29.

EL CÍRCULO SE CIERRA

Dozer saltaba sobre su asiento, lamentando no haberse puesto el doble cinturón de seguridad. Éste se ajustaba sobre el cuerpo como el de los aviones, con el cierre en el pecho, y estaba aprendiendo por las malas que resultaba del todo imprescindible. Víctor, más pequeño y delgado, brincaba como una palomita en una sartén, dándose golpes contra los laterales. Se aferraba como podía al asiento y movía los brazos hacia el salpicadero cuando se precipitaba contra él.

Lentamente, recuperó el control del vehículo y éste empezó a avanzar con un ruido ronco y desagradable. Y entonces, sólo entonces, Dozer empezó a recuperar la calma.

Lanzó una honda exhalación y se arrellanó en el asiento.

Víctor todavía respiraba con dificultad. Miraba por el espejo retrovisor y hacia atrás a cada segundo.

– Oye -dijo Dozer-, ¿estás bien?

Víctor le devolvió la mirada con una expresión de consternación, como si acabara de proponerle un intercambio sexual. Pero, de todas maneras, sacudió la cabeza afirmativamente.

– Nos seguirán… -dijo Dozer.

– Puede que sí. O tal vez no. Ya nos preocuparemos si eso ocurre. Por ahora, no veo nada…

Y era cierto. La nave industrial donde habían estado atrapados se alejaba lentamente, desapareciendo entre el polvo que el Roña Muñinator dejaba tras de sí. Y vaya vehículo era ése. A través de la vibración del volante se podía intuir la desmesurada potencia que podía desarrollar. Sólo el motor entregaba más de mil caballos gracias a una modificación realizada en el bloque de cilindros (hecho de una sola pieza de aluminio) y a unas tomas de aire laterales que favorecían la entrada de aire en los radiadores.

– Sospecho que este trasto puede dejarlos muy atrás, si nos empeñamos. Y sospecho además que ellos lo saben.

Víctor miraba ahora alrededor, como si se fijara en los detalles por primera vez. El salpicadero también parecía casero, al menos en parte. Allí donde se habían hecho ajustes y parches había manchas de fibra de vidrio, todavía sin pintar, y dispuestas en hilera había estampitas de diferentes santos. Del espejo retrovisor colgaba una cadenita con una cruz que se sacudía como si fuese a caer en cualquier momento.

– Dios mío… -dijo al fin, y echó la cabeza hacia atrás.

Seguía agarrado al asiento como si estuviese a punto de ser eyectado. Dozer condujo durante unos minutos, sin que ninguno de los dos dijera nada. No reconocía el entorno, sólo viajaba a través de una especie de sembrado, buscando alguna carretera que le ayudase a reencontrar el camino; alguna población o cartel. Después de un rato, empezó a sentirse a salvo de nuevo.

– Ya está… -dijo entonces-. ¡Se ha acabado!

– Hijos de puta…

– Lo sé.

– ¡Hijos de puta!

Dozer asintió. Ante ellos empezaba a distinguirse la carretera principal. Se preguntó dónde estarían, y cuánto los habrían desviado de su ruta. Habría estado tan cerca ya… si no lo hubiesen detenido con aquella estúpida trampa para conejos, habría llegado a Granada aquella misma noche. Y ahora, ¿qué hora era? No lo sabía con certeza, pero por la posición del sol debía de ser un poco más del mediodía. Las tres, puede que algo más tarde.

– Oye, para un momento -pidió Víctor.

– ¿Qué?

– ¡Para! Tengo que… -entonces reprimió una arcada, lanzándose involuntariamente hacia delante.

Dozer echó un vistazo rápido al retrovisor para asegurarse de que nadie les estaba siguiendo, y detuvo el coche. Otra vez, el armatoste volvió a sorprenderle: la frenada fue rápida, silenciosa y eficiente para tratarse de un vehículo de tan descomunal tamaño.

Víctor saltó fuera en el acto, doblado por un nuevo acceso. También hacía tiempo que no comía, y apenas vomitó un caldo viscoso sin sustancia. Estuvo un rato agachado, con la cabeza en horizontal, dejando que un hilo de saliva colgase de su boca abierta, subiendo y bajando como un ascensor. Boqueaba como un pez que ha saltado fuera del agua.

Dozer detuvo el motor; quería escuchar, ver si podía detectar el sonido de algún otro vehículo acercándose. Pero el día era soleado, y los campos estaban tranquilos y silenciosos, y ni siquiera en la línea del horizonte se veía movimiento alguno.

Bajó del coche y recibió el aire limpio con agradecimiento. Todavía quedaba un pequeño eco de adrenalina en la sangre, aunque empezaba a acusar el cansancio en los brazos y las piernas. Mientras estaba en Carranque, a menudo se había preguntado qué estaría pasando en otras partes del mundo. Imaginaba todo tipo de comunidades, unas más grandes y prósperas, otras más pequeñas y con problemas mayores, pero en ningún momento se le ocurrió pensar que pudiera haber gente como Muñeco y sus amigos en lugares tan conocidos como la vieja autopista que llevaba a Granada. De repente, se daba cuenta de que el mundo podría haberse convertido en un sitio atroz, una especie de lugar sin ley donde el más fuerte prevaleciese. Y ese conocimiento le llenó de pesadumbre.

