Capítulo 1

LES HABÍA ADVERTIDO una y otra vez a los conductores que jamás, por ningún motivo, aceptaran trasladar a nadie que les pidiera un viaje gratis, pero, por supuesto, un día lo hicieron y cuando llegaron a mi casa, el hombre estaba muerto.

El timbre de la puerta trasera sonó cuando estaba calentando el sobrante de un estofado de vacuno y me preparaba para degustar una cena por demás aburrida, consecuencia de vivir solo. Con algo semejante a un suspiro, apagué el fuego, coloqué a un lado la cacerola y acudí al llamado. Mis amigos solían entrar mientras gritaban mi nombre, ya que era bastante raro que la puerta estuviera cerrada. En cambio, los empleados por lo general tocaban primero y luego entraban, sin andarse con muchas ceremonias. Sólo los extraños tocaban el timbre y esperaban.

Esta vez fue distinto. Cuando fui a abrir, la luz del interior de la casa apenas logró iluminar los ojos dilatados y temerosos de dos hombres que trabajaban para mí. Se veían incómodos, se apoyaban en un pie y luego en el otro. Era evidente que estaban a la expectativa de la ira que iban a suscitar.

Mi respuesta a estas innegables señales de desastre fue el conocido aflujo de adrenalina causado por un sobresalto, que no es posible rehuir a pesar de haberse enfrentado con crisis anteriores.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Qué sucedió?

Eché un vistazo hacia afuera. Me tranquilizó ver estacionado bajo las sombras uno de los dos camiones más grandes de mi flotilla para transportar caballos en la zona asfaltada de estacionamiento. Las luces de la casa destellaban sobre su flanco plateado. Por lo menos no se había volcado en una zanja.

– Verás, Freddie -dijo Dave Yates quejumbroso y a la defensiva-, no fue culpa nuestra. El "Cuatro ojos" que levantamos…

– ¿Qué?

El más joven de los dos aclaró:

– Te advertí que no lo hiciéramos, Dave.

La voz del hombre era un franco lloriqueo; evadir la culpa resultaba uno de sus hábitos más arraigados. Brett Gardner, que ya se encontraba en mi lista para ser despedido, había sido contratado por su fuerza muscular y su pericia como mecánico. Estaba por concluir su período de prueba, y yo no quería retenerlo como empleado permanente. Era un conductor experto, no podía negarlo, pero varios clientes importantes me habían solicitado que él no llevara a sus caballos a las carreras, ya que tenía la tendencia a diseminar sus insatisfacciones como un virus.

– No llevábamos caballos a bordo -me explicó Dave Yates, tratando de calmarse-. Sólo íbamos Brett y yo.

Les había informado en repetidas ocasiones a todos los conductores que levantar a alguna persona en la carretera mientras llevaban caballos a bordo invalidaba el seguro. Les había advertido también que los despediría en el instante en que lo hicieran Les había ordenado, asimismo, que nunca se ofrecieran a llevar a ningún extraño, incluso si el camión iba vacío y no traían caballos.

Entonces me pregunté si me desobedecían con frecuencia.

– ¿Qué pasó con el Cuatro ojos? -inquirí mostrando gran enojo-. ¿Qué ocurrió en realidad?

Dave repuso con desesperación:

– Está muerto.

– ¡Estúpido…! -mis palabras fueron sofocadas por la ira. ¡Qué ganas me dieron de golpearlo! El empleado, sin duda, se dio cuenta de eso porque retrocedió instintivamente. Se me ocurrió toda clase de enredos en rápida sucesión y todos presagiaban problemas-. ¿Qué fue lo que hizo? -pregunté exigente-. ¿Trató de de saltar del camión mientras estaba en movimiento? ¿O acaso lo atropellaron? "¡Dios santo!", pensé, "que no se trate de eso".

Dave negó con la cabeza y, al menos, aminoró mis temores.

– Está dentro del camión -respondió-. Acostado sobre el asiento. Tratamos de despertarlo cuando llegamos a Newbury para avisarle que ya era hora de que se bajara. Y no pudimos. Quiero decir… está muerto.

– ¿Estás seguro?

Ambos asintieron a regañadientes.

