Juan Aranda se daba cuenta de que, probablemente, era un hombre único en el mundo. Reflexionaba sobre eso mientras el helicóptero sobrevolaba el embalse de los Bermejales a unos doscientos cincuenta kilómetros por hora. El paisaje que circulaba por debajo tenía una belleza serena, como si las cosas no hubieran cambiado. Era algo que Aranda apreciaba. Casi todo parecía estar en su sitio: las carreteras zigzagueaban por entre las pequeñas ondulaciones del terreno y las poblaciones, formadas por grupos reducidos de casas, tenían todavía la belleza rural de los campos tranquilos y dormidos. El sol de la mañana arrancaba vivos destellos del embalse, que desde esa altura parecía un espejo pulido. Estaba lleno hasta los topes, porque nadie usaba ya su agua para el consumo.
Su mente, mecida por el ruido del motor y las hélices, se dejaba seducir por las ensoñaciones que le inspiraba el paisaje. Apenas había dormido la noche anterior, y sentía cada vez más sueño. Apoyó la cabeza contra el asiento y cerró los ojos, hasta que un esbozo de sonrisa curvó las comisuras de su boca. Sonreía porque le acompañaba también cierta sensación de euforia. De algún modo, estaba ahora al final de un ciclo, de un episodio de su vida. Se había enfrentado a la Pandemia Zombi resistiendo en la Ciudad Deportiva de Carranque, junto a una treintena de personas, y se habían visto obligados a recurrir a mil y una argucias para sobrevivir. Ahora, después de un sinfín de penurias, sobrevolaba la tierra infectada para dirigirse, por fin, a lo que quedaba de civilización. Vería a otros supervivientes, y tendría a otras cabezas pensantes organizando las cosas.
Pensando en eso, la sonrisa se acentuó en su rostro.
Pero Aranda no se sentía único por el simple hecho de haber conseguido sobrevivir, ni porque todos le habían considerado el líder de Carranque. Aranda no se sentía líder de nada, ni siquiera cuando dirigía el destino de aquella pequeña comunidad. Era diferente porque por sus venas corría algo único, un extraño legado de un hombre que luchó con todas sus fuerzas por destruirles, pero que, sin proponérselo, puso en sus manos lo que podría ser la solución al problema: el fin del tormento y la pesadilla de los muertos vivientes. Su sangre contenía la clave química del agente patógeno que había hecho que los muertos volvieran a la vida, una especie de vacuna debilitada que había provocado un alucinante efecto secundario: podía andar entre los muertos sin que éstos reparasen en él, como si fuera uno de ellos.
Era consciente de que, si conseguían reproducir el efecto en el resto de los supervivientes, la amenaza de los zombis desaparecería. Podrían reconquistar las ciudades de nuevo. Restablecer las viejas estructuras, poner en marcha las antiguas centrales eléctricas, los conductos para conseguir herramientas y alimentos, y también medicamentos. No sabría decir cómo de dañado estaría el sistema, pero sería cuestión de tiempo. Un nuevo resurgir, con grandes oportunidades para todos. La reconstrucción del mundo. Trabajo para todos.
– ¿Cansado? -preguntó una voz.
Aranda abrió los ojos, haciendo un esfuerzo por sacudirse de encima la modorra que se estaba apoderando de él. Era el teniente Romero, que se había vuelto hacia atrás desde su asiento de copiloto y le miraba con una expresión enigmática en el rostro.
– Un poco… -contestó Aranda-, las últimas veinticuatro horas han sido difíciles.
– Ya… ¿qué ocurrió, exactamente?, ¿cómo perdieron su campamento? Diría que lo tenían todo bastante bien organizado.
– Circunstancias especiales… -contestó Aranda, recordando de pronto muchos de los eventos que habían ocurrido la noche anterior-. Creo que atrajimos la atención de un grupo de indeseables que consiguieron destruirlo todo…
– ¿En serio? -preguntó Romero, levantando una ceja-. Conozco bien lo que dice. Ese tipo de grupos son un auténtico problema. He perdido más hombres por culpa de esas… circunstancias especiales… que por los muertos vivientes.
