosto. El número de registro del camión que normalmente conducía Phil. Cambio de aceite en el foso de inspección. Se verificó el compresor de frenos de aire. Al final, había una nota que Isobel había registrado y olvidado: "El Trotador dice que un conejo muerto cayó del camión en el foso. El animal estaba infestado de garrapatas, informó. Lo arrojó al depósito de basura".

Me senté de nuevo y contemplé vagamente a la distancia. Transcurrido un rato, llamé los registros de Phil a la pantalla para averiguar dónde había estado el diez de agosto, o el nueve, o el ocho. Pero Phil no había conducido ese camión en ninguno de esos días, sino uno más viejo, que yo vendí después.

Tuve que regresar al tablero de dibujo: de vuelta a los números de registro.

El siete de agosto el camión que Phil conducía hasta la fecha había viajado a Francia con dos caballos corredores para Benyi Usher. Compitieron en la octava carrera en Cagnes-sur-Mer y volvieron a Pixhill el nueve.

Lewis condujo ese camión, en ese viaje. En realidad, lo había conducido casi todo el año anterior, como bien sabía yo una vez que pensé en ello.

Cerca de las diez y cuarto llamé por teléfono a Edimburgo.

– Habla Quipp -me respondió una voz agradable. Inglesa, no escocesa.

– Mmm… disculpe por llamarle -expliqué-, pero, ¿sabe por casualidad dónde puedo encontrar a mi hermana Lizzie?

Después de una breve pausa, respondió:

– Por favor, aguarde un momento.

Esperé y escuché su voz que la llamaba.

– Liz, es tu hermano -y después ella respondió, ligeramente asombrada.

Preguntó:

– ¿Te pasó algo en la cabeza?

– ¿Qué? No, salvo que me he sentido torpe y estúpido. Oye Lizzie, ¿conoces a alguien que sepa de garrapatas?

– ¿Garrapatas?

– Sí. Hay un caballo en el jardín que es probable que tenga.

– ¿Qué caballo en el jardín?

– Peterman. Uno de los caballos viejos que trajimos el martes pasado. En serio, Lizzie, pregúntale a tu profesor cómo puedo obtener información acerca de las garrapatas. Hay demasiados animales muy valiosos en Pixhill. Es urgente.

– ¡Por todos los cielos!… -le preguntó al profesor Quipp lo que yo quería saber y él tomó el auricular.

– Tengo un amigo que es un experto en garrapatas -me informó-. ¿Puedes traerle algunos especimenes?

– ¿Cómo transporto unas garrapatas? No puedo verlas.

– Eso es normal -repuso Quipp-. Son muy pequeñas. Humedece una barra de jabón hasta que la sientas pegajosa; luego frótala sobre el caballo. Si descubres algunas máculas marrones y redondas en la pasta, ya conseguiste las garrapatas.

– ¿Pero no se morirán?

– Tal vez no, sí tomas el vuelo hasta aquí. Te recibiremos en el Aeropuerto de Edimburgo. ¿Digamos que sea a la una en punto? ¡Ah, sí! Trae una muestra de sangre del caballo.

Abrí la boca para decir que me tardaría una hora o más en conseguir al veterinario, pero la voz de Lizzie me lo impidió.

– Hay una jeringa y una aguja hipodérmica en el botiquín de baño -informó-. Se quedó ahí desde mi a época en que padecía alergia a las avispas cuando vivía en la casa. Úsala.

– Sí -respondí aturdido, y escuché cuando colgó.

Subí al baño rosa y dorado al lado de la habitación de Lizzi y encontré la jeringa en el gabinete que tenía un espejo como fachada. La jeringa se veía demasiado pequeña para un caballo. A pesar de ello, la tomé y bajé con una barra de jabón, humedecida hasta el punto de quedar pegajosa, salí y me acerqué a Peterman.

