EL TÉCNICO de las computadoras, de veinte años tal vez, tenía el cabello largo castaño claro y se había dado ya por vencido con nuestro hardware cuando regresé a la oficina.
– ¿De qué virus habla? -le pregunté ansioso. Me sentía acosado. Teníamos la gripe, intrusos, cadáveres, vándalos, golpes. Un virus en la computadora podía hacerme flaquear.
– Todos nuestros registros -se lamentó Isobel.
– Y nuestras cuentas -intervino Rose.
– Es prudente siempre hacer respaldos -puntualizó el tipo de las computadoras, mirándonos con desdén-. Invariablemente deben hacer respaldos, señoras.
– ¿De qué virus habla? -pregunté nuevamente.
– Tal vez Miguel Ángel. Está esparcido por todas partes -el joven lo deletreó como si yo fuera un analfabeto-. El seis de marzo es el cumpleaños de Miguel Ángel. Si tiene el virus laten te en su computadora y la enciende ese día, el virus se activa.
– Mmm. ¡Vaya! El seis de marzo fue el domingo pasado. Nadie usó la computadora el domingo.
– Miguel Ángel es un virus que se aloja en la sección de arranque de la máquina -prosiguió el experto y, ante nuestras expresiones perplejas y de largo sufrimiento, explicó-: basta con encender la computadora para que surta efecto. Todos los registros contenidos en el disco duro se borran de inmediato con Miguel Ángel y se produce el mensaje "Error fatal en disco". Eso fi-le precisamente lo que le sucedió a su máquina. Perdieron los registros. Ahora no hay manera de recuperarlos.
Isobel me miró fijamente, le remordía la conciencia.
– Nos pediste a menudo que hiciéramos copias de seguridad en los discos flexibles. Sé que lo hiciste. Lo siento muchísimo.
Pero sucedía que sí contábamos con discos de respaldo amplios que contenían todo lo que las dos secretarias habían ingresado en la computadora hasta el jueves anterior, inclusive. En algún momento comprendí que el proceso diario para obtener las copias de seguridad les resultaría aburrido. Las había visto olvidarse de ello durante días en algunas ocasiones. Al final, yo mismo me había impuesto la tarea de realizar los respaldos diarios en la terminal de mi sala y almacenar los discos en mi caja fuerte.
Podía haberlas tranquilizado al asegurarles que contábamos con todos nuestros registros y normalmente eso es lo que habría hecho. Pero la suspicacia me detuvo. Tenía muchas sospechas, pero todas sin ningún fundamento.
– ¿Qué es un virus con exactitud? -Inquirió Rose, sintiéndose terriblemente mal.
– Es un programa que le ordena a la computadora revolver o borrar todo el material que tiene almacenado. Por ejemplo, yo podría diseñar un pequeño y dulce virus que ocasione que todas sus cuentas resulten equivocadas. Una vez que se ha desarrollado un programa como ese, tiene que esparcirse. Quiero decir, una computadora puede contagiarse del virus de otra. Todo lo que se requiere es un disco flexible que contenga el virus.
– ¿Cómo puede descubrirse si uno tiene el virus?
– La manera de hacerlo es revisar la información de cualquier computadora. El disco que uso detecta y neutraliza más de los doscientos virus más comunes. ¿Tienen otras terminales?
– Había una en mi casa, pero los vándalos acabaron con ella.
El experto parecía escandalizado.
– ¿Se refiere a un virus diferente?
– No, quiero decir un hacha.
El destrozo físico de una computadora lo apenó, eso se notaba.
Proseguí:
– Supongo que no existe forma de saber si este virus fue introducido deliberadamente en nuestro sistema.
Me miró con seriedad.
– Sería muy poco ético hacerlo a propósito. La mayoría de los virus se esparce de manera accidental.
Le dije que desearía haberío conocido antes y le mencioné el nombre de la empresa con la que habíamos tratado en el pasado.
Se rió.
– La mitad de las computadoras que vendieron están infestadas de virus. Se desaparecieron de la noche a la mañana porque ya sabían que el día seis de marzo tendrían un ejército de clientes furiosos que los demandarían hasta dejarlos en la calle. Hemos tenido docenas de casos como el suyo esta semana. No se trata de nuestros clientes, sino de los de ellos.
Isobel parecía horrorizada.
– Pero siempre fueron tan amables y acomedidos, venían cuando los necesitábamos.
– Y les instalaban programas que harían que los siguieran necesitando, no me extrañaría -agregó el experto.
– Por ahora, sólo repárela para que podamos volver a trabajar -interrumpí harto de todo ese asunto-. Quiero que le dé mantenimiento regular a las máquinas para conservarlas limpias. Haremos los arreglos para firmar un convenio.
– ¡Encantado! -repuso-. Mañana volverá a tener su computadora funcionando.
Lo dejé mientras preparaba una lista de lo que necesitaríamos y fui a mi oficina con el fin de llamar a los fabricantes de mi caja fuerte. Me dieron el número de su agente más cercano, quien me indicó que enviaría a un cerrajero.