Encendí las luces exteriores para que la zona asfaltada tuviera buena visibilidad y fui con ellos a echar un vistazo. Los dos iban casi volando, uno a cada lado de mí, dando desafortunados manotazos, tratando de menospreciar el problema, sacudiese la culpa y sobre todo de hacerme entender que se trataba de una desgracia, pero que no era, como Dave había dicho, su responsabilidad.

Dave era casi tan alto como yo (medía uno setenta y tres) y tenía aproximadamente mi edad (treinta y tantos). Primero que nada, se consideraba un jinete y, de manera complementaria, conductor. Por lo general viajaba con los animales a los que enviaban con pocos hombres para atenderlos. Esa mañana había visto partir a Dave y a Brett muy malhumorados a recoger nueve caballos de dos años, para realizar un viaje sencillo a Newmarket. El propietario, a medio proceso de transferir toda su cuadra de un entrenador perfecto a otro semejante, estaba de un humor insoportable.

El día anterior, me había tocado a mí trasladar a sus potros de tres años de edad y tenía reservación para las potrancas a la mañana siguiente. "Más dinero que sentido común", pensé.

Sabía que los nueve caballos de dos años habían llegado ilesos a su nuevo hogar, ya que Gardner llamó a mi oficina cuando estuvieron en su destino y en cuanto inició el viaje de regreso. Todos los camiones estaban equipados con teléfono. Con una flotilla de catorce camiones zigzagueando a través de Inglaterra, la mayor parte de las veces con fortunas multimillonarias en cabezas de ganado, no podía darme el lujo de cometer errores debidos a la ignorancia o al descuido.

Las cabinas delanteras de los camiones grandes siempre eran muy espaciosas, ya que, por lo general, en ellas viajaban varios mozos de cuadra además de uno o, en algunas ocasiones, dos conductores. Detrás de los asientos delanteros, se ubicaba uno posterior, largo y acojinado, en el que cabían cuatro o cinco personas delgadas. Esta vez, el hombre acostado boca arriba ocupaba todo el largo del asiento. Trepé a la cabina y lo miré.

En ese momento me percaté que esperaba que se tratara de un vagabundo, alguien con barba incipiente, chaqueta apestosa y pantalones vaqueros sucios: un infeliz. No este hombre gordo de mediana edad, vestido de traje y corbata, que parecía próspero. No había duda de que estaba muerto. No intenté sentirle el pulso, ni cerrarle los párpados medio abiertos detrás de gruesos lentes. Bajé de un salto de la cabina, cerré la puerta y miré los rostros preocupados de mis hombres, que ya no se atrevían a verme a los ojos.

– ¿Cuánto les pagó? -pregunté con brusquedad.

– ¡Freddie! -Dave Yates se retorció avergonzado, al tiempo que trataba de negarlo. Era despreocupado, agradable, pero no siempre de buen juicio.

– Yo no… -Brett empezó el relato con fingida indignación.

Lo miré con profunda tristeza y lo interrumpí.

– ¿Dónde lo levantaron y cuánto les ofreció?

– Dave lo arregló -acusó Brett.

– Pero te dieron tu parte -afirmé, dando el hecho por sabido.

– Brett le pidió más -espetó Dave furioso-. Se lo exigió.

– Sí, bueno, tranquilícense -empecé a caminar de regreso a la casa-. Será mejor que piensen lo que van a decirle a la policía. Por ejemplo, ¿les dijo cómo se llamaba?

– No -respondió Dave.

– ¿O les dio alguna razón para querer que lo llevaran?

– Su auto se descompuso -explicó Dave-. Se encontraba en la gasolinera de South Mimms, deambulando cerca de las bombas de diesel. Intentaba convencer al conductor de un camión cisterna de gasolina para que lo llevara a Bristol. Le ofreció un puñado de dinero, pero ese camión iba con rumbo a Southampton.

– ¿Qué estaban haciendo en las bombas de diesel en todo caso? No tenían ninguna necesidad de cargar más combustible. No, si sólo habían realizado un viaje de ida y vuelta a Newmarket.

– A Dave le dolía mucho el estómago -respondió Brett-. Sufría retorcijones. Teníamos que detenernos para conseguir algo.

– Imodium -confirmó Dave, mientras asentía-. Sólo pasaba por las bombas al regresar, ¿comprendes?

