7.

HAMBRE

A medida que cruzaban el patio, Moses experimentaba la más extraña de las sensaciones. Fue como entrar en un túnel del tiempo y regresar a los primeros días de su época en la cárcel. Percibía en todos aquellos rostros inquisitivos la misma mirada suspicaz que en los reclusos que conoció allí; a veces temerosa, otras desafiante, e incluso creyó descubrir unas pocas muecas de desprecio. Se dijo que aquella gente no veía con buenos ojos su llegada al campamento y podía imaginar por qué.

Abraham les condujo por una avenida arbolada. La belleza grabada en las antiguas piedras y la disposición de los árboles confería al lugar una fascinante belleza, y quizá por eso nadie dijo nada durante todo el trayecto. Al llegar a la entrada del edificio, sin embargo, José se detuvo, mirando alrededor con gesto de sorpresa.

– ¿Qué ha pasado con los árboles? -preguntó-. Esto solía estar lleno…

Miraron, y vieron que todos los árboles a partir de ese punto habían sido talados. Sin la agradable vestidura de la anciana vegetación, los muros de los edificios lejanos se veían desnudos. Ya no se adivinaba la antigua gloria de la fortaleza más emblemática del Al-Andalus, sino que ahora recordaba tristemente a cualquier barrio marginal semiderruido.

– Los árboles, sí… -contestó Abraham con una mueca de disgusto en el rostro-. Benditos sean. Su madera nos proporciona calor en estos días tan duros. El invierno es terrible. No sé qué habríamos hecho sin ellos… fue la segunda opción una vez acabamos con todos aquellos muebles antiguos y los libros que pudimos encontrar, incluso los de la Librería de Antigüedades. Pero… ¡mirad!

Y en la dirección en la que Abraham indicaba, vieron a dos hombres terminando de talar un altivo ciprés. El árbol se estremeció unos breves instantes bajo los últimos golpes de las hachas y luego cayó, con lentitud al principio, pero después se desmayó como una actriz de película antigua sobreactuando. Y así caía, poco a poco, el que fuera el jardín más antiguo de Occidente: los hermosos cipreses, los aromáticos arrayanes, los rosales, almendros, olivos y granados, para terminar desbrozados y alimentando fuegos anónimos.

– Es terrible… -comentó José.

– ¿De verdad lo cree? -preguntó Abraham, levantando una ceja-. Espere a ver esto.

En el interior del recinto se encontraron con un espectáculo inesperado. Habían dispuesto telas de toda clase: sábanas, alfombras, superficies de uralita, tablones de madera y hasta puertas bellamente talladas, que si alguna vez ornamentaron los aposentos de algún príncipe árabe, ahora servían de rudimentaria separación entre los departamentos de un numeroso grupo de supervivientes. En esos improvisados cubículos había figuras que, al abrigo de las tinieblas reinantes en la sala, adquirían formas casi espectrales. Éstas vagabundeaban con paso lento de uno a otro lado, o se las veía encogidas sobre sí mismas, aletargadas en sus camastros, donde dormitaban entre una miríada de telas y ropajes de todo tipo.

De tanto en cuando, la cimbreante luz de una fogata disipaba las sombras más negras, tiñendo la escena de una luz crepuscular, casi dorada, que sin embargo no hacía más que añadir un grado de dramatismo a lo que tenían delante.

Pero lo peor era el silencio. Había allí bastante gente como para llenar uno de esos abarrotados mercadillos de mañana, pero faltaban el ajetreo y la cháchara persistente. Las toses, ocasionales pero omnipresentes, flotaban en el ambiente, y eso era prácticamente todo lo que llegaba a sus oídos.

En un momento dado, alguien se les acercó. La delgadez de su rostro aumentaba el volumen de sus globos oculares, que parecían estar a punto de salirse de sus órbitas. Cogió a Abraham del brazo con un gesto iracundo.

– ¡Abraham, ha vuelto a suceder! -chilló.

Abraham asintió suavemente y levantó una mano en el aire, como rogando calma.

– Ahora no, Luis, por favor… -pidió.

– ¡Te dije que la próxima vez haría algo!, ¡se lo dije a todos!

– Enseguida estoy contigo, te lo prometo… déjame que ubique a esta gente.