– Gracias -respondí.
Aziz entró en mi oficina a recoger las llaves del Fourtrak para llevar a Lizzie a Heathrow. Se las entregué y le pedí, con cierta súplica, que condujera con cuidado.
Cuando salió, me senté por un momento a reflexionar en varias cosas. Pensé que estaba combatiendo contra una sombra. Había muchas probabilidades de que mi computadora hubiera sido arruinada por casualidad. Pero en caso de no ser así, en alguna parte de los registros tenía que haber información que iba a necesitar para descifrar los misterios que me rodeaban: Información que algún enemigo debía saber que yo poseía.
Sandy Smith llegó en su patrulla a la granja y se estacionó afuera de la ventana de la oficina. Pasó a verme, se quitó la gorra puntiaguda y se sentó en una silla frente a mí.
– La investigación sobre el Trotador -dijo al tiempo que se limpiaba la frente.
– ¿Cómo salió?
Suspiró profundamente.
– El médico forense indicó que el Trotador murió a causa del aplastamiento y dislocación de la vértebra atlas; había partículas de óxido incrustadas en la piel, en el sitio de la herida.
– ¡Óxido! -repetí, no me gustó.
Nos miramos perplejos, sin querer poner en palabras la suposición que resultaba obvia.
Sandy explicó:
– El examen post mortem determinó que la hora de la muerte de tu mecánico fue alrededor del mediodía. Van a indagar qué estabas haciendo en ese momento.
Recogía flores y las colocaba sobre la tumba de mis padres. Me dirigía a la comida de Maudie Watermead. No era una coartada brillante dentro de lo que cabía.
– Vamos a la taberna por un trago -sugerí.
– No puedo -Sandy parecía un poco escandalizado-. Hoy es día de servicio.
– Podríamos beber Coca-Cola -repuse-. Tengo que ir a pagar el pliego conmemorativo del Trotador.
– ¡Ah, bueno! -el rostro de Sandy dejó traslucir su alivio-. Entonces acepto.
Puesto que el Fourtrak no estaba, tomé la vieja camioneta del Trotador. Sandy y yo condujimos en caravana hacia la taberna. Le entregué al propietario un cheque por una buena cantidad. El hombre estaba muy complacido con el trato y había realizado su mejor esfuerzo con la recolección de firmas, que llenaban una hoja de papel tamaño doble carta.
En apariencia, la mitad de Pixhill había firmado. La mayor parte de mis conductores estaba en la lista, incluyendo a Lewis, que ese sábado por la noche se encontraba en Francia recogiendo los caballos de dos años de edad pertenecientes a Michael. Lo comenté. El tabernero coincidió conmigo en que más gente había firmado el pliego conmemorativo de la que había estado con el Trotador en su última noche.
– Querían presentar sus respetos -explicó.
– Y beber cerveza gratis -añadió Sandy.
– Mmm -convine-. ¿De manera que quiénes de estas personas estaban presentes en realidad el sábado? Sandy, tú estabas aquí. Tienes que saber.
Sandy revisó los nombres de la lista y señaló algunos con el dedo regordete.
– De tus empleados, Dave, definitivamente, casi puede decirse que vive aquí. También Phil y su señora, Nigel; Harvey pasó por aquí. También Brett, estoy seguro de que estuvo en este sitio, aunque cuando se suponía que se había marchado de Pixhill. Se quejó de que lo habías echado.
Su mirada recorrió los nombres.
– ¡Bruce Farway! Lo firmó. No lo vi por aquí.
– ¿El doctor? -el tabernero asintió con la cabeza-. Viene a menudo. Sólo bebe Aqua Libra -se concentró en la hoja de papel, leyendo al revés-. Un buen grupo de los muchachos que trabajan para el señor Watermead estuvo aquí, así como la nueva dama, la señora English, y también algunos de sus chicos. Llegó Tigwood, que siempre va y viene con sus alcancías. Tessa y Ed Watermead se presentaron el sábado, pero no han venido desde entonces, así que sus nombres no están anotados, ¿comprende?
– Pero los chicos Watermead tienen menos de dieciocho años -repuso Sandy pomposamente.
El tabernero se ofendió un poco.
– A los dos les gusta beber Coca-Cola de dieta -me miró solapadamente-. A ella también le gusta ese apuesto chico Nigel que trabaja para usted.
– Ten mucho cuidado en servirles sin un adulto -le advirtió Sandy-. Podrías perder tu licencia en menos que canta un gallo.
– ¿Se emborrachó pronto el Trotador?
– No acostumbro servirles a los borrachos -dijo virtuosamente el tabernero.
Sandy soltó una risotada.
– El Trotador insistía acerca de los extraños y se tambaleaba antes de que yo llegara; fue alrededor de las ocho -explicó-. Y le estaba diciendo a todo el mundo acerca del "rojo" que tenía cinco en un caballo el verano pasado.
– ¿Sucedió algo más?
