23

—Fascinante —dijo Jurard Selgan—. Fascinante.

—¿Qué? —La voz de Ponter estaba teñida de irritación.

—Su conducta, mientras estaba en el muro ceremonial que conmemora a esos gliksins que murieron en el sureste de Galasoy.

—¿Qué pasa con eso? —preguntó Ponter. Su voz era brusca, como la de alguien que intenta hablar mientras le hurgan en una cicatriz.

—Bueno, no fue la primera vez que sus creencias (nuestras creencias, como barasts) entraban en conflicto con las de los gliksim, ¿no?

—No, por supuesto que no.

—De hecho —dijo Selgan—, esos conflictos deben de haberse producido ya en su primera visita allí, ¿no?

—Supongo.

—¿Puede ponerme un ejemplo?

Ponter se cruzó de brazos.

—Muy bien —dijo, displicente—. Ya se lo mencioné al principio: los gliksins tienen esta tonta idea de que el universo existe sólo desde hace un tiempo finito. Han malinterpretado por completo la prueba del virado espectral al rojo, pensando que indica un universo en expansión; no comprenden que la masa varía con el tiempo. Es más, creen que la radiación cósmica de microondas de fondo es el eco de lo que llaman «el big bang»… una enorme explosión que creen que inició el universo.

—Parece que les gusta que las cosas exploten —dijo Selgan.

—Desde luego que sí. Pero, naturalmente, la uniformidad de la radiación de fondo se debe en realidad a la repetida absorción y emisión de electrones atrapados en filamentos de vórtices magnéticos de plasma.

—Estoy seguro de que tiene usted razón —dijo Selgan, admitiendo que ese tema no era su especialidad.

— Tengo razón —replicó Ponter—. Pero no me peleé con ellos por eso. Durante mi primera visita, Mary me dijo: «No creo que vayas a convencer a mucha gente de que el big bang no existió.» Y yo le contesté que no importaba; dije: «Sentir la necesidad de convencer a los demás de que tienes razón es algo que procede de la religión: simplemente me contento con saber que tengo razón, aunque los demás no lo sepan.»

—Ah —dijo Selgan—. ¿Y se siente realmente así?

—Sí. ¡Para los gliksins, el conocimiento es una batalla! ¡Una guerra territorial! Vaya, para tener el equivalente del título de «sabio» hay que defender una tesis. Ésa es la palabra que ellos emplean: ¡defender! Pero la ciencia no consiste en defender la postura de uno contra las demás; consiste en flexibilidad y apertura de mente y en valorar la verdad, no importa quién la encuentre.

—Estoy de acuerdo —dijo Selgan. Hizo una pausa un instante, y luego añadió—: Pero no se pasó usted mucho tiempo buscando pruebas de si los gliksins pudieran tener razón en su creencia en otra vida.

—Eso no es cierto. Le di a Mary oportunidad de demostrar la validez de esa creencia.

—¿Antes de este encuentro en el muro memorial, quiere decir?

—Sí. ¡Pero ella no tenia nada!

— Y así, como en el caso de la cosmología finita, ¿dejó usted correr el tema contentándose con saber que tenía razón?

—Sí. Bueno, quiero decir. …

Selgan alzó la ceja.

—¿Sí?

—Quiero decir, sí, claro, discutí con ella sobre esta creencia en otra vida. Pero eso era distinto.

—¿Distinto de la cuestión cosmológica? ¿Por qué?

—Porque había mucho más en juego.

—¿No trata la cuestión cosmológica del destino final del universo entero?

—Quiero decir que no era sólo un lema abstracto. Era, es, el corazón de todo.

—¿Porqué?

—Porque… porque, cartílagos, No sé por qué. Es que parece terriblemente importante. Es lo que les permite librar todas esas guerras, después de todo.

—Comprendo. Pero también comprendo que es fundamental para sus creencias; sin duda debe de haber advertido usted que es algo a lo que no iban a renunciar fácilmente.

—Supongo.

— Y sin embargo, continuó insistiendo.

—Bueno, si.

—¿Porqué?

Ponter se encogió de hombros.

—¿Le gustaría oír lo que yo creo? —preguntó Selgan.

Ponter volvió a encogerse de hombros.

—Estaba insistiendo en el tema porque quería ver si había alguna prueba de esa otra vida. Tal vez Mary, y los otros gliksins, se habían estado reservando. Tal vez había pruebas que ella revelaría si seguía usted insistiendo.

—No puede haber pruebas de lo que no existe —dijo Ponter.