Con ánimo en extremo sombrío, entré pensativo en la casa, crucé por la puerta trasera hasta llegar al recibidor, luego giré a la izquierda y me dirigí hacia la amplia habitación de uso múltiple en la que por lo general pasaba gran parte de mi tiempo. Recorrí las cortinas, que revelaron el camión de caballos estacionado en el asfalto, y allí permanecí inmóvil, contemplándolo, mientras llamaba por teléfono a la policía.

El alguacil local que contestó a mi llamada me conocía muy bien. Ambos habíamos pasado gran parte de nuestras vidas en el centro hípico de Pixhill, un pueblo grande que se extendía sobre un pliegue de terreno en Hampshire, al sur de Newbury.

– ¿Sandy? -dije cuando contestó-. Habla Freddie Croft. Tengo un pequeño problema. Uno de mis conductores trajo a un hombre que les pidió autostop; parece que murió durante el viaje. ¿Te molestaría venir? Está fuera de mi casa, no en la granja.

Sandy se aclaró la garganta.

– ¿Estás bromeando?

– Lamentablemente, no.

– Bueno, de acuerdo. Estaré ahí en diez minutos.

El simbólico cuerpo de policía de Pixhill estaba constituido sólo por él. La comisaría era una oficina en la casa de Sandy, en la que su principal actividad era anotar los registros de las rondas diarias que realizaba en su patrulla. Fuera de las horas hábiles, como en ese momento, veía el televisor, bebía una cerveza y mimaba despreocupadamente a la madre de sus hijos, una dama robusta que siempre llevaba puestas sus chinelas de noche.

En los diez minutos prometidos de espera, antes de que Sandy apareciera en su auto oficial por mi camino asfaltado, con su aire pretencioso y llevando consigo todas las linternas de que disponía, no logré averiguar mucho más acerca de nuestro inoportuno huésped fallecido.

– ¿Cómo iba a saber que se nos moriría en el camino? -preguntó Dave cuando colgué el auricular-. Insistía en que tenía que llegar a Bristol para la boda de su hija o algo así.

– ¿Hablaron con él de algo más? -inquirí.

– No, nada más -repuso Dave.

– Le dije a Dave que era un grave error -se quejó Brett.

– ¡Cállate! -ordenó Dave-. No advertí que te rehusaras.

– ¿Y tampoco ninguno de los dos alcanzó a notar que estaba muriéndose? -sugerí con ironía.

La idea los incomodó. Pero no, al parecer no se dieron cuenta.

– Pensé que iba dormido -respondió Dave, y Brett asintió con la cabeza-. Así que -prosiguió Dave-, cuando no pudimos despertarlo, quiero decir, queríamos que se bajara en la gasolinera de Chieveley para que pudiera conseguir que alguien más lo llevara a Bristol… Bueno, ahí estaba… muerto… y no pudimos rodarlo al piso, ¿verdad?

No pudieron, convine. De modo que decidieron traerlo a mi puerta, igual que los gatos traen a casa un pájaro muerto.

En ese momento llegó Sandy, quien todavía iba abotonándose de prisa su uniforme azul marino. Iba a hacerse cargo de la situación al estilo un tanto pomposo que había desarrollado a través de los años. Una simple mirada al cadáver lo decidió a pedir ayuda por el radio de su auto, lo que dio como resultado la pronta llegada de un médico y una sarta de preguntas sin respuesta.

Aparentemente, el muerto debería tener cuando menos un nombre, que descubrieron en su billetera repleta de tarjetas de crédito. Mientras el médico realizaba su examen, Sandy bajó de la cabina y me la mostró.

– K. K. Ogden. Se llama Kevin Keith Ogden -comentó Sandy, al tiempo que revisaba el contenido con los dedos regordetes-. Vivía en Nottingham. ¿Significa algo para ti?

– Nunca oí hablar de él -repliqué-. ¿De qué murió?

– Un ataque al corazón, tal vez. El doctor no podrá asegurarlo antes de realizar el examen Post mortem. No hay rastros de maniobras sucias, si a eso te refieres.

– ¿Entonces puedo usar el camión mañana?

– No veo por qué no -meditó con sensatez-. Es posible que quieras limpiarlo.

– Sí -repuse-. Siempre lo hago.

