Capítido 12

ISOBEL TODAVÍA ESTABA en la oficina cuando regresé a la granja, aunque casi eran las cinco de la tarde. Me informó que Lewis había llamado por teléfono. Nina y él venían de regreso por el túnel del Mont Blane. Solamente se habían detenido a comer un sándwich y a cargar gasolina. Nina venía conduciendo. El potro había viajado con la cabeza asomada por la ventana todo el camino, pero no había enloquecido. Lewis iba a conducir al norte toda la noche, aunque quería detenerse en algún lugar a llenar las latas grandes con agua francesa para el potro.

– De acuerdo -repuse tranquilo. El agua francesa de manantial era pura y dulce, le hacía bien a los caballos. Una escala por ese motivo no era extraordinaria.

– Aziz pidió el día libre -comentó Isobel-. No quiere conducir mañana. Tiene algo que ver con su religión.

– ¿Su religión? -suspiré-. ¿Algo más?

– El señor Usher me preguntó si habíamos recogido el potro. Le dije que llegaría a Pixhill mañana a las seis de la tarde, si no había demoras en el transbordador.

– Está bien, gracias.

Esa noche traté de dormir aunque fuese un poco. El golpe ya no era pretexto. Estuve despierto en cama pensando en que Lewis iba a detenerse en alguna parte a llenar las latas con agua francesa. Confié en que Nina mantendría la cabeza agachada y los ojos parcialmente cerrados.

El miércoles por la mañana vi partir a los camiones que se dirigían hacia Doncaster, donde la temporada de pista plana se inauguraría al día siguiente. Era el inicio de la época más atareada para Croft Raceways. Normalmente me entusiasmaba, pero esta semana, hasta ahora, apenas lograba concentrarme.

A las nueve, cuando el teléfono sonó por enésima ocasión, Isobel contestó y frunció el entrecejo.

– ¿Aziz? -preguntó-. Un momento -se puso de pie-. Es un francés, quiere hablar con Aziz.

– No vino a trabajar hoy -le recordé.

Isobel respondió por encima del hombro al cruzar la puerta:

– Está en el restaurante.

Aziz llegó apresuradamente y levantó el auricular.

Oui… Aziz. Oui -alargó la mano para tomar un trozo de papel y, un lápiz-. Oui. OuiMerci, monsieur. Merci -Aziz anotó con cuidado y colgó el auricular.

– Un mensaje de Francia -recalcó sin que fuera necesario. Me pasó la hoja del memorándum-. Nina le pidió a este hombre que llamara aquí.

Tomé el papel y leí las siguientes palabras escuetas: Écuríe Bonne Chance, prés de Belley.

– Caballerizas Buena Fortuna -tradujo Aziz para mí-. Cerca de Belley.

Aziz me dirigió una de sus habituales sonrisas francas y salió con rapidez de la oficina.

– Creí que Aziz tenía el día libre -le comenté a Isobel.

Ella se encogió de hombros.

– Sólo dijo que no quería conducir. Estaba en el restaurante bebiendo té cuando llegué a trabajar.

Le eché un vistazo a la dirección francesa y llamé por teléfono al Jockey Club.

– Nina envió una dirección a través de un francés -le expliqué a Patrick Venables-. Écurie Bonne Chance, cerca de Belley. ¿Tienes información al respecto?

– Déjame preguntarles primero a mis colegas franceses y te llamaré más tarde.

Me senté frente al teléfono a reflexionar durante algunos segundos después de que colgué. Luego fui a buscar a Aziz y lo invité a dar un paseo.

– ¿Trabajas para el Jockey Club, no es verdad? -pregunté con mucha seguridad.

– Freddie -Aziz dio un paso y me tomó de la manga-. Escucha -su sonrisa se desvaneció-. Patrick quería que Nina tuviera un respaldo. Supongo que debimos haberte informado, pero…

– No te muevas de aquí -le ordené categóricamente y regresé a mi oficina.

Una hora más tarde, Patrick Venables volvió a llamar.

– En primer término, creo que te debo una disculpa -dijo-. ¿Cómo sospechaste de Aziz? Me telefoneó para decirme que lo habías descubierto.

