– ¿Dónde…?, ¿dónde está Abraham?
Susana miraba alrededor, buscando entre los rostros de la gente que se congregaba. El jaleo había hecho que muchos salieran corriendo, pero otros habían acudido desde todos los rincones de las salas contiguas para ver qué ocurría. Un velo de miedo cubría sus facciones sorprendidas, pero el hecho de que la puerta estuviera de nuevo cerrada les había tranquilizado un poco.
Sin embargo, nadie respondió a su pregunta.
– Susi… -susurró José-. Creo que no ha entrado.
Susana se dirigió a Alma y la enfrentó.
– ¿Dónde está Abraham? -chilló.
Alma retrocedió un paso, negando con la cabeza.
– Hace tiempo que no le veo… -dijo.
Está fuera, pensó José. Dios mío, se ha quedado fuera con los zombis y el humo. Y tan pronto ese conocimiento prendió en su mente, el caballo de la tensión volvió a desbocarse en su interior.
Susana fue más rápida. Tomó el pomo de la puerta y lo hizo girar. La hoja se abrió violentamente.
La Niebla del Infierno penetró otra vez en la habitación. Susana apenas tuvo tiempo para cubrirse la zona de la nariz y la boca con el ángulo del brazo. Demasiado tarde se daba cuenta de que ni siquiera llevaba ya su rifle: lo había perdido cuando creía que moriría asfixiada en un lugar que parecía una especie de limbo, rodeada de un humo tan denso que era difícil saber en qué dirección mirabas. Lo que veía a través de la puerta continuaba teniendo el mismo aspecto. Era como asomarse al fin del mundo: el color verde grisáceo del humo, iluminado por la luz de la luna, adquiría una tonalidad ligeramente iridiscente. No era algo que tuviera delante; más bien parecía la ausencia de cosas, y esa sensación óptica le procuraba una cualidad aterradora.
Susana dio un paso dubitativo, pero la garganta comenzó a protestar casi al instante. No es humo, se dijo. Es algo más. Lo comprendió tan pronto la laringe empezó a irritarse, provocándole un picor desmesurado. Cuando los primeros accesos de tos llegaron, supo con certeza que salir a buscarle era un suicidio.
– ¡Abraham! -gritó entonces-. ¡Abraham!
Pero en el interior del antiguo convento, las cosas tampoco se desarrollaban favorablemente. Cuando el humo verde empezó a penetrar otra vez en la sala, la gente armó un revuelo tremendo. José se interpuso, adoptando una actitud agresiva. Él era fuerte, si bien no demasiado alto, pero contaba con la nada desdeñable ventaja de estar bien alimentado y en forma. Sabía que podría rechazar a unos cuantos antes de que lo redujeran, si se diera el caso. Sin embargo, por el momento, todos aquellos hombres y mujeres parecían conformarse con hacer aspavientos y levantar puños amenazantes.
Pero ¿hasta cuándo?
– ¡Abraham! -gritaba Susana, ahora haciendo visibles esfuerzos por contener la tos.
Entonces algo se movió entre la niebla.
Susana se congeló en el sitio, intentando divisar entre los espesos jirones que se enredaban sobre sí mismos, formando artísticas formas enroscadas.
– Abraham… -dijo, pero se detuvo.
De pronto, la duda se apoderó de ella, retorciendo su corazón hasta que exprimió algunas gotas de la más pura esencia de miedo que había conocido jamás. Recordó a los espectros vagando a algunos metros, y se mordió la lengua, preguntándose si había hecho bien gritando. Pero un instante después, la impotencia regresaba como un rayo resplandeciente y sentía el impulso incontenible de llamar a Abraham de nuevo, para ofrecerle alguna indicación de hacia dónde debía dirigirse.
Y entonces llamó otra vez: «¡Abraham!»
Detrás de ella, las amenazas de la gente subían de tono, imprimiéndole una sensación de urgencia. Entrecerró los ojos, porque le empezaban a lagrimear, y por fin, claramente, vio una figura que se acercaba, cobrando forma, entre la neblina.
Pero no era Abraham.
Susana negó con la cabeza, intentando hacer bajar el nudo que se le había formado en la garganta.
Era un espectro, avanzando hacia ella con una pronunciada cojera. Su tez era lívida y la mejilla derecha había desaparecido, enseñando la hilera de dientes. Sus brazos alargados se retorcían como raíces que buscan algo a lo que aferrarse.
– ¡Susi! -gritó José.
– ¡ABRAHAM! -llamó Susana, esta vez con toda la intensidad que pudo.
El sonido de su voz hizo que el espectro se estremeciese, como si hubiera entrado en un nuevo nivel de alerta; su boca se abrió con un crujido.
Un par de figuras se materializaron a pocos metros, pero ninguna de ellas era tampoco Abraham.
José la agarró del brazo. La gente gritaba. Alguien intentó pasar por el lado de José para empujar la hoja de la puerta, pero éste lo rechazó con un fuerte empellón, lanzándolo contra el suelo. Incluso en un momento tan frenético como aquél, José tuvo tiempo de sentir los huesos de su tórax debajo de su mano, como si acabase de empujar a un esqueleto.
Por fin, tiró del brazo de Susana hacia dentro y se las arregló para cerrar la puerta con la otra mano. Ella se quedó mirando la superficie oscura, surcada por la sutil filigrana de la madera, como si estuviera observando un complicado jeroglífico que no acababa de entender. Por fin, con un movimiento rápido, plantó la mano extendida sobre la hoja, anegada en sentimientos contradictorios. Eran unos centímetros de madera, sólo unos centímetros, pero Abraham había muerto por culpa de algo tan insignificante.
