Capítulo 4

EL TROTADOR tenía el cuello roto.

Quedamos estáticos frente al cuerpo. La cabeza se encontraba en un ángulo que resultaba imposible que estuviera vivo.

– Debe haberse caído -explicó Farway, como si hubiera descubierto el hilo negro.

Desde la parte de enfrente del foso, mi asistente Harvey me miro con incertidumbre a los ojos. Era seguro que pensaba igual que yo: que el Trotador no pudo haberse caído de manera accidental en el foso de inspección. En todo caso, tendría que haber estado verdaderamente borracho y, aun así, yo habría podido apostar a que sus instintos lo salvarían.

Como si me leyera el pensamiento, Sandy Smith suspiró.

– Anoche bebió demasiado en la taberna. Mencionó algo delirante acerca de extraños bajo los camiones. "Llaneros solitarios" y otras cosas por el estilo. Tomé las llaves de su auto al final y lo llevé a casa. De otra manera, habría tenido que arrestarlo.

– ¿Ya le informaste a su esposa acerca de lo ocurrido? -preguntó Farway.

– Hasta donde sé, no estaba casado -respondió Sandy.

– No tenía ninguna clase de parientes cercanos -amplié la explicación.

Farway se encogió de hombros, bajó por la escalera del foso y se inclinó para examinar con ojo clínico el cuerpo torcido. Tocó ligeramente el cuello flexionado.

– ¿Hace cuánto tiempo que murió?

Farway contestó con vacilación.

– Yo diría que bastante tarde esta mañana.

Todos comprendimos que en ese momento era imposible hacer una conjetura más acertada. El doctor Farway subió la escalera y sugirió que él y Sandy llamaran nuevamente a los hombres que habrían de llevarse al Trotador a su destino final.

Le pregunté a Harvey cómo había encontrado al Trotador.

Harvey se encogió de hombros.

– No lo sé. Mientras esperaba mi comida, sólo deambulaba por el patio, como lo hago con frecuencia. Ya habían partido todos los camiones que tenían que trabajar hoy. Me percaté que las luces del granero estaban encendidas, así que vine a apagarlas -hizo una pausa-. No me preguntes por qué llegué hasta el foso. Ignoro la razón. Sólo lo hice.

El foso se localizaba en realidad en el extremo más alejado del granero, con el propósito expreso de evitar que las personas tropezaran y cayeran por el borde de modo accidental. Un portón eléctrico permitía introducir un camión y colocar a éste directamente sobre el foso. La puertecilla que se encontraba más cerca del corral de la granja, para uso de los peatones, servía de acceso al taller, y en una bodega situada en una esquina se guardaban las herramientas bajo llave.

– ¿Crees que el Trotador haya estado tirado aquí todo el tiempo mientras los conductores se presentaban a trabajar y sacaban los camiones?

Harvey se veía muy preocupado.

– No lo sé. Tal vez. Es escalofriante, ¿verdad?

Farway y Sandy sacaron sus teléfonos y convocaron a sus compañeros. Harvey y yo nos sentíamos molestos e inseguros y nos dirigimos a la oficina.

– ¿Crees que se haya caído? -le comenté a Harvey al entrar al sitio sagrado que solíamos compartir e hice una pausa.

– No quisiera ni pensar en la otra opción.

– Yo tampoco. ¿Quién estuvo en la taberna, ayer por la noche, con el Trotador?

– Sandy, desde luego. Dave… -interrumpió horrorizado-. Qué quieres decir con ¿quién estuvo en la taberna que lo oyó hablar acerca de los extraños debajo de los camiones? No querrás decir que…

Negué con la cabeza, aunque, ¿cómo podía evitar pensarlo?

– Pero esa caja registradora escondida estaba vacía -insistió preocupado Harvey-. Nadie querría asesinar al Trotador por una cosa vacía e inservible como ésa.

Harvey, notablemente aprehensivo, clavó la mirada en la hilera de camiones.

– Cuando encontré al Trotador -dijo-, regresé a casa y llamé por teléfono a tu línea personal, pero me contestó una grabación. Después llamé a Isobel y me dijo que creía que estabas en casa de los Watermead, ya que Nigel le había comentado que ibas a comer ahí. Parece que Tessa se lo informó. Así que Sandy dijo que iría a buscarte.

