EPÍLOGO

1.

EL FIN DE LOS DÍAS DEL ZOMBI

La Pandemia Zombi había asolado el mundo con una crudeza y una contundencia tales que no podía compararse a nada que el ser humano hubiera conocido en toda su historia. De los siete mil millones de seres humanos sobre el planeta, el noventa y tres por ciento vagaba con andares pesarosos y la mirada perdida, y ni el tiempo, el sol o la lluvia, parecían hacer mella en ellos.

En la población de Térmens, provincia de Lérida, se fraguó un acontecimiento que habría de cambiar el curso de los acontecimientos que estaban encaminando a la humanidad a su más completa destrucción. Liderados por Jukkar, un pequeño comité de hombres de ciencia y medicina consiguió desentrañar los secretos de la sangre de Dozer y fabricar, de nuevo, el mismo suero que Rodríguez ya produjo una vez.

Lo llamaron Esperantum.

Por entonces eran una saludable comunidad de seiscientas noventa y seis personas, todas volcadas en el cultivo de los terrenos, la pesca y la caza. No tenían forma de gobierno, aunque sí una Asamblea del Pueblo que se reunía, por lo general, una vez al mes. Formada por el general Edgardo y sesenta de los miembros fundadores, era allí donde se exponían las necesidades y planes futuros de la comunidad. Se hacían votaciones y la mayoría decidía.

Cuando el Esperantum estuvo listo, se procedió a inocular poco a poco a la población. Los resultados fueron los esperados: un período crítico de shock séptico mientras el cuerpo absorbía el agente patógeno seguido del milagro en el que sólo unos pocos tenían fe: la inmunidad.

Pero el Esperantum funcionaba, vaya si funcionaba.

Aquello cambió por completo la forma de vida de la comunidad. Ya no necesitaban establecer centinelas, y nadie temía aventurarse por las poblaciones cercanas para buscar alimentos y útiles. Ahora podían recorrer largos kilómetros montados en sencillas bicicletas, y el mundo se abría cuan grande era otra vez. Ahora podían, en definitiva, vivir sin miedo.

Cuando se comprobó la eficacia del Esperantum, se sentaron a debatir las siguientes acciones. El mundo tenía que conocer que existía, dónde estaba y cómo conseguirlo.

Un comité especial viajó hasta Barcelona para tener acceso a emisoras de radio de gran potencia, capaces de dar la vuelta al mundo. Sin zombis que los molestasen, trabajar en la rehabilitación de los sistemas fue cosa de puro músculo; una buena mañana, el mensaje de esperanza de Térmens era irradiado en cuatro idiomas, con instrucciones concretas de localización y longitudes de onda corta específicas para contactar.

La respuesta fue abrumadora. La radio funcionaba todo el día, a todas horas, con gente de todo el mundo comunicándose en todos los idiomas. En algunos casos, la asistencia era imposible. En otros, planeaban misiones de rescate utilizando los helicópteros.

Pero la gran sorpresa llegó desde el otro lado del mundo. El almirante jefe de la Marina de Estados Unidos contactó con ellos por la banda designada, y mantuvieron una larga conversación sobre lo que habían descubierto, cómo funcionaba, de dónde había salido y sus efectos. Charlaron durante mucho tiempo, hasta que alguien en un laboratorio de investigación emitió un informe que decía: «Plausible». Resultó que el aparato militar americano se había convencido de que la guerra contra los zombis no podrían solucionarla a pie de campo; había demasiados factores que hacían que esas escaramuzas fallaran, a pesar de su escalofriante armamento y capacidad. Como resultado de innumerables pérdidas humanas y de material, decidieron retirarse al mar, donde instalaron complejos laboratorios de biotecnología destinados a buscar una solución al problema, que era claramente de índole bacteriológico.

Una mañana, como habían convenido, el portaaviones nuclear USS Carl Vinson apareció en el puerto de Barcelona. Era básicamente una impresionante ciudad flotante, concebida en origen para la guerra pero adaptado para misiones humanitarias. Contaba con sistemas de purificación de agua, tres salas de operaciones y un puente de aterrizaje con capacidad para acoger un gran número de helicópteros. La energía que podía generar bastaba para iluminar toda una ciudad durante meses.

Le seguía el Comfort T-AH-20, una joya de la medicina moderna con casi trescientos metros de eslora y varios pisos de salas médicas. Era capaz de atender casi trescientas cirugías complejas al día. Y por fin, el buque anfibio USS Kearsarge con dos mil marines americanos. Su panza venía cargada de camiones anfibios y potentes helicópteros. El resto de la flota, incluyendo varios buques petroleros, esperaban más allá del estrecho de Gibraltar.