– Dave le dijo al Trotador que se callara, quién sabe por qué lo estaba sacando de sus casillas -comentó Sandy-. El Trotador sólo se rió, así que Dave trató de darle un puñetazo.
– ¿Golpeó al Trotador? -pregunté asombrado. El estrafalario modo de andar del Trotador lo hacía muy ágil.
– Falló -respondió prestamente Sandy-. Hay que ser muy raudo para poder golpear al Trotador.
Todos escuchamos en silencio lo que Sandy acababa de decir.
– Bueno… -dijo Sandy, al tiempo que se ponía de pie-. Es hora de que regrese a trabajar. ¿Vas a quedarte, Freddie?
– No -lo seguí y salimos.
– Tessa -observó preocupado Sandy-. Es una chica terrible. No impetuosa, no me refiero a eso. Quiero decir, bueno, está al borde de la delincuencia. Supongo que no puedes advertirle a Michael Watermead, ¿verdad?
– Sería difícil.
– Inténtalo -aconsejó-. Le ahorrarás muchas lágrimas a la señora Watermead.
Me sorprendió la imagen.
– Está bien -repuse.
Conduje la camioneta del Trotador hasta la granja y la estacioné a un lado del granero. Las puertas posteriores del vehículo estaban todavía sin asegurar y no había nada adentro, con excepción del polvo gris rojizo. Pasé los dedos por el polvo y los miré, cosa que no me agradó en absoluto. Las partículas rojizas, entre lo gris, eran muy similares al óxido, para el ojo normal.
Repasé mentalmente las herramientas perdidas del Trotador: la corredera vieja, el hacha afilada, las pequeñas llaves revueltas… todo eso y la máquina para desmontar neumáticos, que era fuerte y vieja, tan larga como un brazo, de metal ferroso, el medio ideal para el óxido.
Caminé a mi oficina, preguntándome si las náuseas que sentía se debían al golpe que había recibido en la cabeza o al crujido imaginario de una máquina oxidada para desmontar neumáticos sobre la nuca del Trotador.
Aziz regresó de Heathrow, su buen humor irrefrenable dejó flotar en el aire una sonrisa límpida. Le di cortésmente las gracias por haber llevado a Lizzie.
– Una dama agradable -respondió-. Cuando se te ofrezca.
Me froté el rostro con la mano y luego le pedí a Aziz que verificara con Harvey los trabajos para el día siguiente. Les avisé a Isobel y a Rose que volvería por la mañana.
De regreso en casa, encendí el televisor de mi recámara y vi las carreras en Cheltenham. Me senté en un sillón, después me acosté en la cama y me quedé profundamente dormido.
EL JUEVES temprano por la mañana, el día de la Copa de Oro en Cheltenham, que una vez había recibido con el pulso acelerado y la esperanza agolpada en el pecho, me desperté con una rigidez que hacía crujir mis extremidades. Deseaba con desesperación hacerme un ovillo y dejar que el mundo pasara de largo.
En lugar de eso, me puse una camisa y una corbata y conduje hasta Winchester para la indagatoria sobre Kevin K. Ogden. Me detuve un momento en el camino para hablar con Isobel y Rose, y pensé que podrían aprovechar el tiempo antes de que llegara el resucitador de computadoras, así que les sugerí que hicieran una lista de todas las personas que se acordaran que habían estado en sus oficinas la semana anterior.
Me miraron con perplejidad. Docenas de personas habían cruzado su puerta, empezando por todos los conductores, a quienes por supuesto no tomaría en cuenta. Sólo quería que pusieran en la lista a todos los demás visitantes.
Pasé por Dave al restaurante y lo llevé conmigo a Winchester. La indagatoria resultó ser un asunto sencillo. El pesquisidor había leído el papeleo antes de llegar a los procedimientos, y por esa razón consideró que no tenía sentido perder el tiempo.
Le habló con amabilidad a una mujer delgada, vestida de negro, que traslucía una gran tristeza. La señora admitió que sí, que era Lynn Melissa Ogden, y también había identificado el cadáver de su esposo, Kevin Keith.
Bruce Farway informó que lo habían llamado por teléfono a la casa de Frederick Croft el jueves pasado por la noche y allí había determinado la muerte de Kevin Keith Ogden. El pesquisidor aceptó el informe del examen post mortem, que indicaba que la muerte del viajante se debía a un ataque al corazón. Hubo algunas preguntas breves dirigidas a Dave, a Sandy y a mí.
Después el oficial reunió los papeles y, ecuánime, miró a todos los presentes.
– Este tribunal considera que el señor Kevin Keith Ogden murió por causas naturales. Gracias por su asistencia.
El pesquisidor esbozó una última sonrisa de compasión por la viuda y eso fue todo. Salimos en fila hasta llegar a la acera y oímos que la señora Ogden preguntaba con gran consternación dónde podría tomar un taxi.
– Señora Ogden -me ofrecí-. ¿Puedo llevarla?
Dirigió los ojos grises de mirada cansada hacia mí, y con ademanes balbuceantes contestó:
– Sólo voy a la estación del ferrocarril.