Su apatía era absoluta. Sólo le sostuve la cabeza mientras le buscaba una vena visible en la quijada. Hundí la fina aguja con suavidad. Permaneció inmóvil, como si no sintiera nada. La jeringa se llenó fácilmente con la materia roja. Saqué la aguja, tomé la barra de jabón y la froté sobre la cabeza y el cuello de Peterman. Sin embargo, a pesar de mis dudas, había algunos puntos marrones del tamaño de la cabeza de un alfiler en la superficie blanca y lisa.

Peterman continuó sin prestar atención mientras guardaba mis trofeos dentro de un recipiente de plástico para alimentos y cerraba la tapa con firmeza. En cinco minutos estaba en la carretera, dirigiéndome hacia el Aeropuerto de Heathrow. De camino le llamé por teléfono a Isobel para avisarle a dónde iba.

Por suerte alcancé el último asiento en el vuelo del mediodía. Mi único equipaje era el recipiente de alimentos y el sobre de dinero de mi caja fuerte. Vestía pantalones vaqueros y una camisa de lana deportiva que usaba para trabajar. Coloqué el recipiente sobre las piernas y me dormí la hora que permanecimos en el aire.

Lizzie me estaba esperando en el aeropuerto; a su lado se encontraba un hombre que más parecía un instructor para esquiar que un profesor de química orgánica. El efecto de su apariencia atractiva, moreno y sin barba, se acentuaba por una chaqueta de muchos colores, como la que usan los montañistas.

– Quipp -se presentó el hombre y alargó la mano-. Ven. Vamos en seguida al laboratorio. No hay tiempo que perder.

El profesor conducía su Renault con un entusiasmo que bien hacía juego con su chaqueta colorida. Nos detuvimos ante lo que parecía la entrada posterior de un hospital privado y entramos por un corredor que daba a un par de puertas giratorias. Había un letrero que decía FUNDACIÓN McPHERSON, pintado con letras negras sobre el vidrio.

Quipp cruzó las puertas con aire familiar. Lizzie y yo lo seguimos y llegamos primero a un vestíbulo. Quipp nos entregó a cada uno una bata blanca de laboratorio que se abotonaba en el cuello y se ataba con una cinta alrededor de la cintura. En el laboratorio nos reunimos con un hombre que vestía de manera similar. Se volvió del microscopio y le advirtió a Quipp:

– Más vale que esto sea bueno. Se supone que debo estar en el partido de rugby en Murrayfield.

Quipp me lo presentó como Guggenheim, el recolectar de muestras residente. Al igual que Quipp, prefería que se le identificara por su apellido. Era estadounidense y de complexión delgada, tenía el pelo rizado castaño claro y la mirada bien disciplinada de quien está habituado a la concentración.

El científico tomó el recipiente de plástico y se dirigió hacia una mesa de trabajo. Transfirió de la jabonadura uno de los puntos marrones, lo colocó en un portaobjeto y lo miró rápidamente a través del microscopio.

– ¡Vaya, vaya, vaya! Tenemos una garrapata -comentó Guggenheim. De buen humor, levantó la vista del microscopio-. ¿El caballo está enfermo? -preguntó.

– Mmm -respondí-, el caballo no quiere moverse, se ve deprimido.

– La depresión es clínica -comentó-. ¿Algo más?

Medité en el comportamiento de Peterman.

– No come -repuse.

Guggenheim parecía feliz.

– Depresión, anorexia, los síntomas clásicos -explicó-. Tal vez deberíamos buscar Ehrlichiae risticii -nos miró a Lizzie, a Quipp y a mí-. ¿Por qué no salen un momento, por favor? Denme una hora. Es posible que encuentre algunas respuestas. No les prometo nada. Estamos tratando con organismos que están en el límite de la visibilidad.

Hicimos caso de su sugerencia y dejamos nuestras batas en el vestíbulo. Quipp nos llevó en el auto a sus habitaciones, que eran masculinas e intelectuales, pero mostraban signos inequívocos de la presencia de Lizzie. Ella nos preparó café. Quipp tomó su taza y murmuró gracias con aire familiar.

– ¿Qué es exactamente la Fundación McPherson?

