12.

FÁRMACOS

José Vázquez Morán estaba tendido al sol, vestido únicamente con un pequeño bañador negro. Sentía el delicioso e intenso calor sobre su cuerpo, y su mente estaba desocupada, jugueteando tan sólo con las sensaciones que le llegaban del entorno. Cosas pequeñas, en apariencia mundanas, pero que en conjunto representaban la antesala del mismísimo paraíso terrenal, o eso le parecía: la agradable textura de la toalla, el leve olor a sal que emanaba su piel, la fragancia sutil de la arena, o el aroma embriagador del aceite bronceador. Olía además a aire limpio; olía a verano.

Abrió los ojos y se incorporó ligeramente, apoyándose sobre los codos. A apenas veinte metros a la izquierda había una chica joven, rubia resplandeciente, con el delicado cabello cayendo en complicados bucles sobre los hombros. Había vuelto la cabeza hacia el cielo, como si quisiera beberse todos los rayos solares ella sola, y en sus labios rosados se dibujaba una sutil sonrisa que le daba un toque enigmático, a caballo entre traviesa y relajada. José recorrió la curva de sus hombros con ojos exploradores, descendió por la delicada forma de su pecho desnudo y se detuvo brevemente en la meseta de su vientre liso. El sol revelaba una ligerísima capa de vello, delicado como la pelusa de un melocotón, que brillaba como hilos de oro sobre la piel firme y rosada.

José consideró brevemente la idea de acercarse a ella y ver cómo iba la cosa a partir de ahí. Él mismo no tenía mal físico, después de todo, y la vieja sonrisa de los Vázquez no había perdido su misterioso poder, transmitido por herencia genética durante muchas más generaciones de las que él mismo tenía conciencia. Pero finalmente terminó por desechar la tentación; estaba demasiado a gusto allí tendido, despatarrado y sin hacer nada, como para complicar las cosas innecesariamente.

Así que descansó la cabeza otra vez, y una somnolencia tranquila empezó a apoderarse de él. Después de un rato, sin embargo, mientras un grupo de gaviotas levantaba el vuelo graznando alborotadamente, como colegiales a las puertas del fin de semana, escuchó una voz que llamaba.

– ¡Oiga!

Miró en dirección a la playa, y allí estaba la escultural rubia, con un bañador rojo minúsculo y sus largas piernas parcialmente sumergidas en el agua del mar. Sacudía un brazo por encima de su cabeza, y su cuerpo alto y delgado le recordó al de una bailarina de ballet.

– ¡Eh, oiga!

José miró hacia atrás, pero en toda la playa, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, no había nadie más. Levantó un brazo y se señaló a sí mismo, todavía dubitativo.

– ¡Sí, usted! -llamó la chica-. ¿Esto es suyo?

José, todavía atontado por el exceso de sol y medio somnoliento, tardó en reaccionar. Se puso torpemente en pie y empezó a caminar hacia la orilla. Allí, la chica parecía una escultura de mármol emergiendo entre las olas, hermosa como una obra de Miguel Ángel, resplandeciente como una ninfa.

– ¿Esto es suyo? -repitió ella.

Y José miró donde ella señalaba, y se encontró una extraña forma flotando a la deriva, meciéndose suavemente con el ir y venir de la marea. Tuvo que mirarla un buen rato para entender qué era: apenas una forma contrahecha, retorcida y húmeda, como un trozo de tela.

Pero la hebilla a un lado le sacó de dudas.

Era una pequeña mochila gris, desde luego, y no una cualquiera, sino una que ya había visto antes, en algún sitio. Pero de eso hacía tiempo, o acaso fue en otro lugar, en otra época…

Confuso, introdujo la mano en el agua y sacó la mochila, dejándola suspendida en el aire, con el brazo extendido. El agua chorreó abundante, cayendo como una catarata de diminutas gotas que brillaron como diamantes al sol.

– ¿Es suyo? -preguntó la chica.

– No lo sé -contestó José, confuso.

