Caían ya las sombras del atardecer, y Dozer masticaba con lenta fruición algunos víveres que había encontrado en el edificio del Álamo. Finalmente, limpiar las casas que rodeaban la ciudad deportiva había sido una excelente idea. En ellas se guardaban todavía un sinfín de herramientas, ropa, alimentos no perecederos y grandes cantidades de agua que muchos malagueños almacenaron en los días en que los muertos empezaron a volver a la vida. Sin zombis que pudieran acechar en cada dormitorio, tras cada esquina, era extraordinariamente fácil acceder a todas aquellas provisiones, ahora que los almacenes de Carranque no existían.
Incluso había encontrado tabaco en uno de los cajones de una vieja mesita de noche, debajo de una caja de preservativos. No eran Benson & Hedges, pero el sabor dulzón del humo en sus pulmones le supo a gloria eterna.
Había hecho otras cosas esa tarde. Lo más interesante fue encontrar el anexo con la enfermería, donde el doctor Rodríguez estudiaba a los zombis y donde elaboró la vacuna que permitía a Aranda hacer su particular truco. Estaba alejado del edificio principal unos buenos cien metros, y aunque parte de la estructura se había derrumbado sobre su tejado, el acceso era todavía posible, y muchos de los instrumentos, notas y potingues del doctor estaban intactos.
Pasó allí un par de horas, revisando todo lo que encontraba. Las notas del doctor resultaron mucho más interesantes de lo que había pensado jamás, y lamentó no haber pasado más tiempo con él cuando aún estaba vivo. Los zombis eran una realidad, pese a que eran exactamente iguales a los descritos en obras de ficción, pero realmente no se había parado a pensar cómo y por qué existían. No tenía la mente analítica del doctor: sólo le interesaba saber cómo quitárselos de encima. De sus apuntes dedujo varias cosas: que al desafortunado doctor el tema le apasionó profundamente y que había tenido una capacidad asombrosa para comprender los misterios del ser humano.
No entendía la mayor parte de lo que leía, pero de todas formas, devoró todo lo que cayó en sus manos. Un fragmento en particular le llamó poderosamente la atención:
Notas 43/117.
Este agente patógeno es fascinante. Es tan minucioso en lo que hace, y está tan especializado, que cada vez me inclino más a pensar que se trata de una obra de ingeniería humana. He descubierto, por ejemplo, que bloquea absolutamente todos los nociceptores, de manera que el sistema nervioso no manda sensación de dolor alguna al cerebro. Eso explica, desde luego, que los resucitados no acusen las muchas heridas que suelen exhibir. Esto tiene una contrapartida: para lograr eso, el agente ataca el sistema de gratificación del cerebro inundando el circuito con dopamina. Su estructura química, además, imita aquella de un neurotransmisor natural, engañando a los receptores y haciendo que se transmitan mensajes anormales por la red. No dispongo del equipo adecuado para constatarlo fehacientemente, pero sospecho que este curioso modelo de funcionamiento es lo que puede haber causado las enajenaciones mentales que mostraba Isidro. No quiero comentarlo con Aranda hasta estar seguro: una insinuación semejante podría tener un efecto placebo inverso.
Había releído ese trozo varias veces, y cuanto más volvía a él, más preocupado estaba. Si el doctor estaba en lo cierto, y no había razón para pensar que no fuera así, el joven Aranda podía estar enfrentándose a un problema. En cierto modo, las notas del doctor tenían mucho sentido. Había tenido oportunidad de hablar con el sacerdote, y comprobó que en su cabeza navegaban, con todas las velas desplegadas, las naves de la locura. Todo lo que alguna vez había sido su vida, las enseñanzas que le habían inculcado, se habían condimentado para conformar un preparado demencial donde todo se mezclaba y se tergiversaba.
Y además, qué joder, todo eso de los receptores transmitiendo mensajes anómalos al cerebro, ¿no es del rollo tipo cocaína y LSD?
