29

La última vez que Mary y Ponter habían viajado en este ascensor de metal, ella había intentado hacerle comprender que le gustaba (de hecho, que le gustaba mucho), pero que no estaba preparada para iniciar una relación. Le había contado a Ponter lo sucedido en la Universidad de York, convirtiéndolo en la única persona aparte de Keisha, la consejera del Centro de Crisis por Violación, a quien Mary se lo había dicho. Las emociones de Ponter reflejaron las de la propia Mary: confusión general sumada a una profunda ira dirigida contra el violador, fuera quien fuese, Durante aquel trayecto en ascensor, Mary pensaba que estaba a punto de perder a Ponter para siempre.

Mientras hacían de nuevo aquel largo, larguísimo descenso hasta el fondo de la mina Creighton, a dos mil metros de profundidad, Mary no podía dejar de recordar aquello, y supuso que el embarazoso silencio de Ponter significaba que también él lo recordaba.

Había habido ciertas discusiones sobre la posibilidad de instalar un nuevo ascensor de alta velocidad que condujera directamente hasta la cámara de observación de neutrinos, pero la logística era formidable. Abrir un nuevo pozo a través de dos kilómetros de granito sería una empresa colosal, y los geólogos de Inco no estaban seguros de que la roca pudiera soportarlo.

También habían hablado de sustituir él viejo ascensor abierto de Inco por uno más lujoso y moderno, pero eso presuponía que sólo se utilizaría para subir y bajar al portal. De hecho, la mina Creighton seguía en activo, extrayendo níquel, y aunque Inco había sido el alma de la operación, todavía tenían que subir y bajar a cientos de mineros por aquel pozo cada día,

De hecho, a diferencia de la última vez, cuando Mary y Ponter tuvieron la cabina para ellos solos, ahora compartían el viaje con seis mineros que se dirigían al nivel situado a mil quinientos metros de profundidad. El grupo estaba bien equilibrado entre quienes miraban amablemente el suelo de metal pulido (no había ningún indicador de nivel que observar estudiosamente como se hacía en el ascensor de la oficina) y aquellos que miraban abiertamente a Ponter.

El ascensor siguió bajando por el pozo, dejando atrás el nivel de los mil trescientos metros: unos signos pintados en el exterior revelaron la situación. Tras haber sido explotado, aquel nivel se empleaba ahora como arbolario para cultivar árboles destinados a los proyectos de reforestación en los alrededores de Sudbury.

El ascensor se detuvo luego en el nivel que querían los mineros, y la puerta se abrió, permitiéndoles desembarcar. Mary los vio partir: hombres que antes hubiese considerado robustos pero que ahora le parecían enclenques comparados con Ponter.

Ponter pulsó el timbre que avisaba al operador del ascensor en la superficie de que los mineros habían bajado. La cabina volvió a ponerse en marcha. Había demasiado ruido para hablar, de todas formas: habían mantenido la conversación la última vez prácticamente a gritos, a pesar de su delicado contenido.

Finalmente, la cabina llegó al nivel de los dos mil metros. La temperatura allí era constante, unos sofocantes cuarenta y un grados Celsius, y la presión del aire era un treinta por ciento superior a la de la superficie.

Al menos el transporte había mejorado. En vez de tener que caminar los mil doscientos metros hasta las instalaciones del ONS, los estaba esperando un vehículo flamante: una especie de buggy de playa, con una pegatina con el lago del ONS delante. Había otros dos vehículos más destinados allí también, aunque debían de encontrarse en otra parte.

Ponter le indicó a Mary que ocupara el asiento del conductor.

Mary contuvo una sonrisa: el grandullón sabía un montón de cosas, pero conducir no era una de ellas. Se sentó junto a ella. Mary tardó un minuto en familiarizarse con el salpicadero y en leer las diversas advertencias e instrucciones que había pegadas en él. En realidad no era más difícil que conducir un carrito de golf. Hizo girar la llave (que estaba sujeta al salpicadero por una cadena, para que nadie pudiera llevársela accidentalmente) y empezaron a recorrer el túnel, evitando las vías que usaban las vagonetas. Normalmente se tardaba veinte minutos en llegar hasta las instalaciones del ONS desde el ascensor, pero el cochecito los llevó allí en cuatro.