– Ya… -contestó Aranda, pensativo.
– Suponía que debía ser algo así… -opinó el teniente.
– ¿Por qué lo dice?
– Por lo que nos contó. Ya sabe. Ese extraordinario «poder» que le permite caminar entre los muertos como si fuera uno de ellos… con esa habilidad, me sorprendería que los zombis hubieran podido causar el destrozo que vi cuando los recogí.
– Yo… estaba fuera cuando todo ocurrió.
El teniente asintió.
– Debe de ser fascinante poder caminar entre ellos sin ser descubierto.
Aranda inclinó la cabeza suavemente, enredado en la maraña de escenas que las palabras del teniente habían invocado en su cabeza.
– Es… extraño -contestó al fin, bajando la voz-. Cuando ves a toda esa gente caminar por todas partes con los ojos ausentes… en ocasiones atisbas la parte humana que queda detrás de todo ese horror al que estamos acostumbrados. Vagan todo el día… incansables, sin objetivo ni motivo para hacerlo. De vez en cuando se aletargan en alguna esquina oscura, y caen en una especie de sopor indefinido. Bajan la cabeza y encogen los hombros, como si tuvieran frío, y ya no hacen otra cosa.
El teniente asintió de nuevo, arrugando el ceño.
– Sí. Sé a lo que se refiere. Ha sido un azote terrible. Si me hubieran preguntado hace unos años cómo imaginaba el fin de la humanidad, jamás habría concebido algo así. Pero ocurrió. Lo que vaticinamos en cientos de películas de terror ocurrió realmente. ¿Quién hubiera podido preverlo?
– Supongo que nadie -contestó Aranda, sin darse tiempo a pensar en la respuesta.
– Y dice que usted se inoculó esa… vacuna, o lo que sea, y heredó los efectos de inmunidad…
– Sí. Eso es lo que hicimos.
– ¿Cómo lo consiguieron? -quiso saber el teniente, ahora visiblemente fascinado.
Otra vez se sintió Aranda transportado por una nueva secuencia de imágenes. Recordaba sus conversaciones con el doctor Rodríguez, y los días en los que estuvo encerrado en sus humildes oficinas, carentes por completo del material necesario. Pero Rodríguez suplió con tesón, paciencia y talento esas deficiencias y obtuvo la versión empobrecida del virus en poco tiempo. Y funcionó, vaya si funcionó. Aún recordaba con meridiana claridad cómo se sintió cuando se recobró de las fiebres que la inoculación le causó. Era por la mañana temprano, y se despertó con un sudor frío pegado a la piel, pero encontrándose bien después de lo que parecía haber sido una eternidad, acosado por sueños oscuros y enfermizas pesadillas. Se desnudó, como si quisiera desembarazarse de las miserias y miasmas de la enfermedad, adherida a la ropa, y sintió la imperiosa necesidad de salir fuera, donde el viento era fresco y puro. Allí cerró los ojos y llenó sus pulmones de aire renovado, y se sintió renacido… aunque todavía débil, renacido de algún modo. Por fin, reparó en las rejas que cerraban el perímetro del campamento. Se acercó a ellas dando pasos pequeños, notando la textura granulosa del pavimento en la planta de los pies, hasta que estuvo a escasos centímetros de los zombis. Pero ellos miraban a través de él como si fuera un fantasma intangible; seguían agarrados a los barrotes como si atravesar la reja fuese lo que más deseaban en el mundo, pero no reparaban en él. Lo que fuera que les atraía de los humanos vivos, fuese el olor o algún otro elemento distintivo, ya no estaba allí. ¡Cuánta euforia experimentó en aquel momento! El viejo sueño que le llevó a trasladarse a Málaga desde la pequeña población del Rincón de la Victoria se había logrado. No sólo tenía ante sí la solución al problema: la llevaba consigo, embutida en su cuerpo. Él era la solución.
– No estoy muy seguro de los detalles, sinceramente -dijo al fin-. El doctor Rodríguez trabajó en eso durante muchos días, y aunque le visitaba a menudo, no seguí todo el proceso de cerca. Quizá debí haberlo hecho…
– Y el doctor Rodríguez…
– Murió, sí -contestó Aranda.
