– ¿Ha funcionado? -preguntó Zacarías.
– Tal como usted predijo -contestó Marcos. Sonreía, pero de una manera fría y al mismo tiempo desagradable. El composite dental de una de sus paletas delanteras destacaba entre los dientes oscuros con un brillo espectral.
– Previsible hijo de puta… -rió Zacarías.
– ¿Lo hacemos ya? -preguntó Marcos.
– Dales diez minutos todavía… que se replieguen. Que entren todos. Y luego ejecuta.
– Va a ser una traca de mil millones de demonios -comentó Marcos.
– Si Mahoma no va a la montaña, la montaña caerá sobre Mahoma.
Y Marcos rompió a reír.
En el exterior del Parador, los muertos daban caza a los vivos, inexorables, imparables. Los supervivientes intentaban correr, con el corazón desbocado y la respiración al borde del colapso, pero no tenían ya fuerzas. Caían al suelo, derribados por los espectros que, literalmente, les saltaban encima. Incluso los que intentaron rodear el edificio para llegar a alguna de las otras entradas cayeron bajo el abrazo mortal de los muertos. Los dedos se cerraban en torno a las gargantas, las garras arañaban y despedazaban, y las bocas impuras descarnaban la carne de los huesos. Los gritos llenaron la noche, agudos, desquiciantes, pero incluso ésos terminaron por apagarse, como sus vidas.
Abraham estaba inquieto.
Habían ocurrido demasiadas cosas desde que los dos recién llegados habían salido al exterior, y a juzgar por cómo se había desarrollado la vida en el campamento (un estadio de tranquilidad supina donde un día no destacaba más que otro), no le quedaba ninguna duda de que todo estaba relacionado de alguna forma.
Primero fue el helicóptero. Salió volando por encima de la muralla, como una libélula atroz recortada contra el cielo nocturno, para perderse en dirección a la ciudad. Abraham supo que el sonido de los disparos de José y Susana debía haber provocado que los militares mandaran a un vigía para ver qué demonios ocurría allí abajo, y se maldijo por no haber pensado en ello. Pensaba en los problemas que eso podría traer a los dos valientes cuando la sirena empezó a aullar.
Cualquiera que hubiera sobrevivido tan sólo dos días a la pandemia sabía que un sonido semejante haría que cualquier muerto viviente en los alrededores hiciera lo imposible por desplazarse hasta allí, pero en honor a la verdad suponía que eso era un dato que no importaba a nadie; aunque rodearan la fortaleza por completo, jamás conseguirían atravesar sus murallas o vencer las robustas puertas de acceso. Pero luego llegaron los soldados, husmeando por todos los rincones. Abraham se escondió en las penumbras de una de las torres, adherido a la pared como un extraño insecto gigante. Los soldados llegaron a estar a su lado, y él cerró los ojos y contuvo la respiración, deseando que pasaran de largo. No ponían mucho empeño en lo que hacían, así que sus deseos se vieron cumplidos; se alejaron prontamente para buscar en otras zonas, y muy pronto no fueron más que un recuerdo.
Abraham no sabía qué buscaban, si era a él como jefe de zona temporalmente desaparecido o alguna otra cosa, pero no iba a dejar que lo encontraran hasta averiguarlo. Sin él, José y Susana jamás podrían volver a entrar en la Alhambra.
Pero después ocurrieron otras cosas, y Abraham se olvidó de los soldados. Hubo explosiones, y después disparos (montones de ellos) y por último, gritos. Toda la base parecía haber enloquecido. Para entonces, su cabeza daba vueltas con las posibilidades que todas esas cosas configuraban en su mente. No sabía si regresar al Parador o continuar allí, no sabía quién disparaba contra quién, si se trataba de zombis o aún peor: una posible represalia de los militares contra la población civil.
Si algo así hubiera ocurrido, se dijo, jamás se lo perdonaría.