Irónicamente, ahora que se estaba utilizando para viajar a otro mundo, las instalaciones del ONS no se conservaban en condiciones estériles. Antes, una visita a las duchas era obligatoria, y aunque todavía estaban disponibles para aquellos que se sentían demasiado sucios después del viaje desde la superficie, Ponter y Mary pasaron de largo. Y ambas puertas estaban abiertas, dando a la cámara de vacío que solía quitar la suciedad a los visitantes del ONS. Ponter entró, y Mary lo siguió.

Dejaron atrás los retorcidos sistemas de fontanería que antes alimentaban el tanque de agua pesada, y llegaron a la sala de control, en la que, como siempre ahora, había dos soldados canadienses armados.

—Hola, enviado Boddit —dijo uno de los guardias, levantándose de la silla donde estaba sentado.

—Hola —respondió Ponter, hablando por sí mismo. Había aprendido un par de cientos de palabras en inglés ya, que usaba (suponiendo que pudiera pronunciarlas) sin la intervención de Hak.

—Y usted es la profesora Vaughan, ¿verdad? —preguntó el soldado.

Sin duda, su rango estaría anunciado de algún modo en su uniforme, pero Mary no tenía ni idea de cómo leerlo.

—Así es.

—La he visto por la tele —dijo el soldado. — Es la primera vez para usted, ¿verdad, señora?

Mary asintió.

—Bueno, estoy seguro de que la habrán informado sobre el proceso. Tengo que ver su pasaporte, y necesito una muestra de su ADN.

Mary llevaba en efecto el pasaporte. Se lo había sacado para su primer viaje a Alemania, para extraer ADN al espécimen de neanderthal del Rheinisches Landesmuseum, y lo había renovado desde entonces; ¿por qué los pasaportes canadienses sólo duran cinco años, en vez de los diez que duran los pasaportes estadounidenses? Lo buscó en su bolso y se lo presentó al hombre. Irónicamente, parecía más vieja en la foto que en la vida real; se la habían tomado antes de que empezara a teñirse el pelo para cubrir las canas.

Luego abrió la boca y permitió que el soldado le pasara un bastoncillo por el interior de la mejilla derecha. La técnica del hombre era un poco burda, pensó Mary: no hay que frotar tan fuerte para desprender las células.

—Muy bien, señora —dijo el soldado—. Que tenga un buen viaje.


Mary dejó que Ponter la condujera hasta la plataforma de metal que formaba un techo sobre la caverna de diez pisos de altura que solía albergar el Observatorio de Neutrinos de Sudbury. En vez de tener que descender por una escotilla de un metro de lado, como había hecho la primera vez que estuvo allí, habían practicado una gran abertura en el suelo e instalado un ascensor: Ponter comentó que era nuevo desde su última llegada. El ascensor tenía las paredes acrílicas transparentes; las había fabricado específicamente para aquel propósito Polycast, la compañía fabricante de los paneles acrílicos de los que estaba compuesta la esfera contenedora de agua pesada, ahora desmantelada.

El ascensor era la primera de las muchas modificaciones planeadas para aquella cámara. Si el portal permanecía abierto durante años, la cámara se llenaría con diez pisos de instalaciones, incluyendo aduanas, salas de hospital, e incluso unas cuantas suites hoteleras. Pero ahora mismo el ascensor sólo efectuaba dos paradas: en el suelo rocoso de la cámara y, tres pisos por encima, en la zona de espera construida alrededor del portal. Ponter y Mary se bajaron allí, en una ancha plataforma de madera con otros dos soldados apostados. En un lado de la plataforma estaban las banderas de las Naciones Unidas y los tres países que habían fundado conjuntamente el ONS: Canadá, Estados Unidos y Gran Bretaña.

Y, delante de ella, estaba…

Popularmente lo llamaban «el portal», pero a causa del tubo de Derkers que asomaba más bien parecía un túnel. El corazón de Mary latía con fuerza: podía ver más allá, ver el mundo neanderthal y…

«Dios mío —pensó Mary—. Dios mío.»

Una figura fornida había pasado junto al otro extremo del túnel, alguien que trabajaba al otro lado.

Otro neanderthal.

Mary había visto mucho a Ponter y un poco a Tukana. Con todo, tenía problemas para aceptar de verdad que había millones de otros neanderthales, pero…

Pero allí había otro, al fondo del túnel.

Inspiró profundamente y, como Ponter indicaba galante que fuera ella primero, Mary Vaughan, ciudadana de una Tierra, empezó a recorrer el puente cilíndrico que conducía a otra Tierra.