– La llevo.
Persuadí a Sandy de que llevara a Dave de regreso a Pixhill y partí a la estación con la señora Ogden, quien estaba en franco estado de conmoción y tristeza.
– ¿A qué hora sale su tren?
– Falta mucho tiempo.
– ¿Le gustaría tomar un café?
Respondió con desgano que le agradaría y se sentó sin entusiasmo en un sillón en el recibidor vacío de un hotel de falso estilo Tudor. El café tardó mucho tiempo en llegar, pero estaba recién hecho. Lo llevaron en una cafetera con capullos de rosa de porcelana y crema, sobre una bandeja plateada.
– Fue un golpe terrible para usted -le dije-. Su hija debe ser un consuelo.
– Nunca tuvimos ninguna hija. Mi marido inventaba esa historia para viajar de manera gratuita -me lanzó una repentina mirada de temor, la primera grieta en el hielo-. Había perdido su trabajo, ¿sabe? Se dedicaba a las ventas. Era subgerente. La empresa se fusionó. La mayor parte de los funcionarios administrativos se volvió prescindible.
– Lo lamento mucho.
– Kevin estuvo desempleado durante cuatro años. Gastamos el dinero que teníamos y nuestros ahorros… La sociedad constructora quiere recuperar la casa… y… y… esto es demasiado para mí.
Lynn Melissa Ogden parecía tan sumida en el piso como una tachuela. Tenía cabello castaño canoso y lo llevaba peinado hacia atrás atado con una cinta negra angosta. No usaba ningún cosmético. Tenía algunas arrugas alrededor de la boca.
Le pregunté compasivamente.
– ¿Tiene usted empleo?
– Ya no. Trabajaba en una verdulería, pero Kev tomó un poco de dinero de la caja y me despidieron.
– Comprendo -volví a llenar su taza de café. Bebió distraídamente, la taza resonaba contra el plato cuando la ponía encima.
– ¿Por qué querría su esposo ir a la gasolinera de Chieveley?
– Tenía que ir -se detuvo, luego añadió-. ¿Sabe? La gente le llamaba por teléfono a la casa y le solicitaba que llevara cosas de un lugar a otro. Le dije que se metería en problemas si hacía eso. Quiero decir, podría estar transportando fragmentos para construir bombas, o tal vez drogas, o todo tipo de cosas. A menudo llevaba perros o gatos, le gustaba hacerlo. La gente le pagaba el boleto del tren por llevar a los animales, pero él solía cambiar los boletos por dinero en efectivo y se iba pidiendo que lo llevaran gratis.
– Sin embargo, no llevaba ningún animal en mi camión transportador de caballos -repliqué.
– No -sonaba vacilante-. Pero era algo que tenía que ver con animales. Fue una respuesta al anuncio de Horse and House. Una mujer llamó. Quería que Kev recogiera una bolsa en la gasolinera de Pontefract, de ahí tenía que dirigirse a la de South Mimms y en seguida ir en su camión a Chieveley.
– ¿Con quién iba a reunirse en Chieveley?
– La mujer no lo mencionó. Simplemente dijo que alguien lo encontraría ahí, le pagaría y se llevaría la bolsa. Eso sería todo.
– ¿No dijo lo que contenía?
– Sí. Dijo que un termo, pero que no debía abrirlo.
– Mmm. ¿Lo habrá abierto?
– ¡Oh, no! -estaba segura-. Tenía miedo de que no le pagaran. Y siempre decía que ojos que no ven, corazón que no siente.
¡Pobre señora Ogden! La llevé a la estación y esperé con ella hasta que llegó el tren. Me hubiera gustado darle dinero para ayudarla con sus problemas presentes, pero no creí que lo aceptara. Pensé que Sandy Smith podría darme su dirección y le enviaría algo en memoria de Kevin Keith, quien parecía haberme precipitado en un torbellino.
AL SALIR de Winchester sonó el teléfono que traía en el automóvil. Era la voz de Isobel.
– ¡Ay, qué bueno que te encuentro! He estado tratando de localizarte. La policía está aquí. Se trata del Trotador. Quieren saber cuándo volverás.
– Diles que estaré ahí en veinte minutos. ¿Fue el hombre de las computadoras?
– Sí, está aquí. Nina Young llamó. Ella y Nigel recogieron al saltador de exhibición y ya vienen en camino. Me indicó que te mencionara que no había habido incidentes.
– Muy bien.
Completé el viaje e hice esperar a la policía en mi propia oficina mientras verificaba con el joven experto en computadoras la de Isobel. Sí, confirmó, había traído una computadora de reemplazo para mi casa. Miró su reloj.
– Tengo que ir a las caballerizas de Michael Watermead. Debo realizar el mismo tipo de trabajo que éste. Terminaré primero con la de él, después regresaré para arreglar la de usted.