Pensaba en todo eso cuando un sonido cercano, grave y retumbante le hizo dar un respingo. Se quedó quieto, inmóvil, intentando decidir de qué se trataba. Los gritos en la distancia no le ayudaban a pensar con claridad.
El ruido se repitió, ahora con dos golpes breves y seguidos.
Entonces sus ojos se iluminaron.
¡Era la puerta! Con todo el lío y el miedo que había pasado, casi había olvidado lo más importante. ¡Eran Susana y José, tenían que ser ellos!
Bajó de nuevo los escalones que le separaban de la puerta y descorrió la perilla del cerrojo. Pero antes de tirar de la pesada hoja le invadió una súbita inquietud… ¿y si no eran ellos?, ¿y si eran los zombis?
¿Puede un zombi llamar a la puerta?
Un zombi quizá no… pero¿y un soldado?
– ¿José? -preguntó al fin. Su voz estaba cargada de duda.
– ¡Abraham! -exclamó una voz femenina al otro lado-. ¡Abre, somos nosotros!
Cuando abrió la puerta y se encontró con ellos cara a cara, se sintió aliviado y contento. Tuvo que ahogar el impulso de no lanzarse sobre Susana para abrazarla, y en lugar de eso, se contentó con hacer rápidos ademanes con la mano para que pasaran.
– No puedo creer que lo hayáis conseguido… -exclamó.
– Uf… nosotros tampoco, tío -dijo José.
Estaba cansado, horriblemente cansado. Los pies le ardían dentro de las botas, y los brazos estaban doloridos. El hombro latía con un calor tenue, como de fiebre local, por acción del martilleo del fusil. Cuando encontraron la puerta bloqueada por aquellas tablas claveteadas, resolvieron dar la vuelta caminando hacia el este, pegados al muro, hasta regresar a la única entrada que sabían que estaba abierta: la que Abraham les había proporcionado. Pero el camino había sido duro, sobre todo recorriéndolo de noche, y se habían rasgado la ropa con las muchas zarzas y arbustos; en un par de ocasiones al menos, trastabillaron al pisar en falso sobre las piedras sueltas y sentían los tobillos ardientes.
Cerraron la puerta tras de sí y se quedaron otra vez a oscuras.
– ¿Tenéis las medicinas?
– Las tenemos. ¡Y algo más!-dijo Susana.
Metió la mano en el bolsillo de su chaleco y extrajo una de las muchas barras energéticas que habían sacado de la farmacia. La lanzó hacia Abraham, quien consiguió cogerla instintivamente a pesar de la oscuridad.
– ¿Qué es esto? -preguntó, palpando el envoltorio metálico.
– Barras energéticas -dijo Susana-. Con chocolate. Hemos traído tantas como pudimos. Y complejos vitamínicos.
– Para… «estados carenciales» -añadió José, levantando una ceja.
Ni José ni Susana pudieron verlo, pero un brillo de ilusión se encendió en los ojos de Abraham. El tacto del envoltorio le produjo una sensación casi mágica, como si fuera el regalo de Navidad por excelencia y él tuviera otra vez ocho años. Por un segundo, tuvo un pensamiento fugaz, un deseo imperioso de arrancar el papel y meterse la chocolatina en la boca; volver a usar los dientes para masticar y, quizá, sentir la explosión de sabor en sus papilas gustativas. Pensó en tragar aquella suerte de galleta llena de aportes por la garganta, y sentirla, reconfortante, en su estómago. Pero entonces pensó en todos los demás y sacudió la cabeza.
Se la guardó en el bolsillo del pantalón, sin saber que nadie la probaría jamás.
– Gracias… de verdad, muchas gracias -exclamó. El tono iba y venía debido a la emoción que le embargaba-. Han estado pasando cosas… -continuó diciendo.
– ¿Qué ha pasado?, ¿qué es esa especie de alarma?
– Hemos oído disparos mientras veníamos hacia aquí -dijo José.
