27.

DESESPERACIÓN

Primero, Susana escuchó los gritos. Se extendieron y crecieron en intensidad como el ruido de una ola que rompe en la playa. Luego vio gente correr por el pasillo. Otros, menos capacitados físicamente, trotaban como podían, con los dientes apretados y los ojos abiertos.

Entonces supo inmediatamente que los zombis habían conseguido entrar. Tan pronto esa certeza se abrió paso en su mente, un latigazo de culpa la golpeó con dolorosa contundencia: había estado pensando solamente en los que se habían ido, y en última instancia, se había concentrado en su propio dolor. Aunque empezaba, débilmente, a comprender a aquella gente (aquella manada de cobardes), aún guardaba un poderoso rencor hacia ellos. Pero ¿qué pasaba con Jukkar, Sombra o Aranda?, ¿y con José?, ¿no merecía la pena luchar también por ellos? Si dejaba que los muertos se acercasen a la cama donde el finlandés dormía el sueño de la convalecencia, ¿de qué habría servido todo el esfuerzo que habían puesto? Y si pillaban a José…

No, a José no…

De pronto supo que, sobre toda las cosas, no quería ver a su compañero con los ojos velados por la atroz blancura del virus zombi. No lo soportaría. Había estado tan concentrada en la ausencia de los otros, que no había considerado lo importante que era él en su vida. Imaginarlo caído en el suelo, muerto, le había producido un relámpago de dolor tan fuerte que la hizo incorporarse de un salto, con la respiración agitada.

Se miró las manos, y no pudo decidir qué tipo de acciones podría realizar sin ningún tipo de arma. El sentimiento de impotencia la abrumaba. Ella era buena con un rifle en la mano; podría hacer bailar a los zombis aprovechando cualquier lugar estrecho durante tanto tiempo como le duraran las balas, pero… ¿desarmada?

Su mente derivó hacia Aranda; él habría podido sugerir algún tipo de plan de acción. Tenía buenas ideas, y sabía manejar una situación, pero no tenía ni idea de dónde podría estar.

Por último, echó a correr. Se enfrentaría a ellos, aunque tuviese que ser a golpe de puños.


– ¡José, JOSÉ!

Sombra tiraba de él, incapaz de moverlo o hacerle reaccionar. Se había fijado en algunos de los zombis: eran delgados, sus ropas estaban sucias y tenían heridas recientes en sus cuellos, cabezas y torsos porque las vísceras resplandecían todavía con el brillo de la sangre recién derramada. Eran los supervivientes que dejaron fuera, que habían condenado a una muerte atroz en manos de los muertos vivientes, que habían regresado a la vida, buscando venganza.

Pero Sombra no se dejó impresionar. Con un rápido movimiento de la mano, abofeteó a José. Éste levantó los brazos, como para protegerse, emitiendo un quejido lastimero. Para Sombra estaba claro: era inútil, su mente se había rendido. Levantó la cabeza y vio cómo uno de los zombis recorría los últimos pasos casi a la carrera. En el último momento, se enredó con sus propias piernas y cayó al suelo produciendo un sonido acuoso. Su mano se lanzó hacia delante, agarrando a José por el tobillo.

Entonces, dando un respingo, José reaccionó. La visión de aquella mano ensangrentada sobre su bota había hecho que volviese del lugar donde se había refugiado. Regresó lanzando un grito al aire:

– ¡NO!

Instintivamente, flexionó la pierna; pero el espectro continuaba avanzando, impulsándose con sus famélicas extremidades. Ganó todavía unos centímetros, agarrándolo con un terquedad estremecedora. Desde la perspectiva de Sombra, se parecía más a una horrible araña, contrahecha y deforme.

José reaccionó casi sin pensarlo, empleando la pierna libre para asestar una fenomenal patada, directa a la cabeza. Ésta rebotó hacia atrás violentamente, con un sonido de desgarro, y la pierna quedó libre.

José se incorporó como si un arnés invisible tirara de él. Ahora, los espectros estaban ya a escasos centímetros, y ambos tuvieron el tiempo justo para salir corriendo hacia el interior del Parador.

