Las primeras gotas empezaron a caer inadvertidamente: apenas unas manchas oscuras que se formaban en el suelo y sobre los techos de la Alhambra. Cuando lo hacían cerca del creciente incendio, se evaporaban rápidamente, bien fuera porque el pavimento se encontraba a una temperatura bastante elevada o porque el mismo calor las hacía desaparecer. En pocos instantes, sin embargo, el sonido lejano de un trueno coronó el cielo y éste empezó a descargar una tromba de agua.
En el interior del antiguo convento, la lluvia pasó desapercibida. Las ventanas habían sido cerradas (incluso los batientes) y los accesos principales seguían clausurados a cal y canto. Al otro lado de las puertas, los zombis seguían llamando.
Susana se encontraba en la Sala Nazarí, junto a las puertas de cristal que conducían al patio interior; ése era el único lugar en el que no había nadie. Estaba apoyada contra la pared, entre dos grandes maceteros cuyas plantas habían desaparecido ya. Detrás había un enorme cuadro que una vez estuvo colgado de los muros del patio, pero que luego trasladaron para instalar tendederos de ropa. En el más puro estilo romántico, mostraba una escena de unos querubines comiendo sandía, aunque el hollín había cubierto las frutas. Susana tenía las piernas flexionadas contra el cuerpo y la cabeza oculta entre los brazos.
Cuando escuchó el repicar de la lluvia contra el suelo empedrado, un montón de recuerdos corrieron a asaltar su mente: una procesión de imágenes de cuando aquel sacerdote espantoso consiguió violar el recinto de Carranque y llenarlo de muertos vivientes. Aquel día también llovió de forma intensa durante todo el periplo de resistencia zombi, y aunque las cosas se pusieron mal, había pequeños matices que hacían que todo fuese completamente diferente. Veía a José descargando su rifle en las estrechas escaleras y veía a la gente usando los colchones de las camas para mantener a raya a los caminantes. Lo pasaron mal, tuvieron mucha suerte y ella recibió un disparo de bala que pudo haberla matado, pero al final consiguieron la victoria. Por entonces, todavía quedaba algo por lo que merecía la pena arriesgar la vida, algo que era bonito y hermoso: un sentimiento de comunidad, de familia, de unión. Lucharon todos juntos, de la mano, y ese esfuerzo común les permitió escapar de la muerte.
Ahora, sin embargo, ¡qué diferente era todo! Intentaba comprender por qué toda aquella gente había dejado fuera a los demás, sobre todo porque no había habido un motivo real. Ahora los zombis llamaban otra vez a la puerta, pero no sentía ningún interés por luchar al lado de todas aquellas personas que habían condenado a la muerte a Moses, a Isabel, a los niños, y al mismo Abraham, que tantos esfuerzos había realizado por mantener un mínimo de orden y de organización en aquel gueto de mierda. Cuando se enteró de lo que habían hecho, vio sus caras neutras mirándole con ojos vacíos, lánguidos, y los odió profundamente. Si el Dios de Moses existía, había sido muy sabio haciendo que perdiera su arma, porque probablemente habría disparado contra ellos. Chilló cosas horribles, tiró todo lo que tuvo a la mano por el suelo y por fin huyó hasta ese rincón, donde había estado llorando amargamente los últimos diez minutos.
Sabía que José estaba organizando la defensa: les escuchaba mover muebles de un lado a otro, arrastrándolos por el hermoso suelo y dejando marcas que ya nadie repararía, pero no quería participar. No quería ya entender.
Lentamente, volvió a bajar la cabeza, e intentó dejar la mente en blanco.
Sólo quería que entraran los zombis.
Quería terminar de una vez.
José, junto a unos cuantos hombres, trataba de empujar un vetusto y enorme aparador desde una de las salas contiguas. Le exigía un esfuerzo prodigioso; cada empellón requería poner todos sus músculos a prueba y cuando se detenía para hacer acopio de fuerzas, el mueble no avanzaba. Sencillamente, ninguno de los otros hombres tenía ya la energía necesaria.
– ¡Empujad, coño! -gritaba.
La puerta se sacudía de una manera preocupante. La bisagra superior había saltado, y el pomo era una pieza metálica que temblaba convulsivamente.
A cada poco, José miraba por encima del hombro. La sala estaba ya vacía, pero todavía les quedaba por recorrer unos buenos diez metros.
– ¡Queda poco! -gritó.
