4.

TRAUMA

Llovía de forma tan intensa que apenas podía ver más allá de unos pocos metros. El sonido del agua rompiendo contra el suelo de la calle era delicioso, y el aroma de la renovada atmósfera, embriagador. Levantó la cabeza, cerró los ojos, e inspiró profundamente; llevaban tanto tiempo rodeados de toda aquella podredumbre que ya no se daban cuenta, pero vivían impregnados del hedor tibio y rancio de la muerte, y las agradables emanaciones de olor a tierra mojada eran más que bienvenidas.

Un relámpago resplandeció brevemente en la pequeña habitación, iluminando las facciones de Zacarías. El destello dibujó los contornos de la estancia en un infinitesimal segundo, y luego la devolvió a la oscuridad en la que estaba sumida. No encendían las luces por la noche, y menos tan de madrugada.

Extrajo un vetusto encendedor del bolsillo y se puso un cigarro en el labio inferior. Había cierto desdén en todos sus movimientos. Sus ojos, entrecerrados, parecían vagar perezosamente por el escenario que discurría tras el pequeño ventanuco. Encendió el cigarro y dio una larga bocanada. Sabía a auténtica mierda, pero el efecto de la nicotina era lo mejor que podía encontrarse por aquellos días.

Un sonido a su espalda le hizo congelarse en el sitio.

– Pirámide -dijo una voz en voz baja.

– Diamante -contestó rápidamente, dándose la vuelta.

Ante él había un hombre vestido con un chubasquero que le iba varias tallas grande. Las gotas resbalaban por sus brazos extendidos hacia el suelo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó-. Son casi las seis de la mañana.

– Hay una oportunidad -dijo el hombre.

Zacarías permaneció en silencio unos instantes. El humo del cigarrillo ascendía lentamente hacia el techo.

– ¿Has cerrado? -preguntó.

– ¿La puerta? Sí…

Zacarías asintió.

– ¿Quién te ha dicho que vengas a verme?

– Me envía… -dudó unos instantes antes de responder, cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro-. No estoy seguro de poder decírselo.

– No -exclamó Zacarías, cortante-. No puedes. No debes. Es la regla más importante.

El hombre del chubasquero se sintió incómodo, juzgado de repente por un hombre de complexión atlética que tenía un delgado cigarrillo colgando de una de las comisuras de su boca. Sólo Dios sabía lo que había tenido que pasar para llevarle aquella información, y no quería ni imaginarse las consecuencias que tendría que lo pillaran, pero no había tenido muchas alternativas. Como muchos otros en la instalación, tenía miedo. Tenía mucho miedo.

– Sólo… sólo he venido a transmitir un mensaje -balbuceó el hombre. Fuera, el sonido de un trueno desgarró el aire y se propagó, iracundo, durante algunos segundos.

– ¿Cuál es el mensaje?

– Se han comunicado con alguien, con alguien de fuera. Arriba, en la base. Pero hay circunstancias especiales.

– Continúa.

– Se trata de un hombre que dice representar a una pequeña comunidad de supervivientes. Están en Málaga, pero van a mandar los dos helicópteros tan pronto amaine un poco.

Zacarías pestañeó. Si había oído algo inaudito últimamente, era eso. ¿Enviar los dos helicópteros a otra provincia para rescatarlos? La misma Granada estaba llena de gente que sobrevivía a duras penas, gente anónima que languidecía día tras día, perdiendo primero a sus compañeros y familiares, sus reservas de alimentos, agua y medicinas después, y finalmente la misma esperanza. Muchos de los supervivientes acababan suicidándose de una u otra manera, y se les solía encontrar pertrechados en sus escondites, rodeados de restos de excrementos resecos. Pero su gente ya no salía en misiones de rescate. Su número se reducía considerablemente en cada nuevo intento, y de todas formas, sus propias reservas de alimentos empezaban a escasear día tras día. Así que… ¿por qué desperdiciar el valioso combustible en ir hasta Málaga a por una comunidad entera?

Abrió mucho los ojos. Allí había algo más.

– ¿Qué tiene esa gente de especial? -preguntó al fin.

– Bueno… -dijo el hombre, incómodo-, sé que esto es extraño y difícil de creer, pero el hombre dijo que podía… él asegura que puede andar entre los muertos.

Zacarías dejó escapar un bufido.

– ¿Andar entre los muertos? -preguntó, y su voz sonó como el graznido de un pato-. ¿Qué cojones significa eso?

– Es lo que me dijeron. Puede andar entre esas cosas sin que le vean. Tiene algo en su sangre… algún tipo de inmunidad. Los zombis no le ven… como si fuera uno de ellos.