– ¡Es mi puta esquina!, ¡es donde vivo! -chilló el hombre. Una vena gruesa como un macarrón palpitaba en su frente, y los tendones del cuello asomaban entre la carne flácida.

– Ahora lo vemos… por favor… te lo prometo.

Luis mantuvo su mirada unos segundos, furibundo, y después se dio la vuelta y desapareció por donde había llegado.

Intrigado, Moses se acercó a Abraham.

– ¿Qué le pasaba? -preguntó.

– Soy como una especie de juez de paz en este lugar. Toda esta gente vive codo con codo, y los problemas surgen constantemente, aunque reconozco que a medida que las fuerzas se extinguen, cada vez hay menos ganas de bronca. Pero sí, a veces me sorprende que nadie se haya matado todavía. En este caso concreto -añadió, mirando por encima del hombro- parece que alguien orina cerca de su catre, cuando no está mirando. Es bastante desagradable.

– ¿En serio?

– Tuvimos que ponernos muy duros con ese problema. Hubo un momento en el que el suelo era una especie de barro oscuro, mezcla de tierra del exterior y orines. A veces algo más. A los mayores les cuesta salir afuera en pleno enero, y no les culpo, ya tienen bastante con tirar de sus pobres huesos sin prácticamente aporte energético. Y te aseguro que las heces de una persona desnutrida son harto desagradables.

– Por el amor de Dios -soltó Moses, mirando alrededor.

– Pero poco a poco… -contestó Abraham, y reanudó la marcha.

Pese a su edad, Jukkar era todavía joven y no había vivido los horrores de la guerra, pero a veces su madre contaba cosas de cuando su país se vio involucrado en la guerra de Invierno contra la URSS. Lo hacía siempre que sentía nostalgia de su marido, y entonces se abrazaba a una botella. Era una mujer gruesa, dura y fuerte, y toleraba demasiado bien el alcohol como para haberla visto nunca borracha. Sin embargo, la bebida incendiaba sus recuerdos, avivándolos, y le soltaba la lengua por lo general contenida y parca. Lo que le contaba sobre los campos de concentración nazis y los guetos judíos se parecía demasiado a aquello.

Demasiado.

– Aquí es donde vivimos todos -explicó Abraham después de un rato, volviéndose para que pudieran verlo-. Éste es el antiguo convento de San Francisco, más tarde Parador Nacional. Sé que es difícil imaginárselo en el estado en que está ahora, pero éste era un lugar de una enorme belleza. Turistas con dinero pasaban aquí temporadas maravillosas para descansar y retirarse del bullicio de la ciudad. Al principio ocupábamos muchos de los otros edificios y estábamos más holgados, pero además de necesitar mucho más combustible para mantenernos calientes y tener innumerables problemas logísticos, tuvimos algún contratiempo de… seguridad… que nos hizo desistir. -Dirigió una rápida mirada de soslayo a los niños y añadió-: No sé si me entienden.

Susana lo captó inmediatamente. Problemas de seguridad era un eufemismo demasiado evidente para indicar lo que quería decir. Gente que muere inadvertidamente en mitad de la noche y abre los ojos al nuevo día cuando éste aún no ha empezado a clarear. Gente que abandona las sábanas frías de su camastro para visitar los cuartos aledaños e invitarlos a unirse a sus filas con garras y dientes. Si los edificios están demasiado alejados como para escuchar los gritos, para cuando la jornada se reanuda y la gente empieza a ponerse en marcha, el agujero de seguridad se convierte en un cráter del tamaño de Madrid.

– Entiendo -dijo Susana.

– En fin. Vamos viviendo, y vamos aprendiendo.

– Escuche… -dijo Susana-, si va a contarnos ciertas cosas, ¿no es mejor que los niños se instalen en alguna parte?

– A eso vamos, precisamente -dijo Abraham.

Adentrarse en aquel submundo de tinieblas fue aún peor que vislumbrarlo desde el umbral de la entrada. En ocasiones, parecía que se internaban en alguna estridente atracción de feria, como el túnel fantasma o la casa de los horrores. Olía a orines, a flatulencias y a miasmas, y por debajo de esos olores se disfrazaban otros aún peores: el de la enfermedad y la desesperación. Ojos anónimos les miraban con más temor que curiosidad desde los pequeños compartimentos que tenían asignados, y tras uno de los recodos encontraron a una anciana arrodillada que lloraba, postrada en el suelo con los brazos extendidos.