La cintura de Sandy, de cuarenta años de edad, se había vuelto voluminosa, y las mejillas y la quijada estaban tan fofas que parecían hinchadas, lo que le daba un aire simplón, escaso de inteligencia, que no dejaba de ser engañoso. En una época, sus superiores lo habían apostado lejos de Pixhill, con la creencia de que un oficial de policía se volvía demasiado sociable e indolente si permanecía mucho tiempo en una localidad pequeña. Durante la ausencia de Sandy, sin embargo, el índice de delitos menores se incremento en Pixhill, mientras que el de averiguación se desplomó. Después de un tiempo, Sandy Smith fue reinstalado en su puesto de alguacil de policía, sin muchos aspavientos.

El joven y sagaz doctor Bruce Farway, recién llegado a Pixhill, que ya había conseguido alejar a la mitad de sus pacientes al tratarlos con una condescendencia insufrible, bajó de la cabina y me ordenó de manera busca no mover el cadáver antes de que hiciera los arreglos para que se lo llevaran. Imposible diagnosticar ni asomo de humildad o sentido humanitario en él.

Lo dejamos dando enérgicas instrucciones por el teléfono de su automóvil, mientras Sandy y yo nos encaminamos hacia la casa, donde Sandy Smith tomó las breves declaraciones de Dave y Brett. Con toda seguridad habría una investigación, les informó, pero no les quitaría mucho tiempo.

"Demasiado", pensé con enojo, y ambos adivinaron mi humor. Poco después, el alguacil los dejó en libertad de ir a la taberna, donde se encargarían de esparcir la noticia a través del chismorreo local. Sandy cerró su libreta, esbozó una sonrisa indiferente y luego condujo de regreso a su casa para telefonear a la policía de la ciudad natal del occiso. Sólo se quedó Bruce Farway, que aguardaba con impaciencia, cerca de su auto, la llegada del transporte que se llevaría a Kevin Keith Ogden.

Le pregunté si le gustaría esperar en la casa y aceptó titubeante, encogiéndose de hombros. En la sala espaciosa, le ofrecí una bebida alcohólica, Coca-Cola o café.

– Nada -replicó.

Con una mueca en los labios, examinó la hilera de fotografías enmarcadas de carreras de caballos que colgaba de la pared; en casi todas aparecía yo, en mi época de jockey, montado en el lomo de caballos de salto elevado. En un pueblo pequeño, dedicado a la crianza de caballos de carreras de pura sangre, había escuchado por casualidad a Bruce Farway mencionar que las personas que vivían para las carreras de caballos malgastaban sus vidas. Sólo el servicio abnegado que se presta a los demás, como, por ejemplo, el que brindan médicos y enfermeras, es digno de elogio. Nadie entendía por qué había llegado a Pixhill un hombre como él.

– ¿De qué murió nuestro “cadáver”?

Me miró sorprendido y fue hacia la ventana para contemplar el camión de caballos que se encontraba expuesto al frío nocturno.

– La obesidad y fumar demasiado, tal vez -se agitó con impaciencia y presto me hizo una pregunta:

– ¿Por qué fue jockey?

– Creo que nací para ello. Mi padre se dedicó siempre a entrenar caballos de salto de obstáculos.

– ¿Y eso lo hace inevitable?

– No -repuse-. Mi hermana es física.

El asombro lo dejó boquiabierto.

– ¿Lo dice en serio?

– Claro que sí. ¿Por qué no?

No pudo pensar en por qué no y se salvó de darme una res puesta debido a que el teléfono sonó en ese momento. Contesté y escuché a Sandy en la línea.

– La policía de Nottingham -comentó el alguacil- querrá saber dónde está exactamente South Mimms.

– La gasolinera de South Mimms está ubicada al norte de Londres, en la Eme veinticinco. Y voy a decirte algo más, Sandy: de Nottingham a Bristol, ni en un millón de años se pasaría cerca de South Mimms. Avísale a la policía de Nottingham que les comunique con cuidado la noticia a los parientes; no iba directamente de casa a la boda de su hija.

Sandy entendió el mensaje.

– Comprendo -repuso-. Se lo diré.

Colgué el auricular y Bruce Farway preguntó:

– Supongo que no importa el motivo por el que se encontraba en South Mimms.

– Para él ya no -convine-, pero voy a perder el tiempo de mis empleados. La investigación y todas esas cosas. Es un fastidio, nuestro señor Ogden.

Farway dejó traslucir un gesto de franca desaprobación y regresó a observar el camión de caballos. Transcurrió mucho tiempo en medio del aburrimiento, durante el que bebí whisky y agua ("Para mí no", dijo Farway); también pensé, hambriento, en mi rico estofado, que debía de estar helado y aún contesté dos llamadas telefónicas más.