Se volvió rápidamente, con las mejillas encendidas y una expresión de rabia coronada por dos hileras de dientes expuestos. Sin embargo, no dijo nada. En su interior, se debatía entre la impotencia que experimentaba y una reflexión íntima sobre las circunstancias. Miraba a aquella gente, psicológica y físicamente maltratada, y en justicia se dijo que no serviría de nada reprocharles lo que habían hecho. Sus ropas eran apenas unos harapos, sucios y malolientes, y Dios sabía cuándo había sido la última vez que habían hecho una comida decente. En cierto modo, no tuvo que hacer un esfuerzo demasiado grande para comprender que sólo se aferraban a la vida con uñas y dientes, y si para eso era necesario dejar a algunos de ellos fuera en un momento de necesidad, entonces así sería.
Tras esas reflexiones, suspiró largamente, intentando apartar su enfado. Mientras lo hacía, deslizó la cinta de la mochila por su brazo y se la quitó de la espalda. Luego la abrió, y todavía sin decir nada, vació su contenido en el suelo.
Las barras energéticas y los tubos de complejos vitamínicos cayeron al suelo, desparramándose en una pequeña montaña. Los botes de plástico salieron rodando en todas direcciones. Al mismo tiempo, se produjo un intenso silencio entre la gente que se había congregado y que había estado discutiendo en voz baja todo el incidente de la puerta. La mayoría había estado mirándoles con expresiones bastante hoscas, de manifiesto reproche, y mientras Susana estuvo haciendo ejercicio de reflexión, José había escuchado comentarios como: «Es culpa de ellos», «No debimos aceptarles» o «Ellos han traído a los muertos».
Pero ahora miraban los envases brillantes con ojos llenos de sorpresa. Alguien recogió una de las chocolatinas del suelo y la levantó delante de sus ojos. La infografía del chocolate hizo que salivase al instante, y tuvo que pasar la vista por la frase 40% hidratos de carbono, 30% proteínas, 30% grasas varias veces para terminar de comprenderla. Entonces rasgó el plástico y el aroma dulce y penetrante del chocolate le asaltó de inmediato.
Para los demás, aquello fue un pistoletazo de salida. En medio de una explosión de exclamaciones de júbilo, se lanzaron al suelo a la caza de sus tesoros. Parecían niños en una fiesta de cumpleaños a la hora de la piñata: un revoltijo de brazos y cuerpos agazapados, disputándose las chucherías. Pero casi al instante, la escena se volvió mucho más dramática. José vio galleta pisoteada, deshecha en un millar de pequeños trozos que alguien recogía con ambas manos, como si fueran las primeras pepitas de oro extraídas de un río en el que hubiese estado trabajando durante años; vio a alguien asestarle un brutal codazo a otro para arrebatarle su bote de píldoras, y vio a gente lanzándose sobre la cabeza de otros para intentar pillar cacho.
José miró a Susana con ojos perplejos, y ésta no pudo sostener su mirada mucho tiempo. Ahora se arrepentía de lo que había hecho. Había querido decirles que todo aquello lo habían traído pensando en ellos, que podían haberlo guardado pero que semejante cosa no se les había pasado siquiera por la cabeza. Y lo habían hecho arriesgando su vida. Ahora, viendo las píldoras escapar por el suelo como las canicas de un juego de niños, se avergonzaba de haber provocado aquel despilfarro inútil: no había comprendido todavía la situación de extrema carestía que aquella gente sufría desde hacía meses, aunque ella misma llevaba varios días tomando agua caliente para comer.
– ¡Basta! -gritaba, pero su voz se diluía en el estrépito sin que fuera escuchada.
Entonces no lo soportó más, y como pudo, pasó por entre el tropel de gente que empezaba a enzarzarse en disputas bastante serias para escapar a la sala contigua.
El jaleo de la entrada oeste se había extendido por todo el Parador y el rumor de que había comida corría de boca en boca. La gente se desplazaba hacia allí con visible ansiedad, y una vez más, José no pudo evitar compararlos con los caminantes. Se sentía, además, como si acabara de robar las más codiciadas mercancías, llevando a sus espaldas una segunda mochila llena de píldoras y barritas energéticas. Pensaba que, en cualquier momento, alguien le señalaría con el dedo y se abalanzarían sobre él. Sobre todo le preocupa el otro contenido. Allí dentro, empacadas en el fondo, estaban las medicinas que Jukkar precisaba. Si después de todo el esfuerzo éstas se malograban, probablemente perdería la cabeza.
Por fin llegaron donde estaba Jukkar. Sombra seguía a su lado, tomándole la temperatura de vez en cuando; apoyaba la mano en su frente y hacía un gesto de disgusto. Pero ahora estaban otra vez prácticamente solos: casi todo el mundo se había desplazado al interior, atraídos por el bullicio. Los que quedaban vigilaban las puertas con una sombra lúgubre cruzando sus miradas atemorizadas, y la hoja de madera reverberaba cuando era golpeada por los muertos que acechaban fuera.
– Jesús… -susurró José.
– ¡Hostia! -exclamó Sombra al reparar en ellos-. ¿Dónde estabais? Creía que os habíais… bueno…
José asintió.
– Casi. Pero somos bastante tercos con esto de sobrevivir -metió la mano en la mochila y extrajo los medicamentos, con cuidado de no revelar todas las otras cosas que llevaba.
No tenía, por cierto, ninguna intención de quedarse con nada de todo aquello, pero desde luego no iba a permitir que se repitiera una situación como la que había vivido. Llegado el momento, lo distribuirían tan equitativamente como fuera posible.
Sombra miró los envases que José le ofrecía con cierta perplejidad. Los cogió con sus manos y empezó a revisarlos.
– ¿Dobutamina Baxter… Amoxil, Ampicilina?, ¿qué cojones es esto?