Harvey empezó a dar preocupantes señales de indecisión que, por el largo tiempo de conocernos, de inmediato identifiqué como duda sobre si debía decirme o no algo que tal vez yo no quisiera escuchar.

– Habla ya.

– ¡Oh, vaya! Nigel dijo que Tessa quería ir a Newmarket el viernes con él y las potrancas. Se subió al camión y se acomodó en el asiento del pasajero.

– Espero que no la haya llevado.

– No, pero a Nigel se le complicó la existencia. Quiero decir, por un lado estabas tú con tus amenazas de despedir a quienes llevaran gratis a alguien y, por el otro, se encontraba ella, la hija del entrenador, que quería ir con él -hizo una pausa-. Esa chica es una damita muy educada y Nigel es un hombre muy atractivo, por lo menos eso dice mi esposa y, no me malentiendas, pensé que sería mejor que te enteraras.

– Te lo agradezco -dije sinceramente-. No quiero perder el trabajo de Michael Watermead sólo porque su hija, Tessa, se ha encaprichado con uno de nuestros empleados. Lewis, por supuesto, era el conductor favorito de Michael, pero a menudo los caballos de Watermead requerían más de un camión.

Después de un tiempo, un auto de la policía avanzó despacio entre las rejas. Traía a unos oficiales del Departamento de Investigaciones Criminales de Scotland Yard, un médico forense y un fotógrafo. Harvey y yo salimos al granero, donde Sandy mostró el cadáver del Trotador a sus colegas vestidos de civil mientras que Bruce Farway conversaba, dándose mucha importancia, con su contraparte policíaca. Tomaron la declaración de Harvey sobre el descubrimiento del cadáver. Bajé al foso, al lado de mi pobre mecánico, para confirmar que su cuerpo estaba tal como lo encontramos, La misma carroza fúnebre que se llevó a Kevin Keith Ogden llegó, y otra vida que había concluido abandonó mis terrenos en un ataúd metálico.

La policía, sin sonreír, lo siguió.

– Todo esto resulta muy triste -comentó Farway con cierta vivacidad, indiferente a lo que sucedía.

– Era todo un personaje -puntualizó Sandy, al mismo tiempo que asentía.

"No es para tanto", pensé. Luego pregunté:

– Sandy, cuando llevaste a casa al Trotador anoche, ¿fue en tu auto o en el suyo?

– En el mío. Ese vejestorio todavía debe de estar en la taberna.

– Ese vejestorio me pertenece en realidad -le informé-. Voy a recogerlo más tarde. ¿Todavía tienes las llaves?

Estaban en su casa, aparentemente. Le dije que pasaría a recogerlas, y el alguacil se retiró para aprovechar lo poco que quedaba de su domingo libre.

Salió Bruce Farway, quien me hizo una seña con la cabeza a manera de fría despedida. Harvey regresó a su casa y yo deambulé por el granero, me asomé al foso, ahora vacío, e inspeccioné la bodega. Por lo que pude apreciar, nada había sido alterado. Cerré con llave la bodega y caminé hasta la mesa de trabajo del granero.

No había herramientas esparcidas en ninguna parte. Nada con lo que un hombre pudiera haber tropezado, a pesar de que estuviera muy borracho.

De mal talante, dejé el granero y, como era la costumbre, dejé abierta la puerta que daba al patio. Siempre había creído que no era bueno exagerar. Teníamos un candado en la entrada principal. La seguridad podía convertirse en una obsesión y, de todos modos, o había intentado protegerme de los ladrones, no de contrabandistas. Ni de asesinos.

Me retraje dolorosamente ante esa palabra. No quería creer que algo así pudiera suceder. No al Trotador. Requería de sus servicios como si hubiera sido un aditamento o un accesorio, al igual que la granja y los camiones, transacción que, al parecer, había sido de su agrado. Me consideré afortunado por tenerlo y no sabía cómo encontraría a alguien con tanta experiencia, tan poco exigente y tan comprometido. Simplemente lamenté su pérdida, sin ningún interés egoísta. Lo lloré como hombre.