Se volvió hacia Víctor, que se limpiaba la boca con la manga de la camisa.

– ¿Estás mejor?

– Sí… -miró hacia el horizonte, con los ojos entrecerrados-. Javier… me cago en la puta…

– ¿Javier?, ¿el otro tío?

– Javier era el otro tío, sí… -repitió.

– Era… ¿era tu amigo?

– Supongo que sí. Sí. Llevábamos recorrido mucho trecho juntos. Hemos pasado por muchas cosas… Estaba… quiero decir, era un zumbado de cuidado. Pero era buen tío.

Dozer asintió.

– Ya. Lo siento, macho.

– Estas cosas son así -dijo sencillamente, sin apartar la vista del horizonte-. Supongo que los dos lo sabíamos. Yo lo sabía.

– Supongo que sí.

Víctor se movió entonces hacia la parte trasera del coche. Había puesto la mano sobre su vieja maleta de viaje, como para sentir otra vez su proximidad. Le daba cierto miedo abrirla y encontrar que faltaran cosas, pero lo hizo de todas formas, y comprobó con infinito alivio que no faltaba nada, ni siquiera las tarjetas de memoria de las cámaras y las cintas de vídeo. Pensó que, con probabilidad, no habían hecho caso del material, ansiosos como estarían por organizar su juego. Era posible que tuvieran pensado volver a él cuando todo terminara. Imaginó a Malacara leyendo sus notas mientras soltaba una buena cagada al lado de la fosa donde habían incinerado los cadáveres y sintió un escalofrío.

– ¿Eso es tuyo? -preguntó Dozer.

– Sí. Es… es mi trabajo.

– ¿Qué tipo de trabajo?

– Soy periodista -dijo Víctor, suspirando-. He estado cubriendo todo lo que ha pasado desde… bueno, desde antes de que fuese demasiado tarde para detenerlo.

– ¿En serio?

Dozer se acercó a echar un vistazo. A través de la cremallera vio un batiburrillo de cuadernos, carpetas y también otro tipo de material: cintas y DVD en sus cajas de plástico, pero almacenados sin mucho orden.

– Vaya, tío… -dijo-. Una especie de corresponsal de guerra.

– Sí, algo así.

– ¿Qué harás con todo eso? -preguntó.

– Bueno. Veníamos de África… los últimos días me pillaron allí, ¿recuerdas cuando explotó todo? Llevábamos unos días escuchando cosas, hasta que de repente empezaron a aparecer por todas partes, cada vez más…

Dozer asintió despacio.

– Allí pasó lo mismo. Cuando las comunicaciones se cortaron definitivamente, nos concentramos en sobrevivir, pero luego… Luego empecé a interesarme por todo lo que veía. Utilizaba todo lo que encontraba para mis notas: desde los bordes viejos de los periódicos a cualquier cuaderno de mala muerte que pudiera encontrar. A veces tenía que poner muchos de esos cuadernos a secar para poder escribir en ellos. No sé, llámame loco, pero supongo que mi vena de periodista saltó, y supongo también que eso me dio un motivo para no acabar metido en un agujero con algunas cajas de galletas, como vi hacer a mucha gente. Lo cubría todo: batallas en las calles, cosas que se escuchaban, rumores sobre el porqué y el cómo… Creo que eso me ayudó bastante. Cuando tuve suficiente material, empecé a pensar en regresar. En los viejos tiempos habría bastado con coger un avión para volar a Madrid. Cosa de horas. A nosotros nos costó tres meses llegar hasta aquí. Y fue un infierno…

Dozer dejó escapar un silbido.

– La de cosas que habrás visto -exclamó.

– Pues sí -dijo, pensativo, mientras en su cabeza comenzaban a aflorar las mismas imágenes que solían visitarle prácticamente cada noche, todas ellas parte de sus propias vivencias y recuerdos.

Cada noche, sí, y también en todos esos momentos del día en los que uno tiende a dejar la cabeza en modo automático. Entonces le sorprendían con toda su contundente crudeza, arrastrando consigo la velada promesa de repetirse, una y otra vez, hasta el fin de los días.

– ¿Cómo están las cosas por allí? -quiso saber Dozer, ahora con manifiesto interés.

– Esperaba que peor que aquí, pero veo que quizá no. ¿Es esto lo que me espera si intento llegar hasta Madrid?, ¿una especie de… desquiciante Mad Max Zombi? Habíamos confiado en que aquí las cosas estuvieran mejor, aunque en el fondo supongo que lo sabíamos.