– Por algunos detalles -le expliqué-. Primero, es demasiado inteligente para este trabajo. Luego, la persona que llamó de Francia pidió hablar con él, lo que significaba que Nina le había pedido a Aziz que estuviera a su disposición.

Patrick Venables hizo una pausa.

– ¡Oh, cielos!

– ¿Puedo saber qué pasa?, ¿por qué dices eso?

– Ecurie Bonne Chance -prosiguió Patrick con energía- es un pequeño establo que dirige un entrenador francés menor. El propietario es Benjamín Usher.

– ¡Ah!

– La propiedad se localiza al sur de Belley, cerca del río Ródano. Los franceses no tienen nada en contra del lugar. Ha habido algunos caballos enfermos ahí, pero ninguno ha muerto.

– Muchas gracias.

– Nina nos ordenó de manera tajante que no interceptáramos tu camión al regresar. Espero que sepas lo que haces.

Yo también lo esperaba.

Llamé por teléfono a Guggenheim.

– No puedo prometer nada -le informé-, pero tome el vuelo hoy y traiga algo para transportar a un animal pequeño.

Las horas siguieron pasando muy despacio. Por fin, Lewis llamó a Isobel por la tarde y le avisó que habían cruzado en el transbordador y estaban saliendo de Dover.

Después de otra hora que transcurrió lentamente, Isobel y Rose se fueron a casa. Cerré la oficina, me dirigí al Fourtrak y puse en marcha el motor. La puerta del pasajero se abrió de improviso y Aziz se sentó a mi lado.

– Vas a buscar a Nina, ¿verdad? -preguntó.

– Sí -conduje a la salida del patio, salimos del pueblo y me encaminé cuesta arriba hacia un lugar desde donde podía verse todo Pixhill.

Después de un rato, un camión se acercó por la colina opuesta. Levanté un par de binoculares.

– Son ellos -indiqué-. Lewis y Nina.

El camión dio vuelta por un estrecho sendero que llevaba a las caballerizas de Benjamín Usher. Puse en marcha el Fourtrak y descendimos por la cuesta. Llegamos a la cuadra antes de que Lewis apagara el motor.

La cabeza de Benyi se asomó por la ventana del piso superior. Giró sus órdenes a los mozos de espuela con la energía acostumbrada; Lewis y Nina deslizaron la rampa. Me bajé de mi camioneta destartalada y los observé.

Guiado por Nina, el potro chocó los cascos al bajar de la rampa, tenía los ojos desorbitados y se alejó cojeando en manos del jefe de mozos de espuela. Benyi le preguntó a gritos a Lewis cómo había sido el viaje. Lewis respondió en voz alta:

– Todo salió bien -Benyi, aliviado, cerró su ventana.

Le pregunté a Nina:

– ¿Se detuvieron en algún lugar desde que salieron de Dover?

– No.

– ¡Qué bueno! Ahora ve con Aziz, ¿quieres?

Luego me acerqué a Aziz Nader y le hablé a través de la ventana del Fourtrak.

– Por favor, llévate a Nina a la granja. Tal vez encuentres a un hombre deambulando por los alrededores, carga una jaula para transportar animales. Se llama Guggenheim. Llévalo contigo a Centaur Care. Yo conduciré este camión y nos reuniremos ahí.

Lo dejé, me acerqué al camión mientras Lewis movía las rampas y las colocaba en su lugar. Subí al asiento del chofer. Lewis se sorprendió, aunque cuando le hice la seña para que ocupara el lado del pasajero, lo hizo sin demora.

Puse en marcha el motor, salimos lentamente de la caballeriza de Benyi y continuamos por el camino rumbo a casa de Michael. Frente a las rejas de la casa, justo en el lugar donde el sendero se ensanchaba un poco, me detuve en el acotamiento y frené con suavidad.

Lewis no se mostraba sorprendido en absoluto. Su actitud implicaba que los caprichos de los jefes tenían que tolerarse.

– Y dime, ¿cómo está el conejo? -pregunté como quien no quiere la cosa.

La expresión de su rostro le otorgó un nuevo sentido a la palabra "pasmado". Por un momento pareció como si el corazón le hubiera dejado de latir. Abrió la boca y, sin embargo, no pudo emitir el más mínimo sonido.