UN POCO MÁS TARDE, cuando empezaba a caer la noche, me dirigí hacia la casa de Sandy y recogí las llaves del vehículo que el Trotador usaba. Proseguí mi camino hasta la taberna, donde encontré la camioneta en el estacionamiento. Las dos puertas posteriores estaban entreabiertas y, adentro, donde debía haber estado la tarima y un revoltijo de herramientas en una caja grande de plástico rojo, no había nada, excepto polvo oxidado sobre el viejo piso de metal.

Suspiré. Docenas de parroquianos habían visto que Sandy se llevaba a casa al Trotador, dejando detrás de él una camioneta con cosas fáciles de hurtar. Supuse que debería sentirme contento de que el vehículo no hubiera desaparecido también.

Conduje la corta distancia que me separaba de la granja y me cuestioné el motivo por el que el Trotador había ido al granero sin sus llaves o su auto… y cuándo… y cómo… y con quién.

En las oficinas, el cuaderno de bitácora del Trotador se encontraba sobre el escritorio de Isobel, listo para que mi secretaria pasara los detalles a la computadora. Tomé el cuaderno y me lo llevé a mi oficina. Me senté a leer lo que había escrito el Trotador.

Sólo detalles escuetos del viaje. Ningún comentario. Nada importante. Había recogido a cuatro caballos de salto en una caballeriza de Pixhill y los había llevado por la M 4 a las carreras de Chepstow. Anotó la hora de salida de la base, la hora en que recogió a los animales, las horas de llegada y salida del hipódromo, la hora en que devolvió los caballos a la caballeriza y la hora de regreso a la base. El total de horas trabajadas y la cantidad de horas que había pasado tras el volante.

Nada acerca de extraños o llaneros solitarios.

Deprimido, volví a colocar el cuaderno donde lo había encontrado y concluí que no había nada qué hacer por el momento. Cuatro de los camiones de la flotilla todavía estaban fuera, sin contar el que había ido a Francia, pero Harvey se encargaría de su regreso. Bostecé, cerré y me fui a casa.

Reviví con un trago del whisky de Escocia y me senté en mi sillón giratorio de cuero verde. Rebobiné la cinta de la máquina contestadora de mi línea privada. La había encendido antes de salir a la comida de los Watermead y, así permaneció desde entonces. La cinta retrocedió diligentemente.

Oprimí el botón para reproducir y casi me caigo del sillón.

La primera voz que escuché fue la del Trotador, ronca, pausada, sin miedo.

– Odio esta máquina -decía-. ¿A dónde fuiste, Freddie? Alguien se birló la camioneta. No está en el garaje. Algún gorrión aprovechó y se la llevó mientras yo dormía la mona. Será mejor que le avises a Sandy… No, espera… -se detuvo y luego, con cierta turbación, prosiguió-. ¡Ejem! Mmm, cancélalo, Freddie. Está en la taberna. Olvida que te lo mencioné, ¿de acuerdo?

La línea se desconectó, pero la segunda llamada también era del Trotador.

– Acabo de recordar, este… acerca de la camioneta. Sandy Smith tiene las llaves. Caminaré hasta la granja primero para dar un vistazo y luego iré a recogerlas. De todos modos, quiero que le eches un "sable" a esas "langostas". Encontré una muerta en el foso en agosto pasado y se arrastraba, pero "rojo" también encontró cinco en un caballo el verano pasado y se murió. ¿Qué opinas?

Su voz se detuvo, al tiempo que me dejaba con el problema de no comprender lo qué podía estar diciendo. ¡"Langostas" en el foso! Muertas, además, como él. ¡Pobre Trotador, pobre tipo que me exasperaba!

¿Por qué nunca hablaba claro? Su jerga rimada no había importado mucho antes de los sucesos recientes, pero en este momento me enfureció. "Birló" quería decir “robó”; "gorrión” significaba "ladrón"; “sable” provenía de "sable y espada": “mirada”. Todas esas expresiones eran comunes en su manera de hablar. ¿Pero qué había querido decir con "langostas" y “rojo"? ¿Y qué era lo que se arrastraba? Lo que necesitaba, decidí, era un diccionario de rimas y por la mañana iría a comprarlo.