»Africa es África. Allí las cosas son un poco diferentes -continuó diciendo, con la mirada todavía ausente-. Ese continente llevaba ya mucho tiempo siendo la primera guerra mundial, sólo que hace mucho que perdió morbo informativo. Esas cosas ya no interesan a nadie. No tienes ni idea de las noticias que he cubierto allí… niños obligados a matar a sus familias, drogados para que actúen como kamikazes contra sus enemigos, niñas que son violadas a diario hasta que se cansan de ellas, y entonces son desechadas por el simple procedimiento del asesinato -hizo un gesto vago con la mano-, pero eso es historia antigua. El hecho objetivo es que la gente está acostumbrada a cosas que aquí nos superan, y el factor psicológico del zombi también es diferente. Allí el nivel cultural es otro, todavía creen en espíritus protectores y en extravagantes ritos; no les sorprendió tanto el hecho de que los muertos volvieran a la vida. El hijo se enfrentó al padre con un machete y luego se ocupó de otra cosa.

– Entiendo… -dijo Dozer.

– El país está lleno de señores de la guerra, hombres terribles que saben manejar armas y están acostumbrados a la barbarie. Para ellos, el zombi no es diferente de otras situaciones que hayan podido vivir. De ellos es ahora el continente: se han expandido terriblemente. La gente de a pie y las tribus del África profunda tuvieron que enfrentarse a dos terribles amenazas: los zombis… y el ser humano.

Dozer asintió, ratificando la cadena de reflexiones que acababa de tener. Rápidamente, su mente se desvió hacia sus amigos y el misterio de los helicópteros. La lógica le decía que nadie hace un viaje en helicóptero para arrasar un campamento donde lo más valioso que podía haber eran las latas de melocotones en almíbar, pero el miedo es una carga que no se alivia fácilmente, y la incertidumbre permanecía.

– ¿Ocurre lo mismo aquí? -preguntó Víctor-. Dime que hay ciudades donde consiguieron resistir…

Dozer suspiró largamente.

– En realidad, no lo sé. Vengo de Málaga, y allí no queda nadie. Di un paseo por la ciudad antes de salir para Granada… y fue pavoroso. No sé si has estado en ciudades grandes… Seguramente sí, pero a mí me afectó bastante. Ya sólo los zombis llenan las calles.

Víctor pestañeó.

– Lo has dicho como si… Bueno, ¿has dicho que diste un paseo?

Dozer sonrió; se daba cuenta de que no habían hablado sobre su pequeña particularidad. Víctor le había visto en acción, desde luego, pero estaba seguro de que todavía no había entendido lo que había pasado. El pensamiento de que aquel hombre pudiera pensar de él que era una especie de ninja le divirtió.

– Tengo una historia que puede servirte para tu material -dijo entonces-. Pero es larga… y sorprendente.

Víctor se encogió de hombros.

– Tengo tiempo -dijo, con una expresión que era a la vez un intento de sonrisa y una amarga convicción.

– De acuerdo -concedió Dozer-. Pero si voy a contarte todo eso… necesito beber algo. Tengo regusto a telarañas en el fondo de la boca, tío. Y más valdría que nos alejásemos un poco más.

Víctor asintió, sonriendo.

– De acuerdo -dijo.

– ¿Quieres que sigamos?, ¿estás ya bien?

– Sí, joder. Sí. Era sólo… la impresión.

Dozer asintió, y unos segundos después, estaban ya dentro del Roña. El motor arrancó con una reverberación intimidatoria, pero al mismo tiempo, agradecían estar en su interior, y no siendo perseguidos por él.


Tuvieron que conducir casi veinticinco minutos para encontrar un pequeño bar de carretera. El cartel de la marquesina se había caído de uno de sus lados y colgaba en diagonal junto a la puerta de la entrada. Ésta se encontraba partida por la mitad, y la madera dibujaba un arco perfecto que iba de lado a lado. Dozer entró primero, sabiendo que podría contener a cualquier zombi que pudiera haber dentro, pero tras revisar la pequeña cocina, el retrete y el almacén, descubrieron con alivio que estaban solos.

La mayor parte de la comida, si la hubo, había desaparecido, y como no había rastros de podredumbre, dedujeron que alguien había estado saqueando el lugar hasta dejarlo prácticamente sin existencias. Sin embargo, encontraron todavía unos envases de aceitunas que alguien debió desechar en su día, y también una garrafa de agua de cinco litros que tenía aún el precinto de fábrica. Ese hallazgo les pareció providencial, y bebieron con avidez; hasta utilizaron un poco de agua para enjuagarse la cara y las manos. Para entonces la luz ya estaba cambiando y en el cielo las nubes empezaban a adquirir una tonalidad rosácea.

Después de la frugal cena, Dozer se sentó en una de las polvorientas sillas y resopló. Le resultaba curioso lo rápido que se acostumbra el estómago a la carestía, porque ni siquiera tenía hambre.

– Ahora me fumaba un buen cigarro -exclamó-. Tú no tendrás tabaco, ¿no?

Víctor negó con la cabeza.

– Lo siento. Lo dejé, aunque no recuerdo cuándo… así que si encontramos una cajetilla, no te diré que no.