El señor Román no tuvo tanta suerte. Aún estaba en bastante buena forma para la edad que tenía, pero sabía que jamás podría poner distancia entre él y los zombis. Gritando cosas en un lenguaje incomprensible, se enfrentó a los espectros con su bastón, terminado en un pomo de metal. Golpeó dos y hasta tres veces antes de que las crispadas garras tiraran de él y fuera arrebatado de su sitio como si lo hubiera absorbido un tornado. Se perdió entre la masa de zombis con un grito desgarrador.

Cuando llegaron a la carrera a la sala de la recepción, no quedaba ya nadie; las camas que había allí dispuestas estaban vacías. José se alegró de ello. Continuaron corriendo, sin darse tiempo a pensar, hasta que al doblar la esquina se encontraron de bruces con Susana.

– Dios mío… ¡Susi! -exclamó José.

– ¿Dónde…? -preguntó ella, pero entonces se detuvo.

Los zombis entraban en tropel en el área de recepción, tropezando unos con otros. Los hombros entrechocaban, los brazos se extendían como tridentes y los ojos buscaban desesperadamente.

– Hos… -empezó a decir.

– ¡CORRE! -bramó José, empujándola para que se pusiera en marcha.

Y corrieron, tanto como les era posible, avanzando por el pasillo en cuyas vidrieras de cristal repiqueteaba ya la lluvia abundante. Un par de veces tropezaron con las camas interpuestas porque la luz era del todo insuficiente, pero consiguieron llegar hasta el pie de las escaleras que conducía a las habitaciones del primer piso.

Los muertos los perseguían.

– ¿Arriba? -preguntó Susana.

– Por Dios… es una encerrona… -exclamó José, mirando en todas direcciones.

Sombra negó con la cabeza.

– Allí es donde se ha escondido el resto de la gente… -dijo José-, ¡los atraeríamos hacia ellos!

– ¿Salimos por atrás? -preguntó Sombra.

José creía que tenía que existir una salida por ese lado, ya que allí los jardines eran (o fueron) hermosos, pero si la había, no la había visto. De existir, pensaba ahora, era posible que allí el número de zombis fuera menor.

– ¡Imposible! -interrumpió Susana-. ¡El humo!

Sombra fingió un desmayo, llevándose las manos a la cabeza. Con el estrés de la situación, había olvidado que el exterior era impracticable. Mientras tanto, los aullidos de los zombis empezaban a oírse cada vez con más fuerza y la sensación de urgencia les superaba.

– ¡Necesitamos armas! -bramó José.

Entonces, Sombra se llevó una mano a la frente, donde se estrelló con un sonido grave.

– ¡Armas! -exclamó de repente-. ¡Pero…! ¡Seguidme!

Entonces echó a correr por el ala que bordeaba el patio, y José y Susana lo siguieron. Justo a tiempo, porque los zombis acababan de llegar al pequeño distribuidor donde estaban, buscando con ojos anhelantes. El resplandor de un relámpago parpadeó brevemente en el patio exterior, iluminando la espantosa comitiva. Era como ver una fotografía en blanco y negro, saturada de contrastes; los ojos enloquecidos parecían brillar con luz propia.

– ¡¿Qué pasa, tío?! -gritaba José mientras corrían.

Sombra les llevó hasta una pequeña habitación de servicio que quizá en tiempos estuvo destinada a albergar un despacho. Las mesas se habían aprovechado en alguna parte de las salas habitadas, y las estanterías hacía tiempo que desaparecieron en las pequeñas fogatas que utilizaban para calentar las salas. Allí habían apartado todas las cosas que no hacían falta y no eran útiles: objetos de decoración, maceteros, valiosas piezas de exposición, hasta pantallas planas de televisión (que se acumulaban formando una torre inclinada), sacadas de las habitaciones, y cuyo emplazamiento había sido aprovechado para colgar cuerdas que marcaban diferentes receptáculos. No había lugar para las frivolidades.

Sombra saltó dentro, pese a la oscuridad, provocando un ruido de loza rota. Ubicarse en las penumbras era difícil. Tanteaba con los brazos, derribando inútiles lámparas de noche y otros tantos cacharros.

– ¡Me lo enseñó un tipo, ayer o antes de ayer! -decía, sin parar de buscar.

– ¡Dinos qué es, te ayudaremos a buscarlo!