Habían colocado una cuña al pie del tubo de Derkers, creando una entrada lisa. Mary vio el anillo azul que rodeaba el tubo a través de sus paredes blancas translúcidas: el portal en sí, la abertura, la discontinuidad.

Llegó al umbral de esa discontinuidad, y se detuvo. Sí, Ponter lo había atravesado en ambas direcciones y, sí, varios Homo sapiens la habían precedido ya, pero…

Mary empezó a sudar, y no sólo por el calor subterráneo.

La mano de Ponter se posó en su hombro. Durante un horrible segundo, Mary pensó que iba a empujada.

Pero, naturalmente, no lo hizo.

—Tómate tu tiempo —susurró él, en inglés—. Ve cuando te sientas cómoda.

Mary asintió, Tomó aire y dio un paso al frente,

Sintió como si un tropel de hormigas corretearan por su cuerpo de delante atrás mientras cruzaba el umbral. Había empezado con un paso lento, pero aceleró rápidamente para poner punto final a la inquietante sensación.

Y allí estaba, a centímetros, y a decenas de miles de años de divergencia, del mundo que conocía.

Siguió hasta el final del túnel, oyendo las fuertes pisadas de Ponter tras ella. Y entonces salió a lo que sabía que debía de ser la cámara de cálculo cuántico. Al contrario que la cavidad del ONS, que había sido alterada tras su diseño original, el ordenador cuántico de Ponter trabajaba todavía a pleno rendimiento: de hecho, a Mary le habían dado a entender que, sin él, el portal se cerraría.

Había cuatro neanderthales delante de ella, todos varones. Uno llevaba un llamativo atuendo plateado, los otros camisas sin mangas y los mismos extraños pantalones con botas incorporadas con los que había llegado Ponter. Al igual que él, todos tenían el pelo claro dividido exactamente por el centro; todos eran enormemente musculosos, con miembros cortos; todos tenían el entrecejo ondulado; todos tenían enormes narices en forma de patata.

La voz de Ponter sonó tras ella, hablando en lengua neanderthal.

Mary se dio media vuelta, sorprendida. Oía a Ponter susurrar en ese idioma todo el tiempo, y Hak le traducía las palabras al inglés a un volumen mucho más alto, pero, hasta ahora, nunca había oído a Ponter hablar en voz alta y clara en su lengua materna. Lo que dijo debía de ser una especie de chiste, pues los cuatro neanderthales soltaron graves risotadas.

Mary se apartó de la desembocadura del túnel, dejando pasar a Ponter. Y entonces…

Había oído a Ponter hablar frecuentemente de Adikor, por supuesto, y había comprendido intelectualmente que Ponter tenía un amante masculino, pero…

Pero, a pesar de sus tendencias liberales, a pesar de todos sus preparativos mentales, a pesar de los hombres gay que conocía en su Tierra, sintió un nudo en el estómago cuando Ponter abrazó al neanderthal que debía de ser Adikor. Se abrazaron con fuerza un rato, y la ancha cara de Ponter se pegó a la peluda mejilla de Adikor.

Mary comprendió de inmediato lo que sentía; pero, Dios, habían pasado décadas desde la última vez que había experimentado aquella emoción concreta, y se sintió avergonzada. No le repelía la muestra de afecto hacia el mismo sexo, en absoluto: demonios, no podías zapear canales en Toronto TV un viernes por la noche sin encontrarte con alguna película porno gay. No, estaba…

Era vergonzoso, y sabía que tendría que superado rápido si alguna vez quería tener una relación a largo plazo con Ponter.

Estaba celosa.

Ponter soltó a Adikor y alzó el brazo izquierdo, volviendo su interior hacia él. Adikor alzó el brazo en un gesto paralelo, y Mary vio símbolos destellar en el implante Acompañante de cada uno de los dos hombres. Al parecer, Ponter estaba recibiendo de Adikor sus mensajes acumulados, a quien habían sido dirigidos en su ausencia.

Bajaron los brazos al mismo tiempo, pero Ponter sólo a medias, y giró el antebrazo por el codo para señalar a Mary.

—Prisap tah Mary Vonnnn daballita sohl —dijo, pero como no se estaba dirigiendo a ella, Hak no proporcionó ninguna traducción.

Adikor dio un paso adelante, sonriendo. Tenía un rostro simpático, más ancho que el de Ponter; de hecho, tan ancho como una fuente. y sus ojos redondos eran de un sorprendente color verde azulado. El efecto general era una versión Picapiedra de la mascota de Pillsbury Doughboy.