El señor Román observaba desde su posición, pegado a la pared. Tenía una expresión ceñuda en el rostro.
– ¡No funcionará, José! -exclamó.
– ¡Es lo que tenemos!
– ¡Lo echarán abajo!
José prefería no escuchar. En realidad, él tampoco pensaba que el mueble fuese a suponer mucha diferencia, aunque esperaba que si conseguían mantenerlo vertical, los retendrían el tiempo suficiente para darle una oportunidad a los soldados.
Porque vendrán… Tienen que venir. Sólo tenemos que darles tiempo para que aseguren la posición, y entonces vendrán a acabar con el resto de los zombis. Dios, no permitas que nos dejen solos con esto.
Nueve metros.
Empezaba a preguntarse si había sido una buena idea enviar a Sombra a transportar a Jukkar. Decidieron llevarlo al extremo más alejado, a la zona de las cocinas, donde un montón de gente ya se había congregado en previsión de que la puerta cediera. Les había instruido para que se encerraran allí, al menos hasta que las cosas se calmaran, apilando algunos de los estantes contra la puerta. Sin embargo, muchas otras personas habían rehusado aquel plan. Decían que era un callejón sin salida; que si conseguían superar las puertas, no habría forma humana de escapar. A José le parecía razonable. Por otro lado, Sombra era el único que aún podría contar con fuerzas para mover aquel mueble, construido con una madera tan basta y tantos refuerzos de metal que había sobrevivido a la quema. Pero como resultado, era indeciblemente pesado. Quizá… si estuviera aún con él, habrían conseguido hacer llegar aquel armatoste hasta la entrada a tiempo. Dándose cuenta de que éste podría ser del todo insuficiente, pensaba ahora que quizá había considerado erróneamente las cosas; era posible que si se hubiera concentrado en la primera línea de defensa, las cosas se hubieran desarrollado de otro modo.
Mientras pensaba en eso, el pomo se sacudió una vez más y cayó finalmente al suelo, produciendo un sonido tintineante.
– ¡Empujad! ¡EMPUJAD!
Y justo cuando se estiraba hasta terminar inclinado casi cuarenta y cinco grados para dar el máximo nivel de empuje al mueble, las hojas de la puerta se abrieron de par en par, golpeando las paredes con un ruido explosivo. Varios zombis cayeron al suelo, empujados por todos los que les iban a la zaga. Irrumpieron en la habitación en estampida, lanzando aullidos que parecían impropios de gargantas humanas y rodeados por una espesa bruma. Su piel humeaba, dándoles el aspecto de demonios expulsados del mismísimo infierno.
– Dios… -exclamó José, con los músculos de los brazos y las piernas calientes y palpitantes por el esfuerzo-. Dios.
Desarmado y sintiéndose arrinconado, José se entregó a un abismo de desesperación. Las piernas temblaron, incapaces de sujetarle, pero cuando parecía que iba a caer de rodillas al suelo, algo tiró de él hacia atrás, con tanta fuerza, que lo lanzó de culo al suelo. Era Sombra.
– ¡MUÉVETE! -gritó.
Las facciones se acentuaban en su rostro, dándole la apariencia de una máscara de cera. Tiraba de su ropa usando ambas manos, descamisándolo. José, tirado en el suelo con los brazos a ambos lados de su cuerpo, parecía un pelele.
Mientras tanto, los zombis, enfurecidos y ávidos de su calor, lanzaban ya sus manos hacia ellos, y José, lejos de intentar levantarse, cerró los ojos.
Sólo pensó en una cosa: que fuera rápido.
Aranda había sido hecho prisionero en la misma cámara donde había permanecido inconsciente, aunque ahora contaba con la compañía de Barraca, que también era retenido contra su voluntad. No les habían atado ni amordazado, porque no hacía falta. Juan era delgado, no demasiado alto, y bastante joven por añadidura, y Barraca era una especie de cordero asustado, entrado en años y barrigón. Ninguno de los dos representaba un peligro de consideración.
Las únicas salidas eran dos túneles, que nacían de aquella sala en paredes opuestas. Uno de ellos conducía claramente a una estancia donde aquellos hombres esperaban pacientemente a dar el siguiente paso, conspirando en las penumbras de la cueva. Juan sabía que, si los veían aparecer por el corredor, no dudarían en dispararles. También sabía que no podrían hacerles frente: las únicas peleas que había visto en su vida habían sido en películas, y tampoco Barraca tenía aspecto de tener mucha experiencia en ese sentido.