– Te diré todo lo que has estado haciendo -comenté-. Benyi Usher es el dueño de una caballeriza en Francia. El año pasado descubrió que los caballos se enfermaban de una fiebre extraña que transmitían las garrapatas. Pensó que sería una buena idea contagiar de la enfermedad a unos cuantos caballos aquí para quitar obstáculos de su camino y conseguir los triunfos que de otra manera no obtendría. El problema era cómo traer las garrapatas a Inglaterra. Primero intentaste hacerlo en jabón, que llevabas en una caja registradora adosada al camión que conducías en ese tiempo. Las garrapatas no sobrevivieron al viaje. Era necesario encontrar una nueva manera para transportarlas: un animal podía ser la solución. Tal vez un conejo. ¿Cómo voy?

Absoluto silencio.

– Te ocupabas de atender a los conejos de los Watermead. Perfecto. Pensaste que no extrañarían a uno o dos, pero sí lo hicieron. De todos modos, el año pasado, cuando conducías el camión para cuatro caballos de Pat, fuiste a Francia al Écurie Bonne Chance, el lugar que Benjamín Usher posee en las afueras de Belley, y le pasaste las garrapatas a un conejo. Lo trajiste de regreso y frotaste las garrapatas del conejo en dos caballos viejos que Benjamín tenía en un corral frente a la ventana del salón. Y aunque uno de ellos murió, tenían un cultivo floreciente de garrapatas en el otro, listas para transferirse al caballo que Benyi decidiera y al que tú pudieras acercarte al llevarlo a los hipódromos.

Me inquietó no saber cómo se vería una persona que estuviera a punto de sufrir un ataque al corazón.

– Empero, las garrapatas son impredecibles -continué- y, al final, es probable que simplemente desaparezcan, así que en agosto fuiste otra vez a Francia, en esa ocasión te llevaste el camión que Phil conduce ahora. Pero, entonces, todas las cosas salieron mal. La tapa se destornilló del tubo, tal vez debido a la vibración. Antes de que pudieras hacer algo, el conejo se cayó en el foso de inspección y murió. El Trotador lo arrojó a la basura con todo y las garrapatas.

Silencio sepulcral.

– De tal manera que en este año -continué con mi explicación- fuiste en el nuevo super seis a recoger los caballos de dos años de Michael Watermead y te llevaste a uno de sus conejos. Las garrapatas regresaron vivas y las transferiste al viejo caballo Peterman. Sólo que fue Marigold English quien recibió a Peterman, y no Benjamín Usher, y Peterman murió. Las garrapatas murieron en seguida. La temporada de pista plana está a punto de comenzar, así que te pusiste en marcha con el conejo para ir por el potro de Benyi Usher a Milán. En el camino de regreso te detuviste en el Écurie Bonne Chance. Dime, ¿qué apostarías a que en el recipiente entubado debajo del camión vamos a encontrar un conejo infestado con garrapatas?

Más silencio.

– ¿Por qué no pasaste las garrapatas directamente sobre el potro de Benjamín?

– Quiere que vuelva a correr cuando sus patas sanen.

La confesión brotó sin ningún esfuerzo. La voz de Lewis se escuchó ronca. Ni siquiera intentó protestar por su inocencia.

– Así que ahora -proseguí- vamos a llevar al conejo directamente a Centaur Care, donde aguardan los dos caballos viejos destinados a las caballerizas de Benyi. Esta vez no vas a tener que sacar el conejo del tubo a las once de la noche ni tampoco tendrás que golpearme en la cabeza cuando te atrape en el proceso.

– Yo nunca -reclamó furioso-, nunca te golpeé.

– Pero sí me tiraste al agua. Y fuiste tú el que mencionó: "Si con esto no le da gripe, ya nada lo hará enfermarse".

Una vez pasada cierta consternación, noté que Lewis había llegado a un estado de angustia en el que haría cualquier cosa por salvar el pellejo.

– Es que necesitaba ese dinero… -explicó-, lo quiero para la educación de mi hijo.

"Un golpe más, pensé, y pronto empezará a cantar".

Le pregunté:

– Si tuvieras que elegir, ¿preferirías conducir a Irkab Alhawa al Derby y quizá traerlo de regreso como un campeón? O bien, ¿te parecería mejor infectarle con garrapatas para evitar que pudiera siquiera correr?