Ponter bajó la voz a un susurro, y la de Hak proporcionó una traducción a volumen normal.

—Mary, éste es mi hombre-compañero, Adikor Huld.

—Cola —dijo Adikor.

Y Mary se sorprendió un instante, pero luego comprendió que Adikor estaba intentando decir «hola» pero no había captado bien el sonido. Con todo se sintió impresionada, y conmovida, de que hubiera intentado aprender algo de inglés.

—Hola —dijo Mary—. He oído hablar mucho de ti.

Adikor ladeó la cabeza, presumiblemente escuchando una traducción a través de los implantes de su Acompañante, y luego, con una respuesta sorprendentemente normal, sonrió, y con su inglés cargado de acento, dijo:

—Todo bueno, espero.

Mary no pudo evitar echarse a reír.

—Oh, si.

—Y éste —dijo la voz de Hak, hablando por Ponter—, es un exhibicionista.

Mary se quedó sorprendida. Ponter se refería al tipo vestido de plateado. No estaba segura de qué tenía que hacer si el extraño neanderthal se le plantaba delante.

—Mmm, encantada de conocerle.

El desconocido no conocía el truco de susurrar sus propias palabras mientras su Acompañante las traducía en voz alta. Mary tuvo que esforzarse para separar el neanderthal del inglés.

—He sabido —captó— que en su mundo podrían llamarme periodista. Voy a sitios interesantes y dejo que la gente sintonice con lo que emite mi Acompañante.

—Todos los exhibicionistas visten de plata —dijo Ponter—, y nadie más lo hace. Si ves a alguien vestido así, ten en cuenta que muchos miles de personas te estarán mirando.

—¡Ajá! —dijo Mary—. Un exhibicionista. Sí, ahora recuerdo que me hablaste de ellos.

Ponter le presentó también a los otros dos neanderthales. Uno era un controlador, al parecer algo parecido a un policía, y el otro un grueso experto en robótica llamado Dern.

Durante medio segundo, la feminista que había en Mary se molestó porque no había ninguna mujer presente en las instalaciones cuánticas, pero naturalmente no habría ninguna mujer por aquí cerca. Sabía que la mina estaba situada más allá del Borde de Saldak.

Ponter condujo a Mary a través de la parrilla de cilindros sujetos al suelo, subieron un corto tramo de escaleras, atravesaron una puerta y llegaron a la sala de control. Mary estaba helada; a los neanderthales no les gustaba el calor, y para ellos aquí abajo haría tanto calor como en el mundo de Mary. Estaba claro que refrigeraban el resto de las instalaciones; de hecho, Mary bajó la mirada y se avergonzó al ver que los pezones se marcaban contra su top.

—¿Cómo mantenéis aquí el frío? —preguntó.

—Bombas de calor superconductoras —dijo Ponter—. Funcionan como un hecho científico establecido.

Mary contempló la sala de control. Le sorprendió ver lo extrañas que parecían las consolas. Nunca había pensado en el hecho de que los diseñadores industriales humanos hubieran decidido arbitrariamente qué aspecto debían tener los instrumentos, que sus diseños de «alta tecnología» eran solo una forma posible. En vez del metal pulido y los colores negros y lisos de tantos equipos humanos, estas consolas eran principalmente de un rosa coral, sin esquinas y con pocos controles, de los que había que tirar en vez de pulsar. No vio pantallas de plasma, ni diales, ni interruptores. En cambio, los indicadores parecían ser reflectantes, en vez de luminosos, y los textos aparecían con símbolos azules oscuros sobre un suave fondo gris; pensaba que tendrían etiquetas preimpresas, pero las filas de caracteres no paraban de cambiar.

Ponter le hizo atravesar rápidamente la pequeña sala, y llegaron a la zona de descontaminación. Antes de que ella se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, Ponter se desabrochó los cierres de los hombros y se quitó la camisa. Un segundo después, se quitó los pantalones. Metió la ropa en un cesto cilíndrico y entró en la cámara, que tenía un suelo circular. Ponter permaneció quieto mientras el suelo giraba lentamente, presentándole a Mary su ancha espalda (y todo lo que había debajo) y luego su ancho pecho (y todo lo que había debajo también). Ella vio los emisores láser golpeando el lado opuesto, pasando a través del cuerpo de Ponter como si ni siquiera estuviese allí, pero, así lo comprendió, eliminando biomoléculas extrañas al hacerla.