Y entonces detectó algo más, una forma imprecisa que parecía dibujarse en el margen de su visión periférica. Se volvió, y la figura se definió de una manera contundente: era un hombre que flotaba boca abajo, con la cabeza completamente sumergida y los brazos y las piernas extendidos, como sujetos por cables invisibles. José dejó caer la mochila casi por instinto, súbitamente sobrecogido. Intentó correr, pero luchar contra la resistencia del agua representaba un problema: le impedía avanzar todo lo rápido que hubiese querido. Visto desde la distancia, parecía un extraño personaje de dibujos animados, subiendo las rodillas tan alto como podía y agitando los brazos.

Cuando estuvo lo bastante cerca, lanzó las dos manos hacia el cuerpo y se esforzó por darle la vuelta. Estaba frío y tuvo la desagradable sensación de que su tacto era esponjoso, pero de alguna manera consiguió sacarle la cabeza del agua.

Entonces dio un respingo.

El ahogado levantó la cabeza hacia él, con la tez blanca e hinchada. La carne de la nariz había desaparecido casi completamente, como si un grupo de peces pequeños hubiera estado mordisqueándola con infinita paciencia. Los párpados estaban tan hinchados que, cuando se abrieron a la luz, un borbotón de agua resbaló por las mejillas y revelaron unos ojos oscuros como la brea, y casi con la misma textura.

– ¿Por qué? -preguntó el ahogado lánguidamente, con una voz que parecía brotar como entre coágulos-, ¿por qué me abandonaste?

José intentó retroceder, pero no pudo moverse del sitio, fascinado y horrorizado al mismo tiempo. Creía reconocer a aquel hombre grande, incluso con el cabello corto arrancado a trozos irregulares, como el de un tiñoso, y los mórbidos labios contraídos, apretados contra los dientes. Era alguien que creía haber conocido alguna vez, hacía mucho tiempo, o quizá…

El apocalipsis, la pandemia, el padre Isidro, Susana

Un torrente de recuerdos sepultados cayeron en tropel sobre él. Era…

¿D… Dozer?

– Te conozco, José… -soltó Dozer con ojos terribles y acusadores. Un maremágnum de odio brillaba en las tinieblas de su mirada-. ¡Tú fuiste quien me mató!

José quiso gritar, pero ahora su viejo amigo se incorporaba sobre sus piernas, trabajosamente, y ganaba más y más altura. Dos manos blandas, con la piel resbalando como chicle caliente, se lanzaron hacia él y le cogieron por los hombros.

– Tengo el cólera, José… -barbotó Dozer. Su voz era acuosa y arrastrada-, ¿lo pillas? El cólera, el tifus y también la tiña… y quiero darte un poquito… La tiña, José… ¡el que la coge, LA DIÑA!

Y por fin, José lanzó un grito desgarrador, al tiempo que un trueno retumbante y poderoso se liberó en el cielo azul y desprovisto de nubes. José cayó hacia atrás… precipitándose por un abismo insondable en el que Dozer gritaba en pos de él.

– ¡José, me abandonaste, deja que te lo agradezca, que te lo agradezca eteeernamente!


José despertó, estremecido por su propio grito. Estaba sudando, y se descubrió incorporado en su catre, con la respiración agitada. Susana estaba a su lado, y en ese momento se daba la vuelta hacia él, con los ojos abiertos como platos.

– ¡Dios! -exclamó ella, mirándole con una mano en el pecho.

– ¿Qué…? -preguntó José, balbuceante.

Sus ojos se esforzaban por registrar con rapidez todo el entorno. Seguía en el antiguo Parador, ahora improvisado barracón importado de los campos de concentración nazis. La gente le miraba desde sus compartimentos miserables, aunque otros muchos miraban hacia la calle, con las manos recogidas en el regazo y ligeramente encorvados, como si estuviesen consumidos por el miedo.

– Yo… -dijo José, pasando el antebrazo por su frente, cubierta de sudor-. He tenido una pesadilla.

– Joder, José… -exclamó Susana-. ¡Casi me matas del susto! Y bendito momento has elegido…

– Yo… pero… ¿qué pasa?

– ¿No lo has oído? -preguntó ella.

Se sentó sobre el camastro, recuperando poco a poco el control sobre la respiración.

– ¿Oír qué?

– El disparo…

¿El trueno?