– ¡El nunca haría eso! -respondió. El rostro de Lewis reveló un genuino terror.

– Es un hombre violento y malvado -afirmé-, así que dime, ¿por qué no iba a hacerlo?

– ¡No! -me miró con fijeza, aunque recapacitando tardíamente-. ¿De quién estás hablando?

– De John Tigwood, por supuesto.

Lewis cerró los ojos.

– La recompensa de Benyi es ganar -continué explicando-. La tuya es el dinero. La de Tigwood, poder arruinar los logros de cualquier otra persona.

Ganar por medio del engaño. Ambición por los hijos. Maldad y poder destructivo que se disfrutan en secreto. Para cada uno de ellos, ésa era su fuerza vital.

– ¿Benyi Usher le paga a Tigwood?

Lewis se veía descompuesto.

– Le da una parte de lo que gana en una de esas alcancías recolectoras, lo hace abiertamente, en público.

Después de una pausa, le pedí:

– Dime lo que sucedió la noche que me arrojaron al mar.

Lewis me miró, tenía los ojos hundidos en sus cuencas.

– Comprende, estaba enloquecido. Hablaba de que tú habías conseguido todo de manera muy fácil. Ahí estabas, dijo, con tu casa, tu dinero, tu apariencia física y a todo el mundo le simpatizabas. Te odia de manera absoluta. ¿Sabes? sentí náuseas, pero supuse que tal vez podría volverse en mi contra si me oponía, así que le seguí la corriente… Él tenía el hacha en su automóvil…

– ¿Me golpeó con, el hacha? -pregunté incrédulo.

– No. Te pegó con una vieja y oxidada máquina para desmontar neumáticos. Tenía muchas herramientas en su automóvil. Cuando te golpeó, te metimos en el maletero de mi auto y me ordenó que nos dirigiéramos a los muelles. Hablaste algo, como en una especie de delirio, cuando llegamos. Nunca tuve la intención de asesinarte. ¡Es verdad!

– De manera que regresaron de Southampton -proseguí-, sacaron el hacha y destruyeron toda mi casa, mi automóvil y también el helicóptero de mi hermana.

– Él lo hizo. De verdad que él lo hizo. Gritaba, desvariaba y se reía. Es endemoniadamente fuerte. Te digo que yo estaba paralizado por el miedo.

Con pesar, puse en marcha el motor nuevamente.

– ¡Oye! -exclamó Lewis sorprendido- ¿Cómo te enteraste acerca de los viajes? Me advirtió que borraría todos los registros de la computadora el domingo con un virus llamado Miguel Ángel o algo así, y que yo no debía preocuparme en absoluto.

– Tenía copias -respondí sucintamente.

John Tigwood estaba en la taberna la noche que todos habían escuchado al Trotador decir que había descubierto los recipientes secretos. Por despecho, debía de haber hurtado las herramientas del Trotador. Después, si el Trotador había visto a Tigwood manipulando mi computadora el domingo… Pude imaginar a Tigwood cuando se dirigía a su automóvil por la máquina para desmontar neumáticos del propio Trotador, caminar al granero detrás de él y lanzar un solo golpe letal.

Liberé el freno y me puse en marcha por el camino.

– Supongo -aventuré- que fue el mismo Tigwood, al leer todos esas revistas médicas, el que descubrió lo de las garrapatas. Y el que sabía también lo que se necesitaba para traer el virus de Yorkshire por encargo de Tessa Watermead.

Lewis se quedó otra vez sin habla. Lo miré.

Le advertí:

– No tienes muchas probabilidades si no estás dispuesto a testificar. Tessa nos contó a mí y a su padre lo que hiciste.

Entonces llamé por teléfono a Sandy Smith y lo invité a ir en su patrulla a Centaur Care.

– Trae tus esposas -sugerí.

Lewis se tardó un kilómetro y medio, lento y doloroso, para poder decidirse, pero cuando cruzamos las rejas de las oficinas centrales de una desafortunada obra de caridad a punto de derrumbarse, repuso, mascullando:

– De acuerdo. Atestiguaré.

Ese viejo lugar estaba atestado de gente.