Abraham asintió.
– No sé qué pasa. No me he movido de aquí… pero ahí dentro está ocurriendo algo. Había soldados buscando algo… y sí, ha habido montones de disparos. Y gritos.
Susana pestañeó. De repente todo su cuerpo reaccionaba ante esas palabras, con la piel erizándose de un modo casi doloroso. Lo del helicóptero había sido bastante malo; significaba que los militares habían escuchado los disparos y estaban bajo alerta, pero… ¿explosiones?, ¿gritos?
Algo andaba mal. Muy mal.
– Abraham… llévanos de vuelta -dudó un segundo, y después añadió-. ¡Deprisa!
A la una y cuarto de la madrugada, la sirena dejó de sonar. Emitió un pitido agudo y estridente, y luego nada. Nadie la había tocado; sencillamente, su viejo y cansado motor había girado varias docenas de veces más de lo que podía soportar y se colapsó, soltando una lluvia de chispas sobre la hojarasca que había alrededor.
Los muertos sabían que en el interior había vivos, y golpeaban las puertas del Parador con los puños cerrados y hostiles. Eran incansables. Seguirían haciéndolo hasta el fin de la eternidad.
En el interior, el efecto de los golpes empezaba a causar un manifiesto nerviosismo entre los enclaustrados. Un hombre de cuarenta y tres años llamado Daniel rememoraba los primeros días de la pandemia, cuando estuvo encerrado en un centro comercial con otras veinte personas. Al final los zombis consiguieron entrar, y él escapó de milagro entre la confusión. Siempre había sido consciente de la suerte que había tenido, y no quería volver a tentarla. Sacar el número ganador dos veces en dos tiradas era una probabilidad con la que no quería lidiar.
– ¡Que alguien pare eso! -gritaba, llevándose las manos a las orejas.
– ¿Quiere tranquilizarse? Las puertas son sólidas… -contestó otro-. No podrán pasar.
BUM. BUM. B-BUM .
– Eso depende de cuánto tiempo estén ahí fuera… -dijo un tercero-. Si te doy un paraguas para derribar un muro, te reirás… pero con cada golpe de su punta, el agujero será un poco más grande, y al final…
– Oh, cállate, gilipollas de mierda -dijo alguien. Tenía el cabello encendido por un tono áureo-rojizo y la cara atestada de pecas. La lengua del cinturón colgaba exangüe a un lado, denunciando una brutal pérdida de peso. El pantalón se deslizaba por debajo de la hebilla, rizado y bombacho-. Siempre dices gilipolleces… Lo pondrás histérico, ¿quieres que tengamos un ataque de histeria aquí dentro?
Daniel tenía ambas manos sobre los oídos. Apretaba tanto, que la piel al estirarse revelaba el blanco de los globos oculares; sobresalían como los de un perro asustado. Los dientes expuestos estaban apretados, rechinantes.
BUM. BUM. BUM .
Se volverá loco, pensaba Sombra, que asistía a la escena desde su asiento al lado de Jukkar. Ya lo había visto otras veces. Había personas que se sentían a salvo en lugares cerrados, y otras que preferían los sitios donde hubiera salidas al exterior. Daniel sabía que si la puerta cedía, los zombis entrarían en tropel. Sería imposible sortearlos para salir. Las otras puertas fueron clausuradas tiempo atrás, arrastrando hasta ellas muchas de las obras de arte y excepcionales piezas de mobiliario que alguna vez fueron el orgullo de los propietarios del lugar.
– ¿No lo oyen? -dijo una mujer.
Escucharon, pero aparte de los ocasionales disparos lejanos y el retumbar de la puerta (BUM) no oyeron nada más.
– ¿El qué, señora? -preguntó el señor Román, el hombre mayor de aspecto distinguido que había estado hablando con Susana hacía unas horas.