Ahora que lo mencionaba, sí que había escuchado algo, aunque no conscientemente. El sonido del disparo se había entrelazado con el sueño, como suele suceder, y quizá debía agradecer al tirador el haberle arrancado de aquella pesadilla. No le sorprendía su contenido, por otro lado; de hecho, ya se sentía bastante mal por la muerte de Dozer, y sospechaba que, a medida que pasara el tiempo, se sentiría aún peor. Era una culpa que tendría que expiar, cuando llegara el momento. Y aquella mierda sobre el cólera y lo demás («¡La tiña, José, el que la coge la diña!») era una recreación inconsciente a ese entorno insalubre en el que ahora se encontraban. Enfermedades como la disentería, que surgen cuando faltan las vitaminas esenciales, y todas las otras, le daban todavía más miedo que los propios zombis. Uno podía tener una muerte más o menos atroz en sus manos, pero al menos sería suficientemente rápida, como la que tuvo Uriguen, o el propio Dozer. Sin embargo, la lenta agonía de las enfermedades degenerativas era algo que no podría soportar. Prefería volarse la tapa de los sesos, llegado el caso. Vaya, pensó con cierta pesadumbre, no hace falta ser Freud para darse cuenta de que estoy bien jodido.

– Qué coño… -exclamó entonces, todavía con la voz pastosa y grave de quien acaba de despertar-, ¿quién ha disparado?

– Creo que lo averiguaremos pronto -dijo Susana.

Un grupo de hombres salían en ese momento. Nunca se aventuraban fuera tan temprano, porque la temperatura a esas horas era realmente baja (apenas cuatro grados, aunque no les fuera posible decirlo con exactitud) y preferían las horas del mediodía para moverse por el recinto. Pero el sonido de un disparo a aquellas horas era del todo inusual, y en los rostros de todos aquellos supervivientes danzaban los espectros de la duda, capitaneados por una sombra de miedo.

Susana salió tras ellos y José se incorporó para seguirla. Antes de irse, echó un vistazo al resto del grupo, dispuesto alrededor. En el centro, protegidos por los adultos, los niños dormían juntos, enrollados en sus mantas como un flamenquín algo deforme; Isabel y Moses también seguían dormidos, compartiendo lecho, aunque él empezaba a moverse lentamente, señal inequívoca de que comenzaba a abandonar el reino de Morfeo. Aquel tipo nuevo que había llegado con Aranda, Sombra, todavía era capaz de lanzar pesados ronquidos al aire. Bendito hijo de puta, pensó con cierta envidia. Él mismo había pasado una noche horrible, despertándose a cada instante, bien fuera por el frío, bien por los ruidos que llenaban la sala, desde toses a enfermizos pedos furtivos, cuyo sonido se prolongaba durante varios segundos antes de morir. Quizá por eso sentía los ojos ardientes y arenosos, como si de un momento a otro fueran a chirriar mientras giraban en sus cuencas.

La última cama estaba vacía: la del extranjero cuyo nombre se le escapaba siempre por mucho que se lo repitieran. ¿Tucar, Jucar? Pero no le extrañó. Los extranjeros hacían cosas raras, como levantarse a horas impronunciables cuando no hacía maldita la falta.

– Por Dios, ¿vienes o no? -preguntó Susana desde la puerta.

– ¡Ya voy! -soltó José. Se puso las botas tan rápidamente como pudo y salió tras ella.

José pensaba que, probablemente, un disparo podía significar que alguno de los espectros se había acercado demasiado al muro, o había encontrado alguna forma de suponer un problema en alguna parte. Tanto le hubiera dado quedarse durmiendo, se decía, si aquellos soldados no permitían a los civiles portar armas. Si encontraban zombis dentro del recinto, si alguno de ellos moría durante la noche y abría los ojos a la pesadilla de los nomuertos, ¿qué alternativas tenían?

– Ha sido por allí -dijo uno de los hombres.

Su voz era débil, casi aniñada. Caminaba encogido, arrastrando los pies, con los puños cerrados y los dedos pulgares apresados en ellos. José tuvo una sensación extraña mientras los miraba con cierta pesadumbre, porque ya había visto antes a otros caminar como ellos; las mismas miradas ausentes y casi el mismo andar desgarbado: a los muertos vivientes.