El Range Rover de Lorna Lipton estaba estacionado en la entrada. Lorna hablaba con John Tigwood y había unos niños corriendo cerca de ahí. Los dos hijos más pequeños de Maudie y Cinders.

Aziz se encontraba afuera del Fourtrak, también Nina y Guggenheim. Detuve el camión y salté al suelo. Sandy Smith se unió a la multitud, las luces de su patrulla destellaban, llevaba su uniforme abotonado y no había hecho sonar la sirena.

– ¿Qué es lo que está sucediendo? -preguntó John Tigwood, que parecía perplejo.

No estaba seguro de cómo iba a reaccionar. Mantener a salvo a los niños era la prioridad en ese momento. Le indiqué a los pequeños de Maudie:

– Llévense a Cinders y métanse debajo del camión.

Se rieron.

– ¡Vayan! -ordené-. Jueguen a que son unos piratas ocultándose en una cueva, o algo así.

Los tres niños lo hicieron. Lorna comentó:

– Pero van a ensuciarse.

– Ya los limpiaremos.

Tigwood preguntó:

– ¿Por qué has venido?

– Lewis y yo te trajimos tu conejo con garrapatas.

Tigwood, enojado, caminó a zancadas hasta el lado del pasajero del camión y abrió la puerta de golpe.

– ¡Lewis! -gritó. Se escuchó como un chillido.

Lewis se retrajo para alejarse de él.

– Lo sabe todo -respondió con desesperación-. Freddie está enterado absolutamente de todo.

Tigwood extendió un brazo dentro de la cabina y sacó a Lewis por la fuerza. Aterrizó estruendosamente en el suelo y se golpeó el hombro. Tigwood le dio un puntapié en el rostro y volvió su atención hacia mí.

– Te mataré -advirtió con seguridad; tenía el rostro pálido.

Lo decía en serio. Lo intentó. Corrió velozmente hacia mí y me estrelló contra el costado del camión. Su aspecto larguirucho era engañoso. No contaba con un hacha o una máquina para desmontar neumáticos, sólo la fuerza de las manos; y éstas, si hubiéramos estado solos, habrían sido suficientes.

Aziz se acercó desde atrás y lo arrastró para alejarlo de mí. Le torció un brazo por detrás de la espalda hasta que llegó casi al punto de fracturárselo. Tigwood gritó. Sandy sacó sus esposas y auxiliado por Aziz las colocó en las muñecas de Tigwood por detrás de la espalda.

– ¿Qué sucede? -preguntó Sandy.

– Creo que descubrirás que John Tigwood deshizo mi casa con un hacha -repliqué-. Supongo que no tienes a la mano una orden de arresto.

Sandy negó con la cabeza, pensativo.

– No, pero no la necesitará -repuso Aziz-. ¿Qué es lo que tengo que buscar?

– Un hacha. Una máquina para desmontar neumáticos oxidada. Una tarima para deslizarse debajo de los camiones. Una caja registradora gris de metal que tiene un parche limpio en medio de la suciedad. Tal vez todos estos objetos estén en su automóvil. Si los encuentras, no los toques.

Su sonrisa resplandeció, franca y feliz.

– Ya entendí -respondió. Dejó que Sandy se hiciera cargo de Tigwood y corrió, alejándose de nuestra vista.

Lorna gimió desolada.

– John, ¿qué has hecho?

Nadie le respondió.

John Tigwood me miró con odio descarnado y en un arranque de rabia encendida me llamó desgraciado, entre otros muchos epítetos. Nunca sospeché la fuerza avasalladora de su odio, a pesar de las muestras que había dejado con el hacha en mi casa. Sandy, que había visto en su vida muchas cosas terribles, estaba profundamente impresionado.

Aziz reapareció camino de los desvencijados establos.

– Todo está aquí, en uno de los corrales, debajo de una manta para caballos.

Sandy Smith me dirigió una sonrisa breve, al tiempo que llevaba a Tigwood a empellones hacia el camión.

– Creo que es hora de llamar a mis colegas.

– Supongo que así es -admití-. De aquí en adelante pueden hacerse cargo.