Dozer rió, asintiendo lentamente. El periodista tomó entonces la silla que estaba en el extremo opuesto de la mesa y se sentó.

– ¿Qué hay de esa historia? -preguntó al fin.

– Oh, te va a encantar -soltó Dozer-. Quizá tengas la tentación de no creerla, pero si te pasa eso, intenta recordar cómo hemos escapado esta mañana, ¿vale? Creo que entonces las piezas encajarán en tu cabeza.

Víctor frunció el ceño, con una mirada enigmática y una media sonrisa dibujada en sus finos labios.

– Vaaale… -exclamó, con una entonación algo musical.

Dozer asintió, y poco a poco empezó a recordar y a retroceder en su memoria. Primero los últimos días vividos, luego un poco más allá, hasta la peripecia del Clipper Breeze, y aún antes… a los días en los que planearon la puesta en marcha del Álamo, a cuando limpiaban los edificios colindantes, a la llegada de Moses e Isabel, anunciando que un sacerdote loco les perseguía. Y luego recordó los días de la fundación del campamento, mucho antes de que Juan Aranda llegara.

Entonces empezó a hablar. Su madre era una excelente narradora, porque contaba las historias emocionalmente más duras sin ese falso dramatismo que muchas personas utilizan cuando sienten que la situación lo requiere; ella no forzaba las cosas, empleando un tono neutro, suave y calmado en todo momento. No lo hacía conscientemente; simplemente eran historias viejas y hacía tiempo que había asumido la carga emotiva. Pero precisamente esa manera de narrar le otorgaba una cualidad sobrecogedora.

Dozer había heredado esa aptitud, y mantuvo a Víctor en un estado de creciente tensión durante todo el tiempo. Ni siquiera pensó en intercalar exclamaciones de apoyo en mitad de la narración; simplemente se quedó allí, escuchando el torrente de información que Dozer empezó a desgranar, embelesado, asqueado o expectante a medida que la tensión de la narración iba conduciéndole. Dozer se lo contó todo; empezó con los primeros días de Carranque y le habló del día en que Isidro se coló en el campamento, de los descubrimientos del doctor Rodríguez, de Juan Aranda, y de cómo él mismo había decidido inocularse, y terminó con el descubrimiento del mensaje en el suelo, el mismo que le había lanzado a aquel viaje hacia Granada.

Cuando terminó, se sirvió otro vaso de agua y lo apuró.

– Ahora sí que me fumaría un cigarro -dijo.

Víctor lo miraba aún con ojos fascinados y todavía tardó unos instantes en ser capaz de contestar. Había demasiadas cosas en aquel relato que podría emplear para escribir no sólo una buena historia acerca de cómo la humanidad se enfrentó a los muertos vivientes y perdió, sino (y los ojos empezaron a brillarle con febril intensidad) de cómo la humanidad podría salir del profundo agujero donde se había metido.

– ¿Qué me dices? -preguntó Dozer, sonriendo.

– Dios mío… -dijo entonces.

Dozer asintió. Miró fuera, a través del amplio ventanal ahora cubierto de polvo y otras cosas que no quería identificar y vio cómo el día se escapaba detrás de la línea de las montañas. Pronto anochecería, y sería hora de ponerse otra vez en marcha.

– ¡Dios mío! -repitió-. Ahora entiendo lo que pasó allí dentro…

– Sí…

– Cuando me pediste que me quedara tras la esquina… yo obedecí, pero habría obedecido igual si me hubieras dicho que me bajase los pantalones y pusiera una llama cerca del culo.

Dozer soltó una pequeña carcajada.

– Quiero decir que estaba en estado de shock -continuó diciendo Víctor- y no vi lo que hiciste. Luego estaban todos esos zombis… ¡con la ropa tapándoles la cara! ¡Es absurdo, delirante!

Dozer rió de nuevo.

– Lo más curioso es que no lo había pensado hasta ahora -continuó diciendo-, pero realmente… ¡realmente tú te movías entre ellos!, ¡lo preparaste todo!

– Sí, tío -dijo Dozer, asintiendo despacio-. Tuvimos mucha suerte… demasiadas cosas al azar. Pero improvisamos sobre la marcha, ¿eh?

Víctor empezaba a entrar en una espiral de euforia.

– ¿Suerte? ¡Joder! -soltó-. Si no llega a ser por ti, a estas horas formaría parte del elenco de actores zombis de aquellos hijos de puta… ¡Piénsalo!, ¿qué posibilidades había de que me cruzara con un tío que es inmune a los zombis?

– No muchas, creo… -convino Dozer, aún sonriendo.

– Tengo… tengo que tomar notas -susurró, visiblemente excitado.

– Claro. Pero escucha, está anocheciendo y preferiría ponerme en marcha… no quisiera seguir aquí cuando no se vea una mierda. Esas cosas son silenciosas como cucarachas.