Desde la distancia, no tardaron mucho en ver lo que estaba fuera de sitio: era un hombre (¿un caminante?) tirado en el suelo, junto a un aparatoso charco de sangre. Los hombres no parecían capaces de avanzar más rápido, pero José y Susana se miraron brevemente y empezaron a moverse con mucha más rapidez, dejándolos atrás.

Susana lo reconoció primero.

– ¡Es… es el finlandés! -exclamó, avivando la marcha.

Ahora que Susana lo decía, José creía reconocerlo también. Estaba caído en el suelo, con el pantalón envuelto en una mancha oscura. Cuando llegaron, concentrados como estaban en Jukkar, no vieron la perentoria línea amarilla ni el cartel que prohibía el acceso a los civiles.


– Oh… no… ahí vienen más… -murmuró el soldado más joven.

El otro soldado, que tenía una horrible cicatriz cruzándole la mejilla derecha, chasqueó la lengua. Sabía que pasaría aquello, sabía que vendrían algunos de los otros, alertados por el disparo, pero no esperaba que llegaran tan rápido. Apretó los párpados, para enfocar mejor en la distancia. ¿Quiénes eran aquellos tipos, después de todo? No llevaban las ropas mugrientas características de los culosucios ni tenían el aspecto de quien se ha estado alimentando de polvo de estantería durante meses; al contrario, el hombre parecía bastante atlético y a ella se la veía en buena forma también.

Los vio cruzar la línea a la carrera y detenerse junto al hombre caído en el suelo.

– Oh, no… -dijo el joven, mirando de reojo a su compañero.

Sabía lo que decían las directivas sobre violaciones consecutivas del perímetro. Las directivas eran muy explícitas sobre esos casos concretos: un disparo, y no uno de aviso en las extremidades, sino uno mortal. En los días que les había tocado vivir, eso significaba en la cabeza. Era, desde luego, la única forma de asegurarse de que el enemigo no iba a levantarse de nuevo.

– Me cago en la puta… -soltó Cicatriz, ajustando el rifle para disparar de nuevo.

– ¡No, espera! -pidió el joven-. ¡Sólo van a llevárselo!, ¡sólo quieren llevárselo!

– ¡Cállate, coño! -gritó Cicatriz, llevándose el rifle al hombro y ladeando la cabeza para apuntar.

– ¡Espera! -chilló el joven de nuevo.

Le había puesto la mano en el brazo, forzándole a bajar el rifle. Cicatriz se lo sacudió de encima, haciendo girar todo el torso como parte de un complicado acto reflejo; algo que había ido educando desde que se hiciera soldado profesional, hacía más años de los que podía recordar.

– ¡Han CRUZADO LA PUTA LÍNEA! -gritó entonces Cicatriz, con el rostro encendido por una furia que crecía, burbujeante, en su interior. En los viejos tiempos hubiera necesitado varias rondas de alcohol para encenderse de aquella manera, pero las cosas habían cambiado un poco en los últimos meses.

– ¡Sólo…¡ ¡Escúchame!, ¡sólo quieren llevárselo! -exclamó el joven, mirándole fijamente a los ojos.

– ¡¿Qué coño te pasa?¡ ¡Las órdenes son las órdenes! ¡Es la directiva más importante, hijodeputa! ¡No vacilar!

Pero el joven miraba ahora más allá de la barricada, con una media sonrisa dibujándose lentamente en su cara. Casi estaba hecho: el hombre había cogido al abatido por las axilas y la mujer por los pies, y juntos empezaban a llevárselo. Unos pasos más y estarían otra vez más allá de la puta línea…

– Ya está… ya está… -exclamó entonces, respirando aliviado-. ¿Lo ves? -añadió, mirando a Cicatriz-, sólo querían llevárselo…

Cicatriz le miró como si estuviera contemplando a un auténtico fenómeno de circo. Un caballo hablador le habría provocado menos estupor, pero el joven estaba satisfecho. No recordaba exactamente cuándo y cómo se habían vuelto todos locos en aquel agujero del demonio, pero si podía evitarlo, no dispararían a ninguno de aquellos hombres y mujeres sin necesidad. Cruzar la línea había sido una temeridad, dados los antecedentes, pero no había ninguna otra forma de que aquella gente pudiera ponerse en contacto con ellos. ¿Y si tenían una emergencia?, ¿una idea?, ¿alguna otra cosa? Toda esa historia de Trauma había complicado las cosas, eso era cierto, pero aquella situación era insostenible. Él lo sabía, el teniente debía de saberlo, y había buena gente entre todas las divisiones que formaban aquel campamento que lo sabía también.