– Todas las medicinas que nos dijisteis -dijo José.
– Pero de dónde…
El señor Román, que había estado mirando toda la escena desde su posición cercana a la puerta, se acercó.
– ¿Qué es todo eso? -preguntó.
José le pasó uno de los envases.
– Espero que sea suficiente… -apuntó José.
Después de unos instantes, el señor Román levantó la vista de la etiqueta y miró a José con una expresión que él no pudo interpretar.
– Por los clavos de Cristo -exclamó, con voz un poco engolada-. Vaya si sirven.
– ¿Le ayudará a administrarle estas cosas?
– Desde luego. Se pondrá bien, casi seguro.
José asintió, aliviado.
El señor Román empezó a preguntar algo, pero Susana estaba ya en otra cosa. Miraba la puerta con el ceño fruncido, escuchando los golpes asíncronos y retumbantes. La hoja se sacudía con cada envite, la plancha metálica de las bisagras se estremecía, amenazando con ceder.
– José… -llamó.
Pero José estaba distraído escuchando las sugerencias de Román y no la escuchó.
– ¡JOSÉ!
– Dime… -dijo éste, alertado.
– La puerta…
Su compañero miró, y comprendió rápidamente a qué se refería. La madera crujía: BUM, BUM, BUM, el pomo vibraba y los tornillos se sacudían en sus orificios, girando lentamente hacia uno u otro lado.
Están cediendo, pensó José, toda la maldita cosa se está viniendo abajo.
– No aguantará -concluyó.
– Tenemos que traer algunos muebles -dijo Susana.
– Algo pesado.
– Tablones. Podemos clavarlos. Hasta que se olviden de nosotros…
José miró alrededor. El señor Román estaba abriendo los medicamentos y cargando las jeringuillas desechables con sueros que necesitaba aplicar. Cerca, dos hombres les miraban con expresiones neutras, como si sus mentes estuvieran desconectadas, y al recorrer la habitación con la mirada encontró más de lo mismo.
– Creo que iré a buscar a Moses. Él nos ayudará.
Susana asintió.
José se dirigió hacia el rincón donde se habían instalado, pero ya desde lejos, pudo ver que estaba vacío.
De pronto, una intensa sensación de desmayo creció en su interior, similar a una arritmia penetrante.
No están. No hay nadie en sus camas.
Buscó con la mirada en la sala, ahora medio vacía, pero no los vio por ninguna parte.
No estaban en la sala por donde entramos. No. Pero entonces negó con la cabeza, desechando la idea que se empeñaba en abrirse paso y reflotar como una deposición pestilente en el poso oscuro de su mente. No quería saber que estaba ahí. No quería haberla concebido, pero persistía.
Se acercó a una de las mujeres que ocupaban los camastros más cercanos.
– Señora… los niños que estaban aquí…
– ¡Los niños! -contestó, con un hilo de voz-. Sí, los niños…
– ¿Los ha visto?
– Sí, los he visto…
– ¿Dónde están? -preguntó, algo más aliviado.
– Sí, ¿dónde están los niños? -dijo, temerosa. Ahora miraba alrededor, visiblemente consternada.
José iba a añadir algo, pero se dio cuenta de que sería inútil. Preguntó a algunas personas más, pero nadie parecía saber dónde estaban sus amigos. Alguien recordaba haberlos visto fuera. Preguntó cuándo estuvieron fuera, y le explicaron que los soldados los habían hecho salir a todos, que buscaban algo. Luego se quedaron fuera, sin saber qué hacer, hasta que comenzaron las explosiones y los disparos. Entonces alguien había chillado y todo el mundo había empezado a correr hacia el interior del edificio porque los zombis venían caminando por la calle Real. Luego… luego cerraron las puertas (alguien, nadie sabía quién) y ya no sabían nada más.
– Pero ¿quedaba gente fuera cuando las cerraron?
Las miradas silenciosas le dieron la respuesta.
Cada vez más asustado y furioso a un mismo tiempo, José empezó a trotar por el recinto. Allá por donde iba, gritaba el nombre de Moses y el de Isabel. Ya a la carrera, recorrió las distintas habitaciones, cruzó el hermoso patio interior, las cocinas, los cuartos de baño (un execrable compendio de inmundicias que hacía tiempo que nadie usaba y mucho más que nadie limpiaba) y todos los otros lugares, y cuando se encontró sin saber qué dirección tomar a continuación porque todas le parecían conocidas, se derrumbó.
Llegó donde estaba Susana con ojos llorosos, la mandíbula inferior temblando visiblemente y los puños apretados. Los tendones del cuello agarrotados parecían los mástiles de un navío de guerra.
– Moses… Isabel… -dijo-. Los han dejado fuera.
Y Susana, que tardó todavía un par de segundos en entender lo que quería decir, se quedó súbitamente muda por la conmoción de lo que eso representaba. En su mente se cruzaron imágenes de muertos ensangrentados y letales nubes venenosas, y algo en su interior se desactivó con un sonoro clic. Mientras en su mente se abría un abismo cuya profundidad parecía crecer cada segundo, un grito empezó a germinar en su garganta, vibrante y poderoso. Y cuando lo liberó, no quedó nadie en el antiguo convento que no se sintiera sobrecogido.
Llegaban ya a la altura del edificio que albergaba el Patio de los Leones cuando vieron el humo evolucionar en el aire. Oscurecido por la noche y tintado de un color azulado por efecto de la luna, parecía una especie de demonio iracundo, conjurado por artes arcanas.
Alba dejó escapar un pequeño chillido.
– ¿Qué… qué es eso? -preguntó Isabel.
Moses no contestó inmediatamente. Pensaba en Aranda, que debía estar en alguna parte de aquel lugar. No sabía qué había pasado, pero sí pensaba que la base Orestes se estaba yendo al infierno rápidamente.