– Oh… -exclamó Víctor. Miraba ahora alrededor, desconcertado, como si hubiera olvidado que seguía inmerso en una pesadilla. Y era cierto: por unos instantes se había sentido tan absorto por la emoción que lo embargaba, que pensó que estaba en una cafetería cualquiera, y que un tipo desconocido acababa de darle el leitmotiv del trabajo en el que llevaba meses involucrado-. De acuerdo… tienes razón.

– ¿Qué planes tenías, Víctor? -preguntó Dozer.

– ¿Mis planes? -Se encogió de hombros brevemente-. Llegar a la civilización, quizá, donde quiera que esté. Madrid, probablemente.

– ¿Crees que en Madrid hay gente?

– No lo sé. El aparato político está allí, también el militar. Si hay algún sitio en España donde deben de haber puesto especial énfasis en la defensa… debe ser ése.

– Es posible.

– Pero tú vas a Granada -exclamó.

– Sí. Ya te lo he dicho. Creo que mis amigos deben de estar allí.

Víctor asintió.

– Entonces voy contigo -dijo resueltamente.

– ¿Quieres venir conmigo a Granada? -preguntó Dozer, un tanto perplejo.

Víctor suspiró.

– ¿Te extrañas? -preguntó-. Es mi gran oportunidad. Quiero saber qué ocurrirá con eso que tú y tu amigo lleváis dentro. Quiero saber cómo termina, si termina, ¿entiendes? Estoy seguro de que hay mucha otra gente haciendo el mismo trabajo que yo, pero sólo uno está en el lugar donde se están dando los pasos para terminar con esto de una vez por todas… Es como si todo lo que hemos pasado me hubiera llevado, día tras día, a este preciso lugar, en este mismo instante…

– ¿Crees en esas cosas? -preguntó Dozer. Era una pregunta sincera.

– Hasta hoy, no -contestó Víctor, serio.

Dozer volvió a sonreír.

– De acuerdo… -dijo entonces-. Pero no te garantizo nada. No sé si mi gente estará bien… No sé si Aranda está allí o sigue en Málaga, en alguna parte. Y no sé si quedará alguien que tenga la capacidad para leer el código secreto que llevo en las venas, ¿comprendes?

Víctor asintió.

– Ya veremos -contestó al fin.

Y Dozer asintió lentamente, pensativo, mientras se echaba otro vaso de agua. Ya no tenía sed, pero no sabía cuándo podría engañar al estómago de nuevo, así que apuró el vaso y echó un último vistazo por la ventana del bar de carretera. Fuera, un remolino de viento arrastraba una polvareda siguiendo una ruta imprecisa y caprichosa; y a medida que los rayos del sol comenzaban a huir detrás de las montañas, Dozer se estremeció.

Empezaba a hacer frío.


Diez minutos más tarde, los dos hombres estaban otra vez en marcha. Ahora al menos habían encontrado un pequeño sendero de tierra que zigzagueaba entre terrenos de cultivo, atestados de exuberantes olivos. Nadie recogió la cosecha en los meses pasados, así que sus retorcidos troncos estaban cuajados de aceitunas negras. La mayoría había caído al suelo, donde la lluvia y el sol habían ayudado a descomponerlas. Como resultado, a través de las ventanas abiertas, les llegaba un embriagador tufo a alpechín que parecía impregnarlo todo.

Utilizando la puesta de sol como referencia, decidieron ir hacia el este, con la esperanza de ver aparecer la ciudad de Granada en algún momento. El cielo estaba ya oscuro cuando divisaron una pequeña población a lo lejos.

– ¡Por fin! -dijo Dozer-. Temía que no viésemos nada antes de que cayese la noche. El campo es aterrador y desconcertante cuando no hay ni una sola luz que sirva de referencia.

Resultó ser La Fábrica, una diminuta población a unos cincuenta minutos en coche del centro de Granada. Al menos, en circunstancias normales. Pero para evitar ser localizados desde la distancia, y gracias al claro de luna, decidieron viajar con las luces apagadas. Eso les obligaba a conducir lentamente, para ver llegar los obstáculos con tiempo suficiente.

Rodearon la población para evitar sobresaltos imprevistos y terminaron sumándose a una carretera asfaltada. Alguien había apartado los coches abandonados a la cuneta, despeñándolos en algunos tramos. En mitad de la vegetación, los techos de éstos parecían ataúdes dispuestos sin ningún orden ni sentido. Víctor se quedó mirando los vehículos mientras pasaban a su lado, observando las marcas en la carrocería; estaba claro que habían sido empujados con algún tipo de excavadora, lo que les hizo pensar que, en alguna parte alrededor, podía haber un grupo de supervivientes.

No siempre será así, pensó Dozer. Cuando lleguemos a Granada, el tráfico nos impedirá seguir con esta especie de dinosaurio con ruedas. Miró a Víctor por el rabillo del ojo, silencioso en su asiento del copiloto, y frunció el ceño. ¿Y qué haré contigo, Víctor? Yo puedo recorrer las calles. Puedo encontrar una moto, o una puta bicicleta, pero… ¿qué haremos si los zombis se abalanzan sobre nosotros?