La noticia se había difundido por todas partes a la velocidad de la luz. La primera voz que exigió conocer los hechos era la del propietario de los caballos de dos años que habíamos llevado a Newmarket esa mañana; la segunda era la del entrenador perfecto que se había visto obligado a verlos partir de sus caballerizas.

Jericho Rich, el dueño, que nunca perdía el tiempo en charlas introductorias; espetó:

– ¿Cómo que había un muerto en tu camión? -su voz, al igual que su personalidad, era ruidosa, agresiva e impaciente.

Mientras le contaba lo sucedido, me lo imaginé como lo había observado muchas veces durante los desfiles en las pistas de carreras: robusto, de pelo canoso y pendenciero, muy dado a esgrimir el dedo amenazadoramente.

– Escúchame, camarada -repuso Rich a gritos-. No debes levantar a nadie que quiera viajar de manera gratuita mientras trabajas para mí, ¿está claro? Y cuando lleves a mis caballos, no lleves a los de nadie más. Ésa es la forma en que hemos trabajado y no quiero ningún cambio.

Reflexioné que una vez que la cuadra completa de Jericho Rich se hubiera trasladado a Newmarket, de cualquier modo ya no iba a hacer muchos negocios con él, aunque alelar al viejo avinagrado sería insensato a pesar de todo. Si le daba un año o dos, tal vez podría traer a sus caballos de regreso.

– Y es más -prosiguió-, cuando lleves a mis potrancas mañana, mándalas en otro camión. Los caballos pueden oler la muerte, ¿sabes? Y no envíes al mismo conductor.

No valía la pena discutir con él.

– Muy bien -respondí.

Comenzó a perder ímpetu y colgó por fin.

El entrenador, Michael Watermead, en contraste sorprendente, hablaba por teléfono en un tono de voz suave, titubeante y educado. El hombre empezó por preguntarme si los caballos de nueve años de edad que habían salido de su custodia esa mañana habían llegado sanos y salvos a Newmarket. Le aseguré que así había sido.

Hubiera sido natural que Michael mostrara resentimiento de su parte por haberse visto obligado a desprenderse de ellos; no había muchas cuadras de caballos tan grandes o talentosas como la de Rich, no obstante, Watermead parecía tener sus sentimientos bajo control. Era alto, rubio y cincuentón. Su nerviosismo acostumbrado era una fachada para el buen manejo de más de sesenta caballerizas que, por lo general, estaban repletas de animales sanos. Le simpatizaba a sus caballos, lo que siempre constituía una referencia de su carácter afable. Los animales frotaban el hocico contra el cuello del entrenador si se encontraba cerca.

Nunca había montado para Michael, ya que él entrenaba caballos de pista plana, pero desde que adquirí la empresa de transportación y llegué a conocerlo mejor, nos habíamos convertido, por lo menos en lo que a negocios se refería, en buenos amigos.

Preguntó con toda calma:

– ¿Es cierto que trajeron en tu camión a un hombre muerto?

– Creo que sí -le expliqué una vez más acerca de Kevin Keith Ogden y le conté que Jericho Rich ya me había exigido un camión y un conductor diferentes para transportar las potrancas a la mañana siguiente.

– Este tipo -comentó Michael con amargura-. A pesar del hueco que se ha creado en mis caballerizas, tendré mucho gusto en no saber nada más acerca de él. Es un patán con un temperamento detestable.

– ¿Vas a llenar el hueco?

– ¡Oh, sí, claro! A la larga sí. Perder a Jericho es una desgracia, pero no un desastre.

– ¡Fantástico!

– ¿Comemos el domingo? Maudie te llamará.

– ¡Excelente! -cualquiera se ahogaría en los ojos azules de Maudie Watermead. Sus comidas domingueras eran legendarias.

Farway, que todavía estaba junto a la ventana, empezaba a impacientarse y consultaba repetidamente su reloj, como si con eso el tiempo transcurriera más deprisa.

– ¿Whisky? -ofrecí una vez más.

– No bebo.

¿Disgusto o adicción?, me pregunté. Probablemente sólo sería llano rechazo.