A Dozer le sonaba que sí, que había leído algo de eso en alguna parte. No recordaba dónde, pero solía leer casi todo lo que caía en sus manos, particularmente revistas de divulgación científica, y aquella descripción había hecho sonar una campana en su cabeza. Metiéndose en la boca un último trozo de comida, Dozer pensó que hubiera sido una cortesía por parte del doctor haber escrito sus notas en un lenguaje que cualquiera pudiera entender; al fin y al cabo, ¿con cuántos doctores esperaba compartirlas?, ¿a cuántas revistas tenía pensado mandar sus informes?
El sujeto sacerdote Isidro exhibe unas paranoias mentales trifásicas del tipo QuéeeeFueeerte, comúnmente conocidas como Subidón de Coca Hasta el Culo, y alucina pepinillos con el tema Dios y los ángeles del cielo, porque no es que se pasara con la dosis, es que el tipo entero es La Dosis. Pero qué coño, he inyectado a Aranda un poco de esa mierda y, vaya, amigos y vecinos, apostaría mi bata blanca a que nuestro amigo va a estar viendo nubes rosas y lucecitas de colores durante muuuucho, muuucho tiempo.
Ahora, miraba otra de las cosas que había encontrado entre los restos de la enfermería de Rodríguez. Pasó la mano por su superficie, sintiendo su tacto aséptico, mientras intentaba poner en orden sus ideas.
Era una mininevera, achaparrada y compacta, donde el doctor guardaba bastantes porquerías cuya utilidad y uso le eran desconocidos. Debido precisamente a su forma y tamaño, el cacharro había resistido bastante bien el derrumbe parcial del techo, pero aun así tuvo que retirar un buen montón de cascotes para hurgar en su interior. Apenas asomó la cabeza, sintió todavía un vestigio de frío neblinoso en el rostro. Suponía que debía agradecer que estuvieran en enero; la temperatura ambiente propiciaba su conservación incluso sin corriente eléctrica.
Dentro encontró una serie de pequeños tubos de ensayo, colocados diligentemente en batería y protegidos por unos contenedores de plástico. Tenían etiquetas con nombres en código que no le decían nada, pero los tres últimos tenían un nombre asociado a una secuencia alfanumérica: ARANDA.
Dozer no había pensado en lo que iba a hacer hasta que descubrió los tubos. O mucho se equivocaba, o aquellos tubos contenían la cepa que el doctor le había inoculado a Aranda, hacía mucho menos tiempo del que parecía. Entonces se le ocurrió: una alocada idea extraída del cúmulo de sensaciones que lo embargaban. ¿Y si…?
¿Y si me inyecto esto?
Pensándolo fríamente, no tenía ni idea de cómo iba a llegar a Granada si no era adquiriendo las mismas cualidades que Isidro o Aranda. No podría cruzar semejante distancia con garantías de éxito; enfrentarse a kilómetros y kilómetros de terreno agostado por la pesadilla de los no-muertos, y luego moverse por las calles de Granada buscando el emplazamiento de una instalación militar se le antojaba imposible. Pero si pudiera inyectarse aquello, si funcionase… entonces todo sería muy diferente.
Mil preguntas se atropellaban en su mente a velocidad de vértigo. ¿Estarían en condiciones? Los generadores debían haber dejado de funcionar casi veinticuatro horas antes, probablemente, y aunque el frío se había mantenido en el interior, ¿habría sido suficiente para conservar aquella sustancia en buen estado? ¿Cómo se inoculaba, en qué proporción? ¿Cuántas tomas al día, doctor? Una por la mañana, otra después de comer y, amigo, mejor que no olvide tomarse esta cápsula para prevenir el infarto de miocardio.
¿Tenía que inyectarse el tubo entero?, ¿sólo la mitad?
Una parte importante de sí mismo, gobernada todavía por el instinto básico de autoconservación, chillaba con desmedida fuerza. Pero otra parte le decía que podía gritar y patalear hasta desgañitarse, joder, porque de ninguna de las maneras podría llegar hasta sus amigos si no era con esa mierda en la sangre, y entonces más le valía morir de un síncope que de un bocado en la yugular, uno infligido por una dentadura inmunda y hedionda.