Con aquel impresionante despliegue empezó el fin de los Días del Zombi. Cuando los primeros enviados comprobaron la eficacia del Esperantum, la tremenda maquinaria de soporte se puso en marcha. Los soldados, el personal médico y científico se vacunaban por cientos diariamente, y a medida que éstos desarrollaban la inmunidad, se organizaban misiones de ayuda por todo el territorio nacional y se asentaban las bases de un plan para recuperar Europa, y desde ahí, el resto del hemisferio.

En cuanto al USS Kearsarge, regresó a su país inmediatamente, cargado con doscientos cincuenta marines inmunes. Eran una nueva generación de americanos que reconquistarían, poco a poco, Estados Unidos, México y toda Latinoamérica.

Y allí donde llegaban, extendían el Esperantum.

2.

TÉRMES, LÉRIDA

El sol se desparramaba sobre el río Segre, transformando su superficie en un espejo esmerilado de tonos dorados. Alba estaba metida en el agua, pero sólo hasta el ombligo, porque la brisa aún era fría, e Isabel decía que si se mojaba el pelo, cogería un resfriado.

Aun así, le gustaba quedarse quieta y dejar que los pequeños peces se acercaran a ella. Si estaba lo bastante inmóvil durante el tiempo suficiente, pasaban nadando suavemente entre sus piernas; y si tenía suerte, a veces se acercaban a sus pequeños pies descalzos, lo que le provocaba cosquillas.

– ¡Alba! -llamó Isabel. Se había acercado a la orilla y se hacía sombra con la mano.

– ¿Sí? -dijo.

– ¡Ya han venido, corre!

Alba se dio la vuelta, con los ojos encendidos. Salió chapoteando del agua y pasó zumbando junto a Isabel. Ésta le había traído una toalla, pero se la quedó en la mano, sonriendo con indulgencia.

Corrió al lugar donde habían preparado el picnic y los vio llegar a lo lejos, montados en sus caballos.

– ¡Ya vienen, en serio que vienen!

Isabel llegó hasta ella, con los ojos entrecerrados.

– Pues claro, tontita.

– ¡Gaby! -llamó.

Susana, José y Gabriel llegaron hasta ellos, frenando los caballos a pocos metros. Alba avanzó un poco más, dando pequeños saltos, con los brazos extendidos. Su sonrisa era una oda a la vida.

– ¡Hola, chulita! -saludó Gabriel.

Descendieron de los caballos y se saludaron con fuertes abrazos. Susana se había cortado el pelo, pero había ganado algunos kilos y el corte le favorecía.

– ¡Eh! -exclamó Isabel-. ¡Te queda bien!

– ¡Gracias! -dijo Susana, sonriendo-. ¿Qué tal estáis?

– ¡Hola, Susi!

– ¡Hola, pequeña! Jesús, ¡cómo te ha crecido el pelo!

Alba rió.

– Y qué mojada estás… ¿has estado nadando?

Alba asintió enérgicamente.

– Gaby, ¿vas a dar de beber a los caballos? -preguntó.

– Claro… -dijo Gabriel-. Venga, llévame.

Salió corriendo de vuelta al río, describiendo pequeños saltos por el camino.

– Ahora venimos -dijo Gabriel, con una sonrisa.

Había cogido las bridas de los tres caballos y se alejó, tirando de ellos. Isabel se quedó mirándole, fascinada con lo mucho que había crecido en el último año. Su rostro se había alargado y había dado un buen estirón. No le cabía duda de que el pequeño Gaby acabaría convirtiéndose en un joven muy apuesto.

– ¿Y bien? -preguntó entonces, volviéndose a sus amigos.

– Y bien… qué -dijo Susana

– Pues ¿qué ha dicho el médico?

Susana rió.

– Lo sé… estaba quedándome contigo.

Isabel la miraba, expectante.

– Pues… ha dicho… -continuó-, ha dicho que más o menos de dos meses y medio.

Isabel soltó un pequeño grito de alegría y se lanzó hacia ella, dándole un fuerte abrazo.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Enhorabuena!

– ¡Gracias! -dijo Susana.

– ¡Y a ti también, padrazo! -añadió Isabel.

José tuvo que agachar la cabeza, como si hubiera tenido un súbito acceso de vergüenza. Lo cierto era que se sentía abrumado por la noticia, aunque poco a poco empezaba a asimilarla. Criar un hijo con Susana era mucho más de lo que hubiera esperado de la vida hacía no tanto tiempo.

– Desde luego siempre tuviste una puntería acojonante, pero aquí diste de verdad en el blanco, ¿eh? -añadió Isabel, y todos rieron con ganas.

– Es maravilloso… -dijo Susana.