Isabel quiso atenderla, pero Abraham la retuvo por el brazo.

– Es Luisa -explicó en voz baja-. Perdió a toda su familia a orillas del Darro, cuando intentaban cruzar. Una tragedia terrible: lo vio todo. El río se tiñó de sangre y permaneció así hasta que lo perdimos de vista. Nunca lo ha aceptado… es como si, en su cabeza, todo hubiera sucedido ayer. Ahora no puedes verle la cara, pero ha perdido las córneas de tanta lágrima.

– Dios mío… -dijo Isabel, llevándose la mano al pecho-. ¿No se puede hacer nada?

– Le dimos tranquilizantes los primeros días, hasta que se acabaron -explicó Abraham encogiéndose de hombros-. Luego le dimos Valium, y también se agotaron. Ahora no tenemos nada que darle.

– Pero… esa mujer…

– Te entiendo. Crees que necesita apoyo, que puedes darle calor. Creo que de las doscientas personas que somos en el campamento, más de la mitad lo ha intentado. Pero cada vez que alguien se dirige a ella, empieza a chillar. Creo que sigue viendo zombis. Los ve en todos nosotros. A menudo me pregunto si no tiene razón…

– ¿Qué quiere decir? -quiso saber Susana.

– Pues que los muertos vivientes no son los zombis -reflexionó Abraham-. Somos nosotros.

Se produjo entonces un silencio incómodo, mientras las miradas se iban apartando poco a poco de aquella mujer, tirada en el suelo como un despojo. Finalmente, Abraham continuó el camino, cabizbajo, y uno a uno fueron rodeando a la anciana para seguirle en silencio, sintiéndose impotentes y tristes al mismo tiempo.

Llegaron a un extremo de una sala espaciosa donde aún había espacio libre. Una serie de catres inmundos estaban apilados contra la pared, cuajados de manchas oscuras y combados por el uso.

– Esto es lo mejor que podemos ofrecerles -señaló Abraham-. Todas las habitaciones están ocupadas. Treinta y seis habitaciones para cientos de personas no dan para mucho. Tendrán que buscar un hueco. Podrían quedarse aquí, pero no lo recomiendo. Entra un frío de mil demonios desde ese lado y la corriente puede congelarles los huesos durante la noche. A menos que me digan que han traído medicinas en alguna parte, no creo que quieran pasar por una gripe con complicaciones de pulmón. La gente… hemos tenido personas que han muerto de eso.

Isabel palideció. Miraba los colchones como si fueran una excrecencia hedionda de algún animal, y estaba verdaderamente mareada por el aire de aquellas estancias colmadas de miseria humana. Los ojos se le llenaron de lágrimas recordando la habitación en la que había compartido tantas noches de amor con Moses, y aunque era pequeña y en su momento les pareció insuficiente, al lado de aquello se le antojaba la suite presidencial del hotel Ritz. De repente pensaba que no se veía con fuerzas para pasar por aquello. Dormir con un montón de gente desconocida que les miraba con el recelo de un perro maltratado en unos colchones comidos por la mugre la superaba. Tuvo que llevarse una mano a la boca para ahogar el llanto.

– No se preocupen… -se apresuró a añadir Abraham cuando reparó en Isabel-. Les buscaré tanta ropa de abrigo como sea posible. Estoy seguro de que localizaré mantas suficientes para todos.

– Uf… -dijo José, dejándose caer al suelo.

– Esto es la hostia… -añadió Sombra, que aunque hasta el momento no había abierto la boca, empezaba a pensar que toda esa nueva situación era demasiado para él.

Algo en su olfato de superviviente nato le decía además que las peores noticias estaban por llegar, y sin ser consciente del hecho, se pasó las palmas de las manos por la pernera de los pantalones, como si quisiera librarse de algún rastro invisible de suciedad.

El desánimo se apoderó de todos. Sólo Jukkar parecía mirarlo todo con cierta indiferencia, como si estuviera viendo una exposición de fotografías que no le comunicaban nada.