Había encendido la máquina contestadora de mi línea privada cerca de las once de la mañana. El Trotador estaba vivo a esa hora. Para encontrarse tirado en el foso, frío, cerca de las tres de la tarde, debía haber muerto poco después de hacer las llamadas telefónicas. Si hubiera podido hablar personalmente con él, quizá aún viviría. Sentí un remordimiento implacable mientras escuchabalos otros mensajes. Le conté a una o dos personas acerca del Trotador. Todo el pueblo estaría enterado antes del anochecer.


A LA MAÑANA SIGUIENTE, alrededor de las siete y media, después de pasar una pésima noche, me hallaba e n la granja hablando con los dos conductores que iban a llevar unos corredores a Southwelly cuando llegó una mujer en un pequeño auto Ford. El carro se detuvo afuera de las oficinas y ella emergió detrás del volante en pantalones vaqueros, chaqueta acolchada y el cabello oscuro peinado hacia atrás en una cola de caballo. No usaba maquillaje ni esmalte para uñas. No pretendía aparentar juventud.

Estaba, como me lo había anunciado, casi irreconocible.

Me acerqué e incrédulo dije:

– ¿Nina?

Ella sonrió alegremente.

– Creo que llego temprano.

– Es mucho mejor. Te presentaré con los demás, pero primero será mejor que te ponga al tanto de algo que los tiene inquietos.

Prestó atención a mi relato sobre el descubrimiento del Trotador. Frunció el entrecejo y preguntó de inmediato:

– ¿Ya le avisaste a Patrick Venables acerca de esto?

– Todavía no -la hice pasar a mi oficina y escuché mientras ella lo llamaba.

– Bien podría tratarse de un accidente -le comentó a su jefe-. La policía local se hizo cargo. ¿Qué quieres que haga?

Escuchó durante un rato, asintió varias veces, luego me alargó el auricular.

– Quiere hablar contigo.

– A ver si he entendido bien -dijo Venables-. ¿El hombre que hallaron muerto es el que descubrió los recipientes vacíos adheridos a tus camiones?

– Sí. Era mi mecánico.

– Además de nosotros, ¿quién estaba enterado de que los había encontrado?

– Todos los que lo oyeron contarlo en una taberna en Pixhill el sábado por la noche y que entienden la jerga rimada -le expliqué acerca de los hábitos lingüísticos del Trotador-. El oficial de la policía local también lo oyó, pero no lo comprendió del todo. Sin embargo, para cualquier persona que supiera que los recipientes se encontraban ahí, debe de haber resultado perfectamente comprensible.

– Estoy de acuerdo -Patrick Venables hizo una pausa-. ¿Quiénes estaban en la taberna?

– Es un lugar muy popular. Le preguntaré al propietario. Iré a la hora de la comida para decirle que quiero invitarle una cerveza a todo el que estuvo ahí el sábado por la noche, durante la última visita del Trotador. En su memoria o algo así.

Quiso hablar nuevamente con Nina, ella dijo que sí unas cuantas veces más y "adiós, Patrick" al final.

– Quiere que le llame por teléfono más tarde -comentó-. Y, después de pensarlo mejor, te aconseja que tengas mucho cuidado en la taberna.

Le conté acerca del último mensaje del Trotador en la máquina contestadora.

– Voy a escribírtelo -repuse-, aunque me resulta bastante incomprensible. Nunca lo había escuchado decir esas rimas.

Ella me miró.

– Tú has tenido más práctica que la mayoría.

– Mmm. Pensé en adquirir un diccionario de rimas, aunque más bien se trata de adivinar. Me refiero a que cuando el Trotador mencionaba "cuerdas", quería decir drogas, "Cuerdas y sogas". No sólo tenemos que encontrar la rima, sino también la palabra que va con la rima, es decir, la asociación.

Harvey entró en mi oficina en ese momento y le presenté a Nina como la conductora temporal. Le pedí que le mostrara el restaurante y, después, cómo llenar el cuaderno de bitácora. También le indiqué que le explicara acerca del llenado de los tanques de combustible y las rutinas de limpieza. Ella lo siguió sumisamente y ambos salieron de la oficina. Era una sombra de la mujer de ayer y no parecía ser ni la mitad de interesante.

La jornada de trabajo dio inicio. Los otros choferes empezaron a llegar, la mayoría fueron directo al restaurante para tomar té y pan tostado. Todos, incluidas Isobel y Rose, estaban enterados acerca del Trotador.