Sin asimilar del todo el significado de la falla del disco duro de Watermead, me dirigí a la oficina, donde aguardaban los policías. Éstos resultaron ser los dos cuyos modales habían despertado mi antagonismo el lunes pasado durante su visita. Necesitaban, según dijeron, tomar algunas muestras de la tierra que había alrededor y adentro del foso de inspección.
– ¡Adelante! -repuse.
Me preguntaron, tal como Sandy había predicho, lo que había estado haciendo ese domingo por la mañana. Les respondí la verdad. Lo anotaron dudosamente. Entendí por su actitud que todavía existía una indecisión primordial acerca de cómo considerar la muerte del Trotador, como un accidente o algo peor.
Fui con ellos al foso. Fueron concienzudos y rápidos. De una manera u otra, el óxido decidiría por ellos.
Se alejaron finalmente en su auto y yo me dirigí a casa, donde el mago de las computadoras se reunió pronto conmigo. Instaló la nueva computadora y la enlazó por medio de la línea telefónica.con la que estaba en la oficina de Isobel. Aunque aún pensaba conservar mis cuadros hechos a lápiz, resultaba tranquilizador ver que la pantalla volvía a la vida otra vez.
– Le garantizo que este disco nuevo está limpio -explicó el joven experto-. Y le estoy vendiendo otro que puede utilizar para asegurarse de que así se mantenga. Si encuentra cualquier virus ahí, por favor llámeme por teléfono de inmediato.
– Desde luego que sí -observé la diligencia con que el hombre trabajaba e hice algunas preguntas-. Si alguien introdujo el virus Miguel Ángel deliberadamente en la computadora de la oficina, ¿también podría infectar la que tengo aquí?
– Sí. Basta con llamar los programas de la oficina a su pantalla.
– ¿Y… mmm… si hiciéramos respaldos en los discos flexibles, también se pasaría el virus?
Me respondió con seriedad.
– Si tiene algunos respaldos, por favor permítame verificarlos antes de que los use.
Después de que se fue, procuré mantenerme despierto para ver todas las carreras que se celebraban en Cheltenham. Tuve la satisfacción agridulce de que un caballo que yo había entrenado ganara la Copa de Oro. Supuse, no sin pesar, que no me libraría de esta nostalgia sino hasta que el último de los caballos que había montado en mi época de jockey se dirigiera hacia Centaur Care. Y quizá ni siquiera entonces, mientras siguieran llegando a mi puerta animales como Peterman.
En el instante en que apagué el televisor, sonó el teléfono y escuché la voz sorprendida de Lizzie.
– ¡Hola! Pensé que estarías en Cheltenham. ¿Cómo sigues de la cabeza?
– No es nada como para inquietarse. Sólo tengo ganas de ir a dormirme.
– Es completamente natural. Escucha a la naturaleza.
– Sí, señora.
– Gracias por prestarme a Aziz. En verdad es un joven fascinante. La mayoría de los conductores no conoce siquiera la tabla periódica de los elementos y mucho menos en francés. Diría que es demasiado inteligente para el trabajo que realiza.
Me reí.
– De todos modos -prosiguió-, ya tengo el informe de tus extraños tubos.
– ¡Oh, fantástico! -respondí.
– Cada uno contiene diez centímetros cúbicos de un medio de transporte viral.
– ¿De qué? -hice una pausa para organizar unos cuantos pensamientos dispersos-. ¿Había algún virus en los tubos?
– No es posible determinarlo. Aunque eso parece probable, considerando que fueron sellados con sumo cuidado y se transportaron en la oscuridad dentro de un termo. Aunque los virus sólo sobreviven en el exterior si están en un organismo vivo, y por un lapso muy corto, aun dentro del medio.
– ¿Cuánto tiempo?
– Depende de varios factores. Los puntos de vista opuestos en la universidad oscilan entre un mínimo de cinco horas y un máximo de cuarenta y ocho.
Reflexioné en lo que acababa de decirme.
– ¿Quieres decir -pregunté sereno- que se puede tomar el virus de la gripe de una persona, transportarlo kilómetros e infectar a alguien más?
– ¡Claro! Hasta donde yo entiendo, se tendría que conseguir un virus muy activo y tantos como fuera posible. La persona receptora tendría que ser propensa a contagiarse de la infección.
– Si los tubos contuvieran el virus de la gripe, ¿se necesitaría inyectarlos?
– No, se necesitaría vaciar el chorro en la nariz de una persona -hizo una pausa-. Se te ocurren unas cosas horribles.
– Es que ha sido una semana espantosa.
Convino conmigo.
– Cuéntame. ¿Todavía está mi pequeño helicóptero exactamente en el lugar donde lo dejé?
– Sí. ¿Qué quieres que haga con él?
– Mis socios sugirieron que lo transportáramos en un camión de plataforma baja y lo trajéramos a casa.
– ¿Crees que pueda salvarse? -probablemente parecí sorprendido, pero ella comentó que había fragmentos que no se veían dañados. Sin embargo, tendría que permanecer así, prosiguió, hasta que un inspector lo revisara e hiciera un informe.
– Avísame si se te ofrece algo.