– Bueno… a ver… tengamos calma -pidió Moses-. Tendremos que acostumbrarnos…

– ¿Acostumbrarnos? -preguntó José con una mueca, sintiendo un escalofrío debido a la corriente de aire que circulaba por el ala-. Joder…

– No sé de dónde vienen… -dijo Abraham, estudiando las reacciones del grupo-, pero entiendo que esto sea un shock para ustedes… En cuanto a la gente, no se lo tengan en cuenta. La mayoría son personas de gran calidad humana, una vez se los conoce. Muchos se presentarán en los próximos días.

– Entiendo a estas personas… -comentó Moses, intentando reconfortar a Isabel pasándole un brazo por encima-. Y no es lo que más me preocupa ahora mismo, pero… es bastante duro, se lo aseguro…

– Lo sé. Nos hemos degradado mucho en muy poco tiempo. Al principio no era así. Había abundancia de alimentos y teníamos ganas de organizar las cosas. Había cierta sensación de esperanza porque sentíamos que nos encontrábamos en el mejor lugar del mundo en que podíamos estar a salvo. Pero la mayoría de los jóvenes y los hombres fuertes no vinieron a refugiarse aquí, intentaron huir de la ciudad e irse a otros lugares cuando la cosa empezó a desmadrarse y las calles se llenaron de muertos. No sé cómo ocurrió en Málaga, pero aquí fue una progresión geométrica… todo ocurrió demasiado rápido. Demasiado… Así que nuestra población ya estaba compuesta sobre todo por personas mayores cuando los militares que quedaban eligieron la Alhambra como base de operaciones y reajuste. Qué contentos estábamos cuando los vimos llegar con todos aquellos helicópteros. Eran tantos hombres… parecía que la cosa estaba hecha.

– ¿Y qué ocurrió? ¿Se les ha acabado la comida? -preguntó José.

Sombra dejó escapar un bufido.

– No teníamos mucha, para empezar. Los militares llegaron también por la cuesta del Rey Chico con bastantes camiones cargados de alimentos, y desde luego parecía que sería suficiente. Pero después de algunas escaramuzas fallidas, empezaron a cortarnos las raciones.

– ¿Escaramuzas fallidas? -quiso saber Moses.

– La ciudad está atestada de comida, eso lo sabemos todos. Debe de haber centenares de supermercados y grandes superficies, almacenes, tiendas y hogares abarrotados de alimentos que aún hoy deben de estar en buen estado. En las primeras semanas todavía había interés por rescatar a la población civil que quedaba en la ciudad y alcanzar estos objetivos prioritarios. Quiero decir… no sé si habrán vivido algo semejante, pero cuando caía la noche y llegaba el silencio, el viento traía los gritos de la gente que todavía aguantaba, y que acababa cayendo en las garras de los muertos.

– Perdonad… -interrumpió Isabel, con los ojos acuosos abiertos de par en par-. Creo que voy a llevarme a los niños a que jueguen fuera.

– Ésa es una buena idea -opinó José.

– Pero… yo quiero quedarme -pidió Gabriel.

Moses se agachó para que sus ojos quedaran a la altura de los del muchacho.

– Es mejor que ahora vayas con tu hermana, campeón. Sabemos que la has cuidado bien hasta ahora, y no querrás que se preocupe con historias como ésta, ¿verdad?

Gabriel frunció el ceño. Estaba vivamente impresionado por la historia de Abraham, y quería saber de primera mano qué estaba ocurriendo. Empezaba a pensar que las últimas horas habían sido un error tras otro. Ya no sabía si era él quien cuidaba de su hermana, o era al revés. Al fin y al cabo, la había seguido a través de un periplo indescriptible, cruzando los montes que colindaban con Marbella, para enfrentarse a unos locos que tenían a una mujer desnuda en la cama. Y cuando parecía que habían conseguido rescatarla y viajaban por fin a algún lugar civilizado donde iban a poder recuperar parte de la tranquilidad perdida, se encontraban en una situación más que incierta entre un montón de adultos desconocidos.

Pero aquel hombre tenía razón. Alba estaba pálida, y tampoco le gustaba verla tan callada. Qué lejos le parecía que quedaban ahora los días en los que jugaba en el jardín de la pequeña urbanización donde se ocultaron tanto tiempo, y qué lamentable se le antojaba la decisión de abandonar aquel lugar.

– De acuerdo -dijo, a regañadientes.

Isabel se enjugó los ojos con las manos e intentó esbozar una sonrisa.