– Al teniente no le va a gustar esto… -murmuró Cicatriz.

El joven no dijo nada. Tragó saliva y, mientras lo hacía, sintió que su sonrisa iba desapareciendo lenta, muy lentamente.


Colocaron a Jukkar en una de las camas, cuando estaban ya al límite de sus fuerzas. Susana se derrumbó en el suelo, completamente exhausta. Apenas soltó el peso muerto, un dolor lacerante le subió por los hombros y los tríceps, intenso como una descarga eléctrica. José tenía más resistencia, pero no recordaba un esfuerzo igual desde que el padre Isidro irrumpió en Carranque con todo su espantoso séquito. Pensaba ahora que el finlandés había tenido suerte; no creía que ninguno de aquellos hombres hubiese sido capaz de moverlo hasta allí ni en un millón de años.

Abraham había salido a su encuentro, pero tan pronto descubrió lo que estaba pasando, volvió a desaparecer. Cuando regresó de nuevo, traía las sábanas más limpias que pudo encontrar, las cuales desgarraron y convirtieron en improvisados vendajes. Susana había hecho un torniquete en la pierna, a tres centímetros de la herida, y ésta apenas sangraba; tan sólo un hilacho de sangre bajaba centelleante por la pantorrilla. Algunos otros trajeron un barreño con agua, y se emplearon a fondo con la herida. El agua no estaba hervida ni el barreño muy limpio; no había sueros antitetánicos ni sustancias para prevenir la gangrena, y por no haber, no tenían yodo, gasas esterilizadas ni nada por el estilo. Pero sí pusieron mucho empeño y cuidado en impedir que el agua penetrara en la herida (que era negra y atroz) para no arrastrar gérmenes al interior. También lo mantuvieron caliente, como apuntó alguien, ya que eso impediría que sufriera un shock traumático. Cuando le pusieron las mantas por encima, un tipo alto con el pelo greñudo llamado Fran dejó escapar un bufido y se apartó de la escena: empezaba a pensar para qué mierda podía servir una manta si no tenían ni un poco de agua oxigenada que echarle a aquel infeliz.

Jukkar no tuvo la misma suerte que Moses, a quien hirieron con un proyectil de pistola. Aquélla fue una herida limpia, sin complicaciones. La bala que había derribado al doctor era de 5,56 milímetros, que desplaza el aire a una velocidad supersónica. Ese aire penetra posteriormente en el cuerpo, siguiendo al proyectil, y genera una cavidad importante, destruyendo venas, arterias y cualquier órgano que encuentre en su camino. Los hace explotar; los esparce como la mierda fresca arrojada contra un potente ventilador.

– Su amigo no está bien -anunció Abraham al grupo, con bastante gravedad-. Tiene fiebre, ha perdido mucha sangre y no tenemos manera de saber cuál es su estado. No ha recuperado la conciencia. No tenemos Betadine, Disodine ni nada por el estilo… y eso es esencial, hay que mantener la herida limpia. Estuvo en contacto con el pantalón y el suelo, y ambas cosas, como casi todo por aquí, estaban bastante mugrientas.

A Susana le daba vueltas la cabeza.

– Pero… ¿qué habrá ocurrido?

Abraham bajó la mirada, apesadumbrado.

– Es culpa mía… -contestó-, debí haberles advertido.

– ¿Qué quiere decir?

– No se debe cruzar la línea amarilla. Bajo ningún concepto. Se nos dejó muy claro hace tiempo.

No habían reparado en ella de forma consciente, pero ahora que Abraham la había mencionado, tanto Susana como José creían recordar haber visto una línea amarilla junto al lugar donde encontraron a Jukkar.