Hicieron falta varios minutos, y varias rotaciones, para que el proceso se completara. Mary intentó no bajar la vista. Ponter era completamente inconsciente de su situación. Las veces anteriores que ella lo había visto desnudo había sido a media luz, pero aquí…

Aquí estaba iluminado con toda la intensidad de una película porno. Su cuerpo estaba casi completamente cubierto de fino vello amarillo, sus músculos abdominales eran firmes, sus pectorales casi lo hacían parecer pechugón y… y apartó los ojos; sabía que no tendría que haber estado mirando.

Finalmente, Ponter terminó. Salió de la cámara y le indicó a Mary que era su turno y de repente el corazón de Mary dio un vuelco. La habían informado del proceso de descontaminación, pero…

Pero nunca se le había ocurrido que Ponter la estaría mirando: mientras lo pasaba. Naturalmente, podía decirle que eso la hacía sentirse incómoda, pero…

Mary inspiró profundamente. En Roma…

Se quitó la blusa y la puso en el mismo cesto que había usado Ponter. Se quitó los zapatos negros y, después de un gesto de confirmación por parte de Ponter, los puso también en el cesto. Se quitó entonces los pantalones, y… y allí se quedó, con el sujetador de color crema y las bragas blancas.

Si los láseres podían eliminar las bacterias y los virus a través de su piel, deberían poder hacerlo también a través de su ropa interior, pero…

Pero su ropa interior, y toda su ropa, su bolso y su equipaje serían limpiados sónicamente y expuestos a rayos ultravioleta de alta intensidad. Los láseres eran efectivos eliminando microbios; no eran suficientemente potentes para acabar con los elementos más grandes que podía haber en los pliegues del tejido. Todo se les entregaría más tarde, dijo Ponter, después de una limpieza a conciencia.

Mary se soltó el sujetador. Recordó cuando en la facultad podía pasar la prueba del lápiz, pero esos días hacía tiempo que habían quedado atrás. Sus pechos no se sostuvieron firmes. Mary se cruzó por instinto de brazos, pero tuvo que bajarlos para quitarse las bragas. No estaba segura de si era más digno volverse hacia delante o hacia atrás mientras se las quitaba: de cualquier forma mostraba un montón de carne con geometría poco halagadora. Por fin, se dio la vuelta y, rápidamente, se quitó las bragas, irguiéndose lo más rápido que pudo.

Ponter seguía mirando, sonriendo para animarla. Si la fuerte luz la hacía parecer menos atractiva que la tenue luz de la habitación del hotel, no dio muestras de ello.

Mary puso las bragas en la cesta y entró en la cámara, que inició su humillante rotación. Sí, ella había mirado a Ponter, pero admirándolo: era, después de todo, muy musculoso y, por decirlo de manera agradable, estaba muy bien proporcionado.

Pero ella era una mujer en rumbo de colisión con los cuarenta, con diez kilos de más y un vello púbico que dejaba meridianamente claro que se teñía el pelo de la cabeza. ¿Cómo, en nombre de Dios, podría Ponter admirar aquella blanda blancura que estaba viendo?

Mary cerró los ojos y esperó a que el procedimiento terminara. No sentía nada: lo que fuera que los láseres estaban haciendo en su interior era completamente indoloro.

Por fin, se terminó. Mary salió al otro lado de la cámara, y Ponter la condujo a otra habitación donde pudieron vestirse. Indicó una pared llena de agujeros cúbicos, cada uno lleno de ropa.

—Prueba con el de arriba a la derecha —dijo Ponter—. Están ordenadas por tamaño: esa ropa tiene que ser la más pequeña.

«La más pequeña», pensó Mary, y se animó un poco. En este mundo parecía que tendría que ir de compras a las tiendas infantiles.

Mary se vistió lo más rápido que pudo, y Ponter la condujo hasta el ascensor. Una vez más. Mary se sorprendió por las diferencias, que saltaban a la vista, entre la tecnología gliksin y la barast. El ascensor era circular, con un par de pedales en el suelo para hacerla funcionar. Ponter pisó uno de ellos y la cabina empezó a subir. ¡Qué útil era eso cuando tenías las manos ocupadas! Mary, una vez, había volcado por accidente toda su compra, incluido un cartón de huevos, en el suelo del ascensor de su apartamento.