Pensó en eso durante unos instantes, mientras se incorporaba otra vez a la carretera principal tras pasar La Fábrica. El asfalto brillaba de tal manera que la carretera parecía un puente de plata tendido en mitad de un manto de oscuridad.

Tuvieron que repetir otra vez la misma operación cuando llegaron a Huetor Tájar, y ambos permanecieron callados a medida que dejaban los edificios a su izquierda. Dozer calculaba que el pueblo debía contar con unos diez mil habitantes, más o menos, y resultaba sobrecogedor verlo apagado y silencioso, como una gigantesca tumba de cemento, ladrillo y cristal. En la distancia, escucharon el aullido de un lobo.

– Lobos… -exclamó Víctor.

– Supongo que los animales han ido recuperando las ciudades, bajando desde el campo a medida que todo quedaba en silencio. Sin ruidos ni luces que los ahuyentaran, deben estar dándose un buen festín de carne putrefacta.

– Eso es pavoroso.

– Eso es lo que hay.


No tardaron tanto como habían esperado en llegar a Granada, incluso avanzando campo a traviesa, lo que se veían obligados a hacer cuando llegaban a las diferentes poblaciones que se recogían alrededor de la A-92. El Roña parecía moverse con la misma soltura en la tierra suelta como en el asfalto, sobre todo desde que se ajustaron los cinturones de seguridad y pudieron dejar de botar en sus asientos. En el último tramo cogieron la general desde Santa Fe hasta Bobadilla, y allí detuvieron el coche, impresionados por lo que veían.

El cielo sobre la ciudad estaba cubierto de un denso manto de humo que parecía brotar de un único punto. Perezoso, el humo estaba prendido del cielo como una especie de garra.

– Supongo que hemos llegado -dijo Dozer, mirando a los zombis caminar en todas direcciones a unos treinta metros.

Habían empezado a ser más y más numerosos en el último tramo, pero lo que tenían delante le recordaba bastante a las calles de Málaga. El número de vehículos abandonados también hacía imposible continuar por ese lado hacia el centro de la ciudad.

– ¡Dios, son tantos…! -exclamó Víctor. Hacía tiempo que no veía tal cantidad de caminantes juntos-. ¿Y ahora?

– No lo sé -contestó Dozer.

La idea de llegar de noche le había atraído. Había esperado ver alguna luz en el horizonte, como el resplandor que arroja una pequeña población en mitad de la noche, cuya contaminación lumínica incendia el cielo nocturno. Pero no se veía nada, como no fuera aquel humo horrible y denso.

– Algo se ha ido a tomar por culo por allí.

– Sí… -dijo Dozer y, mientras lo decía, tuvo una extraña sensación, como un mal presagio. Le recordaba demasiado a la columna de humo que vieron desde el Clipper Breeze y que luego resultó salir del campamento de Carranque.

– No sabes dónde pueden estar, ¿no? -preguntó Víctor. Estaba observando a un pequeño grupo de zombis que empezaban a mirar con manifiesta curiosidad el vehículo; se agachaban, ladeaban la cabeza, espoleados por el ruido ronco del motor.

– No… -contestó Dozer, apesadumbrado a pesar de que había sabido todo el tiempo que no sería fácil localizar a sus amigos.

Si es que están aquí, se recordó.

– Vale… -exclamó Víctor despacio-. En ese caso, ¿qué te parece si rodeamos la ciudad por la autovía? Puede que veamos algo en alguna parte.

– De acuerdo… Sí.

Maniobró el volante para hacer girar al monstruo metálico y las ruedas chirriaron con un sonido que le recordó al que producen los neumáticos después de Semana Santa, cuando el asfalto está recubierto de cera de los cirios.

Y entonces sí. Los zombis dieron un respingo y empezaron a trotar hacia ellos, extendiendo los brazos. Víctor los miró, asqueado. El Roña se alejó de ellos, aprovechando los huecos entre los coches.


Los pocos kilómetros que recorrieron por la autovía de Sierra Nevada fueron los más difíciles de todo el trayecto. En numerosas ocasiones tuvieron que recurrir a la cuneta para avanzar; en otras, aprovechaban que las medianas estaban destruidas para escapar hacia el campo que rodeaba la carretera. Los zombis andaban por todas partes, entre los vehículos, y respondían al ruido del motor con nerviosos espasmos. En un momento dado, uno de ellos se lanzó sobre el cristal de la ventana de Víctor. Éste dio un respingo, pero Muñeco había pensado en todo cuando trabajaba en su opera magna y había instalado una rejilla de hierro que había soldado con meticuloso cuidado. El zombi se agarraba a ésta con los puños, exhibiendo los dientes grandes y negros, pero la mano no pasaba por los huecos de las barras.