– ¿Y ese otro túnel? -preguntó Juan.
Barraca refunfuñó. Llevaba un rato respirando con dificultad, como un cerdo que bufa y resopla en su lodazal.
– Debe de estar vigilado también -contestó.
– Creo que no tenemos nada que perder.
– Qué… mierda… -masculló Barraca.
Aranda lo estudió brevemente. Tenía la cabeza llena de dudas, que revoloteaban por su mente como sombras hostiles.
– Dígame una cosa… -preguntó al fin-. Lo de los civiles, ¿era verdad?
– ¿El qué?
– Que los han abandonado a su suerte. Que no tienen nada que comer.
Barraca le miró, con gesto de incredulidad.
– ¿Qué cojones quiere decir eso? -respondió-. ¿Es que no ves nuestra situación?, ¿qué cojones importa eso ahora? ¡Me la sudan esos mamones!
Aranda asintió, comprendiendo delante de quién estaba. Tuvo que hacer un considerable esfuerzo por morderse la lengua y no decirle lo que realmente pensaba, porque sabía que, de todas maneras, no conduciría a nada. Barraca andaba de un extremo a otro de la cámara, resoplando y ajustándose los pantalones cada poco tiempo; a pesar de su voluminosa barriga, había perdido algo de peso.
– Voy a ver a dónde conduce eso -anunció.
– ¡Estás loco! -exclamó Barraca-. ¡Te dispararán!
Pero Aranda empezó a andar por el túnel sin mirar atrás.
La galería estaba oscura como boca de lobo. Aun así, pronto descubrió que se trataba de un conducto estrecho y de techo bajo, y que si caminaba despacio palpando las paredes, sólo había un camino posible. Anduvo durante un rato, sintiendo el frío de la roca en las manos y la humedad del corredor. De vez en cuando escuchaba sus propios pies chapotear en el agua, y empezó a sentirse un tanto abrumado por la absoluta oscuridad que lo rodeaba. Lo peor era que se veía obligado a caminar con lentitud; le preocupaba encontrar un agujero por el que pudiera precipitarse sin advertirlo primero.
Pero entonces empezó a llegar claridad desde algún punto a su espalda.
Primero pensó que podían ser Zacarías y sus hombres, equipados con linternas, y estuvo tentado de acelerar el paso para intentar poner distancia entre ellos, pero después rechazó la idea: jamás conseguiría ir tan rápido como alguien que puede ver por donde camina. Así que se detuvo, y esperó a que quien fuese que llevara la luz se acercara.
Resultó ser Barraca, lo que averiguó mucho antes de que hablara por su fatigosa respiración.
– Iré contigo -dijo tras el brillante haz cuando llegó hasta él.
– ¿Tienes una linterna?
– Siempre la llevo conmigo, en el bolsillo. Es algo que acabas encontrando útil cuando vives en un lugar donde cortan la luz de noche.
Aranda asintió, y reanudó la marcha.
Caminaron durante mucho más tiempo del que habían pensado. Aranda no sabía hacia qué dirección caminaban, porque el camino daba quiebros, bajaba abruptamente y luego volvía a subir perezosamente, virando a uno y otro lado. Imaginaba que los constructores originales estuvieron evitando trozos grandes de roca madre, o quizá lagos subterráneos, u otras cámaras. Por fin, terminaron por llegar a lo que parecía el final del túnel: una cámara pequeña de techos altos donde había un montón de extraño equipo guardado, cubierto con lonas. En el aire flotaba un olor peculiar que hacía que les picase la garganta.
Barraca tosió un par de veces.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
Juan estaba curioseando el material. Había cajas de madera, bastante rudimentarias, claveteadas con gruesos clavos. Una de ellas se había echado a perder por la humedad y revelaba placas metálicas que no pudo identificar. Bajo una de las lonas, sin embargo, encontró lo que parecía ser un mástil de hierro.
– Equipo de alguna clase… Pero esto lleva aquí mucho tiempo. No es de estos soldados…
– ¿Dónde cojones estamos? -preguntó Barraca.
– No lo sé…
– ¿A qué huele?
Aranda negó con la cabeza. Era un olor sofocante, que hacía que se le cerrara la glotis. Los pulmones parecían luchar por toser, pero intentó contenerse. Sabía que si empezaba, no podría parar. Mientras tanto, Barraca revisaba las paredes con el haz de la linterna. Como había sospechado, no parecía que hubiese ninguna salida.