– Gas… -contestó, sombrío-, o humo. Humo envenenado…
– ¡Por Dios, Mo!
– Lo siento. Será mejor que entremos… ¡Ya!
Se decidieron por un pequeño edificio en forma de «ele» ubicado al norte. Un pequeño corredor elevado rodeado de arbustos conducía a una puerta sencilla. Moses no tenía la corpulencia de Dozer, pero su complexión era todavía fuerte para la media de los hombres. Le costó tres intentos, pero logró hacer saltar la sencilla cerradura.
Dentro estaba oscuro, y al probar a cerrar la puerta, descubrieron que la oscuridad era entonces absoluta. Moses apiló una silla sobre un viejo escritorio para encaramarse en ella y acceder a los dos únicos ventanucos que tenía la estancia, ubicados casi a la altura del techo. Afortunadamente tenían cristales, así que sólo tuvo que retirar los batientes para que la luz se desparramara por la habitación.
– Mejor… -dijo Isabel.
Miró alrededor, sintiéndose inquieta. Olía a cerrado y a polvo, tanto que casi parecía que podría masticarse. Pero estaba seco, la temperatura era mucho más agradable que al raso, y los sonidos de los disparos y los zombis parecían quedar un poco más lejos. También ella pensaba que se trataba sólo de resistir un tiempo, hasta que los militares recuperaran el control de la base. No sabía lo que había ocurrido, pero confiaba en que aún pudiera arreglarse.
Mientras tanto, Moses había empujado el escritorio para bloquear la puerta. Era bastante pesado; no sabía si aguantaría un envite serio de esas cosas, pero la clave estaba en no hacer ruido. Si no se enteraban de que estaban allí, estarían a salvo.
Acomodaron a los niños sobre unos cartones para que no estuvieran en contacto con el frío del suelo, y dieron gracias por la ocurrencia de sacarlos con unas mantas. Ahora al menos podrían mantenerlos calientes mientras esperaban.
– ¿Estáis bien? -preguntó Isabel.
– S-sí -contestó Alba.
Gabriel se limitó a levantar la mano, con el pulgar apuntando al techo.
Isabel pasó una mano por la cabeza de la pequeña, retirándole el cabello de la frente.
– ¿Tienes miedo?
– No… -dijo, sencillamente.
Isabel sonrió.
– Eres maravillosa -le dijo, y le imprimió un beso en la frente.
En cuanto a ella… Ella sí que tenía miedo. Mucho miedo. Ojalá las cosas no hubieran cambiado. No sabía si los soldados podrían extraer los secretos de las venas de Aranda, pero le empezaba a importar un bledo. Quería regresar a Carranque, a su habitación. Quería despertarse con Moses y trabajar en su huerto. Recordaba que habían hecho planes para cultivar todo el terreno de la pista de atletismo; era una gran explanada de césped donde podrían cultivar montones de verduras y hortalizas, suficientes para alimentar a todo el campamento con comida sana y fresca. Y entonces pensó con amargura que muy mal debían estar las cosas para que aquel pequeño rincón del mundo le pareciera ahora un lugar paradisíaco. Nunca le gustó saludar a los muertos que esperaban tras las rejas del muro, pero allí al menos los muertos sólo acechaban.
Sólo acechaban.
– Mo… -dijo entonces mientras se ponía en pie.
– ¿Sí?
– ¿Qué habrá pasado con los otros, los otros supervivientes? Los que se quedaron fuera…
Moses no lo sabía, pero de repente, una extraña sensación empezó a embargarle. Miró el fusil que llevaba en las manos, y supo que ese sentimiento que ahora germinaba en él era de culpa. Ahora tenían armas… podrían haber supuesto una diferencia.
Quizá sí, pero quizá no. Y en ese caso, ¿qué hubieran hecho los niños?, ¿qué habría sido de Isabel?
Como adivinando sus pensamientos, Isabel le puso una mano encima de la suya y le dedicó un tímido atisbo de sonrisa.
– Creo que hemos hecho lo correcto -susurró.
Pero Moses no lo sabía. Y empezaba a sospechar que, si llegaban a sobrevivir a todo aquello, sería algo que se preguntaría todas las noches, en esos momentos íntimos entre la vigilia y el sueño; en esos momentos en los que una voz interior te habla y te señala con un dedo acusador.
¿Lo hiciste, Mo, hiciste todo lo posible?
Bajó la cabeza, pero no dijo nada.
Cuando el padre Isidro llegó a Granada, pensó que le costaría más trabajo encontrar a los supervivientes. En Málaga tuvo que recurrir a varias argucias para localizar el paradero de los que aún se empeñaban en resistir, ocultándose de los muertos. Incluso entonces, siempre había sabido que el factor suerte había sido esencial para la consecución de sus objetivos. Suerte, o por supuesto, providencia divina.
Y es que el Señor, que vela siempre por su rebaño, había vuelto a indicarle muy claramente dónde debía dirigirse. Rodeado por una plétora de espectros, el padre Isidro levantó los brazos hacia el cielo, sintiéndose eufórico por lo que veían sus ojos muertos; si bien la ciudad se presentaba oscura, apagada y vacía, una columna de humo se elevaba hasta el cielo emergiendo desde la vetusta fortaleza árabe, diseñada por impuros paganos para elevar la gloria de aquella burda pseudorreligión llamada el islam.