– Sí, lo haré. A propósito, Aziz Nader comentó que eras una dama agradable.
– Eso espero.
Reí con afecto y colgué. Desde la ventana de mi habitación observé que un auto pequeño y veloz se acercaba a mi pista de asfalto y se detenía bruscamente al ver por primera vez el abrazo del jaguar y el Robinson.
Miré con agrado que mi visitante era Maudie Watermead. Bajé de prisa las escaleras para abrirle la puerta.
– ¡Hola! -la saludé y le di un beso en la mejilla-. Supongo que no vendrás para fugarte conmigo.
– Imposible.
– Pasa a tomar un trago entonces.
Aceptó la invitación menos atrevida y entró en la casa después de mí. El estado de la sala la dejó boquiabierta.
– ¡Ah! -exclamó sin aliento-. Yo nunca… quiero decir…
– La minuciosidad de quien lo hizo es impresionante. ¿Qué quieres tomar? Tengo champaña en el refrigerador.
– Si en realidad tienes ganas -respondió dubitativamente.
De manera que ambos entramos en la cocina y nos sentamos a la mesa. Bebimos en mis mejores copas, que se habían salvado de convertirse en añicos, gracias a que se encontraban guardadas en la alacena.
– Michael estaba furioso por lo de nuestra computadora. Ese joven genio que nos la arregló opina que hace menos de un mes que ese virus estaba acechando desde el interior. Menos mal que nuestra secretaria, Betsy, había hecho copias de respaldo en discos flexibles. Dice el joven que Isobel informó que no tenían respaldo en tu oficina. ¿Qué vas a hacer?
– ¡Oh! -exclamé-. Todos los registros de la computadora están en papel en algún lado. Rose conservaba copias de las facturas que enviaba. Están por llegar todas las facturas de los suministros. Todavía existe el cuaderno de bitácora de los conductores.
– Sí, pero se trata de una tarea de titanes -bebió su champaña-. Vine a ver si podía ayudarte -prosiguió y casi se sonrojó antes de añadir rápidamente-. Michael te invita a comer a la casa el domingo.
– Dile a Michael que iré, gracias.
Coméntale a Michael, había recomendado Sandy, que su hija Tessa es una delincuente en potencia. No tenía derecho a hacerlo y ninguna disposición. Por otra parte, podía alertar a Maudie acerca de otros peligros menos nebulosos.
A título de ensayo, pregunté:
– ¿Te has topado con mi conductor Nigel? Levantó las cejas rubias.
– Casi siempre tenemos a Lewis.
– Sí, pero… Nigel es un hombre muy atractivo, según opinan mis secretarias, y simplemente pensé que tal vez no te agradaría que rondara mucho a Tessa.
– ¡Tessa! Siempre pensé que era Lewis el que le gustaba. Constantemente está murmurando cosas con Lewis.
Volví a llenar su copa. Ella frunció el entrecejo, no por la champaña, sino por un recuerdo repentino, y agregó:
– Enviaste a Nigel la semana pasada con nosotros para llevar los caballos de Jericho Rich a Newmarket, ¿verdad?
– Sí. El viernes. Pero no volveré a asignarlo con ustedes.
– Betsy me lo comentó. Llegó muy temprano o algo así y Tessa se subió a la cabina. Dijo que quería ir con él, pero Michael la vio y no le permitió ir.
Esa versión de lo que había sucedido sonaba mucho más verosímil que la que había oído con anterioridad, que Nigel había respondido virtuosamente que no la llevaría debido a mi prohibición sobre trasladar extraños en los camiones.
Maudie añadió:
– Michael me contó que se imaginaba el motivo por el que Teresa Rich quería ir con los caballos de Jericho cuando había dicho que detestaba al sujeto, pero era Nigel con el que quería ir, eso tiene más sentido.
– Es soltero y posee feromonas poderosas, según me dicen.
– ¡Vaya manera de plantearlo! -Maudie sonaba divertida-. La vigilaré y gracias.
Después de que se fue, me dirigí a la sala para ver qué podía recuperar.
Reflexioné en la máquina contestadora, que los asaltantes habían partido en dos tajos. El carrete de la cinta estaba desenrollado en el piso.
En la cinta, pensé, estaba grabada la voz del Trotador.
Al final no había anotado lo que había dicho y, aunque más o menos podía recordar sus palabras, no estaba seguro de que fueran exactas. Ningún diccionario de rimas me ayudaría si me equivocaba con las palabras originales. Busqué en la cocina un destornillador de cruz y otras herramientas. Liberé los pedazos del casete de la máquina contestadora. Descubrí que el hacha, al atravesar uno de los carretes, había dividido la cinta en varios trozos de tamaño muy corto.
Maldiciendo, encontré un casete viejo. Retiré la cinta que contenía. Luego, desenrollé la sección más larga que no había sido dañada y la rebobiné en uno de los carretes vacíos. Uní el extremo dividido en el segundo carrete, lo reemplacé en su casete y lo atornillé para cerrarlo otra vez.