Miré alrededor de mi espaciosa sala familiar y pensé qué impresión tendría de ella. Había una alfombra gris y algunos tapetes. Paredes color crema, fotografías de carreras de caballos, la colección de pericos de porcelana de mi madre se encontraba en un nicho. Un escritorio eduardiano de caoba y su sillón giratorio de cuero. Sofás de tela cruda antigua y decolorada, una bandeja para bebidas en la mesa lateral y lámparas por todas partes. Era una habitación en la que vivía, no sólo el triunfo de un decorador.

Se trataba de mi hogar.

Después de mucho tiempo, vimos avanzar una carroza fúnebre muy despacio por el camino asfaltado que se detuvo entre el camión de caballos y la puerta de mi casa. Sandy regresó en su auto oficial inmediatamente después. Farway profirió una exclamación y se apresuró a ir a su encuentro, así como al de los tres hombres flemáticos que emergieron de la carroza fúnebre y pusieron manos a la obra. Seguí a Farway y observé que bajaban una camilla estrecha que estaba cubierta con mucha tela de lona oscura y varias correas fibrosas.

El hombre que parecía estar a cargo de todo indicó que era el oficial pesquisidor y le presentó a Farway el papeleo que tenía que llenar. Los otros dos, que llevaban la camilla, se treparon a la cabina, seguidos de Sandy, quien pronto bajó nuevamente. El oficial traía consigo un maletín de mano y un portafolios. Ambos eran de cuero, estaban maltratados, pero eran finos de origen.

¿Las pertenencias del difunto? -preguntó Sandy.

Farway pensó que así era.

– No pertenecen a mis hombres -afirmé.

Sandy colocó los maletines sobre el asfalto y volvió a subir para regresar con una bolsa de plástico que contenía los despojos del occiso: un reloj de pulsera, un encendedor, una cajetilla de cigarros, una pluma, un peine, un pañuelo, los anteojos y un anillo de ónix y oro. Los detalló en voz alta al oficial pesquisidor, quien les adhirió una etiqueta que decía PROPIEDAD DE K. K. OGDEN.

Mientras Sandy y el pesquisidor subían a la cabina, me puse en cuclillas junto a los objetos y abrí la cremallera del maletín.

– No creo que esté bien hacer eso -protestó Farway.

El maletín, a medio llenar, contenía los efectos personales de Ogden para una sola noche: estuche de afeitar, piyama, camisa limpia, nada fuera de lo común. Cerré la cremallera y abrí de golpe el portafolios, que no estaba asegurado con llave.

– ¡Oiga! -exclamó Farway-. No tiene ningún derecho…

– Si un hombre se muere dentro de mi propiedad -contesté de manera razonable-, me gustaría saber quién era.

Me pareció que el escaso contenido no aportaba ninguna información valiosa al respecto. Una calculadora. Una libreta de notas, en la que no había nada escrito. Un frasco de aspirinas, una caja de tabletas para la indigestión, dos botellas pequeñas de vodka, como las que ofrecen en las líneas aéreas, ambas llenas. Cerré el portafolios y me puse de pie.

– Todo suyo -comenté.

Los empleados de la funeraria se tomaron su tiempo y, cuando por fin sacaron a Kevin Keith lo hicieron por la puerta delantera de pasajeros, no por la de los mozos de espuelas que se encontraba más atrás y por la que todos, hasta ese momento, habíamos subido para poder llegar al asiento posterior. El cadáver yacía en la camilla y con los pies por delante, envuelto como masa amorfa en una lona gruesa sujetada por correas. Levantaron la camilla y la metieron en la carroza fúnebre. De ahí trasladaron el cuerpo de Ogden a un ataúd de metal.

Farway, más acostumbrado a los cadáveres que yo, tomó el retiro de éste de manera prosaica. Me comentó que él no realizaría personalmente el examen post mortem, pero que le parecía un paro cardíaco indiscutible. Me dio las buenas noches en un tono insulso, subió a su auto y siguió a la carroza fúnebre mientras se alejaba del estacionamiento asfaltado. Sandy se llevó el maletín y el portafolios de Ogden y condujo con tranquilidad detrás de ellos.

De repente todo pareció quedar en silencio. Levanté la mirada hacia las estrellas eternas y me pregunté preocupado si Kevin Keith Ogden, cuando iba acostado en el asiento largo de imitación de cuero, detrás de un motor que rugía, se había dado cuenta de que estaba muriéndose.