– Estoy harto de los zombis… -dijo Dozer, dando un acelerón para librarse del espectro-. Te lo juro. Estoy hasta los mismos huevos…

Un poco más adelante no encontraron forma de continuar. Los coches estaban trabados unos con otros, y los poderosos bloques de cemento flanqueaban ambos lados de la carretera. Cuando Dozer detuvo el vehículo, los zombis que los perseguían los rodearon.

– Vienen por mí, ¿no? -exclamó Víctor.

– Tranquilo. Esta cosa es como un tanque… ni siquiera consiguen mecerlo, ¿lo notas?

Era cierto. Estaban alrededor, empujando, golpeando, pero el Roña apenas se movía. No obstante, ver sus caras contraídas por el odio a través de los cristales componía una imagen que, estaba seguro, volvería a visitarle en muchas de las noches que habrían de venir.

– Vamos a probar este bicho… -exclamó Dozer entonces.

Metió la primera y avanzó despacio hacia uno de los coches que se encontraba atravesado perpendicularmente a la carretera. El morro del coche tocó el lateral del vehículo, y entonces empezó a acelerar.

El Roña vibró, aumentando exponencialmente el rugido del motor. Los zombis gritaron como respuesta, acelerando aún más sus movimientos: la estridencia los enloquecía. Un humo blanco escapó de las ruedas a medida que el coche emitía un lamento metálico. Pero entonces, justo cuando las ruedas traseras empezaban a escorar hacia la derecha, el coche atravesado empezó a desplazarse.

– ¡Vamos, vamos! -decía Dozer, sacudiendo el volante con ambas manos.

El Roña ganaba impulso. El obstáculo se desplazaba ahora a mayor velocidad… diez centímetros, luego veinte, hasta que con un crujido espantoso, el guardabarros delantero saltó como si lo hubiesen disparado con una catapulta. Entonces el coche abandonado se precipitó hacia delante como si patinase por una pista de hielo. Unos segundos más tarde, superaban el bloqueo con una pequeña sensación de euforia.

– ¡Dios, amo este coche! -decía Dozer.

– Qué feo es el cabrón, ¡pero cómo cumple!

Dozer soltó una carcajada.

Encontraron además que las bandas laterales habían sido empujadas fuera de su sitio por ese lado, por lo que pudieron volver a escaparse y avanzar a buen paso por el terreno de tierra. El Roña devoraba las altas plantas y las dejaba chafadas a su paso.

No obstante, el momento de euforia pasó. Miraban alrededor, pero todo estaba tan apagado y muerto como la primera vez que vieron la ciudad extenderse ante ellos.

Dozer miraba pensativamente la columna de humo, que ahora quedaba a su izquierda. Estaba ahora tan cerca que casi podían oler el aroma del humo y las cenizas: un olor suave que recordaba a la leña primorosamente prendida en el hogar. Sin embargo, otra vez le trajo recuerdos de Carranque, y de nuevo tuvo la extraña sensación, la casi certeza, de que aquello estaba relacionado de alguna manera con lo que estaba buscando. ¿Qué probabilidades había de que algo echara a arder casualmente, después de tres meses de pandemia, y estuviera en su máximo apogeo justo en el instante en que él llegaba a la ciudad? Sin bomberos ni gente que se ocupara de los fuegos, un incendio de ese tipo podría acabar con la ciudad entera en unos pocos días.

Entonces se convenció. A la altura del parque Federico García Lorca, dio un volantazo y se lanzó por la pendiente de la rotonda, dejando que el coche trotara alocadamente cuesta abajo. Víctor se agarró como pudo.

– ¡Coño! -exclamó-. ¿Qué haces?

– Perdona -dijo Dozer-. Creo que tenemos que investigar ese incendio.

Víctor lo miró con los ojos como platos.

– ¡Estás de coña!

– No tenemos ninguna otra pista…

– Eso está como… ¡como en el centro de la ciudad!

– Ya veremos.

– ¡Tiene que haber un infierno de zombis!

– Puede ser -contestó Dozer.

Y Víctor supo que no había nada que hacer. Miró sus manos grandes y surcadas de gruesas venas aferradas al volante y se dijo, con cierta resignación, que de todas formas estar al lado de aquel tipo era, con probabilidad, una de las mejores opciones que tenía en esos momentos.

Entonces, el parabrisas empezó a cubrirse de gotas, que estallaban contra el cristal dejando una especie de explosiones con forma de pequeñas flores.

– Llueve… -dijo Dozer.

– ¿Eso es bueno? -preguntó Víctor.

– No creo que sea ni bueno ni malo. Pero, mira, quizá si llueve durante diez años, los zombis acaben todos en el mar.

– Ya…

Atravesar las calles que llevaban al centro resultó ser una experiencia que no habrían de olvidar fácilmente. Dozer llevó las posibilidades del Roña al máximo, embistiendo coches que entorpecían el camino y pasando por encima de los zombis. Víctor mantenía un chillido apagado, agudo y constante, como si estuviera subido en una montaña rusa. El cristal delantero se llenó de sangre, pero el Roña no tenía nada parecido a un limpiaparabrisas, así que Dozer conducía con la cabeza inclinada hacia un lado, intentando vislumbrar el camino. Después, el agua de la lluvia aliviaba poco a poco el parabrisas y podía otra vez recuperar su campo de visión.