– Claro que lo es -dijo Isabel-. Ya verás cuando se lo digamos a Alba… las niñas del colegio son todas mayores que ella. Estaba deseando tener a alguien que fuera un poco menor que ella por una vez.

Susana asintió, con la sonrisa perenne en sus labios.

– Pero vamos, he preparado algunas cosas. ¡Tendréis hambre! ¡Ahora debes cuidarte, Susi!

Se sentaron en el mantel y empezaron a picotear un poco de esto y un poco de aquello, aderezado con vino.

– ¿De dónde lo has sacado? -preguntó José-. No es fácil de conseguir, ahora que está todo tan controlado.

– Bueno, conozco gente… que conoce gente.

José asintió.

– Sí, sé cómo va eso.

– ¿Visteis a Dozer? -preguntó entonces.

– No… -respondió José, con cierta pesadumbre-. Es el encargado del Comité de Salvaguarda del Patrimonio Común y está muy liado con eso. Nos dijeron que se había ausentado un par de semanas.

– Oh, no tenía ni idea -dijo Isabel.

– Le va bien. Lo último que supe es que anda como loco detrás de Helen, aunque ya sabes cómo es ella… un poco picaflor.

Isabel rió.

– Oh, sí. Apuesto a que es eso lo que más le gusta de ella.

Susana asintió con vehemencia.

– ¡Es lo que le decía a José!

– Hmmm -añadió Isabel, intentando tragar un trozo de queso-. ¿Y Víctor?

– ¡Ah, Víctor! -soltó José. Se levantó de un salto para sacar una carpeta enorme del interior de la cazadora que llevaba puesta-. Ha terminado de montar su Crónica de los Días del Zombi. Está bastante contento. Dice que harán copias en alguna parte para distribuirlo por ahí. Pero también ha estado ocupado en otra cosa. Toma -le extendió la carpeta y se la entregó-. Dice que le eches un vistazo. Quiere que seas su lectora cero, como él lo llama. Dice que te lo debe, por todo lo que le has ayudado contándole todo lo que ocurrió.

– Y un cuerno -soltó Susana-. A mí me tuvo un mes haciéndome preguntas sobre todo el maldito asunto.

Isabel rió.

– Vaya, ¿qué es?

– No lo sé. No he tenido tiempo de echarle un vistazo.

– Bueno. Lo leeré. Empezaré esta noche, creo. Últimamente no dan nada bueno por la tele.

Rieron de nuevo.

A lo lejos, la risa desternillante de Alba les llamó la atención. A Susana no se le escapó la mirada de felicidad de Isabel.

– Os va muy bien -dijo.

– ¿A nosotras? Sí… Es una niña maravillosa.

– Gabriel también lo es -añadió José-. Me hubiera gustado conocer a sus padres. Tuvieron que ser excelentes personas.

Isabel asintió, pensativa.

– ¿Ha vuelto a…?

– ¿A tener visiones? -preguntó Isabel

Susana asintió despacio.

– No. Ninguna. Y si las ha tenido, se las calla. Pero creo que no me engaña. Está feliz. El otro día me preguntó si creía que ya era normal.

– Entiendo -susurró Susana-. Pobrecita.

– Entonces… ¿las visiones han parado? Qué curioso. Por lo que me contó Gabriel, antes era un cañón.

Permanecieron un rato en silencio, pensativos.

– A veces… -dijo José, en un tono confidencial-, a veces siento que aquí hubo algo más de lo que todos vimos.

Susana se movió incómoda en el mantel.

– Ya sé lo que piensas -dijo José-. Y quiero que quede claro que no estoy diciendo que crea que fuera así. Sólo digo que hay cosas curiosas.

– Pero ¿a qué te refieres?

– Es una gilipollez -dijo Susana

– Puede que sí, y puede que no.

– Bueno, cuéntaselo, y que juzgue ella misma.

Isabel pestañeó, confusa, con una pequeña sonrisa en sus labios pequeños.

– ¿Te acuerdas cuando estuvimos hablando con Moses una noche, en la Alhambra?

La sonrisa desapareció.

– ¿De qué?

– De los poderes de Alba. Moses dijo que había cosas que se hilaban demasiado en la serie de acontecimientos. No sé tú, pero a mí me pareció entender que insinuaba que había un motivo mucho más… elevado para todo esto. Una especie de lucha a niveles que nos vienen… demasiado grandes.

Isabel asintió.

– Hablas de Dios y de Satanás -dijo.

José se encogió de hombros.

– No sé si ésas son las figuras correctas. Ésas son las representaciones bíblicas de dos conceptos que son inherentes a nuestra existencia: el bien y el mal. Pienso en los poderes de Alba, cómo la condujeron continuamente por los caminos adecuados para la resolución de todo. Y en el padre Isidro. Tardé en enterarme de que había resucitado y vuelto a Granada. Cuando Víctor me lo contó me quedé estupefacto. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? Y la forma en la que murió… un rayo caído del cielo, ¿qué te parece?