Pero le costaba. Sabía que el Valium ayuda a dormir, y que la aspirina quita el dolor de cabeza, pero ambos son un pasaje de ida rápida a la tumba tomados en exceso.
La última hora de la tarde la había pasado intentando buscar notas sobre la administración de aquella suerte de vacuna, pero no pudo encontrar ninguna. Suponía que gran parte de las notas y documentos se habían perdido para siempre. El muro sur había quedado literalmente desintegrado, y el viento del atardecer arrastraba muchas de las hojas (las que no estaban parcialmente carbonizadas, por cierto) por el suelo de las pistas. Parecía que sólo le quedaba tirar el Dado de la Suerte.
Con un dos, tres o cuatro, recibes un daño crítico en el cerebro y permaneces en coma hasta que mueres por inanición. Con un cinco o un seis, babeas desenfrenadamente presa de violentos espasmos hasta que un hilacho de sangre negra se te escapa por las orejas y la ranura del culo.
Sacudió la cabeza, ahora con auténtico temor. Sentía rabia e impotencia. Recordaba por ejemplo que Aranda había estado enfermo tres o cuatro días cuando se le inoculó el suero. Sobrevivió, sí, pero no tenía ni idea de qué cuidados le habían prodigado. Sabía que Carmen había estado con él todo el tiempo, y quizá le había estado dando fármacos para bajarle la fiebre, por ejemplo, o suero alimenticio por vía intravenosa. Aranda había estado completamente desactivado todo ese tiempo, sudando en su cama, pero… ¿quién cuidaría de él?, ¿y si, consumido por la fiebre, se ponía a gritar?, ¿y si atraía la atención de los caminantes?
Apretó los dientes, con los ojos acuosos.
Vamos, chico. Es hora de la medicina.
Había hecho acopio de grandes cantidades de agua y alimentos, y los había dispuesto alrededor, todos a mano. Estaría bien, se dijo, aunque la voz en el fondo de su mente seguía chillando y chillando. Por fin, con un movimiento rápido, extrajo una jeringa del bolsillo y empezó a prepararla.
Dos minutos más tarde, con las lágrimas resbalando por sus mejillas, se inyectaba en vena una cantidad indeterminada del tubo donde una etiqueta escrita a mano mostraba el nombre del que fuera líder de Carranque.
Despertó a media noche, con la boca seca como una suela de esparto, sacudido por tremendos escalofríos. Estaba bajo techo, cubierto por un edredón nórdico y varias mantas que había encontrado en los armarios de la casa, y aun así tenía frío, muchísimo más frío que la noche anterior. Teniendo en cuenta que la pasó empapado y al raso, el hecho le preocupó un poco.
Por Dios, que sea un resfriado. Incluso una gripe estaría bien. Que sólo sea eso.
Se sació de agua (que tenía un regusto a plástico) y extendió las mantas sobre su cuerpo, encogiéndose sobre sí mismo hasta quedar en posición fetal. Sabía, naturalmente, a qué se debían esos escalofríos. Es fiebre, joder. Me está subiendo la puta fiebre. Pero se quedó dormido casi inmediatamente, imaginando una descarnada batalla campal dentro de su organismo, donde un ejército de extraños corpúsculos de un color negruzco diezmaban a los chicos de blanco.
No vio el amanecer, abrió los ojos cuando el sol brillaba alto en la bóveda del cielo. El hecho en sí era bastante extraño, porque estaba acostumbrado a saltar de la cama con el primer albor del día.
Se incorporó como pudo, pero sentía la cabeza pesada y estuvo un rato sentado en el borde de la cama, intentando adaptarse a la verticalidad. Quiso obligarse a beber agua, pese a que notaba cierta sensación de náusea, pero al mover los brazos, experimentó una debilidad infinita y apenas pudo soportar uno o dos sorbos.
Luego, se dejó caer pesadamente en la cama, pensando que, después de todo, quizá dormiría una o dos horas más.