Había cuatro varas verticales equidistantes en el interior. Al principio Mary pensó que eran columnas estructurales, pero no lo eran. Poco después de iniciar la larga subida (presumiblemente de dos kilómetros, igual que en su Tierra) Ponter empezó a frotarse la espalda contra uno de los postes. Era un aparato para rascarse la espalda, y parecía una buena forma de ir matando el tiempo.

Mary preguntó por qué la cabina era circular. ¿No tendería a rotar dentro del hueco?

Ponter asintió con su enorme cabeza.

—Ésa es la idea —dijo Hak, traduciendo por él—. El mecanismo de ascenso está en las paredes del hueco, en vez de arriba, como en vuestros ascensores. Los canales que guían el ascensor no son perfectamente verticales. Más bien rotan muy suavemente. En este pozo concreto, el ascensor empieza encarado al este en el fondo, pero acabará encarado al oeste cuando lleguemos a lo alto.

Durante el trayecto, Mary también tuvo oportunidad de advertir la iluminación que empleaban.

—Dios mío, ¿eso es luciferina?

Un tubo de vidrio corría por el borde superior del cilindro, lleno de un líquido que fluía con una luz azul verdosa.

Hak pitó.

—Luciferina —repitió Hak—. Es la sustancia que usan las luciérnagas para que sus colas brillen.

—Ah —dijo Ponter—. Sí, es una reacción catalítica similar. Es nuestra principal fuente de iluminación interna.

Mary asintió para sí. Naturalmente, los neanderthales, adaptados a un entorno frío, no querrían bombillas incandescentes que desprendieran más calor que luz. La reacción luciferina/luciferasa era casi al ciento por cien eficaz, y producía luz casi sin ningún calor.

El ascensor continuó subiendo, la iluminación verdiazul hacía que la pálida piel de Ponter pareciera extrañamente plateada y sus iris marrón dorado casi amarillos. Agujeros de ventilación en el techo y el suelo de la cabina creaban una ligera brisa, y Mary sintió un escalofrío.

—Lo siento —dijo Ponter, advirtiendo su reacción.

—No pasa nada. Sé que os gusta el frío.

—No es eso —dijo Ponter—. Las feromonas se acumulan en un espacio cerrado como éste, y el trayecto hasta arriba es largo. Los respiraderos se aseguran de que los pasajeros no se influencien demasiado por los olores de los otros.

Mary sacudió la cabeza, asombrada. Ni siquiera había salido de la mina todavía y ya estaba abrumada por las diferencias… ¡Y sabía que se dirigía a otro mundo! De nuevo sintió admiración por Ponter, que había llegado originalmente a la Tierra sin ninguna advertencia, pero que de algún modo había conseguido mantener la cordura.

Por fin el ascensor llegó a lo alto y la puerta se abrió. Incluso eso sucedió de forma distinta: la puerta, que parecía de una pieza, se plegó como un acordeón.

Estaban en una cámara cuadrada de unos cinco metros de lado. Sus paredes eran verde lima y el techo era bajo. Ponter se acercó a un estante y sacó una cajita plana que parecía hecha de algo parecido a cartulina azul. Abrió la caja y sacó un brillante objeto de metal y plástico.

—El Gran Consejo Gris se da cuenta de que no tiene más remedio que dejar que la gente de tu mundo visite el nuestro —dijo Ponter—, pero Adikor me ha dicho que han impuesto una condición. Tienes que llevar esto puesto.

Alzó el objeto, y Mary vio que era una banda de metal con una de sus caras muy parecida a Hak.

—Los Acompañantes son normalmente implantes —dijo Ponter—, pero comprendemos que someter a un visitante esporádico a cirugía es pedir demasiado. Sin embargo, esta banda no se puede quitar, excepto en esta instalación. Es decir, el ordenador que lleva dentro conoce su situación y sólo permitirá que se abra aquí.

Mary asintió.

—Comprendo.

Extendió el brazo derecho.

—Es usual que el Acompañante vaya en el brazo izquierdo, a menos que quien lo lleva sea zurdo —dijo Ponter.

Mary apartó el brazo y extendió el otro. Ponter se dispuso a colocarle el Acompañante.

—Hace tiempo que quería preguntarte esto —dijo Mary—. ¿Son diestros la mayoría de los neanderthales?

—Aproximadamente el noventa por ciento, sí.

—Eso es lo que dedujimos por los hallazgos fósiles.