Isabel estaba ahora visiblemente incómoda. Susana lo notó, pero no dijo nada.

– Tenía un pararrayos en la mano -dijo.

– Como quieras, sigue siendo un Deus Ex Machina. Estuve allí y eché un vistazo, y había otros edificios más altos alrededor, como la torre del Parador. Pero el rayo cayó sobre el sacerdote, cuando estaba a punto de atravesar a Dozer. A esas alturas, Dozer era el único que llevaba el Esperantum en la sangre. Sin él, aún seguiríamos escondidos en algún agujero, con la mierda hasta el cuello, como de costumbre.

– Puede ser, pero…

– Espera, déjame terminar. Ahora me dices que los poderes de Alba han terminado. Creo que debió de coincidir más o menos con la época en que Jukkar y los otros científicos aislaron el Esperantum del cuerpo de Dozer, ¿me equivoco?

– No.

– Justo. Es como si ya no necesitase aquella especie de señal divina, así que se terminó. Y luego está lo de esta mañana.

– ¿Qué pasó? -preguntó Isabel.

– Te vas a reír -dijo Susana.

– Puede que sí, o puede que no -dijo José-. Esta mañana, cuando volvíamos de Lérida, paramos un momento cerca del río, mucho más abajo.

– El caballo me da dolor de culo -interrumpió Susana.

– El caso es que Gabriel quería practicar con la pistola, y le dije que sí. Ya sé que no te gusta, pero Gabriel va a entrar en el Comité, y todos los miembros del Comité llevan pistola. Pues bueno, pusimos unas latas de comida que llevábamos de vuelta y las usamos como dianas, y le enseñé cómo se dispara.

– ¿Y qué pasó?

– No acerté ni una -dijo José.

Isabel soltó una carcajada.

– ¿Era eso? -dijo riendo.

– Te dije que se iba a reír -dijo Susana, con una media sonrisa.

– Vaya… eso sí que es un gatillazo, jefe -bromeó Isabel, y Susana respondió a la broma soltando una carcajada.

– Ríete -dijo José, ceñudo-. Pero Susana probó también.

Se produjo un instante de silencio.

– Tampoco tuve suerte -soltó Susana.

Entonces la risa de Isabel se congeló.

El momento se salvó porque Alba y Gabriel venían de vuelta del río, persiguiéndose el uno al otro. Pasaron el resto de la tarde charlando, aunque ninguno olvidó realmente lo que José había puesto sobre el mantel. Cuando las sombras del atardecer se volvieron largas y la brisa se convirtió en un viento frío, acordaron quedar otra vez al día siguiente, antes de que comenzara la semana y tuvieran que volver al trabajo.

Por la noche, después de que Alba y Gabriel se acostaran, Isabel se sentó en el butacón donde solía pasar los últimos momentos del día. Acostumbraba a leer un poco, que era prácticamente el único ocio que uno podía tener en la soledad, y cuando tenía ya el libro en la mano, se acordó de la carpeta de Víctor.

Dentro encontró unos trescientos folios cuidadosamente mecanografiados, sin título. El primer párrafo decía así:


«Cuando Susana se decidió por fin a regresar a su apartamento, hacía un buen rato que la noche había caído. Era una noche fresca, limpia, y el aire no traía consigo nada de la pestilencia desapacible de los bordes exteriores. Solamente este detalle había inundado de buen humor el corazón de la joven, que caminaba a buen paso por los corredores inferiores del edificio.»

3.

BUM

Se llamaba Mauricio, y se vanagloriaba de ser uno de los primeros hombres en recibir el Esperantum, en las instalaciones que el doctor finlandés y todos los otros científicos habían montado en Térmens. Trabajaba en los campos de cultivo que se extendían alrededor, aunque a veces se ocupaba también de reparar los generadores hidráulicos que tan importantes habían demostrado ser.

Aquella noche se suponía que había quedado con unos amigos para celebrar el cumpleaños de alguien, pero en el último momento, había cambiado de idea. Estaba demasiado cansado, y la cabeza le dolía terriblemente.

Últimamente no soportaba mucho la compañía de nadie. Había estado retrasándolo, pero creía que ya no podía esperar más: tenía que bajar hasta Térmens un día de esa semana y visitar al médico, porque creía que le pasaba algo a sus oídos.

Cuando estaba cerca de alguien, escuchaba el sonido de su corazón. BUM. BUM. BUM. Y ese sonido le estaba volviendo loco, completamente loco.

Sólo quería que parase.

Haría cualquier cosa porque parase.

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