El padre Isidro sonrió, sintiéndose infinitamente pagado de sí mismo. ¿Acaso había algún otro lugar donde las ratas hubieran podido refugiarse?, ¿había un sitio más apropiado para semejante atajo de despreciables? No podía imaginar un lugar más obvio y predecible para huir de Él y de su Justicia Sagrada. Era como la última pieza de un puzzle de proporciones cosmológicas, que termina cayendo y encajando en el lugar adecuado con un sonido similar al que produce la lápida de una tumba de piedra. Era allí, en definitiva, donde necesariamente tenían que darse cita después de todas aquellas escaramuzas; donde se desarrollaría el capítulo final, el Fin de Todas las Cosas.
Entonces recordó un fragmento del Libro Sagrado sobre la ciudad impía de Babilonia. Se trataba de una profecía que Isaías, hijo de Amoz, recibió en visión:
Lamentad, porque cercano está el día; vendré como destrucción de parte del Todopoderoso. Todas las manos se debilitarán, y todo corazón humano desfallecerá. Se llenarán de terror; convulsiones y dolores se apoderarán de ellos. Tendrán dolores como de mujer que da a luz. Cada cual mirará con asombro a su compañero; sus caras son como llamaradas. He aquí que viene el día de Jehovah, implacable, lleno de indignación y de ardiente ira, para convertir la tierra en desolación y para destruir en ella a sus pecadores.
Después, complacido por cómo iban encajando las cosas, se encaminó hacia la Alhambra.
Jimmy miraba a su alrededor, con los ojos como dos huevos duros abiertos de par en par. Había llamas, había explosiones, disparos, y había también una suerte de humo espeso y de un tono indescriptiblemente hermoso que lo cubría casi todo. Pero también había una cantidad nada desdeñable de esas cosas muertas, que llegaban a la base Orestes desde prácticamente todos los rincones y anegaban sus accesos. Esos seres eran feos, no como el fuego que lo consumía y lo limpiaba todo, y los miraba con cierto sentimiento de asco desde su posición en lo alto de la Torre de la Justicia.
Cosas muertas, que hacían ruidos desagradables y miraban sin ojos.
A pesar de ellos, pensaba que Zacarías estaría satisfecho con su trabajo. Lo había hecho todo como le había ordenado, aunque para conseguirlo había tenido que disparar contra algunos de los hombres. No estaba seguro de si eso le causaría algún trastorno, aunque sus palabras aún restallaban en su mente, reconfortándole: «Lo más importante es que hagas lo que te he pedido, pase lo que pase.» Y eso había hecho, señor, sí señor.
A ratos, sin embargo, la incertidumbre se apoderaba de él y entonces se rascaba la cabeza, mohíno y sumido en un mar de dudas. ¿Habría previsto Zacarías todo ese despropósito?, ¿esa destrucción?, ¿sería parte de su plan? Jimmy no lo sabía, sólo quería complacerle; quería haberlo hecho bien, y en cuanto a las cosas feas y muertas, no había podido evitar que entrasen en la base cuando se ocupó de las puertas.
Otros dilemas no menos acuciantes vagaban por su mente, brumosos e insustanciales como la humareda que revoloteaba a su alrededor. Por ejemplo, ¿qué tenía que hacer a continuación? Zacarías no se lo había dicho. Los muertos le habían pillado por sorpresa, y había tenido que subir a lo alto de la torre para alejarse de ellos. Desde entonces, no había encontrado manera de volver al palacio.
En un momento dado, había mirado hacia arriba y le había parecido que el humo adquiría la forma de un rostro caricaturesco, con los pómulos hinchados y una sonrisa de complicidad entretejida en sus bucles siempre cambiantes. Entonces Jimmy le devolvió la sonrisa, y al hacerlo, el humo le respondió brindándole un guiño.
Jimmy…
Jimmy mudó su expresión, mirando la colosal nube negra con pasmosa incredulidad. ¿La nube sabía su nombre?, ¿era posible?, pero ¿cómo?
¡Eres el mejor, Jimmy!
Una enorme sonrisa se dibujó en su rostro, marcado con tizne del humo y las cenizas que revoloteaban por todos lados. En sus pupilas se reflejaba el fulgor de las llamas, dibujando formas temblorosas.
¡Eres el puto amo, Jimmy!
– S-Sí…
¡Gracias, Jimmy!, ¡lo has hecho es-tu-pen-da-men-te!
Encendido por una repentina sensación, Jimmy trepó a las almenas de piedra y se asomó al patio que quedaba muchos metros abajo. Allí, los zombis avanzaban como una marea, lentos pero inexorables; las cabezas se mecían suavemente de uno a otro lado, conformando una alfombra monstruosa. Las cosas muertas sí que eran estúpidas, pensó. Era fácil reírse de ellas, ja, ja, ja, porque eran las cosas más estúpidas en las que podía pensar. Podías dispararles y seguían avanzando, podías cerrar una puerta y salir por la puerta trasera, y las cosas estúpidas seguirían intentando traspasar el umbral aunque te colocaras detrás de ellas. Sólo tenías que procurar que no te vieran. Hasta podías tirarte al agua y ellas te seguirían, aunque como había comprobado, no tenían absolutamente ninguna capacidad para nadar.
Cosas estúpidas. Feas y estúpidas. Ja, ja, ja.
Cerró los ojos, dejando que el aire caliente le acariciara las mejillas. Si el humo estaba contento con él, suponía que Zacarías también lo estaría, y eso era todo lo que necesitaba saber. Cuando las cosas se calmasen, regresaría a la base y estaría otra vez a su lado. Y eso sería bueno.
Entonces escuchó un ruido a su espalda.
Jimmy se volvió instintivamente.
Allí, erguida cuan alta era, había una de esas cosas feas. Y vaya si era fea: le faltaba la mandíbula inferior, y su lengua colgaba flácida, recorrida por venas negras e hinchadas. Sus ojos eran un espanto blanco, y su cabello blanco y lacio recubría parcialmente su frente de un color ceniciento.