Después busqué por la casa una vieja reproductora de casetes de bolsillo, pues sabía que tenía una en algún lugar. Finalmente la encontré y con una especie de plegaria, oprimí el botón para reproducir mientras contenía el aliento.
– Odio esta maldita máquina -se escuchó por fin la voz del Trotador-. ¿A dónde fuiste, Freddie?
Sonora y clara. ¡Aleluya!
Todo el mensaje estaba ahí, aunque ligeramente distorsionado. Tomé una hoja de papel y anoté lo que había dicho, palabra por palabra, pero todavía no lograba entender su significado.
¡Una langosta muerta en el foso en agosto pasado!
¡Era inverosímil! Alguien me habría avisado, aunque pasé gran parte de agosto en Francia, en las carreras de Deauville, y en América, en Saratoga.
¿Qué rimaba con langosta? Angosta, costa, guardacosta, posta…
No. ¿Qué casaba con langosta?
Camarón… ostión, calamar, pulpo, crustáceo, mar, concha, insecto, hormiga.
¿Un camarón muerto? ¿Alguna clase de insecto? ¿Quizá un pulpo muerto? ¿Tal vez un ostión muerto? Hice a un lado los disparates. Sentí que no obstante lograra descifrar el código, el mensaje podría resultar irrelevante. Era evidente que el Trotador no se imaginaba que iba a morir. No dejó un mensaje significativo, temiendo que fuera el último.
Cambié el enfoque, encendí la nueva computadora y confié en que no se produjera otro colapso total en el disco duro. Sorprendentemente, todo parecía funcionar como antes. Me conecté a la máquina en la oficina de Isobel para ver lo que ella y Rose habían registrado desde esa mañana.
Las dos habían estado ocupadas. Les había pedido que empezaran con los registros del día y, poco a poco, retrocedieran en el tiempo libre que les dejaban sus labores cotidianas, pero que no fueran más allá del inicio del mes.
Todavía no les informaba a mis secretarias que tal vez podría presentarles copias completas de respaldo sin antes estar seguro de, primero, que la persona que había querido forzar la caja no hubiera destruido los discos flexibles y, segundo, si el virus Miguel Ángel no los había borrado ya. Tampoco quería incurrir en un segundo ataque contra mi persona o mis pertenencias si alguien se enteraba de que los discos existían.
En la pantalla abrí el directorio de archivos para ver lo que Isobel y Rose habían registrado y encontré algo extraño: "Visitantes". Resultó ser la lista que les había pedido de todas las personas que habían estado recientemente en la oficina.
La lista mostraba:
Todos los conductores, con excepción de Gerry y Pat, que estaban enfermos de gripe.
Tessa Watermead (que buscaba a Nigel o a Lewis).
Jericho Rich (acerca de sus caballos).
Alguacil Smith (acerca del hombre muerto).
Doctor Farway (acerca del hombre muerto).
Señor Tigwood (para recoger su alcancía).
Betsy (la secretaria del señor Watermead).
Brett Gardner (cuando renunció).
Señora Williams (para la limpieza).
Loma Lipton (buscaba a F. C., pero él había ido a hacer una transportación de enlace).
Tecleé un mensaje de agradecimiento en la lista e hice una copia de respaldo del trabajo nuevo en un disco flexible limpio. Luego apagué la computadora, preparé algo para comer, bebí lo que quedaba de la champaña y pensé mucho acerca de los virus, tanto orgánicos como electrónicos.
Nina llamó por teléfono cerca de las diez, y antes de que le preguntara lanzó un gran bostezo,
– ¿Dónde estás?
– En la cabina del camión, en la granja. Ya acabamos de llenar los tanques de combustible y Nigel está limpiando el camión con la manguera, gracias a Dios. Estoy molida.
– ¿Sucedió algo?
– Absolutamente nada, no te preocupes. El viaje estuvo muy bien, conforme a lo planeado. Hicimos entrega del caballo saltador de exhibición. Es sólo que me parece que este jolgorio de conducir distancias tan grandes es un trabajo apropiado para hombres fuertes y jóvenes.
– ¿Cómo te fue con Nigel?
– Bien. Me colocó una mano sobre la rodilla un par de veces, pero me mostré firme. Es una persona muy divertida, y conversamos mucho -bostezó otra vez-. Casi termina la limpieza. Tiene una energía inagotable.
– Su principal virtud -estuve de acuerdo.
– Nos vemos mañana. Adiós.
Por la mañana, me dirigí muy temprano a la granja. Harvey ya se había ido a Wolverhampton y, en su ausencia, me gustaba siempre estar ahí en caso de que se presentaran peticiones o modificaciones de último minuto.
La mayoría de los conductores se encontraba en el restaurante cuando llegué ese viernes. Dave había sido asignado para ir con Aziz en el camión grande para trasladar unas yeguas de crianza a Irlanda. Ambos hombres habían llegado con mucha anticipación y le pedí a Dave que pasara a mi oficina, ya que tenía algo que discutir con él. Entró como siempre con su modo despreocupado, el rostro mostraba una expresión amigable y confiada.