– Las… unas armas históricas que tenían en varios lugares… Las metieron aquí cuando las cosas empezaron a caldearse… ¡Para que no estuvieran a la mano!

José pestañeó.

– ¿Armas históricas? -exclamó. Su voz sonó demasiado aguda y estridente.

– ¡Joder!, ¿se te ocurre algo mejor?

Por unos segundos, José pensó en cimitarras y escudos con forma de media luna, pero después decidió que eso, al menos, era mejor que nada. Susana le miraba con expresión atónita, pero tampoco se le ocurrían otras ideas, así que un instante después se puso a buscar.

Lo que encontraron (debajo de unos doseles que no servían ni como telas ni como ropa de abrigo) resultó, sin embargo, mejor que lo que José había imaginado. Había, naturalmente, espadas árabes hermosamente decoradas, pero éstas hubieran requerido de una destreza que ninguno poseía. Hubieran resultado del todo inútiles contra los muertos vivientes, pues su único punto vulnerable estaba protegido por el cráneo, demasiado grueso y resistente para sus delgadas hojas. Luego aparecieron unas clavas de color terracota, pero resultaban extrañas y, en apariencia, no recordaban siquiera a ningún tipo de arma que hubieran visto anteriormente, así que las descartaron rápidamente. Las mazas de hierro que Sombra sacó como si desenterrara el cayado de un poderoso nigromante, no obstante, eran otra cosa. Sólidas al tacto, pesadas y terminadas en la tradicional bola con pinchos, parecían algo que podrían manejar.

José sopesó una con la mano derecha.

– No puedo creerlo… -exclamó, dubitativo.

Sombra, sin embargo, parecía muy satisfecho con su nueva herramienta. Describió un par de movimientos con el brazo y la maza silbó, cortando el aire.

– No vamos a enfrentarnos a los zombis con esto… -continuó diciendo.

– ¡Yo voy a darles con todo! -soltó Sombra.

– Joder… -exclamó Susana, aunque el metal del arma pesaba en su mano, y su bola de hierro macizo era grosera y despiadada, ciertamente no se imaginaba golpeando a nadie, ni a nada, con algo semejante.

Desde el otro ala llegaban ahora los delirantes gruñidos de los muertos, acompañados de golpes y ruidos que éstos producían al moverse en las sombras: tiraban objetos o desplazaban los camastros y las mesas llenas de enseres. El sonido de un vidrio haciéndose añicos contra el suelo les hizo dar un respingo.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Susana. No le gustaba nada cómo se estaban desenvolviendo las cosas, y se sentía un tanto absurda con aquel arma primitiva en su puño.

– Tenemos que enfrentarlos en un sitio estrecho -dijo José.

– Eso es. Y podemos volcar una mesa y nos pondremos detrás -apuntó Sombra-. Son estúpidos, buscarán el camino más directo… ¡tenemos que aprovechar eso!

La idea les pareció buena, y salieron de la habitación para regresar al pasillo distribuidor, junto al ventanal que comunicaba con el patio central. Ninguno se dio cuenta de que los jirones de humo, que momentos antes habían flotado como figuras fantasmales, habían comenzado a diluirse con la lluvia.

En el corredor, los supervivientes habían aprovechado las mesas del enorme comedor para improvisar camas, que se encontraban pegadas a la pared. En la zona de la almohada, la pintura se había vuelto oscura en contacto con la cabeza. Rápidamente, se pusieron a la tarea de desvestirlas de sábanas (que olían a orines y a sudor) para colocarlas en forma de barricada.

– Dios mío… -exclamó Susana con desasosiego una vez hubieron terminado.

Examinaba las mesas de rudimentaria madera, que les cubrían únicamente hasta la cintura, como un adulto miraría un embalse hecho por un niño; un embalse construido en una tarde de juego a base de ramas menudas, hojarasca y arena. Tal y como lo veía, aquella estratagema no podía calificarse siquiera de plan. No podía funcionar. Nunca podrían golpear a los zombis con la suficiente rapidez, ni con la contundencia necesaria. ¿Cuántos mazazos tendrían que asestar para hundir un cráneo y llegar a la zona del cerebro, para desactivarlo eficazmente?

Agachó la cabeza e hizo un gesto de negación, pero supuso que era una forma tan buena como cualquier otra de intentarlo.