Zacarías permaneció en silencio, intentando asimilar lo que acababa de escuchar. Si hubiese encontrado la providencial lámpara de los deseos, no se le habría podido ocurrir un deseo mejor para resistir a la Pandemia Zombi. Era mejor incluso que su viejo sueño de la infancia.

Cuando era pequeño, sus padres le llevaron a ver la película Superman. Recordaba haber esperado durante una hora en una cola que daba la vuelta al edificio, presa de la excitación. Estuvo tan absorbido por la proyección, que cuando acabó la película, tenía los ojos rojos y le picaban; su madre bromeó con eso durante meses, diciendo que se le olvidó hasta pestañear. A Zacarías no le gustaba que se rieran de él, pero en aquella ocasión no le importó, porque su mente estaba obsesionada con el personaje que surcaba los cielos con una tremolante capa roja. Ansiaba tanto sus poderes… hubiera dado cualquier cosa por ser el Hombre de Hierro, y ser el campeón del planeta Tierra. Pero él, a diferencia de otros niños de su colegio, no admiraba a Superman; sólo sus poderes. Superman era tan tonto… tenía todo ese poder embutido en su estúpido traje de colores, y se obsesionaba por mantenerlo oculto delante del mundo. Se ponía gafas estúpidas y hacía cosas estúpidas por esa vieja arrugada de Lois Lane. Viendo la película con los pies colgando del asiento y echado hacia delante, le dieron ganas de gritar «¿Por qué, Superman, por qué?» Podría tener a cualquier mujer del mundo… podía tenerlo todo… cualquier cosa, ¿quién podía impedírselo?

Pasear entre los muertos era, en las circunstancias en que vivían, lo más parecido a ser Superman que se le podía ocurrir.

Empezaba a sentirse abrumado con las posibilidades que iban saltando a su mente en cuestión de segundos. Cuando los muertos te ignoran, puedes pasearte por todas partes, acceder a todos los lugares… puedes incluso rodearte de ellos para que te defiendan… Sintió un súbito estremecimiento, embelesado con la idea. ¿Existía acaso un ejército mejor? No necesitaban comer, ni dormir, ni permisos. Eran incansables, eran legión, y leales más allá de la muerte…

Rió entre dientes, con los ojos chispeantes de la emoción. Pestañeó un par de veces, intentando serenarse. En el pasado se había dejado llevar por promesas de éxito y al final se había ido todo al traste.

– ¿Cómo saben que eso es verdad? -preguntó.

– No lo sé… -dijo el hombre con chubasquero-. Mire, sólo le transmito el mensaje… debo volver, está a punto de amanecer.

– Un momento. ¿Quién irá a recogerles?

– El teniente Romero con algunos hombres.

La sala estaba en penumbra, y el hombre con chubasquero no consiguió vislumbrar la sonrisa fría y espeluznante que se formó en el rostro de Zacarías. Romero era un hombre que prefería planificar y dirigir a sus tropas desde la seguridad de su oficina. Enviaba mensajeros, observaba las cosas desde su atalaya y tomaba decisiones desde su despacho. Nunca le había visto involucrarse en las escaramuzas que, sobre todo al principio, se habían lanzado hacia la ciudad, ni mezclarse con los civiles en las zonas donde éstos se hacinaban. Si Romero había decidido embarcarse en semejante periplo, entonces el viejo oficial tenía motivos más que fundados para pensar que semejante historia podía ser cierta.

– De acuerdo, vete -dijo Zacarías-; pero recuerda…

– No tiene que decirme nada -dijo el hombre-. No hablaré. He venido, ¿no? -Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se marchó, desapareciendo por el pequeño corredor casi instantáneamente.

Fuera, la lluvia caía torrencialmente, produciendo un alegre repiqueteo contra los cristales. Zacarías se volvió para disfrutar del sinuoso rastro de las gotas. Éstas formaban ríos y canales entrecruzados, que no bien se habían formado, perdían su propio rastro al mezclarse, en confusa profusión, con las nuevas gotas que iban cayendo. En ese entramado dinámico y cambiante, con ojos entrecerrados por el humo que ascendía pesadamente de la punta de su cigarrillo, veía Zacarías los designios extraños de su glorioso destino. Así permaneció durante mucho tiempo, entregado a ensoñaciones triunfales donde él paseaba por ciudades infectadas de muertos vivientes, ciudades sin nombre, de anchas avenidas, donde él se había erigido Rey de Reyes, quintaesencia y cénit de la evolución humana, el Campeón de la Muerte. Y así, arrullado por las fantasías dulces que su mente tejía para él, permaneció Zacarías hasta que la luz del alba difuminó la oscuridad del cielo.

Amanecía, símbolo de renacimiento, de renovación, de cambios. Era hora de que las pequeñas arañas tejiesen los últimos hilos. Era hora de que Trauma hiciera lo que debía hacerse.

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