La cosa sostenía su fusil entre las manos.
Jimmy contuvo un acceso de risa. Los muertos no sabían pulsar ni un botón rojo, gordo y brillante, con un cartel encima que dijera: «PULSE EL BOTÓN», ¿cómo pretendía usar un rifle? ¡Y le llamaban tonto a él! Luego se enfurruñó, arrugando la frente. Ciertamente debía tener más cuidado… no le había escuchado acercarse; había sido descuidado, y la cosa podía haberle empujado hasta abajo si no hubiera decidido trastear con su arma. Debía de haber subido utilizando las escaleras de piedra, que daban quiebros y se retorcían por el interior de la torre hasta la parte superior, siguiendo el camino por pura inercia.
Tanto daba. Sólo era uno. Cuando eran muchos representaban un serio peligro, a juzgar por lo que les había visto hacer en el pasado, pero éste era además delgado como un espantapájaros ligero de paja; estaba seguro de que podría quitarle el rifle y reducirlo. Decidió que lo tiraría hasta el patio de abajo, por encima de las almenas. Ja, ja, ja.
Entonces la cosa le apuntó, y Jimmy palideció al instante. El rifle hizo clic, pero no descargó ningún proyectil. La lengua se movió nerviosamente de un lado a otro, como la cola de un perrito faldero, y Jimmy dejó escapar una sonora carcajada.
Sin embargo, la cosa miraba ahora el rifle como si estuviera estudiándolo, lo que le pareció aún más divertido. Y después accionó el seguro correctamente, que se deslizó a un lado con suavidad.
– ¡Uuuuuooooh! -exclamó Jimmy, impresionado, a modo de celebración. Solamente cuando la cosa volvió a apuntarle se dio cuenta de lo que estaba pasando-. Eh… -exclamó, aunque tenía la garganta cerrada y sonó como un graznido, grave y disonante.
La cosa accionó el gatillo, y el proyectil voló por el aire, acompañado de un estruendo explosivo. Le atravesó el tórax, unos centímetros por encima del ombligo, y salió por la espalda, espurreando sangre, trozos de hueso y vísceras. Fue como si hubiera recibido un mazazo, y trastabilló hacia atrás, hasta acabar deteniéndose justo en el borde del abismo.
Jimmy no podía creer lo que acababa de pasar. No pensaba en lo que esa herida representaba: la posibilidad de la muerte era un concepto que se le escapaba, y el dolor todavía no había hecho acto de aparición: su sistema nervioso aún se encontraba en estado de shock. Pero le sorprendía que una de las cosas estúpidas hubiera sabido accionar el seguro de su fusil. Más que sorprenderle, le enfurecía, porque de una forma íntima y no reconocida conscientemente, le satisfacía sentirse superior intelectualmente. Cosa curiosa, porque al hacerlo, volcaba sobre ellos el mismo desprecio que él había sufrido.
Para cuando ese sentimiento empezó a abrirse paso de manera consciente, la cosa disparó de nuevo, liberando tres proyectiles en ráfaga. Jimmy se sacudió como un alocado muñeco de trapo en manos de un titiritero empapado en alcohol. Surgieron latigazos de carne y sangre en el pecho; y en el cuello, la tráquea se hundió formando un pozo oscuro y deforme salpicado de líquido sinovial. Después, se sostuvo prácticamente sobre las puntas de los pies, desafiando la ley de la gravedad en un ángulo imposible al borde del torreón, hasta que, con las piernas estiradas, cayó hacia atrás. Tan sólo unos pocos segundos más tarde, caía sobre unos inadvertidos espectros que vagaban abajo. Su cuerpo, por entonces cadáver, los aplastó contra el suelo, quebrando sus huesos podridos y combando sus cuerpos por lugares insospechados. Y cuando su cabeza tocó el suelo, se desgajó en el acto como un fruto maduro. El padre Isidro bajó de nuevo las escaleras del torreón, trotando alegremente, pero sin el fusil. Sin duda era un aparato muy útil, pero sabía que su mejor baza era mezclarse otra vez con los muertos, pasar por uno de ellos, cosa que hizo inmediatamente. Así, se confundió con el tropel de espectros que llegaban, formando una serie de interminables hileras, a través de las puertas de la torre, y desde allí estudió la situación, observando con ojos escrutadores.
El monumental edificio que tenía enfrente estaba en llamas, y por todas partes se extendían el humo, el polvo y las cenizas. Sin embargo, los muertos avanzaban hacia el interior, indiferentes a todo. Golpeaban las ventanas, se arrastraban contra los muros, anhelantes de la carne que sentían dentro, y se escurrían poco a poco en dirección a la puerta de entrada. Él mismo oía las voces, gritando cosas ininteligibles; y ese clamor hizo que se estremeciera como el hambriento que experimenta un retortijón en el estómago al ver la comida ante sus ojos. ¿Serían ellos?, ¿los escurridizos impíos que conocía ya tan bien?
Espoleado por la excitación, el poderoso músculo de la lengua se retrajo, formando una especie de caracol casi púrpura.
En cuanto al acceso, la puerta era un embudo por el que los muertos se veían obligados a pasar en hileras de a dos. Una vez en el umbral, las balas descarnaban sus cuerpos, las cabezas se sacudían hacia atrás y caían unos sobre otros formando una pila espeluznante. Había tantos cadáveres apilados que habían conformado una especie de barricada sobrecogedora. Y lo que era aún más pavoroso: preñada de un sutil movimiento que la volvía cimbreante a la vista.
El padre Isidro, agazapado como un animal a punto de saltar entre la masa de espectros, dejó escapar una especie de gruñido. Tenía muy claro lo que tenía que hacer, y sin duda iba a disfrutar haciéndolo.