Era de noche otra vez cuando Dozer abrió los ojos. Estaba empapado en sudor, y cuando respiraba, dejaba escapar un pitido agudo y sibilante. Tragó saliva, y la garganta le abrasó como si hubiera ingerido un vaso de lejía. Su corazón palpitaba con fuerza bajo las mantas, y su sonido parecía llenar el silencio de la habitación, como los tambores de guerra de alguna tribu ignota en mitad de la jungla. Tampoco las cosas parecían estar en su sitio: la habitación daba la sensación de extenderse hacia arriba, como si las paredes midieran dos o tres veces su altura normal. El armario de la esquina era un polígono borroso y anguloso, y antes de cerrar los ojos de nuevo, cimbreó con cierta estridencia envuelto en un aura con todos los colores del arcoiris.
¿Mamá?… ¿mami?
Mateo, hijo, ¿has recogido tus juguetes, tus juguetes muertos?
Los he contado todos y no falta ninguno.
¿Dónde, dónde están tus juguetes?
¡Mira, mamá! Ésta es mi mesita… ésta es mi sillita…
Dozer volvió a despertar unas horas más tarde. El cielo, visible a través de la ventana de la habitación, parecía inflamado por un arrebatador rosa intenso. No tenía idea de cuánto había dormido o qué hora era, pero pensó que debía ser el atardecer del ¿segundo, tercer día?
Definitivamente, se sentía mucho mejor, aunque hacía un calor de mil demonios. El pelo corto, ligeramente desaseado, estaba sudoroso y aplastado irregularmente. Se asomó a la ventana, para sentir el frescor del aire, y abajo en la calle vio una muchedumbre enardecida que levantaba sus brazos hacia él. Sus bocas abiertas parecían pronunciar su nombre: ¡Dozer, Mateo, Dozer! y se sobresaltó, echando la cabeza hacia atrás instintivamente, casi como si esperase recibir el impacto de una piedra.
Con un gesto de disgusto, echó las cortinas con un movimiento enérgico. No sabía decir cómo se sentía exactamente, pero se decía a sí mismo que debía forzarse a comer un poco. Sin embargo, tanto el suelo como las mesillas de noche donde había dispuesto los alimentos, aparecían desnudas.
¿Dónde los había dejado? Hubiera jurado que no se había movido del sitio, pero le resultaba complicado recordar las últimas horas. Los recuerdos se mezclaban en su mente. Acababa de asomarse a la ventana y, ahora que pensaba en ello, hubiera jurado que el edificio de Carranque seguía allí…
Sacudió la cabeza y abandonó la habitación para dirigirse al salón. El pasillo era largo, endemoniadamente largo, y en sus paredes se desplazaban sombras vertiginosas que le provocaban mareos. Se dijo que comería algo y volvería a la cama. Si conseguía pasar otra noche más durmiendo, por la mañana estaría mucho mejor. A esas alturas le importaba poco que la argucia de Rodríguez funcionase o no; sólo quería recuperar su anterior estado de salud.
– Dozer… -dijo una voz grave, desde alguna parte.
Dio un respingo, girando sobre sí mismo. El pasillo se alargaba en ambas direcciones, sumido en profundas tinieblas. Por un momento le dio la sensación de que el suelo tenía cierta inclinación, por lo que instintivamente extendió los brazos para servirse de las paredes.
¿Había escuchado su nombre, o lo había imaginado? La cabeza le daba vueltas, y al parecer no podía confiar en sus sentidos tampoco, pero por otro lado quizá fuera alguno de sus compañeros, que habían regresado.
Aranda. Aranda se fue aquella misma mañana, antes de que fuéramos al puerto. Y él sabe moverse entre los zombis, vaya si sabe… Ha debido volver… ¡Aranda ha debido volver!
– ¿Hola? -preguntó. Su propia voz le sonó extraña y lejana, como si estuviera hablando desde el fondo de un estanque lleno de agua cenagosa. Carraspeó-. ¿Hay alguien?
¿Bhay ggalguieenn?
Esperó, sintiendo los latidos de su corazón en las sienes. En la confusión del momento, se encontró pensando en el hecho de que reparase siquiera en detalles como ése. El corazón no se siente normalmente; no a menos que algo vaya mal.
Quizá no estaba tan bien como pensaba.