Un grito estremecedor retumbó en el corredor.

– Ya vienen… -dijo Sombra.

– Si no van por las escaleras… -soltó José.

Susana frunció el ceño.

– Algunos lo harán, es inevitable.

– Si se quedan en sus habitaciones, estarán a salvo -contestó José-. No creo que un zombi distinga una puerta de un retrete. Pero si cometen un solo error… si hacen ruido, o alguno de ellos sale corriendo en un ataque de pánico… entonces están perdidos.

Pero Sombra levantaba ahora una mano, con el dedo índice apuntando al techo.

– ¡Ya están aquí! -soltó.

José abrió ligeramente las piernas, con las manos cerradas alrededor de la maza. Notaba las mejillas calientes, y un surco de sudor había empezado a formarse en las axilas y el pecho. Por fin, cuando los primeros zombis doblaron la esquina del corredor y se les quedaron mirando en ese pequeño lapso de comprensión previo al ataque, Susana dejó escapar una exclamación ahogada.

Y después, los muertos se lanzaron contra ellos.


Se llamaba Jorge, aunque todo el mundo le llamaba Lupi por la cantidad de vello que le cubría el cuerpo. Cuando descubrió que apenas le quedaba medio cargador y que, después de eso, sólo podrían enfrentarse a los muertos usando salivazos o epítetos malsonantes, tuvo una idea. No sabía si funcionaría, o si por el contrario, lo que estaba a punto de hacer desencadenaría una explosión de mil millones de demonios, pero merecía la pena intentarlo. La inacción, se dijo, suponía un final garantizado.

Entonces se escabulló hasta el sótano, donde guardaban las últimas reservas de combustible para el helicóptero: un compuesto viscoso cuya base esencial era el nitrometano. Éste se almacenaba en bidones metálicos, de veinte litros de capacidad, y arrastró uno no sin esfuerzo hasta el segundo piso. Mientras daba toda la vuelta por la circunferencia, los gritos de sus compañeros le atormentaban, y cuando creía reconocer la voz de alguno de ellos, apretaba los dientes y seguía tirando del bidón.

Una vez estuvo sobre la puerta de entrada, retiró el doble seguro de la tapa y se las apañó para encaramarlo a la balaustrada. El combustible cayó entonces en cascada, y a medida que se vaciaba -glop, glop-, sintió con alivio que su peso se hacía más soportable.

El combustible cayó sobre la pila de zombis que se había acumulado en la entrada. Impregnaba los cuerpos y golpeaba las cabezas de los espectros que, pese a todo, seguían intentando cruzar para llegar al interior. Cuando hubo terminado, lanzó también el bidón y extrajo su mechero Zippo. Hacía meses que no lo usaba, consciente de que no tenía ya ninguna oportunidad de rellenarlo, pero encendió a la primera. Miró la llama durante un par de segundos, y lo dejó caer.

Lupi se asomó inmediatamente por la barandilla, confiando en que la llama no se apagara; pero aunque ésta parpadeó peligrosamente en su viaje hacia el piso inferior, alcanzó los cadáveres bañados en combustible rápidamente. Allí se coló por entre los cuerpos y desapareció.

Lupi esperó, expectante.

Pero no pasó nada.

Lupi se ajustó el casco, lanzando una maldición. Empezaba a pensar que su plan había fallado cuando una llama creció desde alguna parte y se extendió como el fuego en una sartén llena de aceite. Recorrió los cuerpos caídos e inflamó a los zombis que había rociado con el combustible. La llamarada ascendió, haciendo que Lupi tuviera que saltar hacia atrás: las pestañas se le rizaron y el vello de la cara despidió un ligero aroma a pollo quemado.

La luz se volvió intensa en el patio. En el aire, cargado de moléculas de benceno, etanol y acetona, resplandecían las chispas que explotaban como pequeños fuegos artificiales. Los zombis en llamas avanzaban, indolentes, envueltos en un infierno de fuego; cegados, daban algunos pasos en direcciones erráticas y, cuando sus cerebros se cocían en el interior de sus cráneos, caían al suelo pesadamente.

Después de unos instantes de confusión, los compañeros de Lupi estallaron en enormes gritos de júbilo. La entrada estaba ahora anegada en llamas, y a juzgar por el fulgor de éstas, continuaría así durante un buen rato. Los cascos volaron por el aire, y los puños se levantaron hacia el cielo, celebrando la inesperada victoria.