– Cerrado. Estaba claro…
Sin embargo, Juan creía haber visto algo.
– Déjame la linterna un momento -pidió.
– ¿Para qué? -protestó Barraca, a la defensiva.
Juan reprimió sus pensamientos más inmediatos y contó hasta tres antes de contestar.
– Como quieras… -dijo-. Pero apunta ahí, por favor.
Barraca dirigió el haz de luz donde Aranda le señalaba, y allí descubrieron una pequeña oquedad en la parte baja de un parche de ladrillos. Era apenas un modesto agujero, no demasiado alto y algo más ancho, excavado en la tierra.
– Un agujero.
Juan se acercó. Dentro estaba oscuro y olía a tierra mojada, pero también a ese otro olor picante y desagradable por el que su cuerpo sentía tanto rechazo. Allí, el olor parecía incluso más fuerte.
– Parece un túnel… -dijo-. Y mira el suelo. -Había rastros de tierra, algunos de los cuales formaban la huella de una suela de bota-. Alguien ha estado trasteando en él hace poco.
– Olvídalo -contestó Barraca rápidamente, adivinando sus intenciones-. Jamás cabré por ahí.
– Pero yo sí -dijo Aranda suavemente.
– ¡No vas a meterte por ese agujero! -protestó Barraca.
– Al menos voy a mirar a dónde lleva.
Barraca no dijo nada durante unos instantes, estudiando el túnel con expresión de desagrado. Por fin, se acercó a él y se agachó como pudo para verlo de cerca.
– Este olor… -dijo-. Viene de aquí dentro.
– Sí… -confirmó Aranda. A él también le preocupaba.
– Es venenoso, ¿no lo hueles? Es algo químico, lo noto.
– Puede ser.
– Pero a lo mejor no lo hueles, ¿eh? -dijo, mordaz.
– Sí, sí… puedo olerlo… -explicó Aranda-. ¿Por qué crees que no?
– Qué más da -contestó, pero en su cara había aparecido una enigmática media sonrisa que a Aranda no le gustó demasiado.
Por fin, se tumbó en el suelo y empezó a arrastrarse al interior del túnel. Parecía prolongarse varios metros, hacia una oscuridad tan pura y absoluta que daba impresión mirarla.
– ¿Me dejas la linterna? -pidió entonces.
– ¿Qué? Ni de coña… ¿y si no vuelves? Bastantes problemas tendré ya si no vuelves aquí.
Aranda suspiró. Ni siquiera sabía por qué se le había ocurrido pedírselo. Pero no importaba. Necesitaba regresar con los suyos y saber si estaban bien. Zacarías había dicho que todo estaba lleno de zombis, y creía que, al menos, esa parte de la historia de los «alucinantes rescatadores» era cierta. De no ser así, sospechaba que habrían actuado ya, en un sentido o en otro. Así que empezó a arrastrarse por el hueco, empujándose con las piernas y con los brazos flexionados bajo el cuerpo.
La oscuridad ya era bastante mala: era como adentrarse en un nicho funerario, pero el polvo de tierra que se desprendía del techo a medida que avanzaba era aún peor. Continuamente tenía la sensación de que todo el túnel podía venirse abajo y sepultarlo.
También el olor era más fuerte. Ahora olía a humo, humo cálido y sofocante que hacía que respirase con inhalaciones cortas y espaciadas. En ocasiones, incapaz de soportarlo por más tiempo, abría la boca para inhalar una bocanada, pero entonces sentía los pulmones invadidos y tosía con violencia. En medio de uno de los ataques, un montón de tierra le cayó sobre el cabello y luchó por serenarse; probablemente, no era el lugar ideal para provocar ruidos fuertes, podía condenarse a sí mismo con un derrumbe.
Justo cuando empezaba a considerar la idea de desistir y regresar, un pequeño atisbo de luz empezó a inundar el extremo del túnel. ¡Era la luz de la luna, un camino hacia la salida! Empezó a mover los brazos para acelerar el movimiento, pero cuanto más se esforzaba, más difícil se hacía respirar.
Por fin, cuando estaba ya a apenas dos metros de la salida, tuvo que admitir la derrota. El pecho le ardía y el corazón se le había acelerado como un bólido de carreras. Ansiaba aire puro, y la bruma macilenta que se divisaba en el exterior no le invitaba a pensar que la cosa fuera a mejorar. Fuera lo que fuesen aquellos vapores, eran tóxicos; eran letales, y aunque alcanzase el exterior, no podría sobrevivir a ellos.