– Una… ¿barrera?, ¿una línea?… ¿Qué coño…?

– Sí. La frontera, el fin de la zona civil y el comienzo de la zona militar.

Susana asintió, asqueada. Pensaba ir con José a hablar con los soldados, pero acababa de descubrir que el diálogo no sólo era difícil: era imposible, y la prohibición se reforzaba con un disparo. No se imaginaba a aquel finlandés de aspecto agradable haciendo nada que hubiera provocado el disparo de los soldados. Quizá sólo había cruzado la línea, y esa pregunta rebotó en su cabeza como una pelota de ping-pong: ¿le habían disparado por cruzar la línea?, ¿sólo por cruzar la línea?

Abraham la miró, y de algún modo sobrenatural, pareció captar sus pensamientos. Asintió levemente por toda respuesta y bajó la cabeza de nuevo.

Susana dejó escapar todo el aire de sus pulmones. En su interior, una suerte de rabia ciega y atronadora germinaba, evolucionando como un mar tempestuoso.


Alba despertó bruscamente, espoleada por la algarabía que la llegada de Jukkar provocó en la sala. Había dormido el sueño profundo y reparador de quien está exhausto, sin sueños, y nada más abrir los ojos, miró alrededor, confusa, sin recordar siquiera dónde estaba. Pero la confusión pasó rápidamente: seguía en aquel lugar extraño donde todos los adultos dormían juntos.

Aquellos adultos le provocaban reacciones encontradas. Ya había visto gente como aquélla antes. Cuando era más pequeña, su mamá la llevaba a ver a su abuelito, que vivía en una especie de hospital bastante grande donde casi todo el mundo era abuelito de alguien. El sitio no le gustaba, porque veía en la cara de su abuelo que tampoco deseaba vivir allí. A ella no le extrañaba: todo olía a medicinas, hasta las sábanas de la cama, y por todas partes había médicos y enfermeros vestidos de blanco, o de un color entre verde y azulado, que transportaban cosas como bandejas de plata con montones de algodones blancos e inyecciones, cajas y cajas de pastillas y cosas aún más extrañas y desagradables. Siempre que se iban, su abuelito les despedía con lágrimas en los ojos, y aunque forzaba una sonrisa en su cara poblada con una barba grisácea, ella sabía que no era como cuando mamá lloraba viendo una película en la televisión, era muy diferente. Sabía que lloraba porque, en el fondo, le hubiera gustado irse con ellos. «El abuelito no puede venir, cariño -decía su madre-, necesita cuidados especiales que no podemos darle en casa.»

Aquella gente era como los abuelitos de ese lugar. No parecían tan viejos, y algunos incluso eran sin duda bastante jóvenes, pero todos tenían las maneras ralentizadas y el mismo aspecto apagado, de desilusión y tristeza, una pena tan honda que se había enquistado en sus espíritus, manejando ahora los hilos que dirigían todos y cada uno de sus pasos.

– Chicos -dijo de pronto una voz femenina a su lado. Alba dio un respingo, fascinada como estaba por el bullicio que se había formado. Era Isabel, con el pelo revuelto cayéndole sobre el rostro. Tenía la cara hinchada de quien acaba de pegarse una buena ceporrera, como decía su padre-. No creo que éste sea el mejor sitio para unos niños como nosotros, ¿qué tal si vamos a dar una vuelta fuera?

– Vale… -dijo Alba.

Gabriel acababa de abrir los ojos al nuevo día y se había incorporado rápidamente, como uno de esos muñecos de resorte que salen del interior de una caja. Miraba a la gente ir y venir con barreños y mantas como si estuviera presenciando el mismísimo desembarco de Normandía.

– ¿Qué pasa? -preguntó, con los ojos muy abiertos.

– Nada -le dijo Alba en voz baja-. Un hombre con una cicatriz ha disparado a otro hombre, pero se pondrá bien.

– Guau -contestó Gabriel-. De locos.

Alba pensó durante unos segundos en las palabras de su hermano, y asintió enérgicamente.


– ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Moses, pasando ambos brazos por la cintura de Isabel.

– No… quédate -contestó ella tras considerar la pregunta brevemente-. Yo me ocupo de ellos.