Le indiqué con un gesto que se sentara en la silla frente al escritorio y cerré la puerta detrás de nosotros.
– Muy bien, Dave -inicié la conversación. Tomé el sillón que estaba detrás del escritorio. En ese momento experimentaba más irritación que ira-. Cuéntame, ¿cómo se arregló el problema de diarrea que tenías hace unos días?
– ¿Qué?
– Recuerda la escala en la gasolinera de South Mimms para comprar Imodium -le dije un poco fastidiado-. Enfrentémoslo ahora, Dave, ustedes no se encontraron con Kevin Keith Ogden de manera accidental.
La boca de Dave se abrió, presta a emitir negaciones. Luego se cerró a causa de la expresión en mi rostro.
– ¿Quién lo arregló? -repetí-. Dime la verdad.
– En verdad, Freddie, no quise causar ningún daño -empezó a verse preocupado-. ¿Qué mal había en darle un autostop a un pobre hombre?
– ¿Quién te pagó? -insistí-. Dilo todo o toma tu bicicleta y no vuelvas nunca por aquí.
– Nadie -exclamó el conductor con desesperación-. De acuerdo. De acuerdo. Se supone que iban a pagarme, pero eso nunca sucedió -su disgusto parecía genuino-. Me dijeron que encontraría un sobre en la cabina del camión a primera hora del viernes, pero éste se hallaba afuera de tu casa y no había ningún sobre, a pesar de que lo busqué a conciencia cuando estábamos limpiándolo. No he vuelto a tener noticias.
– Pues realmente te lo mereces -repliqué sin compasión-. ¿Cómo se pusieron en contacto contigo? ¿Se trataba de una mujer o de un hombre?
Tomó aire penosamente.
– Fue una mujer. Me llamó por teléfono a la casa, mi esposa fue la que contestó. Esta mujer sólo dijo que valía la pena llevar a ese hombre, y no se trata de rehusar ofertas así.
– ¿Reconociste su voz?
Negó con la cabeza, atribulado.
– ¿Cómo ibas a reconocer al hombre?
– Mencionó que lo encontraría cerca de las bombas de diesel, que él estaría allí cuando nos estacionáramos y se acercaría para hablarnos… Así sucedió.
– ¿De manera que Brett no estaba dentro del plan?
Dave parecía furioso.
– Brett es un idiota. Dijo que no iba a llevar al hombre, a menos que nos pagara primero. Así que le pregunté a Ogden, pero él replicó que eso no estaba en el trato, que me pagarían después. Por eso yo le di a Brett Gardner algo de dinero y le dije a Ogden que tenía que recuperarlo. Luego, mi compañero dijo que parte de ese dinero tenía que ser suyo, o de lo contrario te informaría que había acordado que me pagarían por llevar a un extraño. Y no sólo eso -la furia de Dave iba en aumento-, sino que Brett llegó a la taberna el sábado por la noche y me obligó a pagar sus cervezas. Le expliqué que no me habían entregado el sobre con el dinero, sin embargo, todo lo que respondió fue: "¡Qué lástima, compañero! ¡Mala suerte!" y continuó bebiendo.
– Y tú trataste de golpear al Trotador -repuse.
– Bueno, no quería callarse y yo estaba furioso por lo que me hizo Brett. El Trotador seguía y seguía diciendo que había cosas adheridas al fondo de los camiones, continuó hablando acerca de esa vieja cala registradora asquerosa…
– ¿Entendiste sobre qué estaba hablando el mecánico? -pregunté sorprendido-. El Trotador mencionó algo acerca de "llaneros solitarios" ¿Sabes a qué se refería?
– Sí, por supuesto. Intrusos.
– ¿Qué me dices acerca de "langostas" y "rojo"?
– ¿Eh?
Mostró una expresión genuina de desconcierto. "Langostas" y “rojo” eran palabras que no significaban nada para él.
– Dime, ¿el Trotador podía tener alguna idea acerca de tu pequeño negocio privado?
– ¿Qué? Pero si no estoy loco, ¿comprendes? Habría venido en cinco minutos a contártelo todo. Siempre estuvo de tu lado, ése era el Trotador.
– Pensé que tú también lo estabas -observé.
– Sí -pareció avergonzarse ligeramente.
– ¿Cuánto tiempo antes de que fueras a Newmarket se concertó la escala en South Mimms?
– La noche anterior, fue después de que regresé de las carreras en Folkestone.
– Eso quiere decir que ya era tarde. ¿La misteriosa mujer había intentado localizarte antes de que volvieras?
– Mi esposa me lo habría dicho.
En apariencia, a él no se le había ocurrido preguntar a la mujer que llamó por teléfono cómo estaba enterada de que llegaría tarde a casa y también que iba a ir a Newmarket al día siguiente. Además, resultaba bastante claro que ella sabía bien que podía sobornarlo para que llevara a un extraño.
Sabía demasiado.
¿Quién demonios se lo había informado?