Pensé que lo más probable hubiera sido que no. En algunas ocasiones que perdí el conocimiento debido a alguna caída ocurrida durante las carreras, la última cosa que había distinguido era una Visión, como un torbellino, de césped y cielo. Después del impacto, no habría podido saber si me había muerto; y pensaba algunas veces, cuando despertaba agradecido, que una muerte imprevista sería una bendición.

Subí nuevamente a la cabina. Brett Gardner había dejado puesta la llave de ignición, otro de los tabúes de mi libro. Retiré el llavero, salté presto por la puerta de pasajeros y la cerré detrás de mí. Las puertas delanteras de ambos lados se cerraban con la misma llave que ponía en marcha el motor. Cerré la puerta del conductor y con la segunda llave aseguré la puerta de los mozos de cuadra. Una tercera llave cerraba el pequeño compartimiento bajo el tablero, que examiné y encontré asegurado. Contenía el interruptor de corriente del teléfono y varios documentos.

Volví a rodear el camión para poder inspeccionarlo otra vez. Todo parecía estar bien. Las dos rampas de los caballos se encontraban arriba y aseguradas. Las cinco puertas de acceso, dos para los asientos delanteros y tres para los acompañantes, también estaban intactas. A pesar de todo, me sentí inquieto. Regresé a la casa y cerré con llave la puerta trasera. Alargué la mano para apagar las luces exteriores, pero cambié de opinión y las dejé encendidas.

Por la noche, acostumbrábamos guardar la flotilla en un corral grande que había transformado y al que le había mandado construir paredes de ladrillo. Las amplias puertas de la entrada estaban bien aseguradas con candados. El camión para transportar nueve caballos estaba solo sobre el asfalto y parecía extrañamente vulnerable, aun cuando rara vez se robaban un camión de ese tamaño. Tenía demasiados números de identificación grabados en muchas partes, sin contar con el nombre Croft Raceways, que estaba pintado en seis lugares.

Recalenté el viejo estofado, lo rocié con un poco de vino tinto para hacerlo más apetitoso y me comí el resultado final. Después hice unas cuantas llamadas telefónicas para verificar con el jefe de mis conductores que todos los demás camiones estuvieran ya en la granja. Aparentemente, los demás viajes del día habían transcurrido sin novedad y conforme a lo previsto. Todos los conductores habían llenado las hojas de sus cuadernos de bitácora y las habían echado en el buzón de la oficina. Los candados estaban colocados en las puertas. Nadie podía tener acceso a las llaves en ninguna parte. A pesar del pasajero muerto, el mensaje general que recibí era que el jefe podía irse a la cama y descansar.

El jefe, al final, hizo exactamente eso, aunque desde mi habitación alcanzaba a ver con toda claridad el camión estacionado bajo las luces. Dejé abiertas las cortinas y me desperté varias veces debido a la brillantez externa poco común. Cerca de las tres de la mañana, mi sueño se vio perturbado repentinamente por un destello de luz que se movía por el techo.

Descalzo y vestido con pantaloncillos cortos para dormir, me levanté y fui a la ventana, temblando de frío. Nada parecía haber cambiado a primera vista. Me encogí de hombros y di media vuelta para regresar a la cama. Entonces me detuve, alarmado.

La puerta de los mozos de cuadra, por la que poco antes habíamos subido al camión, estaba entreabierta, no bien cerrada como yo la había dejado. Observé atentamente, pero no había lugar a equivocación. El destello de luz que vi tenía que ser un reflejo de la ventanilla, ya que la puerta se hallaba abierta.

Sin importar mi vestimenta, corrí escaleras abajo y me dirigí a la puerta trasera, la abrí, me puse con rapidez unas botas de goma y tomé un impermeable viejo que estaba colgado de la percha. Al tiempo que trataba de meter los brazos en las mangas, corrí por el asfalto y abrí la puerta de par en par.

Adentro había una silueta vestida de negro. Se sorprendió tanto de verme como yo a él. Al principio estaba de espaldas hacia mí; entonces, cuando giró con una exclamación feroz, que sonó más a una explosión de aliento que se le escapaba que a una verdadera palabra, alcance a ver que llevaba la cabeza cubierta con una capucha negra, los ojos brillaban a través de los agujeros.

El intruso saltó hacia adelante dentro de la cabina y trató de escapar por la puerta del pasajero, pero yo corrí por el suelo y lo intercepté.