– Y el Jockey Club se encargará de Benyi Usher -repuso Aziz. Otro automóvil se nos unió. No se trataba todavía de los colegas de Sandy, sino de Susan y Hugo Palmerstone, acompañados de Maudie. Michael les había dicho que los niños se encontraban ahí con Lorna. Los padres habían venido para llevárselos a casa. Descubrir a John Tigwood con las manos esposadas, los horrorizó.

– ¿Dónde están los niños? -preguntó Susan preocupada-. ¿Dónde está Cinders?

– Están a salvo -me agaché y miré debajo del camión-. Ya pueden salir -dije.

Guggenheim tocó mi brazo al incorporarme.

– ¿Trajo usted… quiero decir… -balbuceó-, el conejo se encuentra aquí?

– Creo que sí.

El científico se veía inmensamente feliz. Llevaba consigo una jaula pequeña de plástico blanco y también traía puestos unos guantes protectores.

Los dos hijos de Maudie Watermead salieron de debajo del camión y se pusieron de pie, sacudiéndose la tierra y la paja. Uno de ellos me dijo en voz muy queda:

– A Cinders no le gusta estar ahí. Está llorando.

– ¿En verdad? -me puse de rodillas y miré debajo del camión. Estaba acostada boca abajo, el rostro contra el suelo, todo el cuerpo le temblaba.

– Por favor, sal de ahí -le supliqué.

No se movió.

Me acosté de espaldas al suelo y metí la cabeza debajo del costado del camión. Me arrastré hacia atrás sobre los talones, cadera y hombros hasta que llegué a la pequeña. Descubrí que había circunstancias por las que podía meterme debajo de toneladas de acero sin pensarlo siquiera.

– Ven -le dije-. Saldremos juntos.

Replicó, estremeciéndose.

– Tengo mucho miedo.

– Escucha, Cinders, no hay nada que temer -levanté la mirada al chasis de acero que no se encontraba muy alejado del rostro. Tragué saliva-. Ahora, ponte de espaldas -sugerí-. Tómame de la mano y saldremos juntos.

Acerqué mi mano a la de ella y Cinders la sujetó con fuerza.

– Date vuelta, querida. Es más sencillo si vas de espaldas. Se dio vuelta muy despacio hasta quedar de espaldas. Luego miró hacia arriba al armazón de acero.

– Va a caerse encima de mí.

– No, no será así -dije, tratando de transmitirle seguridad-. Ahora, sólo deslízate hacia mí y saldremos muy rápido.

Empecé a arrastrarme hacia afuera sujetando a Cinders, que sollozaba a mi lado.

Cuando salimos, me puse de rodillas junto a ella, le sacudí el polvo de la ropa y del rostro. Me abrazó, la carita quedó muy cerca de la mía. La ternura que sentía por ella se volvió avasalladora.

Su mirada se dirigió más allá de mí, hasta donde estaban sus padres. Me soltó y corrió hacia Hugo.

– ¡Papá! -gritó y lo abrazó.

Él pasó los brazos protectores alrededor de ella y me miró con aire altivo.

No dije nada. Sólo me puse de pie, me sacudí la tierra y la paja, y aguardé un poco.

Susan pasó un brazo por la cintura de Hugo y con el otro estrechó a Cinders. Los tres formaban una familia.

Hugo se las llevó con brusquedad hacia su automóvil, lanzándome miradas furiosas por encima del hombro. "No debería tenerme miedo", pensé. "Tal vez, con el tiempo, dejará de hacerlo. Yo nunca inquietaría a esa niña".

Entonces me di cuenta de que Guggenheim y Aziz se habían deslizado debajo del camión. Guggenheim salió a gatas. En los ojos le brillaban futuras escenas de inmortalidad, mientras tomaba entre los brazos la jaula de plástico.

– Aquí tengo al conejo -me dijo con gran alegría-. ¡Y tiene muchas garrapatas!

Nina se acercó y se quedó de pie a mi lado. Le pasé el brazo por el hombro. Me sentía bien. Ocho años y medio no importaban.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Mmm -observamos el automóvil de los Palmerstone mientras se alejaba.

– Freddie -murmuró Nina tentativamente-, esa pequeña… cuando las dos cabezas estaban juntas, parecía… casi…

– Por favor, no lo digas -pedí.

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