– ¡Dozer! -repitió la voz, que retumbó ominosa por las paredes del pasillo.
Aquélla no era la voz de Aranda. Dozer no sabía explicarse, pero a su juicio, la voz tenía las propiedades del crujir de la madera, del tipo de madera con la que se fabrican los sarcófagos.
Mateo, hijo, ¿me escuchas? Sarcófago viene del griego, a ver si te lo aprendes… sarco es carne y fagos tiene la misma raíz que fagocitar. «El que come carne», ¿entiendes?, ¡el que come carne!
El vello de sus brazos se erizó. De repente sentía como si una intensa amenaza convergiese hacia él, pero no podía recordar siquiera dónde quedaba la puerta del dormitorio. El pasillo le parecía demasiado ancho ahora, y… ¿acaso antes tenía tantas puertas a ambos lados?
Empezó a moverse, torpemente, en una dirección al azar. Era incapaz de determinar de dónde provenía la voz, pero sentía el impulso de moverse. El suelo estaba frío, y le calaba hasta los huesos a través de los pies descalzos.
El pasillo no terminaba nunca, lo que le desconcertaba terriblemente. Casi no reconocía la casa donde estaba. Se preguntaba si se había ido a algún otro sitio mientras había estado enfermo. Quizá se levantó en algún momento y estuvo vagando por el edificio. Quizá acabó echado en alguna parte, lo que explicaría la desaparición de la comida. La verdad es que no hubiera podido decir a ciencia cierta que recordaba el dormitorio donde decidió inyectarse la porquería de Rodríguez, así que cualquier cosa era posible.
Pero ¿dónde estaba ahora?
– Dozer… sucio… impío… de mierda.
Sus ojos se abrieron de par en par. Ahora reconocía la voz… la voz inconfundible de aquel hombre abyecto que los había mantenido en jaque. Era él… no se explicaba cómo, pero sin duda era él…
– Sí, Dozer… ¡mírame!
Se congeló en el sitio: ahora era evidente que la voz nacía de algún lugar a su espalda. Giró sobre sus talones, con una expresión atónita en el rostro; la frente era una cortina impregnada por una capa de sudor febril. Allí estaba… erguido en mitad del pasillo cuan alto era. Su sotana negra parecía extenderse a su espalda como las alas enroscadas de un ángel caído, y sus ojos, profundos y hundidos, le examinaban inquisitivos. La parte inferior de la mandíbula seguía ausente, pero su lengua era ahora un tentáculo inmundo que se retorcía en el aire como la cola de una serpiente.
En condiciones normales, Dozer sabía que habría podido reducir a aquel espantajo sobrenatural con un fuerte empellón, pero se sentía inusitadamente débil. Las rodillas le temblaban y los brazos eran dos lastres que le costaba desplazar. Incluso le parecía que el padre Isidro era exageradamente alto; le miraba inclinando la cabeza hacia abajo, con los ojos resplandecientes de un fulgor espectral.
– La vida es un pecado, Dozer… -soltó el padre-. Y yo te declaro… ¡culpable!
Con un asco infinito, se dio cuenta de que el sacerdote le había puesto las manos sobre el pecho. Ni siquiera le había visto moverse, como si estuviera inmerso en una suerte de película donde faltaban fotogramas. Quiso gritar, pero otra vez su voz sonó amortiguada y sorda, y la sensación horrible de no poder expresarse acentuó la impotencia que sentía.
Las manos del padre eran gélidas, como las de un cadáver. Un helor casi doloroso penetró a través de su piel, extendiéndose por todo su pecho, donde el corazón seguía latiendo. Bum, bum, bum. Con un ritmo cada vez más acelerado. Intentó moverse, pero las piernas no le respondían; así que tuvo que obligarse a bajar la vista para no perderse en el abismo de locura que eran aquellos ojos encendidos. Luego intentó desasirse, poniendo sus manos sobre las de él, pero fue como tocar hielo en estado puro: tras una creciente sensación de quemazón, las retiró bruscamente, sintiendo un dolor lacerante en las muñecas.
Bum, bum, bum. BUM.