– Vaya una historia la de estos niños, por cierto. Todavía me cuesta imaginarlos por ahí, sobreviviendo ellos solos a los caminantes. ¿Te han dicho qué les pasó?

Isabel suspiró.

– Apenas nada. Pero es lo que voy a averiguar esta mañana, si puedo.

Moses miró sus ojos, y creyó ver una sombra de tristeza, tan profunda y sutil, que no pudo evitar que un deje de inquietud aflorara en su corazón.

– ¿Estás bien? -preguntó él.

Isabel intentó sonreír, pero lo cierto era que no estaba bien. Nada parecía ir bien, desde hacía más tiempo del que hubiera pensado que podría aguantar.

¿Que si estoy bien? ¡Repasemos la vida y milagros de Isabel Martínez! Los muertos mataron a su familia, mataron a John, a Mary, al cojo, a Roberto… y cuando creía que había encontrado otro hogar, unos gilipollas alemanes la secuestran, la llevan a una villa de lujo y le hacen cosas que harían ruborizar al Marqués de Sade. Y cuando consigue escapar, ¡zing-boom!, su hogar se ha convertido en una ruina humeante y casi toda la gente que conocía está muerta. Pero esperen, no cambien de canal… porque cuando parecía que se había escapado también de eso, resulta que sus nuevos salvadores disparan a la gente, que no hay comida, no hay una puta mierda de nada y… No, gracias por preguntar, pero Isabel no está bien. De hecho, está a tomar por culo de estar bien.

Pero no le dijo nada de eso. Sabía que eran pensamientos egoístas, que todo el mundo estaba igual (algunos aún peor) y que Moses no tenía culpa de nada; así que imprimió un pequeño beso en la comisura de los labios de Moses, sonrió tan bien como pudo y volvió con los niños.


La mañana transcurrió lentamente. Jukkar no recobró la conciencia, pero su temperatura subió hasta los 39 ºC, y media hora más tarde se puso en los 40,5 ºC. Su rostro había adquirido el color de la cera vieja, y aun en su inconsciencia, temblaba como un cachorro recién nacido. Una señora de cuarenta y seis años que había vivido en la cuesta del Darro desde principios de los setenta estuvo todo el tiempo mojándole la frente con un paño húmedo. Jukkar le recordaba de algún modo vago a su marido, que murió delirando de fiebre en su propia cama, y cada vez que humedecía el trapo, lavaba sin proponérselo un poco de la pena que entonces sintió.

– ¿Cómo va? -preguntó Abraham.

– No muy bien, no muy bien -dijo la señora, con una profunda expresión de tristeza.

– De acuerdo… Gracias, María.

María sacudió la cabeza como toda respuesta, mientras aplicaba el paño otra vez.

Cuando salió fuera, Susana y José le salieron al paso.

– ¿Cómo sigue? -preguntó Susana.

– Igual…

José asintió con gravedad. Era justo lo que había esperado oír, aunque no lo que hubiera deseado.

– Necesitamos medicamentos… -dijo Susana, apretando los dientes-. Antibióticos, desinfectante… ese tipo de cosas. ¿No hay forma de conseguirlos de esos soldados?

– Me temo que no… -contestó Abraham.

– ¡Es ridículo! -exclamó José. Había empezado a dar vueltas cada pocos metros, como un león enjaulado.

– Pero usted es el jefe de zona…

– Todavía antes, eso tenía algún sentido. Al principio nos atendían, más o menos. Pero cuando la comida empezó a acabarse, dejaron de escucharnos. Luego la gente empezó a morir, y entonces nos convertimos en una especie de problema en potencia. De repente, el rebaño no era algo que cuidar, sino que las ovejas del rebaño, en la oscuridad de la noche, se convertían en lobos. Cerraron filas, levantaron barreras y dejaron de escuchar nuestras peticiones.

– ¿Y ya está? -preguntó José, atónito-. ¿No hicieron nada?

Abraham dejó escapar una especie de bufido, que pretendía ser una risa.