El interior del Palacio Real se consumía por las llamas. El fuego lamía los bellos ornamentos y se propagaba horizontalmente por los techos, arruinaba las puertas y las molduras de las paredes, los muebles, murales y alfombras. El calor, incluso a cierta distancia, era insoportable.
Romero, enfervorizado, gritaba órdenes a sus hombres, pero la confusión era absoluta: además de disparar contra los espectros que intentaban acceder por la puerta principal, tenían que ocuparse de controlar el incendio. En esa tarea habían agotado todos los extintores que pudieron encontrar, pero ni siquiera entonces fue suficiente. Para empezar, necesitaban acercarse bastante a las llamas, cosa que no resultaba fácil por los vapores tóxicos que flotaban en suspensión por todas partes. Afortunadamente para ellos, el viento soplaba con cierto ímpetu desde el oeste y la nube tóxica se desparramaba alejándose del palacio.
– ¡Cargador! -gritaba alguien en el patio circular.
– ¡Ráfagas cortas, joder, ráfagas cortas!
– ¡CARGADOR, COÑO!
Entonces, Romero se detuvo.
De pronto, tuvo una experiencia íntima de profunda comprensión, alimentada quizá por el exceso de adrenalina que corría por su sangre. El sonido que percibía por todas partes redujo su intensidad hasta quedarse plano, como si estuviera escuchando debajo del agua. Asomado a la balaustrada de piedra del segundo piso, la escena de caos que tenía delante se le mostraba como ralentizada. Los detalles más nimios saltaban a la vista; los casquillos salían de los fusiles como ingrávidas bailarinas de ballet, la sangre salpicaba como si una repentina ola de frío la hubiera congelado en el aire, y un soldado que iniciaba su huida, tropezaba con un compañero acuclillado y se precipitaba contra el suelo, más parecido a una escultura pétrea que a un cuerpo en caída libre.
Romero pestañeó, escuchando su propia respiración en primer plano, cálida y pesada. El aire estaba viciado y al expulsarlo, sus pulmones emitían un pitido agudo y sibilante.
Y en mitad de esa experiencia de percepción extrasensorial, Romero comprendió. Había perdido.
Detrás de una de las columnas del patio, uno de sus hombres se mecía, aferrado a su arma como si acunara a un bebé. Incluso con el casco cubriéndole los ojos, sabía que estaba llorando, presa de un ataque de pánico. En el otro extremo, un soldado golpeaba con la culata la cabeza de un muerto viviente, incapaz de encontrar una sola bala en sus cargadores.
La sala de munición había volado, y el exterior era impracticable no sólo por los zombis, sino por el humo tóxico de los vapores que se habían liberado. Por consiguiente, resultaba imposible acceder al segundo almacén de armas y munición. Paradójicamente, tenían máscaras con filtros especiales (parte del equipo de la divisiones UME con las que había parcheado a sus hombres), pero estaban también en ese depósito auxiliar. No sabía quién era su enemigo, sólo su sello o marca de guerra.
Trauma. Trauma. Trauma.
Habían perdido uno de los helicópteros y el otro quedaba ya inalcanzable. A esas alturas, estaría rodeado por una legión de muertos vivientes. Y por añadidura no tenía ni idea de cuál era el paradero de Aranda, que era su objetivo primordial. Por lo que sabía, podía estar camino de Almería en uno de sus camiones, o estar escondido en una de las muchas galerías que se rumoreaba que estaban ocultas bajo la Alhambra. En cualquier caso, ya poco importaba.
Apretó los dientes, con una pequeña sonrisa apenas esbozada en su rostro bañado en sudor. Luego cerró los ojos unos breves instantes.
Se dirigió entonces a la sala de radio, para informar a sus superiores antes de que la electricidad fallase. Si él estuviera al mando del grupo de insurrectos, ése sería el siguiente paso lógico, el mazazo definitivo en el clavo que cierra la tapa del ataúd. No quería ni imaginar la presión psicológica a la que se verían sometidos sus hombres al tener que luchar en la oscuridad, cegados por los fogonazos de los rifles y en clara desventaja numérica. Quizá la batalla estuviera perdida, pero no la guerra. Todavía podía controlar la situación, si jugaba bien las pocas cartas que le quedaban. Si en el norte reaccionaban a tiempo, en unas horas podría tener refuerzos en la base: unos cuantos helicópteros cargados de hombres fieles y munición abundante que pudieran recuperar el perímetro.
Después buscarían a Aranda.
Cuando llegó a la sala de radio, le saludó el vacío: no había ningún operador en su puesto. No le extrañó, pese a que las órdenes siempre habían indicado que la radio debía estar atendida en todo momento. Tampoco importaba: había visto a sus hombres hacer las mismas operaciones varias veces y se sentía completamente capaz. Se sentó en su sitio y empezó a operar el aparato.
Después de enviar su mensaje y estar un rato a la escucha, empezó a inquietarse: no llegaba ningún tipo de respuesta. Revisó la frecuencia y todos los otros parámetros y realizó nuevas tentativas, pero el aparato continuaba mudo. ¿Y si había algún interruptor cuya existencia desconocía?, ¿y si no se había fijado bien? En una explosión de rabia, descargó un puño sobre la mesa y una pequeña taza con restos de algo que parecía café saltó unos milímetros en el aire. Luego, se mesó los cabellos con ambas manos y volvió a intentar toda la operación desde el principio, esta vez con infinito cuidado, como si accionando los controles lentamente fuese a conseguir que la comunicación fluyese.
– La lentitud da precisión -dijo a la sala vacía, en un intento de recobrar la serenidad-. La precisión, rapidez.
Tres minutos más tarde, todavía sin noticias, el teniente Romero revisaba las conexiones, los cables, la posición de la antena y, por último, las frecuencias de emergencia que conocía. Nada funcionó.