Afuera, en el patio, hablé un momento en privado con Nina antes de que partiera con Dave a recoger los caballos. Le advertí: -El camión que vas a conducir lleva un recipiente vacío adherido al fondo. Creo que es mejor que estés enterada, aunque en realidad no creo que hoy lo utilicen.

– Gracias -replicó con frialdad-. Me mantendré alerta.

La vi cuando puso en marcha el motor y se alejó. La mujer condujo el camión con habilidad, maniobró a través de las rejas fácilmente y dio vuelta sin mayor dificultad para tomar la carretera. Harvey, que había observado su partida con la cabeza inclinada, no encontró ningún defecto que criticar.

De vuelta en mi oficina, le eché un vistazo a los diarios del día. En general los lunes nunca publicaban muchos reportajes sobre las carreras de caballos. No mencionaban al Trotador. El artículo principal trataba sobre la gripe equina, que estaba infestando varias cuadras de corredores en el norte, y otro hablaba acerca del brote de una fiebre debilitante y diarrea que atacó a los caballos en el continente europeo el verano pasado. Nadie había podido identificar la causa satisfactoriamente, y los entrenadores temían que se presentara una recidiva.

Cerca de las nueve y media de la mañana comenzaron las llamadas telefónicas incesantes, como sucedía todos los lunes. Los entrenadores acostumbraban planear de antemano la transportación para la semana. Isobel respondía a todas las llamadas y en un momento se acercó a mi puerta para informarme:

– Una persona pregunta por el puesto de Brett.

– Dile que si puede venir a una entrevista esta mañana.

Isobel se alejó y regresó para comunicarme que el hombre había aceptado. Diez minutos más tarde ya teníamos a otro solicitante y luego uno más.

Inicié las entrevistas alrededor de las diez. Cuatro hombres ya habían llegado y otro se presentó en menos de una hora. Todos ellos contaban con las licencias necesarias, todos tenían experiencia y todos afirmaron haber trabajado antes con caballos de carreras. El quinto mencionó que también era mecánico y me dio como referencia un taller de Mercedes Benz en Londres.

Se llamaba Aziz Nader. Tenía veintiocho años, cabello oscuro y rizado, piel color aceituna y ojos negros brillantes. Era seguro de sí mismo y sociable, hablaba con acento canadiense, pero su apariencia no indicaba su origen.

– ¿De dónde vienes? -inquirí en tono ecuánime.

– Mis padres son libaneses, pero emigraron a Canadá cuando empezaron los problemas. Me crié la mayor parte de mi vida en Quebec y todavía soy ciudadano canadiense, aunque hace ocho años que llegamos aquí.

– Y ¿qué idioma hablas con tus padres?

– Árabe.

– Y… mmm… ¿Qué tal hablas el francés?

Sonrió y mostró una dentadura blanca. Me habló con fluidez en ese idioma. Era demasiado rápido para mí. En el verano transportábamos muchos caballos de clientes árabes, y la mayoría de sus empleados intentaba, torpe e irremediablemente, comunicarse en inglés. Un conductor que pudiera conversar con ellos y al mismo tiempo sentirse como en casa estando en Francia parecía demasiado bueno para ser verdad.

– Les advierto a todos que les haré una prueba de conducción antes de decidir a quién le daré el empleo -indiqué-. Tú llegaste al final. ¿Puedes esperar?

– Todo el día -repuso.

Las pruebas de conducción eran muy importantes debido a que la carga de los camiones tenía que viajar de manera segura. Dos de los solicitantes hicieron brincar el camión al aplicar los frenos y las velocidades; otro era demasiado lento; sólo el cuarto era una posible opción.

Al subir a la cabina al lado de Aziz, supe que le daría el trabajo por su habilidad para los idiomas y su experiencia como mecánico, siempre y cuando fuera más o menos diestro para conducir.

Demostró, por lo menos, que era capaz de manejar con precaución y sin sobresaltos.

– ¿Cuándo puedes empezar? -le pregunté cuando regresamos a la granja.

– Mañana mismo -frenó hasta detenerse por completo, me dirigió otra sonrisa radiante, toda ojos y dientes, y comentó que trabajaría duro.

Isobel y Rose conocieron a Aziz y quedaron fascinadas, dejando traslucir un aumento notorio en su femineidad. Era evidente que Nigel se había topado con una competencia muy fuerte.