Por Dios, ¿me está dando un infarto? Me va a congelar el corazón, ¿es eso lo que quiere hacer?
– ¡Culpable! -chillaba el padre-. ¡Culpable!
– ¡NO! -gritó una voz a su espalda.
Dozer no podía volverse, estaba como petrificado mientras sentía que su cuerpo se sometía a una especie de montaña rusa. El pecho se le hinchaba al ritmo de los latidos. Pero conocía aquella voz. Vaya si la conocía.
Era Uriguen.
– U…U…Uri… -musitó, sintiendo que la vista se le nublaba. El pecho se le había ensanchado tanto que le costaba respirar.
– ¡Ven, Dozer! ¡Vamos, pecholobo!
No puedo, tío. Es la fiebre. Son los brazos. Es mi madre, mi madre quiere que cuente mis juguetes, así que es mejor que vaya con ella… cuanto antes… cuanto antes…
– ¡No, Dozer, ven hasta aquí! -gritó Uriguen.
Dozer pensó cuánto le gustaría verlo, al menos una vez más, antes… antes de que los dos tuvieran que irse, pero apenas podía moverse ya, ¿cómo pensar siquiera en volver la cabeza?
– ¡Puedes hacerlo! -gritaba su compañero-. ¡Lucha! ¡Lucha, Dozer, lucha!
Luchar. Dozer apretó los dientes, dejándose alentar por las palabras de su amigo. En la trastienda de su atribulada mente, entre las brumas de la confusión, pensamientos irracionales chocaban contra las paredes de su raciocinio, ahora ya casi completamente aniquilado. Pensaba que Uriguen estaba muerto, así que debía saber lo que decía. Y si él aseguraba que podía zafarse… qué joder, entonces lo intentaría de nuevo.
Con renovado ánimo, levantó otra vez los brazos y los colocó sobre las manos de Isidro. Esta simple tarea le costó un esfuerzo terrible, como si tratara de nadar en una poza llena de lodo. El sacerdote reía… sus dedos alargados tenían el color y la textura del mármol, y la piel de su propio pecho había adquirido una tonalidad parecida. Finísimas hebras de vapor helado escapaban de los dedos extendidos del sacerdote.
– Yo soy el Ángel del Abismo, necio -bramó el sacerdote-, y mi nombre en hebreo es Abadón, y en griego, Apolión.
– ¡Dozer, ven… aquí!
Ya… ya voy, viejo amigo…
BUM. BUM. BUM .
Por fin, con un solo gesto enérgico, Dozer tiró de las manos del sacerdote y consiguió separarlas de su cuerpo. El dolor fue superlativo y lacerante, como una descarga eléctrica, y su cuerpo salió despedido hacia atrás. Cayó de culo sobre el duro suelo un par de metros más allá, donde permaneció boqueando como un pez varado en la orilla. Sus ojos, abiertos de par en par, delataban que aún intentaba comprender lo que había ocurrido.
– El justo exultará al ver la venganza -aullaba el sacerdote con la voz demasiado aguda. Avanzaba hacia él lentamente, con los brazos extendidos en cruz-, y lavará sus pies en la sangre del impío…
Con grandes esfuerzos, Dozer rodó sobre sí mismo y empezó a avanzar a cuatro patas. Sólo pensaba en poner tanta distancia entre él y el espantajo humano como fuera posible, aunque la cabeza le daba vueltas y cada vez veía peor. El pasillo parecía envuelto en una bruma espesa, y los ángulos de las paredes eran todos incorrectos. Finalmente, consiguió recuperar cierta estabilidad y ponerse en pie, aunque las piernas no le acompañaban; tuvo que avanzar haciendo resbalar su cuerpo contra la pared, con la mano derecha sobre el corazón.
BUM. BUM. BUM .
Parecía querer salírsele del pecho.
Bizqueó, intentando enfocar lo que tenía delante, pero por mucho que se esforzaba no veía a Uriguen por ninguna parte.
Por dónde, amigo… ¿por dónde debo… ir?