La maniobra llegaba en el momento más crítico; casi nadie tenía munición más que para resistir quizá un par de minutos, y eso si la puntería acompañaba. Poco a poco, los soldados se reunieron en el patio, ayudándose unos a otros y examinando a los que habían caído.

– ¡Al Patio de los Arrayanes! -gritó alguien-. ¡Resistiremos en la Torre de Comares! -Estaban a punto de rendir la plaza y retroceder a alguna de las cámaras interiores, donde quizá podrían construir una barricada y resistir.

– ¡Está la nube tóxica, gilipollas! -gritó alguien.

– ¡Mierda puta, joder!

– ¿Dónde está el teniente? -preguntó otro, indeciso.

La pregunta levantó un revuelo de voces que se solaparon unas con otras. Eran todos soldados rasos, y la ausencia de una figura que encarnase el mando les sumía en una total confusión: unos querían quedarse en el palacio, otros proceder a la búsqueda del teniente, y el resto tenía sus propias ideas y planes.

Lupi, que veía la escena desde su posición privilegiada en el segundo piso, se dio cuenta de que cualquier plan estaba abocado al fracaso. Eran ya muy pocos. Apenas contó veinte hombres, algunos malheridos. Habían perdido a muchos de sus compañeros en el exterior, intentando contener a los zombis; otros habían quedado aislados en otras partes de la Alhambra, mientras se esforzaban por cumplir con su misión de proceder a un riguroso registro. La mayoría cayeron poco después mientras intentaba abrirse camino hasta la base.

Se sacó el casco de la cabeza y se pasó una mano por el cabello sudoroso. Descubrió que la idea de acabar con todo no le parecía tan descabellada: el olvido eterno, el descanso… se dijo que antes de terminar sepultado bajo los zombis y morir de una forma tan agónica, se suicidaría con un balazo en la boca. Eso es lo que haría. Decían que, en ese caso, la muerte era tan rápida que uno simplemente desaparecía en un instante, y esa alternativa empezaba a no parecerle nada descabellada.

Pero entonces, los gritos de uno de sus compañeros le sacaron de sus reflexiones. Miró otra vez hacia abajo y no pudo evitar soltar una exclamación de sorpresa. De entre los arcos del patio salió una caterva de muertos vivientes, que se acercaba trotando alocadamente con los brazos extendidos.

Los que aún conservaban munición empezaron a disparar: las balas arrancaron trozos de carne y sangre, pero prácticamente ninguna dio en el único blanco posible, la zona de la cabeza. Era un desgaste de munición lamentable: los proyectiles apenas les detenían unos instantes, pero luego seguían avanzando, encorvados, como si lucharan contra el viento. Una de las balas alcanzó una mano y los dedos salieron despedidos hacia atrás a una velocidad desorbitada.

El caos era absoluto. Lupi, embargado por el nerviosismo, asomó su fusil por la barandilla y empezó a disparar contra los espectros, pero mientras lo hacía, una inquietante duda empezaba a abrirse camino en su mente: ¿cómo habían entrado los muertos? Habían asegurado todos los accesos, las ventanas estaban cerradas con gruesos cristales de alta seguridad… ¿Cómo habían conseguido abrirse camino?


El padre Isidro empujaba a los zombis a través de la puerta. Recordaba que, antiguamente, esa tarea le requería un gran esfuerzo. Ahora, su cuerpo incansable bendecido por la energía celestial le permitía moverse tan rápidamente como necesitaba: los agarraba por la ropa y los empujaba dentro, donde continuaban avanzando casi por pura inercia y donde, inequívocamente, acabarían llegando hasta los hombres.

Su primera opción fueron las ventanas del zócalo del palacio. Éstas se abrían a lo largo del muro de obra almohadillada, con sillares picados y pilastras salientes en las que había incrustados grandes anillos de bronce que, en tiempos, servían para atar los caballos. A pesar de los gruesos cristales de alta seguridad, no resultaron ser un problema, porque enseguida tuvo la idea de usar el fusil que había abandonado en la torre. Necesitó varias ráfagas, pero finalmente el vidrio se agrietó formando líneas tan complejas como las de una telaraña de cien años y se vino abajo.