Se había acercado a la entrada apoyándose en su bastón. En realidad, nunca había salido fuera. Cuando los soldados empezaron a expulsarlos, subió tranquilamente a las habitaciones y se ocultó en el interior de un armario. No iba a permitir que un puñado de soldados bravucones le provocaran una neumonía.
– Los gritos… la gente de ahí fuera… ya no gritan.
Era verdad. Los angustiosos chillidos que estuvieron soportando hacía unos momentos habían cesado.
– Quizá han escapado… -aventuró la señora. Su rostro reflejaba duda, mezclada con un intento frustrado de sonrisa.
– No, señora -dijo alguien-. No han escapado. Los hemos asesinado nosotros al dejarlos ahí fuera.
Un incómodo silencio cayó sobre todos, sólo interrumpido por los golpes en la puerta.
BUM. BUM. BUM .
La señora le miró con ojos implorantes, como si rogara en silencio que dejase el tema, que no quería oírlo, no quería saberlo. El labio inferior temblaba compulsivamente. Muchos otros bajaron la cabeza.
– Post hoc, ergo propter hoc -dijo entonces el señor Román, procurando pronunciar cada sílaba con mucho cuidado. En mitad del silencio, la frase en latín adquiría connotaciones ominosas.
– Post hoc es una correlación coincidente -explicó el señor Román-. Una causalidad falsa. Según esto, si un acontecimiento sucede después de otro, el segundo debe ser consecuencia del primero.
– ¿De qué demonios está hablando? -preguntó el hombre del cabello rojo.
– Vea… es un error particularmente tentador. No, no los hemos matado nosotros. Es verdad que una causa se produce antes de un efecto, pero la falacia viene de sacar una conclusión basándose sólo en el orden de los acontecimientos. No siempre es verdad que el primer acontecimiento produce el segundo. Probablemente, esas personas podrían haber encontrado otro sitio para refugiarse. Y desde luego, no fuimos nosotros quienes dejamos entrar a los muertos. Ni siquiera abandonamos este lugar por propia iniciativa. Los soldados nos obligaron.
– Dios mío -soltó Sombra, asombrado por el nivel de tergiversación en el que aquel hombre había incurrido.
– Sobre todo -continuó diciendo el señor Román-, bajemos la voz. Eso es quizá lo más importante. Los muertos saben que estamos aquí porque nos escuchan. Sólo tenemos que esperar a que los soldados recuperen el control de la situación, y todo volverá a la normalidad.
Pero aunque nadie dijo nada, los grupos que se arremolinaban en las ventanas, protegidas por recias barras de hierro y que espiaban el exterior tenían una opinión diferente: allí fuera el número de espectros parecía crecer a cada minuto. Los jardines se habían rendido a la fantasmagórica invasión y por todas partes los muertos caminaban reclamando la fortaleza en el nombre de la Muerte.
BUM. BUM. ¡BUM !
La iglesia de Santa María (que Alba había visto tan claramente en sus visiones) no era el único lugar donde los soldados guardaban su equipamiento. El Palacio de Carlos V, donde la base Orestes tenía emplazado su centro de mando y cuartel general, tenía acondicionadas varias habitaciones en su ala este para albergar material variado: cajas de granadas, fusiles, munición y explosivos militares, incluyendo barrenos de trinitrotolueno, que los ingenieros usaban para abrir brechas, habilitar rutas para vehículos militares y demoler estructuras, entre otras cosas.
Con el caos y la confusión de la ruptura del perímetro, para Marcos fue un juego de niños colarse en las dependencias y preparar un mecanismo de detonación. Un simple reguero de pólvora que conectaba con los barrenos, describiendo una «ese» para que su recorrido fuera mayor y le diera tiempo a poner distancia. Antes de salir, admiró los hermosos trabajos de decoración de las paredes y el techo, labrados cuidadosamente en madera. La imaginó siendo devorada por las llamas, y asintió satisfecho. Después, prendió la pólvora y la llama empezó a coger velocidad, crepitante.