Propuse un contrato de tres meses a prueba, sujeto a que sus referencias fueran buenas. Le ofrecí un sueldo y condiciones apropiadas. Rose dijo entonces que registraría sus datos en la computadora y le pidió su domicilio.

Respondió que iba a alquilar una habitación en el pueblo, y que le avisaría más tarde. Después se alejó en un Peugeot muy viejo, pero bien cuidado.

Sentí curiosidad por saber cuánto podía decirse de una persona por el auto que conducía. La Nina del domingo coincidía con su mercedes; la Nina del lunes, con su auto pequeño y viejo. Aziz parecía tener un temperamento demasiado fuerte para el que conducía. Yo, por otra parte, poseía un Jaguar XJS, al que amaba por ser un recuerdo de mis antiguos tiempos como jockey. Todavía lo llevaba a las competencias, pero me movía en los alrededores de Pixhill en un Fourtrak con Tracción en las cuatro ruedas. Tal vez todos poseíamos una doble personalidad automovilística y sentí curiosidad por saber qué auto conduciría Aziz por elección.

Por cautela, verifiqué sus referencias y averigüé que Aziz Nader había sido un buen empleado. Mientras me encontraba al teléfono, llegó un auto que inundó el área con sabuesos vestidos de civil, hombres diferentes de los que se habían presentado el día anterior. Salí a saludarlos. No hubo sonrisas ni apretones de manos, sólo preguntas hostiles con un escepticismo notorio ante mis respuestas, que aseguraba que yo no estaba cooperando como esperaban.

Los dos policías vestidos de civil empezaron por preguntarme si sabía qué estaba haciendo el Trotador en la granja el domingo por la mañana. Respondí tranquilamente que todos mis empleados podían entrar y salir de la granja por la razón que fuera, incluyendo los domingos, ya que era un día hábil para nosotros.

Inquirieron acerca de los hábitos del Trotador en relación con la bebida. Repuse que jamás se había presentado borracho a trabajar. Fuera de ahí, no era de mi incumbencia.

El más viejo de los dos policías me preguntó a continuación si alguien había estado presente en el instante en que el Trotador había caído. No que yo estuviera enterado, contesté. ¿Había estado en el lugar personalmente? No. ¿Había ido a la granja la noche del sábado, después de las diez, o el domingo por la mañana en algún momento? No.

La entrevista se prolongó todavía varios minutos, infructuosamente para ambas partes, por lo que pude darme cuenta. Ambos observaron con perspicacia mientras me informaban que harían un interrogatorio entre mis empleados. Asentí serenamente y, después de un tiempo, se marcharon.

Una mirada rápida a mi reloj me indicó que había perdido gran parte de la hora de la comida sin organizar la ronda de bebidas en memoria del Trotador en la taberna, así que me dirigí a ese lugar para hablar con el propietario. El, muy feliz con su gordura y con una gran panza, gracias a la cerveza, dirigía un negocio austero equipado para complacer a aquellas personas que se sentían a disgusto en medio de muchos lujos.

– El viejo Trotador era inofensivo -sentenció-. Solía emborracharse todos los sábados. No era la primera vez que Sandy lo llevaba a casa. Sandy Smith es un buen tipo, tengo que reconocerlo. ¿En qué puedo ayudarle?

– Haga una lista -respondí- de todas las personas que estuvieron en la taberna con el Trotador en su última noche y sírvales a cada uno de ellos una cerveza en su memoria.

– Es muy amable de su parte, Freddie -repuso y empezó su lista en ese mismo instante, la que inició con el nombre de Sandy Smith, agregó los de Dave y Nigel, así como los de otros dos de mis empleados. Prosiguió con los mozos de cuadra de casi todas las caballerizas de Pixhill, incluyendo el nuevo grupo del establo de Marigold, la señora English, cuyos nombres desconocía-. Preguntaron por la mejor taberna -comentó con complacencia- y ya ve, los enviaron hasta aquí.

– Quien lo hizo tuvo mucha razón -respondí-. Averigüe sus nombres y haremos una especie de pergamino conmemorativo, lo mandaremos enmarcar y lo colgaremos de la pared aquí mismo.

El propietario se mostró entusiasta.