Pero tuvo que cambiar sus planes, pues la ventana no le sirvió para colar a los zombis; había querido meter unos cuantos que le sirvieran de parapeto, pero éstas quedaban a más de metro y medio del suelo y no consiguió que los resucitados superaran esa altura. Maldiciendo, decidió saltar él mismo al interior y echar un vistazo.

La oscuridad era su aliada. La mayoría de las habitaciones (sobre todo las del piso de abajo) estaban sumidas en penumbras, y como el patio circular quedaba inscrito en el interior, el trazado de la planta resultaba extraño y de difícil aprovechamiento. No obstante, Isidro se orientó por el sonido de los disparos hasta que desembocó en el patio interior. Allí llegó a tiempo para ver cómo el Zippo de Lupi arrancaba voraces llamas a la pila de cadáveres, llenando la escena de una repentina luminiscencia.

Escudriñando desde el umbral de una de las hornacinas, el padre Isidro vio a los muertos en llamas y rumió una maldición.

Los hombres no eran, por cierto, quienes esperaba. No eran ellos; eran soldados, vestidos con uniformes militares como el tipo de la torre, y casi todos llevaban armas. Espiando desde las pilastras del claustro, contó unos veinte hombres, un número considerable pero nada que no pudiera manejar. Entonces éstos se entregaron a proferir gritos de triunfo. Celebraban su victoria, y el padre Isidro los odió profundamente. No quiso ver más. Se escabulló sin ser notado, aprovechando el momento de euforia, y se deslizó por las sombras de los corredores, siempre silencioso. Se arrastraba despacio, y su sotana oscura se confundía con las sombras de las esquinas. Pero así consiguió llegar hasta el extremo más occidental del palacio, junto a las puertas. No se sorprendió de que estuvieran cerradas con un rudimentario cerrojo; los impíos, ebrios de soberbia, no habían pensado que pudiera existir alguien como él.

Pues he aquí que el Señor envió al Ángel Exterminador, y el Ángel abrió las puertas para que los hombres pasaran, y en viendo cuántos de ellos eran justos, a éstos no les dio muerte, pero de los otros arrancó sus vísceras y sus miembros y los tiró a las bestias, porque para ellos era Rey el Ángel del Abismo, cuyo nombre en hebreo es Abadón, y en griego, Apolión.

Con un sonido ronco y regurgitante que pretendía ser una risa, retiró el cerrojo y abrió las puertas a sus ejércitos.

Después de estar un rato empujando cuerpos al interior del edificio, empezó a escuchar otra vez los disparos. Significaba que había recuperado la iniciativa, que los impíos volvían a estar ocupados y que era el momento de acercarse a ellos, someterlos y juzgarlos. Y en cuanto terminara allí averiguaría dónde estaban los demás. Los otros. Los que con tanta desesperación ansiaba encontrar.

Rápido como una centella, se deslizó hacia el interior y corrió de vuelta hacia el patio.


Pese a lo excepcional de las circunstancias, Gabriel se había quedado dormido casi en el acto. En realidad, jugaba con cartas marcadas: estaba convencido de que sus destinos estaban escritos, como le había demostrado su hermana en numerosas ocasiones. Si su hermana no había dicho otra cosa, seguramente sería porque estaban dando los pasos correctos, y esa sensación de estar en el lugar adecuado le tranquilizaba.

Por otro lado, si su hermana había vislumbrado el fin (cosa que era posible porque llevaba todo el día demasiado callada), entonces, ¿para qué preocuparse? Sencillamente ocurriría, y no había nada que pudieran hacer para cambiar eso. Si tal cosa fuese a pasar, pensaba, sólo le preocupaba un detalle: que ocurriese rápidamente y (por favor, por favor, mamá, por favor) sin dolor.

Pero Alba no dormía. Se mantenía arrebujada contra su hermano, con la cabeza enterrada entre sus brazos. Daba la impresión de estar sumida en un profundo sueño, pero en realidad su mente infantil se enfrentaba a una dura prueba: una especie de batalla campal que la mantenía en un estado de mareo constante. Era como la sensación de tarta de coco, pero elevada exponencialmente. Veía escenas contradictorias de cosas que no recordaba haber vivido, y de cosas que estaba segura de que no habían pasado, si bien todas ellas se le presentaban neblinosas e imperfectas, dos de las características de los recuerdos que se procesan en la mente cuando a ésta se la deja funcionar por libre.