Pero Uriguen no quería, o no podía contestarle. Continuó avanzando, sirviéndose de la mano libre para tantear el espacio que se extendía ante él. El aire le faltaba y el corredor… el corredor se asemejaba ahora más al de un hospital, diáfano y aséptico, con paneles luminosos cubriendo el techo de forma que la distribución de la luz era perfectamente regular.
De pronto, el bramido nauseabundo de una decena de muertos vivientes llegó hasta sus oídos. No sabía si habían estado siempre ahí, pero llenaban el espacio a su alrededor como un manto asfixiante.
¡Uri, Uriguen! No puedo seguir… ni siquiera sé si camino hacia los muertos…
Cuando casi sentía ya el aliento cálido y putrefacto del sacerdote en la nuca, se sintió desfallecer y su mente escoró hacia tenebrosos pensamientos de rendición. Pensó que, si se dejaba caer, todo acabaría rápidamente. El frío en los pies, la visión neblinosa, la sensación de ahogo… todo desaparecería, y el corazón dejaría de ser una caja de ritmos en su pecho.
Cerró los ojos, notando que el sacerdote se acercaba, y ya no intentó moverse más.
Mateo, cariño…
¿Mamá?
La voz de su madre le hablaba desde algún lugar a su alrededor. Sonaba alta y clara, por encima de todos los otros sonidos, pero al mismo tiempo cálida y familiar. Dozer se sintió otra vez muy pequeño, y aún con los ojos cerrados extendió los brazos como un bebé que desea ser abrazado.
¿Te acuerdas cuando eras pequeño, tesoro? Tenías asma y no podías correr como los demás niños…
Asma… sí, yo…
Tenías asma. Tus pulmones no funcionaban bien, y te asfixiabas, y te tumbabas en el suelo embargado por la rabia mientras los otros niños te decían cosas horribles. Y te anegabas en lágrimas, porque querías ser como los otros, querías correr, correr como el viento y demostrarles a todos que no te pasaba nada…
Sí… correr…
No soportabas sentirte enfermo. Acuérdate de cómo luchamos juntos, cariño, contra aquello. El año de inyecciones en casa, el olor a alcohol en el despacho de papá, aquel practicante gordo que te lanzaba las agujas al pompis desde lejos… todo aquel ejercicio físico controlado, y los baños en el mar, ¿te acuerdas de que toda la familia nos vinimos a Málaga para que tuvieras eso?, ¿te acuerdas de la piragua, cariño? Cómo movías los brazos, cómo mejoraste aquel verano. Todos hicimos un gran esfuerzo, pero después te apuntaste a atletismo en el colegio… ¿y te acuerdas de cómo corrías?
Sí… yo corría… yo… ¡Yo gané!
Sí, ganaste, tesoro, porque eres un luchador. Mírate ahora… tus brazos no son débiles, tus rodillas no son débiles. Tesoro, eres un Titán entre los hombres. No dejes que nadie te haga creer otra cosa. Otra vez.
Dozer abrió los ojos de nuevo, y la luz del pasillo, blanca y estéril, lo inundó. Estaba en el suelo, y una sombra alta y terrible se acercaba por sus pies. Instintivamente, dobló las rodillas para retirarlas.
Era Isidro, precipitándose hacia él con las manos extendidas.
– Yo soy el Señor de los Muertos, Dozer -exclamaba. Su voz era negra y profunda, como si brotase de un abismo-. Y tú caminarás a mi lado, porque serás mi Favorito.
Y se abalanzó sobre él, con los largos dedos extendidos y trocados en garras. Dozer lo recibió, y al mover los brazos percibió que el efecto de pesadez había desaparecido. Sus hombros eran otra vez fuertes y contorneados, y aunque su corazón seguía amenazando con descarrilar, empezaba a condensar una creciente rabia en su interior. Se trabaron en combate, rodando por el suelo en una vorágine de movimientos confusos. El sacerdote movía sus brazos como si buscara alcanzarle, pero Dozer lo rechazaba una y otra vez con golpes fuertes y enérgicos. Cuantos más golpes propinaba, más furioso estaba y más empeño ponía.