Entonces, presa del pánico, empezó a recular. Ahora se movía con toda la rapidez que podía, aguantando la respiración para no contaminarse. Los ojos estaban enrojecidos, el pelo lleno de tierra, y mantenía la boca abierta como si intentase dar bocanadas de aire donde apenas había. En un momento dado, no supo decir si estaba moviéndose o no, sólo era consciente de que sacudía los brazos con tanta fuerza que empezaba a sentir los antebrazos calientes y palpitantes. Luego cerró los ojos y creyó que se iba, que todo iba a acabar, hasta que algo tiró de él con fuerza.
Salió a encontrarse con una luz brillante que le inundaba los ojos como un sol. Instintivamente, alzó la mano para protegerse. Tenía el antebrazo raspado y sangrante; la tierra se apelmazaba en las heridas formando una costra de una textura rocosa.
– ¡Te lo dije! -gritó alguien. Era Barraca, que lo iluminaba con la linterna.
Aranda respiraba con dificultad, y aunque momentos antes ese mismo aire le había parecido viciado, ahora se le antojaba puro y exquisito comparado con los infernales vapores que acababa de respirar.
– ¿Qué había ahí dentro? -preguntó Barraca-, ¿eh, qué había?
Aranda alzó un dedo, solicitando unos instantes. Necesitaba recuperarse. Se incorporó hasta quedarse sentado, respirando fatigosamente, pero poco a poco recobraba el ritmo normal.
– Es… es una salida.
– ¿En serio? -preguntó Barraca, ceñudo.
– Sí. Pero hay algo… no sé qué es. No se puede respirar ahí fuera… Hay humo en el exterior.
– También te lo dije. ¡Deberíamos volver ahora mismo! Quién sabe de qué estamos contaminándonos en este mismo momento.
– Un segundo… ¡He dicho que es una salida!
– ¿Una salida, dices? Te he escuchado ahí dentro, parecía que ibas a partirte en dos con las toses. Me extraña que ese agujero de mierda no te haya sepultado. ¿Desde cuándo eso es una salida?
– Debe haber algún modo… -dijo Juan, mirando el túnel.
– Sí… ¡desde luego! -exclamó Barraca-. Para ti desde luego que lo hay…
– ¿Qué quieres decir?
Barraca le miró con los ojos entrecerrados. Negaba suavemente con la cabeza.
– Apuesto a que ni siquiera lo sabes…
– ¿Saber el qué?
– Maldito… idiota… -masculló el doctor.
Aranda empezaba a perder la paciencia.
– ¿A qué te refieres?
– Ve ahí fuera -dijo suavemente-. Y deja que el humo te asfixie. Deja que te mate… -Sonrió fríamente, sin que los ojos se contagiaran-. Y dentro de quince minutos… o puede que una hora… ya no te importará ningún veneno.
Aranda bufó.
– Ya entiendo. Muy gracioso.
Barraca pestañeó.
– No, no lo entiendes. ¿Crees que te estoy diciendo que dejes que te conviertas en un zombi? -soltó una carcajada-. No entiendes una puta mierda. ¿No lo sabes?, ¿crees que eres humano como yo? No lo eres. El virus ya está dentro de ti… por eso los muertos no te ven. Hueles a la misma mierda que ellos detectan, tus feromonas exudan un código pasaporte que coincide con el de ellos al cien por cien. ¿Y sabes por qué? Porque amigo… ¡tú eres un zombi!
Aranda pestañeó, intentando comprender a qué se refería.
– No puedes morir, porque técnicamente ya lo hiciste, cuando adquiriste la sangre contaminada. ¿Creías que ganaste? -rió otra vez, con bastante sorna-. No se vence a un virus como éste. Es una proeza, único en su tipo. Es mucho más que un virus, es de una belleza tan singular y perfecta que podríamos estar años estudiándolo sin terminar de comprender sus muchos misterios. Y es evolutivo: reacciona constantemente a las nuevas circunstancias.