Sobre todo, tenía miedo. Sentía un pánico tan puro y auténtico que se sentía desvalida y cansada, y no había querido decirle a nadie lo que le pasaba, ni siquiera a Gaby. Miedo de que esa agobiante sensación fuese a permanecer para siempre, que lo que quiera que le pasara hubiese empeorado, que fuera realmente especial, como le pasó a la madre de una amiguita del colegio. Ella pasaba mucho tiempo en el hospital, y cuando volvió a verla, estaba delgada y ojerosa como uno de esos fantasmas del canal de dibujos. Además, llevaba un pañuelo en la cabeza, uno blanco con fingidas margaritas blancas. Mientras ella hablaba con su madre, su amiga le había confesado en voz baja que su madre había perdido todo el pelo, que su cabeza parecía un balón de fútbol; le dijo que le daba miedo estar junto a ella porque, dentro de la cabeza, le pasaba algo malo, algo realmente malo, y que por eso se le había caído el pelo. Dos semanas más tarde, la madre de su amiga murió.

Alba habló con su padre esa noche porque tenía una sensación de angustia de la que no conseguía librarse, y le preguntó por qué había tenido que morir la mamá de su amiga. Su padre la abrazó y le dijo que Dios se la había llevado con él porque la madre de su amiga era especial.

Alba asintió, intentando resultar natural, pero por dentro, un torrente de miedo se había desbordado de su cauce normal y la hizo estremecerse. Ella también era especial (¿cuántas veces se lo había repetido su padre?) y no sabía si era malo o bueno, pero desde luego, dentro de su cabeza también pasaba algo. Ella no quería morir, al menos no tan joven. Todavía no había visto EuroDisney, y quería ver la siguiente película de Pixar en el cine (aunque aún tenía que decidir si le gustaban más las películas o las palomitas); también quería celebrar tantos cumpleaños como fuera posible, porque su madre hacía tartas caseras especiales con forma de castillos, barcos piratas y trenes de chucherías, y organizaba juegos a los que se jugaba alrededor de un castillo hinchable gigante.

Su amiga no volvió al colegio; se trasladó con su padre a otro sitio y no volvió a verla nunca más. Con el tiempo, llegó a olvidarse de aquel miedo. Llegó a asumir que ser especial no significaba, necesariamente, tener que morir. Pero ahora que su cabeza parecía un pase de diapositivas automático de cosas que no había vivido y que se contradecían, aquel miedo temprano regresó con una contundencia devastadora.

A veces se veía a sí misma bañándose en un lago, pero aunque su aspecto era más o menos el que tenía ahora, el pelo era mucho más largo, y brillaba al sol como si fueran hilos de oro. Luego, la escena cambiaba radicalmente y se veía tirada en el suelo, con la cara llena de moscas; una de ellas se paseaba distraídamente por la reseca membrana de sus ojos abiertos. Cuando veía cosas así, temblaba como una hoja y apretaba fuertemente los párpados, rogando para que la escena desapareciera. Y veía muchas otras cosas, todas tan cargadas de detalles que era imposible que las estuviese conjurando su imaginación: fogonazos de disparos en mitad de la noche, un hombre con una especie de lanza de hierro siendo golpeado por un rayo, carne asándose lentamente en una barbacoa iluminada por el sol…

Era como si su cabeza se hubiese estropeado. Como si tuviera algo malo.

Pensando en eso, una silenciosa lágrima escapó de sus ojos cerrados y resbaló por su mejilla. El sueño por fin empezaba a aparecer en los lindes de su conciencia, sitiada por la terrible cadencia de las imágenes que la atormentaban. Antes de desaparecer en el piadoso sueño reparador, se preguntó si Isabel y Mo los dejarían otra vez solos cuando ella empezara a quedarse calva. Entonces se dijo que si eso llegase a ocurrir, saldría corriendo en cualquier dirección, donde nunca la encontraran.

Desaparecería, sí, para que Gaby, al menos, no se quedara solo.


– Voy a ir -anunció Moses.