– ¿Qué demonios está haciendo? -grité. Me lanzó un fuerte puntapié que me obligó a retroceder por unos instantes.

Insensatamente, traté de subir al estribo para ir tras él. La figura de negro alcanzó a tirar de una manta para caballos y la arrojó sobre mí, mientras yo intentaba subir. Caí sobre un montón de objetos que estaba en el piso de asfalto. El hombre de la máscara negra saltó sobre el asiento del conductor, quitó el seguro de la puerta de ese lado, brincó al suelo y corrió entre las sombras. Me levanté disgustado, mientras lograba zafarme de la manta y me abotonaba el impermeable, tratando en vano de localizar los sonidos de las pisadas que se alejaban.

Todo esto no tenía sentido. No había nada en el camión que valiera la pena robar, salvo, tal vez, el radio o el teléfono, pero la figura de negro tampoco parecía estar asaltando. En realidad no parecía estar haciendo nada en particular, sólo estaba parado en la cabina con la espalda vuelta hacía mí. Había polvo y huellas de suciedad en su ropa. Por lo que podía recordar, el hombre no llevaba ninguna herramienta, ni siquiera una linterna. Si había abierto la puerta de mozos de espuela con una llave o algún otro instrumento, tenía que habérselo guardado en el bolsillo. La cerradura de esa puerta se encontraba en la manija. Sin embargo, no había ninguna llave en la cerradura ni señales de violencia o de que hubiera tratado de forzarla.

Muerto de frío y enojado, arrojé la manta en la cabina, volví a cerrar la puerta de mozos de espuela y las dos puertas delanteras y regresé a la casa a buscar las llaves para asegurarlas de nuevo.

Por consideración a mis alfombras, me quité las botas y caminé por el recibidor y la sala hasta llegar al escritorio. Saqué las llaves del cajón, volví sobre mis pasos, me puse las botas otra vez y con cierta torpeza me dirigí al camión.

Al acercarme, incrédulo vi una vez más una sombra negra que se movía dentro de la cabina. Estaba situada detrás del asiento del conductor, inclinada sobre el compartimiento que se extendía a todo lo ancho de la cabina y por encima de los asientos delanteros. Los conductores y mozos utilizaban ese espacioso compartimiento para guardar sus pertenencias.

La ocupada figura en la cabina me descubrió y antes de que pudiera darle alcance, se había echado a correr. Sin perderla de vista ni un momento, salí dificultosamente tras ella, pues los pies descalzos se me resbalaban dentro de las botas. Se encaminó hacia el sendero de la entrada y pareció desvanecerse entre las sombras al llegar al borde del camino. La seguí hasta allá, pero no pude distinguir por dónde se había ido. Era un camino rural, sin muros, había cientos de árboles y arbustos. Se necesitaría un ejército para encontrarla.

Perplejo y desanimado, regresé al camión. La puerta del conductor estaba abierta de par en par, como la había dejado el hombre. Trepé con torpeza, me situé detrás del asiento, busqué en el compartimiento y encendí la luz de la cabina para ver mejor.

Había una bolsa de plástico que, al revisarla, tenía restos de comida de la que Gardner compraba: envolturas de barras de chocolates, la caja vacía de un sándwich con la etiqueta: CARNE DE VACUNO Y TOMATE y dos latas vacías de Coca-Cola.

Devolví la bolsa a su lugar. Era responsabilidad de cada conductor mantener limpio su propio camión y no me sentía con ánimos para reprender a Brett. Lo que fuera que Dave y él hubieran hecho ese día, al haber traído a un hombre de negocios moribundo, parecía ser sólo el comienzo.

Cerré con cuidado las puertas nuevamente y volví a la casa una vez más. Ya adentro, me quité las botas y el impermeable y corrí escaleras arriba para buscarles sustitutos: dos suéteres, pantalones vaqueros, calcetines y zapatos que me permitieran correr. Saqué mi vieja bolsa de dormir de una alacena y luego bajé para buscar también una chaqueta acolchada y unos guantes.

Con todos esos aditamentos para tratar de darme calor, crucé una vez más hacia el camión y me instalé en el asiento delantero; me sentía moderadamente cómodo de cuerpo, no así de mente.

El tiempo transcurrió con rapidez. Dormité.

Nadie vino.

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