– Es una lástima. Hay algunos científicos en la base, pero no se han acercado siquiera a nada remotamente parecido a lo que tenemos ahora.
– Estoy seguro de que sabremos desentrañar sus misterios -contestó Aranda, confiado.
– Si probamos lo que dice… avisaremos al resto de los grupos organizados que resisten en diferentes puntos de España.
Aranda sonrió, satisfecho por la idea.
– Es excitante, ¿no cree?
– Sí que lo es -dijo Aranda. Y echó la cabeza hacia atrás, con una sonrisa impresa en sus labios. El sopor se estaba apoderando de él, y aunque la mañana era fría, los rayos de sol que entraban por los laterales del helicóptero le daban en el rostro y le proporcionaron un pasaporte perfecto para adentrarse en los dominios de Morfeo.
El teniente comprendió, y durante el resto del viaje lo dejó dormir.
Al aproximarse por fin a la majestuosa Alhambra, el helicóptero describió un cerrado giro a la izquierda y Aranda se despertó sobresaltado, sintiendo que se precipitaba al vacío. Tuvo que desplazar la mano rápidamente para contrarrestar el efecto caída.
Había dormido profundamente, y por unos instantes se sintió confuso y desubicado; pero cuando miró alrededor, a través de los laterales diáfanos vislumbró la fortaleza árabe en todo su esplendor: un fascinante complejo palaciego que era a la vez fortaleza y que, en tiempos, alojaba al monarca y a la corte del reino nazarí de Granada. Aranda recordaba haber visitado la Alhambra cuando era pequeño, una vez con sus padres al menos, y otra con el colegio, y desde entonces no había vuelto; suponía que, siendo malagueño, aquel prodigio del arte andalusí quedaba demasiado cerca como para prestarle atención, y ahora, admirando desde el aire su perfecta integración con el paisaje, se lamentaba de no haber paseado por entre sus muros cuando uno todavía podía tomar un té en el Albaicín, o disfrutar del sol en largos paseos, sonriendo despreocupadamente.
Mientras el aparato descendía, Aranda vislumbró al segundo helicóptero. Parecía estar virando hacia el extremo este de la fortaleza, más allá del Palacio de Carlos V, y por lo tanto alejándose de su posición. Por un segundo se vio sorprendido por un incipiente sentimiento de preocupación. No acababa de entender por qué él viajaba prácticamente solo mientras todos sus compañeros iban hacinados en el otro vehículo. La sensación de inquietud pasó pronto, sin embargo, porque el aparato empezaba a estabilizarse y a descender con vertiginosa rapidez; tanta, que Aranda experimentó un ligero hormigueo en la base del estómago, como si de una atracción de feria se tratase.
Apenas unos segundos más tarde, el helicóptero posaba los largos y pesados patines de aterrizaje en el suelo, y el ruido del motor reducía su intensidad gradualmente. Descendieron, sacudidos por el aire que desalojaban las aspas, y avanzaron casi a la carrera hasta que se hubieron alejado un poco. Romero le gritó algo, pero Aranda fue incapaz de entender lo que decía y trató de encogerse de hombros.
– Le decía -dijo Romero cuando el ruido del motor se redujo a un nivel soportable- que vamos a ir directamente a nuestro bloque científico, ¿hay algo que usted precise antes?
Aranda negó con la cabeza. La verdad era que hacía mucho tiempo que no se echaba nada a la boca, y tampoco es que hubiera dormido demasiado; pero el sol estaba ya alto en el cielo y, ahora que estaba por fin en la Tierra Prometida, la excitación probablemente le impediría conciliar el sueño. Ya dormiría más tarde.
– Sólo quisiera saber dónde están mis compañeros -añadió al fin.
– No se preocupe -dijo Romero-. Han sido llevados al área civil, en el extremo este de la base. Estarán perfectamente.