»Oh sí. Te hemos estudiado, te hemos estudiado lo bastante para saber qué clase de truco ha obrado tu cuerpo. El virus está latente en tu interior, ha ejecutado ya sus procedimientos especiales y cree tener el control. Es como si creyese que ya te ha infectado, sólo que tu cerebro aún gobierna tu cuerpo. Pero cuando mueras… cuando tu cerebro deje de emitir los impulsos correctos, el virus pondrá en marcha todo su complicado bagaje genético y te traerá de vuelta. Y he aquí el truco, la magia de lo que llevas en tu interior y lo que Romero y la gente de Trauma ansían: seguirás conservando la identidad de tu propio yo. No te convertirás en un zombi sin cerebro, una carcasa humana anhelante de muerte como esos pobres infelices. No… tú, seguirás siendo tú. ¿No lo sabías? No sé en manos de qué tipo de idiota estuviste, pero si no pudo ver eso, es que sabía tanto de ingeniería biológica como yo de ritos tribales. Aranda… ¡tú eres el secreto de la inmortalidad!
Aranda pestañeó, intentando digerir todo lo que le había dicho, y de pronto, se sintió terriblemente abrumado. Instintivamente, se miró las manos, y se sintió extraño, como si no las reconociese como partes de su cuerpo. Imaginaba su vieja sangre recorriendo sus venas, portando un material casi alienígena que hubiera hecho palidecer a cualquier experto en biotecnología. Era algo capaz de mantenerlo vivo más allá de la muerte, la piedra filosofal, el súmmum de la investigación humana. La llave de la eterna batalla del hombre contra la enfermedad y la muerte. Realmente, el doctor Rodríguez no había sabido ver nada de aquello. No le había advertido. Las repercusiones de todo aquello empezaban a conformarse en su cabeza; la posibilidad de vivir para siempre, de sobrevivir en el más estricto sentido de la palabra, pasase lo que pasase.
– No puede ser cierto…
– Oh, sí lo es… -exclamó Barraca, infinitamente orgulloso de la disertación que acababa de ofrecerle.
– Si muero… ¿resucitaré?, ¿y seguiré siendo yo?
– Eso es lo que pasará. -De repente, Barraca se puso serio, como si acabase de caer en la cuenta de algo-. Pero no puedes hacer eso -exclamó, con ojos escrutadores.
– ¿Por qué?
– Si volvieses a la vida… -murmuró-. Déjame pensar.
Aranda esperó, expectante.
– Si volvieses a la vida -repitió-, el ciclo de ejecución del virus se completaría. Las últimas cadenas se cerrarían. Si eso ocurriese… entonces… ¡entonces no servirías para replicar tus circunstancias!
Aranda sacudió la cabeza, indicando que no terminaba de comprender.
– Así es -dijo Barraca-. Tu sangre sería como la de cualquiera de esos zombis. ¡No servirías para producir otros como tú! El misterio se perdería… nos dejarías otra vez en la oscuridad del conocimiento. No, no… eso es terrible. Piénsalo. Si tu corazón dejase de latir, probablemente el virus no tendría motivos para reactivarlo, porque el virus tiene sus propias maneras de… -de pronto se interrumpió, como si estuviera considerando las opciones-. Y diría más, es posible que en doscientos años siguieras aún por aquí, pero para entonces tu sangre se habría convertido en una especie de arena de aspecto barroso, como la que extraen los mineros de una veta que linda con un lago subterráneo.
Aranda dio un respingo, asqueado por la comparación.
– Dios mío… -dijo Barraca, mirándolo con ojos despavoridos-. No debe pasarte nada. Eres la única esperanza que todos tenemos…
Y Aranda agachó la cabeza, aturdido por el caudal de información que acababa de recibir. Ni siquiera se atrevía a formular de manera consciente lo que en el fondo de su mente ya empezaba a germinar como una zarza de espinos: la loca, terrible y espantosa idea de lanzarse por el túnel y dejarse morir para luego asegurarse una manera de quedar libre. No creía que fuese capaz de hacer algo así. Era demasiado macabro, un concepto imposible que su cabeza rechazaba apenas empezaba a tomar forma, algo que el instinto básico y ancestral de autoprotección denegaba: acabar en un agujero estrecho como una tumba mientras sus pulmones se llenaban de humo.
Tampoco se acordaba de lo que él representaba para la humanidad, porque toda su inquietud era para la gente con la que se había acostumbrado a vivir, para la gente a la que casi podía llamar familia. Perder a sus hermanos en Marbella y comprender que no volvería a saber nada de ellos, o ver a sus padres convertidos en zombis monstruosos ya había sido bastante duro. No quería pasar por eso otra vez; sólo quería volver con los suyos, con los niños, con Isabel y con el finlandés que sacó de la base aérea militar de Málaga. Una fuerza interior de una naturaleza imperiosa le pedía asegurarse de que seguían a salvo. Era su obligación como líder. Era su deber.