Hablaba en voz baja para que Alba y Gabriel no pudieran escucharlos. Parecían dormidos, pero sabía perfectamente que los niños tienen el radar siempre activado, incluso cuando parecen concentrados en sus juegos.

Unos minutos antes, habían sentido la lluvia caer en el exterior. Moses se dio cuenta enseguida de que aquello era bueno, extraordinariamente bueno. Le dijo a Isabel que la lluvia disgregaría aquella nube extraña que habían visto crecer en el cielo plomizo. Aún no sabía que inhalarla era mortal, pero intuía que semejante cantidad de humo no podía ser buena en los pulmones.

Así que esperaron, y de tanto en cuando, Moses echaba un vistazo al exterior. Si bien la visibilidad se había reducido y la lluvia estaba cubriendo el suelo de una sustancia oscura que bien podrían ser cenizas, no se respiraba tan mal. De hecho, aunque el olor aún era extraño, tenía un ligero regusto a tierra mojada, a humedad, y por ende, a aire puro.

– Por favor, Mo… -pidió Isabel. Estaba abrazada a él y tenía sus manos entre las suyas-. ¡No tiene ningún sentido!

– Es que no puedo… -dijo, apretando los dientes.

– Ni siquiera sabes usar un arma…

– Puedo intentarlo.

Isabel quiso responder algo, pero no sabía, en justicia, qué decir. Pensaba en cierta calle del centro de Málaga, donde se vieron por primera vez. Los muertos les perseguían, en un número tal que cuando miraba hacia atrás sentía que sus rodillas flaqueaban y su resistencia se iba al traste. Entonces se encontraron con Moses y el Cojo. Recordaba haber escuchado la historia: habían salido a por una insignificante aspirina, porque su amigo tenía problemas con una muela. Cosa curiosa: después de aquello, el dolor desapareció tan misteriosamente como había llegado; pero sirvió para que se lanzaran a la calle. Un encuentro fortuito, que había desencadenado muchas más cosas posteriormente. Si Moses no hubiera decidido arriesgar su vida por una aspirina, era posible que no se hubieran encontrado jamás. Tampoco habrían localizado el campamento de Carranque, ni ella habría sido secuestrada por aquel grupo de alemanes. Yendo todavía más lejos en la línea de pensamientos, sin el secuestro, los niños no habrían sentido la urgencia de ir a rescatarla, y por lo tanto les hubiera sido imposible llegar a Málaga. Entonces, ¿qué habría sido de todos ellos? Posiblemente aquel sacerdote enloquecido les habría dado caza, uno por uno, sacándolos de sus agujeros y sometiéndoles a la barbarie de un asesinato cruel y despiadado. Los niños podrían haber seguido en su escondite entre los cimientos, hasta que uno de ellos se hubiera puesto enfermo, y entonces, sin atención adulta, el desenlace hubiera sido tan evidente como nefasto.

Si lo pensaba así, todo partía de aquel acto de bondad desinteresada que Moses tuvo en aquel momento; un acto que era, en definitiva, similar al que ahora le impulsaba con tanta insistencia.

Así que agachó la cabeza, pero no dijo nada.

– Tendré cuidado, te lo prometo -susurró Moses-. No voy a ir allí a disparar contra los zombis como si fuera una especie de Rambo. Sé a lo que conduciría eso. Pero… -hizo una pausa, intentando serenarse y encontrar las palabras adecuadas-… no puedo seguir aquí, sin saber qué ha pasado. José y Susana ya deben haber vuelto, ¿no crees?, ¿y si se han encontrado la puerta cerrada?

– Si han vuelto -contestó Isabel con un conato de amargura-, no creo que vayan a tener problemas.

– Si han vuelto… -repitió Moses, como para sí mismo.

Entonces se quedaron callados, sin añadir nada más. La respiración de Alba se había vuelto regular y uniforme, e Isabel supo que ahora sí estaba completamente dormida. En un momento dado, Moses retiró su mano dulcemente y se inclinó sobre ella para darle un beso en los labios; sin embargo, en el último instante, sin que pudiera decir muy bien por qué, Isabel apartó su cara y él tuvo que contentarse con besar su frente.

Después se apartó de ella, abrió la puerta con infinito cuidado y salió a la noche.

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