– Es una sociedad filantrópica escocesa -respondió Quipp de manera sucinta-. También es una pequeña subvención universitaria. Cuenta con modernos microscopios electrónicos y, en la actualidad, con dos genios residentes. Acabas de conocer a uno de ellos. La especialidad de Guggenheim es la identificación de vectores de la Ehrlichiae.

– ¿Qué son las erlic… lo que sea que hayas dicho?

– ¿Ehrlichiae? Son organismos parásitos que propagan el surgimiento de garrapatas. Las que mejor se conocen enferman a los perros y al ganado. Guggenheim realizó algunas investigaciones sobre Ehrlichiae en los caballos en Estados Unidos. Habla de una nueva enfermedad que surgió apenas a mediados de los ochenta.

Reflexioné.

– ¿Podrían trasladarse estos organismos Ehrlichiae en un medio de transporte viral? ¿Por ejemplo la sustancia que contenían esos pequeños tubos de vidrio?

Movió la cabeza para negar con decisión.

– No. Ehrlichiae no son virus. Definitivamente no lograrían sobrevivir en ningún tipo de medio.

– Eso no me aclara nada -repuse con pesar.

Después de una hora, Quipp nos condujo de regreso a la Fundación McPherson y allí encontramos a Guggenheim pálido y tembloroso por la emoción.

– ¿De dónde provienen estas garrapatas? -demandó tan pronto como aparecimos vestidos de blanco-. ¿De Estados Unidos?

– Creo que provienen de Francia.

– ¿Cuándo llegaron?

– El lunes pasado. Las traía un conejo.

Me miró con suspicacia y evaluó el asunto.

– Sí, sí. Creo que un conejo podría portarlas. Sin embargo, no sobrevivirían mucho tiempo en un jabón. Pero transferirlas de un caballo a un conejo por medio de un jabón… El conejo no sería receptivo a la Ehrlichiae equina, y en cambio sí podría transportar las garrapatas vivas sin que nadie se diera cuenta.

– ¿Y podrían transferirse las garrapatas a un caballo diferente?

– Es posible. Sí, sí. No veo por qué no -hizo una pausa-. La erliquiosis equina se conoce en Estados Unidos. La he visto en Maryland y en Pensilvania, aunque es una enferme a reciente. Rara. Cuando la causa la Ehrlichiae risticii, se le llama fiebre equina del Potomac. La razón se debe a que se le ha encontrado cerca de la mayor parte de los grandes ríos como el Potomac. ¿Cómo llegaron estas garrapatas a Francia?

– Francia importa caballos criados en Estados Unidos.

– Sí -su entusiasmo era contagioso-. Nadie hasta ahora ha identificado el vector de la Ehrlichiae risticii. ¿Se dan cuenta de que si estas garrapatas son el vector, es decir el portador de una enfermedad, estamos en el umbral de un descubrimiento muy importante? -se detuvo, abrumado.

– ¿Qué le pasa a un caballo si se contagia de la fiebre? ¿Muere?

– En realidad no. El ochenta por ciento sobrevive. Si se tratara de un caballo de pura sangre, es probable que no ganara otra carrera. Por lo que sé respecto a esta enfermedad, debilita mucho.

– ¿Cuánto tiempo dura la fiebre?

– Cuatro o cinco días. Después el caballo desarrolla anticuerpos, de manera que las Ehrlichiae ya no lo afectan. Si el vector es una garrapata, ésta continuaría viviendo -hizo una pausa breve-. ¿Le importaría que vaya a ver lo que tiene en Pixhill?

– Venga -lo invité-. Puede quedarse en mi casa.

– ¿Pronto? Quiero decir, no deseo importunarle, pero usted acaba de mencionar que su caballo es viejo, y es típico que sean los caballos viejos retirados los que se contagian de esta enfermedad. Mientras más viejos son, es más probable que mueran. Es posible hacer un diagnóstico por medio de un análisis de sangre, pero la cantidad que usted trajo no es suficiente.

– Mmm -repuse-, ¿existe alguna cura?

– Tetraciclina -respondió de inmediato-. Le llevaré algo a su muchacho. Posiblemente todavía estemos a tiempo.

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