– ¿No hay otros niños aquí, con los que puedan jugar?

Pero los ojos de Abraham se entristecieron y agachó la vista, negando casi imperceptiblemente con la cabeza. Fue aquel gesto de velada tristeza lo que casi acaba con su tímido ejercicio de entusiasmo.

– Vámonos fuera… -exclamó con resolución, fingiendo un ánimo que no terminaba de encontrar por ninguna parte-. Jugaremos a alguna cosa, ¿vale?

Les vieron marcharse, pensativos, y hasta que no hubieron desaparecido del todo, nadie dijo nada.

– Entonces -preguntó José al fin-, ¿dejaron de buscar civiles, o es que ya no pudieron encontrar ninguno?

Abraham carraspeó, intentando recuperar el tono. Sus ojos grises eran ahora vidriosos, y parecían rebuscar en su interior, donde nadaban muchos y terribles recuerdos.

– Un poco las dos cosas -dijo, casi solemne-. La mayoría de las misiones resultaban un desastre. Al principio tenían seis aparatos, y sus filas se contaban por cientos. Pero después de un par de desastrosas incursiones, el número se vio reducido enormemente. Tres de los helicópteros fueron a buscar provisiones y jamás volvieron. Iban cargados de hombres, hombres jóvenes, a los que tampoco volvimos a ver.

– Pero… ¿cómo es posible? -preguntó Susana, un tanto perpleja-. Tantos hombres, todos armados… ¿cómo es que sucumbieron?

Abraham la miró con las cejas levantadas.

– Los muertos, claro. Granada está infectada de ellos. Nadie diría que una ciudad puede albergar tantos habitantes… pero cuando están todos en la calle es como…

– Sí, sí… -interrumpió Susana-. Pero… ellos eran soldados, se supone que están entrenados y saben usar sus armas, ¿cómo es que cayeron todos?

– No la entiendo… -dijo Abraham-, ¿acaso no los ha visto nunca en acción? Son numerosos, no se detienen a menos que les dispares en plena cabeza, y no sienten temor. Ningún ejército armado puede hacer que paren en su intento de alcanzar su objetivo.

José abrió la boca. Quería decirle que ellos sí los habían visto en acción. No una, sino centenares de veces a través de un sinfín de incursiones que hubieran parecido abocadas al fracaso. Pero sobrevivieron, incluso siendo sólo cuatro civiles equipados con rifles rudimentarios. Iba a contarle todo eso, pero se detuvo. Un segundo de reflexión le bastó para comprender que no quería, en realidad, desviar la conversación hacia cosas que quizá era mejor no revelar, al menos de momento. La mirada suspicaz de Susana le confirmó que estaba en lo cierto.

– ¿Así que se rindieron? -preguntó entonces.

– Pensaron en un plan, algo que les proporcionara suficiente ventaja táctica contra esas cosas.

– ¿Refuerzos? -aventuró José.

– Algo parecido. El General Invierno.

– ¿Quién?

– ¡Pero claro! -interrumpió Jukkar, visiblemente excitado. Había dado un par de pasos para adelantarse, con las palmas extendidas.- La temida General Invierno… ¡es plan excelente! Sólo General Invierno detuvo la Wehrmacht en gran guerra mundial… intensa frío en… venäjän arot… gran estepa rusa. Todo nazi congelada… ¿usted conoce?

José, que no estaba acostumbrado todavía al español chapurreado de Jukkar, frunció el ceño tratando de comprender, pero Abraham se le adelantó, asintiendo con una pequeña sonrisa.

– Vuestro amigo tiene razón. Es la forma en la que se define a la estación en Rusia: el General Invierno, que ya venció a Napoleón y a Hitler, congelando a sus tropas y diezmando sus ejércitos. Es lo que espera el teniente Romero. Espera a la nieve, que ya cae copiosamente en Sierra Nevada. Si eso ocurriera… si llegara a estas alturas, bueno, se sabe que los zombis se congelan por debajo de cero grados, porque la sangre no fluye por sus venas, no tienen calor humano. Se quedan como estatuas, inofensivos como un puto bloque de mármol.

– ¡Oh, coño…! -exclamó José. Exclamaciones similares se dejaron oír en todo el grupo.