—Cierto —dijo Selgan—. Pero, o bien estaba usted intentando convencerlos de que tenía razón… o estaba intentando obligarlos a convencerle de que tenían razón.

Ponter sacudió la cabeza.

—Era absurda —dijo—. Esta idea de las almas es una creencia ridícula.

—¿Almas?

—La parte inmaterial de la esencia del individuo, que creen inmortal.

—Ah. ¿Y dice usted que es una creencia ridícula?

—Por supuesto.

—Pero sin duda tienen derecho a creerlo, ¿no?

—Imagino que sí.

—Igual que tienen derecho a su extraño modelo cosmológico, ¿no?

—Supongo.

— Y sin embargo, no pudo usted dejar pasar esa idea de la otra vida, ¿no? Incluso después de dejar el muro memorial, siguió insistiendo, ¿verdad?

Ponter desvió la mirada.


Con la crisis de la clausura del portal evitada, al menos temporalmente (era imposible que los neanderthales lo cerraran con una docena de sus ciudadanos más valiosos en este lado), Jock Krieger decidió volver a su investigación anterior.

Dejó Seabreeze y fue en su BMW negro hasta el campus del río de la Universidad de Rochester. El río en cuestión era el Genesee. Cuando había estado preparando Sinergia, un par de llamadas telefónicas a la gente adecuada fue todo lo que hizo falta para que su personal tuviera pleno acceso a la biblioteca de la UR. Jock aparcó el coche en el Wilmot y entró en el edificio de ladrillo que albergaba la biblioteca Carlson de Ciencia e Ingeniería, bautizada así en honor a Cherter F. Carlson, el inventor de la xerografía. Jock sabía que las revistas estaban en la planta baja. Mostró su carnet VIP a la bibliotecaria, una negra gruesa con el pelo recogido en un pañuelo rojo. Le dijo qué necesitaba, y ella se perdió en la parte trasera. Jock, que nunca perdía el tiempo, sacó su PAD y buscó los artículos del New York Times y el Washington Post del día.

Unos cinco minutos después, la bibliotecaria regresó y le entregó a Jock los tres números atrasados que había solicitado (uno de Farth and Planetary Science Letters y dos de Nature), que su búsqueda en la red había mostrado que contenían estudios de Cae y otros sobre la inversión rápida de los campos magnéticos.

Jock encontró un cubículo vacío y se sentó. Lo primero que hizo fue sacar de la maleta su HP CapShare: un escáner de documentos manual, a pilas. Pasó el aparato sobre las páginas del artículo que le interesaba, capturándolas a 200 ppp, el tamaño adecuado para volcarlas al ocr luego. Jock sonrió al retrato de Chester Carlson que había cerca de donde estaba sentado: le hubiese encantado este aparatito.

Jock se puso a leer los artículos. Lo más interesante del primero, el aparecido en Earth and Planetary Science Letters, era que los autores reconocían que los resultados a los que habían llegado se oponían a la opinión generalizada de que los colapsos magnéticos tardarían miles, de años en producirse. Sin embargo, esa creencia estaba basada no tanto en hechos fundados como en la sensación general de que el campo magnético de la Tierra era una cosa tan grande que no podía ponerse boca abajo rápidamente.

Pero Cae y Prévot habían encontrado pruebas de colapsos extremadamente rápidos. Sus estudios estaban basados en corrientes de lava en la montaña Steens, al sur de Oregón, donde un volcán que había entrado en erupción cincuenta y seis veces durante una inversión de campo magnético, proporcionaba muestras de las distintas fases del cambio. Aunque no habían podido determinar los intervalos entre las erupciones, sabían cuánto debió tardar la lava en enfriarse en cada caso hasta el punto Curie, momento en que la orientación magnética de las rocas recién formadas se fija, en consonancia con la orientación y la fuerza actual del campo magnético de la Tierra. El estudio sugería que el campo se había colapsado en apenas unas semanas, en vez de hacerlo en milenios.

Jock leyó el segundo artículo de Cae y compañía en Nature, además de la crítica realizada por un hombre llamado Ronald T. Merrill, que parecía reducirse simplemente al «principio del menor esfuerzo»: era una declaración dogmática; costaba menos creer que Cae y Prévot estaban completamente equivocados que aceptar tan notable hallazgo, a pesar de que era incapaz de detectar ningún fallo en su trabajo.

Joe Krieger se acomodó en la silla. Parecía que lo que Ponter le había dicho al geólogo del Gobierno canadiense, Arnold Moore, era probablemente correcto.

Y eso, comprendió Jock, significaba que tal vez no hubiera tiempo que perder.

Загрузка...