Los altos edificios tampoco ayudaban: creaban una capa de oscuridad a nivel de la calle que resultaba del todo inalcanzable para la claridad de la luna. Hubo momentos en los que condujo casi por inercia, orientándose por el trazado recto de la calle Recogidas, pero mantenía las piernas tensas en previsión de un choque frontal.

– ¡Agárrate! -gritaba, como si Víctor, superado por la situación y gritando como una adolescente en un concierto, pudiera oírle.

Avanzaban hacia el mismo centro de la ciudad, y en un momento de lucidez, Dozer se preguntó si no se había vuelto loco. De vez en cuando, se obligaba a detenerse unos pocos segundos para mirar al cielo. Era algo que intentaba evitar, porque a su paso por las calles, todas las cabezas se volvían hacia ellos. Había suficientes zombis por todas partes como para que resultaran un problema: si decidían lanzarse todos a la vez sobre ellos, sospechaba que ni el motor del Roña podría sacarles de esa situación. Entonces, sería cuestión de tiempo que algún zombi se encaramase en el capó y terminara rompiendo el cristal delantero, bien a base de golpes o por el peso del propio cuerpo. Y entonces no podría contenerlos; no podría proteger a Víctor para siempre. Terminarían por arrebatárselo, arrastrado por una miríada de manos sanguinolentas.

Sacudió la cabeza. Por encima de los edificios, el humo apenas si se desplazaba, como si el tiempo se hubiera detenido. El olor a chamusquina y ceniza era también más intenso: se estaban acercando.

– Es por aquí… -dijo Dozer, sin desviarse de la avenida principal.

Inexplicablemente, aunque se encontraban ya en pleno centro urbano de la ciudad, el número de zombis era cada vez menor.

Víctor abrió la boca para decir algo, pero se contuvo, y hasta retuvo la respiración, como si mencionar el hecho o moverse siquiera fuese a romper el hechizo de lo que estaba pasando.

– Pero qué… -soltó Dozer, aminorando la marcha y mirando alrededor.

– Dijiste que los helicópteros parecían militares… -susurró Víctor.

– ¿Qué? Los helicópteros… -dijo, recordando-. Sí, aunque estaban ya bastante lejos. Pero, ¿qué…?

– Si la Pandemia Zombi te hubiera sorprendido en Granada… -interrumpió Víctor-, ¿dónde habrías ido?

Dozer pestañeó.

– Yo qué sé… ¿en qué cojones estás pensando?

– Si me hubiera pillado aquí, hay un lugar al que yo habría ido: el Sacromonte.

– El Sacromonte…

– Pero si hubiera visto a mucha gente que huía conmigo y que iban al mismo sitio, hay todavía un lugar mejor donde hubiera decidido esconderme. Un lugar más grande, diseñado como una fortaleza contra los ataques de enemigos que, por entonces, iban a pie o a caballo.

Entonces, una imagen se formó en su cabeza con la rapidez y el brillo de un relámpago.

– La Alhambra… -dijo.

Víctor asintió.

La ausencia de zombis, pensó, regresando con su mente a Carranque, el humo… si no lo hubiera visto muerto pensaría que es cosa suya. Un escalofrío le recorrió de punta a punta.

– Ahora piensa en helicópteros militares -continuó diciendo Víctor-. Si llegas a la ciudad y tienes que enfrentarte a los zombis al tiempo que proteges a unos civiles, ¿no instalarías tu base allí donde estén? Asentada en lo alto de una colina que domina toda Granada y protegida por murallas de cientos de años de antigüedad. Parece el lugar ideal para asentar un puesto de mando y empezar a trazar planes desde ahí.

– Dios mío. Puede ser… -exclamó Dozer-. El humo podría venir perfectamente de ahí.

Víctor miraba ahora a través del cristal de su ventana. O mucho se equivocaba, o la lluvia estaba ayudando a disolver la espantosa nube que tenían encima. En el cristal, las gotas dejaban un rastro oscuro que interpretó como ceniza diluida.

– ¿Vamos? -preguntó entonces-. Si no hay nadie allí… me parecería un lugar excelente para pasar la noche mientras decidimos qué hacemos mañana. La verdad es que me pone los pelos de punta seguir aquí… da grima. Es peor que una ciudad muerta. Es…

– Lo sé -interrumpió Dozer-. Lo sé.

Sin que ninguno añadiera nada más, el Roña empezó a rodar de nuevo. Avanzó por la calle como una bestia que acaba de lidiar una feroz batalla y busca un lugar donde lamerse las heridas. Las llantas estaban cubiertas de sangre, y el morro, atrozmente tuneado, era un espanto de metal retorcido. Y Dozer, en su interior, empezó a sentir que estaba haciendo lo correcto.

El círculo se cerraba.

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