Empezaron a comentar entre ellos, animadamente. Nunca se les había ocurrido que el frío pudiera tener ese efecto en los caminantes, y mientras Sombra se lamentaba de su suerte por haber soportado la Pandemia Zombi en el sur de España, otros hablaban de cómo serían las cosas en provincias más septentrionales.

– Pero la nieve no llega -exclamó entonces Abraham, apesadumbrado-, y enero pasa rápidamente.

– Pero… ¿nieva aquí en la ciudad? -preguntó Sombra.

– Generalmente, no. Las nevadas suelen ser pobres, de acaso media hora, y no terminan de cuajar. Pero una de las causas de que la nieve no cuajara era la contaminación. Ha llovido mucho estos meses, y la atmósfera está limpia, así que confiamos en que la cosa cambie.

– ¿Cuál es la tendencia? -quiso saber Susana-. Hace bastante frío, pero… ¿sabemos qué temperatura tenemos?

– Teníamos un termómetro casero -explicó Abraham-, hecho con agua, alcohol… estaba basado en inducción: el calor calienta el agua, ésta se dilata, ocupa más espacio, y asciende por la pajita. Pero estar pendientes de aquel chisme causaba más estrés que otra cosa y una noche lo hice desaparecer. Al fin y al cabo, qué joder… cuando nieve, lo sabremos -añadió con una sonrisa.

– ¿Y si no nieva? -preguntó Moses.

Abraham suspiró largamente.

– Eso es lo malo de este plan. Sería bonito esperar una nevada si estuviéramos bien, pero no lo estamos. El tiempo corre en nuestra contra. El armario de los medicamentos cría telarañas desde hace tiempo, la ropa de abrigo escasea y la moral está por los suelos. Hay muchas personas mayores, y caen como moscas. Al menos hemos comprobado que los ancianos no vuelven como zombis, no sé por qué, pero así es… eso al menos nos ahorra el terrible problema de lidiar con muertos vivientes inesperados en mitad de la noche, pero sigue siendo terrible.

– Entiendo… -dijo Moses en voz baja.

– No sé si es capaz de entenderlo -soltó Abraham con gravedad-. Verá… la comida es lo peor. Sencillamente, estamos agotando las últimas provisiones. Intentamos racionar lo que nos queda, pero hace un mes y medio que alcanzamos niveles ridículos.

Susana asintió, no sin pesadumbre. Desde luego, había temido esa circunstancia desde el momento en que se encontró con aquellos hombres y mujeres esperándoles alrededor del helicóptero. Sus rostros inexpresivos eran propios de quienes no esperan ya nada. Mientras veían el aparato aterrizar, habían creído que los militares traían comida por fin, y se esforzaron por arrastrar sus cansados cuerpos hacia el patio. Hubiera podido entender una reacción violenta a su llegada, pero estaban tan acostumbrados a sufrir penurias, que habían observado con sublime resignación la llegada de más gente. De más bocas con las que compartir lo poco que tenían. Reflexionando sobre eso, no le extrañaba, desde luego, que nadie les hubiera dado la bienvenida. No se da la bienvenida a lugares como ése.

– Los niños -susurró Moses, con los ojos abiertos.

– Lo… lo siento mucho -balbuceó Abraham-. Intentaré conseguir raciones mayores para ellos, pero… realmente no nos…

Pero le fue imposible continuar, y bajó la cabeza.

Y durante unos cuantos minutos, nadie dijo nada.


Antes del anochecer, los supervivientes de Carranque habían desplegado ya los catres y se habían acomodado lo mejor que pudieron. Para ello eligieron una zona no demasiado ocupada en el extremo este del edificio, donde no hacía tanto frío y tenían hueco suficiente para estar juntos. Eso, al menos, les consolaba.

Abraham apareció en algún momento, cargando con ropa, mantas viejas y algunas otras cosas que podían usar para abrigarse. Se las repartieron como pudieron, aunque la mayoría de ellas apestaban y tenían manchas oscuras que las hacían parecer sudarios, impregnados con los icores de la muerte.