Sus dedos se abrían y cerraban como las pinzas de un cangrejo, y daban dentelladas en el aire.
Busca mi puto corazón, se dijo en un breve instante de lucidez. El cabrón quiere atravesar mi puto corazón.
En una de las vueltas, ambos quedaron enfrentados, cara con cara. La lengua del padre era un obsceno apéndice de un color sanguinolento, que se retorcía como una serpiente; y en sus ojos llameaban las ascuas de algún infierno interior. La lengua le recorrió la mejilla, y Dozer gritó, sintiendo un asco infinito: olía peor que un kilo de carne en descomposición. Pero por fin, arqueando la espalda y doblando los codos, consiguió dar la vuelta a la situación y ponerse encima de él.
BUM, BUM, BUM, BUM .
– ¡NO! -Gritó Dozer, levantando ambos puños por encima de su cabeza como si blandiese un martillo invisible. Los dejó caer sobre el rostro retorcido de su enemigo, consumido por una mueca de sorpresa, mientras Dozer gritaba repetidamente-: ¡NO, NO, NO, MI CORAZÓN NO, HIJO DE PUTA!
El sacerdote intentaba derribarlo, tirando de su ropa y arañándole el pecho con las uñas, pero sus intentos eran cada vez más y más fútiles. Con cada ataque, el rostro de Isidro se iba tornando más y más irreconocible: las mejillas se cuartearon como si su piel fuera un pergamino viejo, el párpado derecho se hinchó como un huevo y un chorro de sangre brotó de su nariz, embadurnando sus mejillas y los dientes expuestos.
Continuó infligiendo golpes durante un buen rato, hasta que las manos del sacerdote cayeron inertes a ambos lados. Después, permaneció subido sobre él, rodeando su cuerpo con ambas piernas y jadeando, como cuando era pequeño y tenía asma, entrecortadamente. Se miró los puños, cubiertos de sangre negra, y tan pronto se dio cuenta de que había ganado, experimentó una súbita sensación de euforia. Cerró los ojos, intentando recobrar el ritmo respiratorio… aspiraba y expulsaba el aire como un viejo fuelle con demasiados remiendos, sibilante y de forma descompasada, pero después de un rato, empezó a recuperar el control. Aún percibía sus propios latidos, pero ya no parecía el galope de un búfalo a punto de embestir, sino una vieja maquinaria que ha recuperado el conocido y viejo ritmo de la vida.
BUM. Bum, bum, bum… bum.
Pero cuando abrió los ojos otra vez, un inesperado fogonazo de luz, intenso como el flash de una cámara, le cegó por unos segundos. El pasillo pareció girar entonces noventa grados, y Dozer se sintió transportado, como si cayera hacia un destino desconocido. La sensación, sin embargo, duró sólo un infinitesimal instante; casi en el mismo momento se encontró otra vez en una habitación donde las paredes le eran conocidas. En una esquina, tremolaban las cortinas que nunca corrió.
Se incorporó, todavía aturdido. Estaba tendido sobre la cama, hecho un ovillo. Las mantas habían caído al suelo, cubriendo parcialmente todos los alimentos y botellas de agua que había dispuesto. No los había movido a ninguna parte. Ni siquiera él se había movido a ninguna parte. Se dejó caer sobre la almohada, sintiendo que el mareo y la sensación febril desaparecían poco a poco. Sus pulmones se llenaron de aire, y esta vez no hubo silbidos ni sensación de ahogo.
Que me jodan… que me jodan si no he estado luchando con esta mierda… ¿Y sabes qué?, ¿sabes qué, mamá, Uri…? He ganado. Joder que si he ganado. Dozer gana. Virus de mierda pierde.
Y tumbado en la cama, en la soledad del edificio y casi de la ciudad, rodeado por una marea de muertos vivientes, Dozer empezó a llorar. No había pensado en su madre desde que empezó todo aquello, simplemente porque no se había atrevido a darse ese lujo, pero de alguna forma, sentía hasta en el último poro de la piel que no había estado solo.
Hemos ganado, mamá. Uri… hemos ganado.
Y otra vez se quedó dormido, pero sin sueños.