—¿Cómo pudisteis deducir eso a partir de los fósiles? No creo que nosotros tengamos ninguna idea de la distribución de las preferencias de las manos entre los antiguos gliksins en este mundo.

Mary sonrió, complacida por la ingenuidad de su especie.

—Lo supimos por los fósiles de los dientes.

—¿Qué tienen que ver los dientes con las manos?

—Se hizo un estudio con ochenta dientes pertenecientes a veinte neanderthales. Verás, supusimos que con esas mandíbulas enormes que tenéis, probablemente usaríais los dientes como cepo, para sujetar la piel de las presas mientras les quitabais la carne. Bueno, las pieles son abrasivas y dejan en los dientes pequeñas marcas. En dieciocho de los individuos, las marcas se dirigían a la derecha… que es lo que cabe esperar si se usaba un rascador para la piel con la mano derecha, impulsando la piel en esa dirección.

Ponter puso lo que Mary había aprendido a identificar como un gesto «impresionado» neanderthal, que consistía en chuparse los labios y arrugar el centro de la ceja.

—Excelente razonamiento —dijo Ponter—. De hecho, todavía hoy en día celebramos fiestas para despellejar la carne, y las pieles se limpian de esa forma. Naturalmente, hay otras técnicas mecanizadas, pero esas fiestas son un ritual social.

Ponter se detuvo un instante.

—Hablando de pieles…

Se dirigió al otro lado de la habitación, cuya pared estaba cubierta de pieles que colgaban, según parecía, de perchas sujetas a una barra horizontal.

—Por favor, elige una —dijo—. De nuevo, las de la derecha son las más pequeñas.

Mary señaló una, y Ponter hizo algo que no pudo pillar pero logró que uno de los abrigos se soltara de la percha. No estaba segura de cómo ponérselo: parecía abierto por un lado, en vez de por los hombros, pero Ponter la ayudó. Una parte de Mary pensó en poner objeciones: nunca había vestido pieles naturales en casa, pero aquél era, naturalmente, un lugar distinto.

Desde luego, no era una piel lujosa, como el armiño o la marta; era áspera, de un color marrón rojizo irregular.

—¿Qué clase de piel es ésta? —preguntó Mary, mientras Ponter abrochaba los cierres que la sellaban dentro de la chaqueta.

—Mamut.

Mary abrió mucho los ojos. Puede que no fuera tan bonita como la de armiño, pero un abrigo de piel de mamut valdría infinitamente más en su mundo.

Ponter no se molestó en buscar una chaqueta para él. Se encaminó hacia la puerta. Ésta era más normal, sujeta a un simple tubo vertical que la permitía oscilar como si tuviera goznes. Ponter la abrió y… y allí estaba, en la superficie.

Y de repente toda la extrañeza se evaporó.

Aquello era la Tierra, la Tierra que ella conocía. El sol, bajo en el horizonte, parecía exactamente igual que el que estaba acostumbrada a ver. El cielo era azul. Los árboles eran pinos y abedules y otras variedades que reconoció.

—Hace frío —comentó.

En efecto, hacía unos cuatro grados menos que en la superficie de Sudbury que habían dejado atrás.

Ponter sonrió.

—Es magnífico —dijo.

De repente, un sonido llamó la atención de Mary, y durante un breve instante pensó que tal vez un mamut se dirigía hacia ellos para vengar a los suyos. Pero no, no era eso. Era un vehículo aéreo de algún tipo, de forma cúbica pero con las esquinas redondeadas, que sobrevolaba el terreno rocoso hacia ellos. El sonido que Mary había escuchado parecía proceder de una combinación de ventiladores soplando hacia abajo, que permitían al vehículo flotar a cierta distancia de la superficie, y un gran ventilador, como el que usan esas barcazas en las Everglades, para impulsado en la parte trasera.

—Ah —dijo Ponter—, el cubo de viaje que había pedido.

Mary supuso que lo había hecho con ayuda de Hak, y sin traducir las palabras al inglés. El extraño vehículo se posó delante de ellos, y Mary vio que tenía un conductor neanderthal, un varón fornido que parecía veinte años mayor que Ponter.

El lado claro del cubo se abrió y el conductor le habló a Ponter.

Una vez más, las palabras no fueron traducidas para beneficio de Mary, pero ella imaginó que eran el equivalente neanderthal de «¿adónde los llevo, jefe?».

Ponter le indicó a Mary que lo precediera.

—Ahora —dijo—, déjame mostrarte mi mundo.

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