Aranda esbozó una sonrisa, mientras el embrión de la inquietud desaparecía en su interior. Hasta se sentía un poco estúpido por haber dudado: era perfectamente normal que el resto de sus amigos fueran a un destino diferente mientras a él lo llevaban con carácter urgente donde estaban los expertos. Con seguridad aquellos hombres estarían anhelantes por extraer un poco de su sangre y analizar sus secretos.
– ¡De acuerdo! -concedió al fin.
Romero le indicó el camino con un gesto del brazo, y Aranda se puso en marcha. No se había dado cuenta, pero dos soldados armados con sus rifles se habían colocado a su espalda, cerrando la comitiva.
El segundo helicóptero aterrizó en el extremo este de la fortaleza, cerca del antiguo pabellón de entrada. Antes de que el aparato tocara el suelo, José atisbó en esa dirección y se sorprendió de la gran cantidad de arena que habían apilado allí, bloqueando por completo el acceso. Alrededor había dispuestas un par de excavadoras en un estado lamentable. Con los cucharones metálicos levantados, se asemejaban más a vetustos animales prehistóricos en actitud amenazante.
José conocía bien la Alhambra, porque en tiempos las calles granadinas fueron escenario de mil correrías juveniles. En las plazas del Albaicín, el fumadero de porros por excelencia de toda la movida granadina, se codeaba con homosexuales exaltados por los versos de Lorca, con jóvenes artistas venidos a menos que acudían de toda Europa para vivir el ambiente hippy y con estudiantes de toda clase. Y por supuesto, conocía bien el camino que circulaba por el linde más meridional de la fortaleza árabe, el Camino Viejo del Cementerio, que conducía, en escrupulosa línea recta, hacia el camposanto de San José. No era una necrópolis cualquiera, sino una de las más antiguas de toda la Península; una basta extensión llena de nichos y románticos monumentos funerarios que en tiempos atrajo la atención de turistas nacionales y extranjeros.
Pero ahora, aunque en el fondo dudaba que tal cosa fuese posible, José se sorprendió imaginando una caterva de espectros arrastrándose por aquellos caminos, abandonando la prisión que había sido el cementerio e intentando acceder al recinto. Quizá por ese motivo tuvieron que tapar de manera tan contundente el acceso más oriental, porque los muertos de San José llamaban a la puerta.
Se estremeció, haciendo un esfuerzo por apartar tales pensamientos de su mente.
Pese a todo, no era mal sitio para resistir, y desde su asiento, Moses llegaba a las mismas conclusiones. Los muros eran altos y fuertes, y las ventanas, estrechas; diseñadas para proporcionar suficiente ángulo de visión mientras garantiza la defensa. Si bien era cierto que el terreno de alrededor estaba lleno de árboles que dificultaban la vigilancia, con unos enemigos incapaces de coordinarse o usar herramientas, al fin y al cabo no creía que eso representase un problema.
Había otras cosas que alcanzaron a ver: personas, una gran cantidad de personas que se agrupaban en pequeños corros y deambulaban por todas partes; algunas de las cuales se acercaban presurosamente a la zona donde el helicóptero se prestaba a aterrizar, haciendo visera con las manos para protegerse del polvo que se levantaba.
Tras unos instantes, el helicóptero se posaba en la explanada. A José no se le escapó el detalle de que los soldados saltaron del helicóptero cuando éste aún estaba a algunos centímetros del suelo, y formaron una especie de círculo de protección, con las armas dispuestas. Suponía que, incluso en casa, el protocolo era el protocolo.
Pero algo más no iba bien.
– Moses… -susurró Isabel, inquieta.
Moses le apretó la mano.
Eran aquellas personas. No tenían el aspecto cuidado y saludable al que estaban acostumbrados en Carranque. Estaban sucios, y sus ropas eran viejas y raídas. Muchos de ellos eran delgados como espantajos, y sus mejillas se curvaban hacia dentro, dibujando la línea del cráneo. Los hombres lucían barbas desaseadas y las mujeres cabellos desaliñados cuando no los ocultaban con algún pañuelo. Al menos uno de ellos iba descalzo, lo que era bastante peculiar, dado que corría el mes de enero y en Granada eso significaba alrededor de nueve grados de máxima al mediodía. Sus miradas eran neutras, casi tristes, y era difícil leer en sus expresiones. De una cosa estaba Isabel segura: no era el tipo de bienvenida que se les habría dado a unos recién llegados en Carranque.