Cuando estaba a punto de rendirse, una voz brotó por los altavoces externos.
– ¿Orestes?, ¿me oyen? Adelante, Orestes.
Romero saltó sobre la silla y cogió el micrófono.
– Aquí Orestes, ¿me recibe? -preguntó, visiblemente exaltado.
– Le recibo, Orestes… Identificación… A29.
Romero sacó su propio libro de claves del bolsillo de la camisa: una pequeña libreta negra donde tenía apuntados varias decenas de códigos. Era la única manera de garantizar que las personas al otro lado del aparato eran quienes decían ser, ya que de todos los sistemas de comunicación posibles, el de la radio era el menos seguro. Nunca repetían ningún código.
– Delta Juliet Sierra Víctor Papa Quebec Quebec Lima -contestó Romero.
– Orestes, es una alegría oírles. ¡Llevamos dos días intentando contactar con ustedes!
Romero pestañeó, y una palabra se formó en su mente, escrita con caracteres temblorosos y sangrientos: TRAUMA, exactamente igual a la que había visto en la pared del área. Nadie le había informado sobre ningún intento de comunicación, aunque estaba claro a qué se debía. Una vez más, sus dientes chirriaron al percibir la magnitud del problema, aunque de nuevo, tanto daba. Era obvio que los rebeldes seguían camuflados entre sus hombres, tejiendo traicioneras telarañas que saltaban a la cara en el último momento. ¡Qué ciego había estado! De pronto, tuvo la tentación de darse la vuelta, temiendo encontrar el cañón de una pistola apuntando a su sien, pero luego sacudió la cabeza y agarró el micrófono con ambas manos.
– Póngame con el oficial al mando, ¡es muy urgente! -dijo al fin.
Una pequeña pausa.
– Creo que yo soy el oficial al mando, Orestes…
Romero frunció el entrecejo.
– ¿Con quién hablo? -preguntó.
– Soy el sargento Iván.
Romero tragó saliva, aunque tenía la boca seca y la garganta hizo un esfuerzo por tragar en vacío.
– Soy el teniente Romero. ¿Dónde están sus superiores?
– Teniente, creo que a estas alturas… deben estar muertos.
Los ataques de pánico, por lo general, no suelen durar mucho, pero son tan intensos que la persona afectada los percibe como muy prolongados. Para Romero, el instante duró una eternidad. El pecho se entregó a una especie de montaña rusa y la sensación de ahogo fue a más, brotando de una pequeña palpitación en la zona del corazón hasta el cuello. Luego la visión se nubló, para terminar enfocándose de nuevo como una película antigua.
– ¿Teniente?, ¿me recibe? -preguntó el sargento.
– Tengo una situación de emergencia aquí -logró decir Romero-. Necesito apoyo inmediato. -Y como para reforzar su comentario, el grito de uno de sus hombres resonó a través del corredor desde el patio.
Pero el sargento no contestó enseguida.
– Mierda -exclamó-. Eso iba a pedirle yo a usted… -Su voz estaba cargada de pesadumbre.
– ¿Qué está diciendo? -graznó Romero.
– Teniente, todo está perdido.
– ¿Qué está perdido?
– Todo. Hemos perdido la guerra.
– ¿Contra los muertos?, ¿han sido esas cosas?
– Contra los vivos, teniente. Hemos perdido casi todos nuestros efectivos. Esperamos la ocupación final en dos o tres días.
– ¿De qué está hablando? -exclamó Romero, confuso. Sudaba copiosamente.
– De los hombres del general Edgardo Guerrero -hizo una pausa y añadió-. ¿No lo sabe? Teniente, ¿está enterado de nuestra situación?
A Romero le sonaba el nombre. Edgardo Guerrero. Había oído hablar de ese general en alguna ocasión, pero el dato flotaba en su memoria como si fuese un eco de antaño, quizá de la época anterior a la Pandemia Zombi.
– Nos sesgamos en dos facciones -continuó diciendo el sargento-. Intereses políticos, entre otras cosas… Hemos estado enfrentados en las últimas semanas.
Romero masculló algo.
– Oiga, no tengo tiempo de escuchar la historia completa, estoy en una situación de emergencia extrema. Mis hombres están muriendo a pocos metros de aquí. ¿Sabe algo de nuestras órdenes prioritarias?
– Ustedes eran nuestra reserva.
– No… ¡La orden que recibimos hace unos días!
– ¿Hace unos días? Me temo que no…
El teniente estudió las posibilidades durante unos instantes.
– ¿No pueden enviarnos ayuda? -preguntó al fin.
– Es imposible. Como le he dicho, estuvimos intentando contactarles para solicitarles lo mismo.
Entonces se derrumbó, dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo. La barbilla se pegó al pecho, incapaz de aguantarse por un momento más. De repente se sintió cansado, muy cansado. Ahora estaba claro. No sólo había perdido la batalla, sino también la guerra. Trauma ganaba, los zombis ganaban y el general Edgardo ganaba también. Su derrota era tan completa y absoluta como nunca hubiera podido imaginar.
Sin añadir nada más, extendió una mano temblorosa y apagó la radio; los altavoces crepitaron y la máquina se sumió por fin en el silencio.
Luego, sacó su pistola de la funda y comprobó que estaba debidamente cargada y preparada. Era una operación reconfortante que realizaba varias veces al día, una especie de terapia personal, pero ahora era una cuestión de supervivencia básica: iba a necesitarla de veras.
Moviéndose tan silenciosamente como un fantasma, el teniente salió de la habitación, pero en ningún momento pensó en los civiles o la suerte que pudieran correr.
Sólo pensaba en los camiones; aún tenía los camiones.