En su mente, se dibujó la imagen de una balanza. En un extremo colgaban personas anónimas, conformando un grupo tan grande que, continuamente, perdían apoyo y se precipitaban al abismo de fuego que les esperaba abajo. Y en el otro, aparecían Susana, José, Moses y todos los demás. Estaban quietos, pero sonreían, pacientes y comprensivos. Las pesadas cadenas de la gigantesca balanza crujían mientras se mecían en la oscuridad, en un espacio tan basto e inconmensurable como el mismo universo.
Apretó los dientes, sumido en una inquietud que le abrasaba el alma.
Recordó a Isidro. ¿Qué le habían explicado sus amigos aquella mañana, en Carranque?
Tenía los ojos blancos, como los de los caminantes, pero nos tendió una emboscada. Actuaba como si siguiera siendo el mismo de siempre, pese a que tenía un agujero en el pecho, del tamaño de una bala, a la altura del corazón. Y cuando le arrancamos la mandíbula… ¿sabes lo que duele eso? Tenía que haberse desmayado en el acto. La sangre tenía que haber llenado todo su cuerpo, pero no fue así. Ni siquiera acusó el dolor. Fue algo espeluznante.
¿Era ésa la explicación?, ¿había muerto el padre Isidro para volver a la vida convertido en una especie de Ángel Exterminador con sotana, en pleno uso de sus facultades mentales?
Fue algo espeluznante.
¿Quería él ser algo espeluznante?, ¿convertirse en una especie de monstruo?
¿Podría?
Y mientras volvía a la casilla inicial para reconsiderar sus opciones, la casilla donde se planteaba, en primera instancia, si las afirmaciones de Barraca podían ser ciertas o no, escucharon pasos apresurados por el túnel.
Alguien acudía a por ellos.
– Doctor -dijo Aranda rápidamente-, ¿es verdad que la Alhambra se ha llenado de zombis?
Barraca, que dirigía el haz de su linterna hacia el túnel de entrada para ver quién venía, no contestó inmediatamente. Había visto cómo aquellos hombres asesinaban a su colega y luego usaban su sangre para pintar algo en la pared. No sabía cómo reaccionarían si descubrían que habían intentado escapar.
– ¿Qué? -dijo al fin.
– ¡Los zombis! -gritó Juan. Los pasos en el pasillo se hacían más y más audibles-. ¿Es verdad que han entrado en la Alhambra?
– La Alhambra… -repitió Barraca, como si contestara desde algún lugar muy remoto. En realidad, tenía los testículos tan pegados al cuerpo que pulsaban dolorosamente-. S-sí… ¡sí! Por todas partes… -dijo, casi por inercia.
Aquello era todo lo que necesitaba saber. Aprovechando la oscuridad y la ventaja del haz de luz dirigido hacia el túnel, Aranda se lanzó de nuevo hacia la entrada al mismo tiempo que algunos de los hombres de Zacarías irrumpían en la sala. Reptó hacia el interior, con los antebrazos protestando con punzadas de dolor. Mientras avanzaba, escuchó a los soldados increpando a Barraca. Sin duda no habían pensado que podrían aventurarse por tantos metros de galería, y aunque la posibilidad existía, debían saber también que el exterior estaba contaminado, lo que era lo mismo que decir que no había salida posible.
– ¿Dónde está el otro? -les oyó decir.
Barraca, balbuceante, se deshizo en un torrente de justificaciones. Entre otras cosas, juró que él no había tenido nada que ver y que incluso intentó detenerle. Casi podía oler su miedo desde allí. Pero Aranda ya no escuchaba. Con lágrimas en los ojos, avanzaba tan rápido como le era posible. Los soldados gritaban, y un instante después, las paredes del túnel se iluminaron tenuemente: estaban iluminándole desde atrás.
– ¡VUELVA! -gritó alguien-. ¡REGRESE AQUÍ O DISPARAMOS!
Y Aranda, que empezaba a sentir de nuevo la asfixia sofocante de los vapores tóxicos, dejó escapar un bufido de amarga ironía. Con el cuello temblando de pura ansiedad, pensaba con cierto delirio en qué tipo de muerte sería menos angustiosa: si por impacto de bala o por asfixia.