Y entonces ocurrió lo que Susana había esperado.
– Sus armas, por favor -exclamó uno de los soldados, acercándose a José-. No se permiten armas en la zona civil. Es por su seguridad.
José y Susana intercambiaron una mirada. Sus expresiones eran tan similares que parecía que estaban comunicándose telepáticamente.
Fue Susana la que se acercó primero y entregó su rifle, ofreciéndoselo al soldado. José aún lo sostuvo entre las manos un rato más. No hacía ni unas horas que lo había usado, no sólo para salvar su vida, sino la de sus compañeros, y no recordaba una sola ocasión en la que se hubiera separado de las armas, aunque fuera una pistola ligera enfundada en el cinto. La idea no le gustaba, pero finalmente asintió con la cabeza y rindió no sólo el rifle, sino también un puñal que llevaba en la bota y una vieja Star 28 que mantenía en una cartuchera adherida al muslo.
También Sombra se deshizo de su ametralladora, aunque no sintió hacerlo. Nunca había sido demasiado bueno con las armas, y hasta le agradaba la idea de que otros las llevaran por él.
– ¿Ninguna arma más, de ninguna clase? -preguntó el soldado, paseando los ojos de uno a otro.
Uno por uno, todos los adultos negaron con la cabeza.
– De acuerdo.
Tras depositar las armas en el helicóptero, el soldado salió del perímetro y miró alrededor, con expresión de fastidio.
– ¡Jefe de zona! -gritó.
Pero nadie dijo nada, ni se movió lo más mínimo. Moses miró a sus compañeros, pero todos parecían perplejos, casi sobrecogidos, con las miradas fijas en aquellos hombres y mujeres.
– ¡Jefe de zona! -repitió el soldado, ahora con un tono de voz más alto.
Por fin, uno de los hombres salió de entre las filas. Era alto y delgado, y el vello crecía abundante por toda su cara, formando una barba hirsuta y rizada. También su cabello estaba lleno de bucles oscuros. Sus ojos, grises y profundos, conferían a su expresión un aire de viva inteligencia. Parecía jadeante, como si hubiera acudido corriendo desde lejos, pero ahora se había clavado en el sitio, con la vista fija en el grupo de recién llegados y embargado por una expresión de manifiesta perplejidad. Susana se revolvió en su sitio, incómoda.
El momento se hizo eterno, enfatizado por un silencio aciago que había recaído sobre la escena. Después de unos instantes, sin embargo, el hombre avanzó hacia el soldado con paso resuelto.
– ¿Qué… qué es esto? -preguntó al fin. Su voz era grave, pero armónica y cálida.
– Nuevos civiles -contestó el soldado-. Tendrá que hacerles hueco.
– ¿Un hueco, dice? -exclamó el hombre, negando con la cabeza-. ¿Está de broma? Creíamos que… creíamos que nos traían todo lo que pedimos… ¡ahora el problema es aún peor! ¡Mire a toda esa gente!
– Aún no ha habido oportunidad, ya se lo dijimos. Tienen que aguantar un poco más.
El hombre miraba al soldado como si no diera crédito a sus palabras, con una expresión que escoraba entre la sorpresa y el desánimo. Pero no añadió nada más… miró al grupo y pareció dedicarles unos momentos. Se detuvo unos instantes a observar a los niños. Alba se había enganchado a la mano de su hermano y la sostenía con fuerza, mientras contemplaba todo con ojos atentos.
– Hay niños, por el amor de Dios -musitó el jefe de zona.
– Ya se lo he dicho -replicó el soldado, cambiando su peso de una a otra pierna-: ¡por ahora no podemos hacer nada más! Proporcióneles un sitio donde puedan vivir. La nieve llegará pronto. -Y se dio media vuelta.