– ¿Que si no hicimos nada? Había un hombre que se llamaba Andrés. Era diabético, tenía el azúcar por las nubes, y las cosas que había para comer por aquí no eran precisamente light. Por las noches se le aceleraba el corazón, le daban como taquicardias, y decía que le dolían los ojos. Bebía como un jodido camello, no había forma de que se saciara… Creo que se asustó bastante, empezaba a hablar de la muerte esto y la muerte lo otro. No sé cómo lo consiguió, pero reunió a un grupo de hombres, buenos hombres, todos fuertes y aún jóvenes, y les convenció de que había que plantarse. Se fueron a hablar con los soldados; quería decirles que la situación era insostenible, que necesitaban alimentos apropiados, refuerzos vitamínicos y cosas así, y que movieran esos helicópteros de una puta vez.

– Y acabó mal… -dijo Susana.

– Acabó peor que mal. Cuando empezaron los empujones, les contestaron con una ráfaga de ametralladora. Por entonces todavía estábamos fuertes, y el estrés de la situación no mejoró las cosas. Hubo una especie de revuelta. Contestaron con toda la contundencia.

– Jesús… -susurró Susana.

– Luego pintaron la línea amarilla. Se nos dejó muy claro que nadie debía cruzarla. Nunca. Bajo ningún concepto.

José y Susana se miraron.

– Pero escuche, debe de haber una manera de hablar con alguien… -dijo José-. Tenemos un amigo con ellos, vino en el otro helicóptero. Él puede solucionar nuestro problema… podría ir a la ciudad y traer todo lo que necesitamos. Coño, hasta podría volver conduciendo un puto camión lleno de donuts, si quisiera.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Abraham.

– Tiene un don especial -intervino Susana-. Él puede… bueno, puede caminar entre los muertos sin que le vean.

– Coño, hasta podría echar una meada encima de uno de ellos, o vestirlos con un tutú rosa. No abrirían la boca en ningún momento.

Abraham pestañeó, intentando asimilar las palabras de aquellos dos recién llegados.

– ¿En serio? -preguntó, pero no necesitaba una respuesta para saber que hablaban en serio. No se hacían bromas sobre cosas así, ni se le ocurría forma alguna de que pudieran haber pensado en algo semejante si no lo hubieran visto con sus propios ojos. Pensó en ese concepto durante un instante y la cabeza le dio vueltas a medida que las ramificaciones con las distintas posibilidades iban configurándose en su mente.

– No he hablado más en serio en toda mi puta vida -fue la respuesta.


Estaban a punto de dar las doce y cuarto del mediodía cuando se encontraron otra vez en la zona donde la línea amarilla, escrupulosamente recta y de un tono desafiante, separaba los dos mundos. Ahora, tras la barrera del fondo, no había dos, sino tres soldados.

José se fijó en ellos antes de que ninguno dijera nada. Eran hombres corpulentos, no como los civiles que se hacinaban en el antiguo Parador. No tenían precisamente aspecto de sufrir carestía, y a medida que ese conocimiento se abría paso en su cabeza, la rabia que sentía se intensificó. Apostaría una mano a que los soldados se habían asegurado la comida; hasta sería capaz de posar sus sagrados testículos en una tabla de carnicero si se equivocaba.

– ¡Jefe de zona solicita una audiencia! -gritó Abraham.

No hubo respuesta.

– ¡Oigan! -gritó Susana, colocando ambas manos a modo de bocina-. ¡Tenemos algo importante que decirles!

Pero tampoco esta vez nadie dijo nada.

– ¿No nos oyen? -preguntó José, aunque su indignación hizo que su voz sonara más bien como un graznido.

– Ya se lo dije -dijo Abraham-. Siempre es así.

– Y si cruzamos la línea…

– Si cruzan la línea dispararán -contestó Abraham en un tono monocorde y casi maquinal, como si hubiera repetido esa misma frase un centenar de veces-. Sobre todo después de lo que ha ocurrido esta mañana.

– Hijos de puta… -bramó José.

– El finlandés no aguantará mucho. El tiempo corre en nuestra contra -murmuró Susana.

De pronto, como sacudida por una decisión repentina, se volvió hacia Abraham, adelantando un paso. Abraham echó atrás la cabeza como un acto reflejo, invadido en su espacio vital.

– Dígame que tienen armas -dijo.

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