– ¿Qué le parecería que también lo firmaran? -preguntó-. El pobre Trotador se sentiría orgulloso.

– Es una idea magnífica, pero anote también sus nombres completos. Supongo que no nos dejó unas últimas palabras célebres -mencioné pensativo.

– "Lo mismo otra vez" -contestó el tabernero y esbozó una amplia sonrisa-. Estuvo delirando acerca de unos extraños debajo de sus camiones, le digo, pero ya cuando se fue, “lo mismo otra vez" fue lo único que pudo pronunciar.

Le di un anticipo en efectivo por las cervezas conmemorativas y le prometí que le entregaría el resto cuando la lista estuviera completa y le hubiera servido las bebidas a todo el mundo. Lo dejé mientras buscaba una hoja de papel digna del cuadro de honor.

Durante la tarde revisé las cuentas y con la nueva información que me dio Isobel planeé el programa semanal. Mientras ella se encontraba todavía en mi oficina, le di un puntapié involuntariamente a la bolsa que los mozos de cuadra de Marigold English habían dejado y le pedí a Isobel que la tirara a la basura.

Isobel se la llevó de la oficina, pero regresó unos minutos después. Parecía indecisa.

– Encontré un termo en esa bolsa. Pensé que está en buen estado como para tirarlo, así que decidí llevarlo al restaurante en caso de que alguno de los conductores lo reclamara. Y, bueno, ¿quieres venir a ver?

La confusión de la chica me bastó para seguirla de inmediato al restaurante y comprobar a qué se refería. Había sacado el paquete de sandwiches y lo había colocado en el escurridera para platos. También le había quitado la tapa al termo y vertido la mayor parte de su contenido en el fregadero.

Su preocupación era inequívoca. En el fondo del fregadero se podían observar cuatro tubos de vidrio, cada uno de nueve centímetros de largo y más de un centímetro y medio de diámetro color ambarino y un tapón negro sujeto con cinta impermeable.

– Se cayeron cuando vertí el contenido -explicó Isobel-. ¿Qué es esto?

– No tengo idea.

Los tubos estaban cubiertos con el líquido opaco y lechoso que se encontraba en el termo. Lo tomé y me di cuenta de que toda vía contenía un poco del líquido. Lo traspasé en un tarro del restaurante.

Dos tubos más cayeron dentro del tarro.

El líquido estaba frío y ya tenía un aroma ligeramente parecido al del café con leche.

– ¡No lo bebas! -exclamó Isobel muy alarmada cuando levanté el tarro y me lo acerqué la nariz.

– Sólo quería olerlo -repuse.

– Es café, ¿no es verdad?

– Creo que sí.

Tomé entonces un plato desechable y coloqué sobre él los cuatro tubos que se encontraban en el fregadero. Luego puse el plato el tarro, el termo y el paquete de sandwiches en una bandeja del restaurante, me puse la bolsa bajo el brazo y me llevé todo a mi oficina. Isobel me siguió.

Con una toalla de papel limpié los residuos lechosos de uno de los tubos. Había unos cuantos números grabados en el vidrio, pero todo lo que anunciaban era la capacidad del recipiente: diez centímetros cúbicos. Lo coloqué a contraluz y le di algunos golpecitos. Su contenido era un líquido transparente, pero se agitaba con mayor lentitud que el agua.

– ¿No vas a abrirlo? -preguntó Isobel con vivo interés.

Negué con la cabeza.

– No en este momento -coloqué nuevamente el tubo sobre el plato y alejé la bandeja como si no tuviera importancia-. Vamos a trabajar y decidiré acerca de este material más tarde.

Terminamos el cuadro preliminar de la programación semana, e Isobel se fue a su oficina para actualizar la información de la computadora. Regresó a mi puerta unos minutos más tarde. Se veía frustrada, lista para irse a casa.

– ¿Qué sucede?

– La computadora ha estado funcionando mal todo el día. No puedo hacer nada. Tampoco Rose. ¿Puedes llamar al técnico para que la arregle?

– Está bien -respondí-. Hasta mañana.

Antes de que pudiera encontrar el número, mi mirada se posó en los pequeños frascos que estaban sobre la bandeja y, en vez de llamar al técnico de las computadoras, telefoneé a mi hermana.

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