Los soldados volvieron a subirse al aparato y el grupo se alejó para que éste pudiera despegar. Alba se alegró de verlo partir, evolucionando por los aires como una prodigiosa y fantástica nave espacial. Por un lado, le parecía fascinante que semejante montón de metal pudiera levantarse del suelo siquiera, pero por otra se alegraba de que los hombres de uniforme se marcharan. No le gustaban en absoluto: sus cabezas eran un batiburrillo denso y complejo de ideas contradictorias que ella percibía, de alguna manera, como oscuros nubarrones. Y se alegraba también, por cierto, de tener otra vez los pies en el suelo.
El jefe de zona parecía ahora algo abatido. Se había cruzado de brazos y se contentaba con mirar reflexivamente sus pies. Incómodo, José intentó acercarse a él.
– ¿Hola? -pronunció dubitativamente.
El hombre levantó la cabeza para mirarlo y, por fin, extendió la mano.
– Perdonen… tienen que disculparme… Yo… me llamo Abraham, y soy el jefe de zona aquí.
– José… encantado.
Uno a uno, se intercambiaron apretones y se presentaron brevemente, pero a Susana no se le escapó que el resto de los presentes permanecía formando un círculo, sin moverse, atentos a lo que pasaba, con los semblantes inmutables. Se sacudió por un ligero escalofrío: casi le recordaban a los zombis.
– Está bien… -dijo Abraham-, sean bienvenidos. ¿De dónde demonios vienen ustedes?
– ¿No lo sabe? -preguntó Moses-. Venimos de Málaga. Uno de nuestros compañeros les localizó por radio.
– No, no tenemos ni idea. Esta mañana vimos a los helicópteros partir, y nos sorprendió. Hacía mucho que no los veíamos en el aire. Nos preguntábamos si por fin iban a hacer algo respecto a nuestra situación, pero no ha sido así. Tienen que entender la… decepción que hemos sentido.
Abraham extendió el brazo para señalar a toda la gente que curioseaba, y entonces, como si hubiera dado una orden inaudible, empezaron a moverse al unísono. La mayoría se retiró, dándoles la espalda, caminando cabizbajos hacia destinos diferentes. Otros empezaron a hablar entre ellos, bien en voz baja y con cierto disimulo, o bien haciendo aspavientos con las manos y mostrando cierto disgusto; y unos pocos permanecieron en su sitio, indolentes, como si no tuvieran ninguna otra cosa que hacer en todo el día.
Y sospecho que no la tienen, pensaba Susana.
Sin embargo, una pareja de ancianos avanzó lentamente hacia ellos. Ella era menuda y andaba encorvada, y él no era mucho más alto, pero se acercaron con los ojos iluminados por sonrisas sinceras y les dieron la bienvenida. Ella se llamaba Alma, y después de besar a hombres y mujeres por igual, se quedó haciendo carantoñas a Alba, quien inmediatamente se sintió a gusto con sus pequeñas historias sobre el fabuloso castillo que estaban a punto de explorar. Viendo a la pequeña disfrutar, Isabel llegó a olvidar por unos instantes la extraña bienvenida que estaban teniendo, y sonrió, conmovida ante una escena que le traía tantos recuerdos de tiempos mejores.
– Pero entonces… -dijo Moses, intentando recuperar el hilo de la conversación-, los militares no les han contado nada…
– Nunca nos cuentan nada -explicó Abraham-. Verá… no sé de dónde han salido, pero a la mayoría de ustedes se les ve como si vinieran de un crucero por las Islas Griegas. Creo que no han hecho un buen negocio viniendo aquí.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Susana.
Abraham dejó escapar un profundo suspiro. Moses, cogiendo otra vez de la mano a Isabel, frunció el entrecejo. Caía ahora en la cuenta de que el helicóptero de Aranda no había aterrizado con ellos, y se preguntaba varias cosas: si Aranda estaría bien en manos de aquellos hombres, y si la Tierra Prometida no acabaría resultando ser un destino peor que el que creían haber soportado en Málaga.
– Será mejor que vengan conmigo -dijo al fin Abraham-. Hay algunas cosas que deben ver, y otras que deben saber.