Abandonó la estancia, cerrando la puerta de madera noble llena de volutas y filigranas.
Serían también un buen combustible.
La mecha llegó a su fin cuando Romero repartía instrucciones apresuradamente en el enorme patio circular del palacio. La prioridad número uno, decía a sus hombres, era la seguridad del nuevo perímetro, que ahora era el palacio en sí. Las puertas debían asegurarse. Las ventanas de los pisos superiores servirían para reducir el número de zombis hasta que la situación volviera a estar controlada. Mientras tanto, explicaba, alguien le ordenaría al helicóptero que sobrevolaba la zona iluminando la masa de espectros que averiguara la procedencia del sonido de alarma. Que fuera inutilizada era la prioridad número Dos.
Cuando todo estuviera bajo control, se dijo, podría volver a ocuparse de los insurrectos. La jugada del ruido de la sirena y la apertura de puertas había sido muy inteligente, pero al mismo tiempo le estaban dando a entender que no habían ido a ninguna parte: ahora la fortaleza estaba rodeada de zombis.
Y entonces se produjo la explosión.
El sonido alcanzó cotas tan altas, que en un momento dado dejaron de escucharlo, con los tímpanos incapaces de absorber semejantes niveles de ruido. El suelo tembló, y la puerta salió despedida tres metros, con la parte del interior recorrida por las llamas.
En la fachada exterior, un enorme trozo de pared fue arrojado contra la calle, reducida a una miríada de trozos de escombros que cayeron pesadamente. Uno de ellos, particularmente grande, cayó encima de uno de los espectros y lo aplastó contra el suelo en medio de un enervante crujir de huesos.
Otro de los proyectiles salió despedido a una velocidad considerable, atendiendo una trayectoria tan funesta que fue a dar contra el aspa en movimiento del helicóptero que por entonces sobrevolaba la zona. El helicóptero se sacudió y empezó a girar sobre sí mismo, escorando suavemente hacia su derecha y emitiendo una señal de alarma intermitente: BIP, BIP, BIP. El piloto chilló algo, luchando con los mandos por mantener el aparato estable, pero era imposible. Por fin, el helicóptero rozó con la fachada del palacio y fue rechazado violentamente en dirección opuesta. El aparato, herido de muerte, avanzó en horizontal durante unos segundos y luego se precipitó contra el suelo, en medio del grupo de zombis. Las aspas se deshicieron contra el asfalto, soltando trozos de fibra de carbono y aluminio en todas direcciones, con un sonido traqueteante y desgarrador. Volaron brazos, cabezas y una lluvia de sangre que fue espurreada como el chorro de aire con agua que expele una ballena. Aunque el copiloto había muerto en el acto, con el pulmón atravesado por un retorcido trozo de hierro, el piloto aún vivía. La sangre manaba abundante de una brecha en su cabeza. Perdería la vida un minuto más tarde, sin embargo, sometido a un tormento inenarrable, cuando fuera superado por los zombis que se lanzaban ya contra los restos retorcidos del aparato.
En el hueco dejado por la fachada, las llamas afloraban envueltas en un humo negro y espeso. Muy a menudo, la intensidad del fuego parecía redoblarse, renovado por una serie de explosiones en rápida sucesión. Romero, ahora acuclillado en el suelo con el corazón latiendo como si hubiera participado en una carrera de atletismo, las identificó como explosiones de granada.
Los soldados giraban sobre sí mismos, apuntando con sus rifles en todas direcciones. Las explosiones hacían saltar los cristales de las habitaciones circundantes, y en algún lugar, algo crujió amenazadoramente.
– Hijos de puta -masculló. Sabía muy bien a qué se debía esa explosión. Habían acabado con el depósito de munición y armamento. Había sido una buena idea dividir el equipo en dos lugares diferentes… la existencia de un segundo depósito de armas y munición en la iglesia no era algo conocido por muchos-. ¡Moveos, controlad ese incendio!