Susana, José y Sombra pasaron la tarde paseando por la zona civil, aprovechando para conocerse mejor. Sombra les contó su historia; el particular relato de cómo conoció a Aranda, quién era realmente Jukkar, y cómo él decidió escaparse con ellos y abandonar la locura de la base aérea de San Julián. Ni José ni Susana conocían la historia con detalle, como no fueran unos breves apuntes soltados por Aranda aquella misma mañana, y escucharon con fascinación la parte del ataque zombi a Canal Sur. Mientras caminaban, no obstante, Susana iba registrando cuanto podía: número de centinelas visibles en las torres, accesos bloqueados, su posible vulnerabilidad, y muchos otros detalles.

Moses se fue en algún momento a reunirse con Isabel y los niños. Los encontró con los dos ancianos amables que les saludaron cuando llegaron, y estuvieron enredados en conversaciones triviales sobre las penurias que habían quedado atrás y las que ahora pasaban.

El doctor, por su lado, dijo estar exhausto. Se tumbó en una de las camas y a los dos minutos roncaba profundamente.

Cuando la noche empezó a caer, aún no habían probado bocado. Abraham, no obstante, se las ingenió para traer una especie de magdalenas resecas a los niños y unos zumos de fruta que devoraron con verdadera ansia. Había intentado traer algún otro obsequio para los adultos, pero se disculpó largamente explicando que si alguien le sorprendía, podía darse por muerto.

– ¿En serio? -preguntó Moses. La cabeza le daba vueltas al pensar que alguien pudiera asesinar por un par de magdalenas con aspecto de piedras.

– Ya ha ocurrido antes -dijo con la boca seca.

Un poco después, José se sentaba junto a Susana, que estaba acurrucada, con las piernas recogidas, sobre su camastro.

– Parece que no ha sido una buena idea venir aquí -dijo.

– No lo sé… -contestó Susana, pensativa.

– ¿No? Joder… tengo un agujero en el estómago, y no parece que vayamos a comer gran cosa. ¿Crees que nos dejarán chupar unos granos de café en el desayuno?

– Quizá precisamente por eso… -dijo Susana.

José entrecerró los ojos, valorando sus palabras. Conociendo a Susana, su vieja compañera estaba dándole vueltas a algo. Mordisqueaba con aire distraído su propio pulgar, presionando suavemente con los dientes expuestos.

– Pues ya me contarás qué anda por esa cabeza tuya… -dijo en voz queda-, porque no sé si te sigo.

– Todavía no lo sé -respondió ella-. Pero, ¿qué te parece esto? Quiero decir… realmente.

José negó con la cabeza.

– De verdad que no te sigo, Susi.

– ¿Saldrías conmigo ahí fuera, a la ciudad, a por alimentos?

José permaneció en silencio unos segundos. La pregunta sonó como un gong viejo en su cabeza. En algún momento del viaje en helicóptero, había llegado a pensar que ciertas cosas se habían acabado: corretear por las calles equipados con fusiles, enfrentarse a los zombis para conquistar un viejo edificio donde ya no vivía nadie, o hacer el largo camino hasta el centro comercial Carrefour, vía alcantarillas, para traer alimentos. Realmente esperaba que aquellas cosas empezaran a formar parte del pasado. Y no sólo por la promesa de la Tierra Prometida, donde los soldados se ocupan de esas tareas, sino porque el que fuera el Escuadrón de la Muerte había sido diezmado, sesgado en dos mitades y, por lo tanto, privado de su superioridad táctica. Pensó en Dozer, en Uriguen, y notó con pesadumbre que la vieja herida se reabría.

– Sabes que sí -contestó lacónicamente, aunque comprendía que sin sus compañeros, la garantía de éxito era remota.

– ¿Crees que nos dejarán? -preguntó Susana con voz queda-. Los soldados, ¿crees que nos dejarán?

Y entonces comprendió a dónde quería llegar. Levantó la cabeza hacia los altos techos y, de repente, toda aquella tristeza que se respiraba en el ambiente y toda aquella resignación con la que los últimos supervivientes se aferraban cada día a la vida no era nada comparado con lo profundamente funestos que se le antojaban ahora aquellos muros.

– Oh… -exclamó en voz baja-. No.

Susana asintió con gravedad y suspiró largamente.

– Pero… ¿y Aranda? -preguntó José.

– Esperaremos. Si no viene nadie a informarnos, si Aranda no aparece, tendremos que hacer algo. Pero ahora durmamos. Porque si no me duermo, te juro que acabaré por comerme mis propias manos.

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