La mente del hombre es su herramienta básica de supervivencia, aunque como ha demostrado en numerosas ocasiones, tiene el poder de actuar como su propia destructora. Las plantas no mutilan sus raíces, ni los pájaros quiebran sus alas, pero el hombre es diferente: su historia es el corolario de una lucha por negar y destruir su mente. Así, motivaciones del tipo afectivo, patrióticas o religiosas, pueden fácilmente superar los bastiones de defensa del instinto ancestral de autopreservación y conseguir lo indecible: la propia destrucción.
Así avanzaba Aranda, seguro de su decisión, pero experimentando al mismo tiempo una sensación de pánico tan sobrecogedora que el pecho le dolía.
La asfixia empezó otra vez a acentuarse. La tierra y el polvo caían ahora de forma abundante, obligándole a agachar la cabeza. Quería, al menos, llegar hasta el exterior. Si pudiera llegar fuera y entregarse al olvido de la muerte entre los árboles y bajo la luna, tendría una percepción diferente de las cosas. Sobre todo, no quería morir en aquella galería oscura y húmeda.
Empezó a moverse con todavía más ahínco mientras la tierra caía encima y detrás de él.
Pero su último deseo no le fue concedido. Ni siquiera llegó tan lejos como la primera vez: sus pulmones estaban ya demasiado castigados y faltos de aire. El miedo que sentía, por añadidura, hacía bombear su corazón con más fuerza, lo que requería todavía más oxígeno.
Cuando su cuerpo protestó con un colérico golpe de tos, descubrió que inhalar aire para recuperarse era imposible. Sintió que la muerte llegaba, implacable y definitiva, y en esos últimos momentos se preguntó si Barraca tendría razón. Si no debiera haber estudiado otras alternativas.
Si hubiera podido ver algo, habría notado que su campo de visión se oscurecía por los bordes, y luego que se deslizaba… que se deslizaba hacia dentro, que perdía la conexión con el mundo y los sonidos se apagaban.
Ciego de pánico, intentó estirar los brazos. Quería incorporarse… lo necesitaba, pero sólo consiguió un pequeño derrumbe que le provocó aún más claustrofobia. Con la cara congelada en un rictus que reflejaba una angustia indecible, el que fuera líder de Carranque tuvo un último espasmo, tan terrible como inútil, y luego…
Luego murió.
– Hijo de puta… -dijo el soldado. Se había cubierto la nariz y la boca con el cuello de la camiseta.
– Ya hemos esperado mucho -dijo Zacarías-. No puede haber aguantado ahí dentro tanto tiempo.
– Loco suicida…
– La culpa es sólo mía -dijo Zacarías, entre dientes-. Sabía que no podrían salir por aquí, pero nunca pensé que lo intentaría. Calculé mal. Teníamos que haberlo atado.
– ¡Yo intenté detenerlo! -explicaba Barraca, sudando copiosamente.
Ahora, Zacarías apuntaba la linterna hacia él, por lo que a través de los ojos entrecerrados sólo veía el halo resplandeciente en mitad de la impenetrable oscuridad.
– No importa -dijo Zacarías-. ¡A tomar por el culo! De todas formas hemos ganado. Cuando el fuego se apague y el viento se lleve esa mierda, tomaremos la base y reclamaremos el mando. Y las cosas van a cambiar mucho.
– ¡Sí, sí! -dijo Barraca, moviendo la cabeza-. ¡Yo os ayudaré!
– Sin Aranda, usted no pinta ya nada en esta historia, doctor.
Barraca, que creía haber alcanzado ya los estadios más elevados del terror, descubrió que aún era posible llegar a nuevas cotas. Se estremeció. Quiso decir algo, pero la boca no le obedecía. Tampoco vio cómo Zacarías le apuntaba con su arma directamente entre los ojos, ni escuchó el fogonazo del disparo. Para él, simplemente, la vida terminó de una forma tan abrupta que su cadáver cayó al suelo con la misma expresión de estupor que había tenido momentos antes. Y el ancestral suelo de piedra, construido cientos y cientos de años atrás con sometimiento, dolor y muerte, volvió a beber de los líquidos vitales que escapaban de la cabeza de Barraca formando un charco abominable.
– Es una pena que haya tenido que ser así -dijo el soldado-. Era médico. Podríamos necesitarlo.
– Ya lo has visto. El gordo se lo contaría todo a los otros. Tenía que irse.
El soldado asintió.
– Vamos. Procuremos relajarnos. Cuando todo acabe arriba, tenemos que estar frescos.