Mientras los soldados corrían, Romero se secó el sudor que había brotado en su frente. Apenas había acabado cuando un ruido tremendo desgajó el aire, poniéndolo nuevamente en tensión.
Era el segundo piso, en la parte que estaba justo encima del polvorín. El techo había quedado seriamente dañado, y las llamas habían terminado por socavar las vigas y la madera que ornamentaban la estructura. La habitación de la segunda planta se precipitó entonces contra las llamas, provocando un estruendo infernal.
Se trataba de un pequeño almacén que habían habilitado los responsables del mantenimiento. Allí dispusieron estantes enteros llenos de productos destinados a la restauración del patrimonio de la Alhambra, entre ellos cera de abejas tratada con aguarrás importada de Holanda, ceras duras para tapar grietas, venenos contra polillas y carcomas no abrasivos, disolventes especiales (muchas veces producidos ex profeso para una zona o tarea concreta) y un compendio de unas ochenta sustancias y mezclas de sustancias químicas.
El fuego reaccionó como si hubieran vaciado una cisterna de combustible puro. Las llamas se intensificaron, verdearon, se entrelazaron entre sí y empezaron a exudar un humo denso, espeso y de un color indeterminado, sucio, que empezó a extenderse hacia el este como una lengua.
– Por el amor de Dios… -exclamó Romero, con la boca repentinamente seca.
Viendo el humo de un ominoso tono verdinegro levantarse por detrás de la fachada y superar la altura del edificio, se sintió desfallecer.
De repente, era como si le faltase el aire.
Arrastrada por el viento, la nube contaminante se propagaba por la zona este de la Alhambra. Devoró la iglesia y la parte más occidental del Parador, envolviendo los edificios y a los zombis en la calle. Densa y oscura, se tragaba todo a su paso, ocultándolos de la vista.
Cuando los supervivientes del Parador la vieron llegar por la calle Real, empezaron a armar un gran revuelo. «¿Qué es eso?», «¿Es gas?», «¡Es una nube tóxica!»
Era en verdad una visión aterradora, como si un monstruo invisible y sin forma estuviera haciendo desaparecer el mundo ante sus ojos.
Daniel, que aún continuaba en el suelo con las manos cubriéndole las orejas, corrió a asomarse por encima de las cabezas de los otros supervivientes. Sus ojos se abrieron como si una fuerza sobrenatural los forzase más allá de sus límites físicos.
Entonces, señaló la nube con una mano temblorosa.
– ¡El Infierno se ha abierto! -gritó, totalmente fuera de sí. Pequeñas partículas de saliva se pegaron en el cristal-. ¿No lo veis? ¡El Infierno se ha abierto y vomita su niebla ponzoñosa! ¡La niebla del Infierno viene a devorarnos!
– ¡Cállese! -ordenó el señor Román, alzando la voz. Era ciertamente una voz marcial, varonil, cargada de autoridad, que resultaba extraña en un cuerpo anciano.
– ¡Mírelo usted mismo!
El señor Román se abrió paso entre la gente, lo que no le fue difícil. De alguna forma se había ganado el respeto de muchos (sobre todo después de su disertación exculpándolos del ignominioso acto de dejar fuera a todos aquellos hombres y mujeres), y se apartaron para que pudiera mirar.
El señor Román miró… y palideció casi en el acto.
El ser verdinegro se acercaba, evolucionando en bucles llenos de estrías. Su panza parecía hecha de algodones oscuros que cambiaban de tamaño y se enroscaban unos sobre otros, y todo lo que envolvía, desaparecía en su interior.
– Dios mío -dijo con voz ronca-. Tenía usted razón. Es la niebla del Infierno; el fin de todas las cosas… el Hades Nebula.
Y mientras el señor Román se santiguaba, alguien empezó a gritar.