26

Mary y Ponter no se habían molestado en correr las cortinas de la habitación del hotel, así que, cuando salió el sol, Mary se despertó y vio que también Ponter estaba despierto.

—Buenos días —dijo, mirándolo. Pero al parecer él llevaba despierto un rato, y cuando volvió la cabeza para mirarla, las lágrimas corrían por los profundos huecos que contenían sus ojos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mary, secando amablemente la humedad con el dorso de la mano.

—Nada.

Mary frunció exageradamente el ceño.

—Nada, y un cuerno —dijo—. ¿Qué pasa?

—Lo siento. Anoche…

Mary sintió que se le encogía el corazón. Le había parecido maravilloso. ¿No compartía él la misma opinión?

—¿Qué ocurre?

—Lo siento —repitió él—. Era la primera vez que estaba con una mujer desde…

Mary alzó las cejas, comprendiendo.

—Desde que murió Klast —terminó de decir, en voz baja. Ponter asintió.

—La echo mucho de menos.

Mary le pasó un brazo por el pecho, sintiéndolo subir y bajar con cada inspiración.

—Lamento no haber llegado a conocerla.

—Perdóname —dijo Ponter—. Tú estás aquí; Klast no. Yo no debería estar…

—No, no, no —dijo Mary, suavemente—. No pasa nada. Está bien. Me gusta…me gusta que tengas esos sentimientos tan profundos.

Ella se apretó contra su pecho. No podía reprocharle que pensara en su difunta esposa; después de todo, no había pasado tanto tiempo desde su muerte y…

Y de repente Mary pensó en lo único que no se le había pasado por la cabeza desde que Ponter la había tomado en brazos en el pasillo, la única presencia sin rostro de su propio pasado que no había invadido el tiempo que habían estado juntos. Pero descubrió que podía descartar rápidamente ese pensamiento y, rodeando con el brazo a Ponter, y con uno de los suyos posado ahora sobre su espalda desnuda, Mary volvió a quedarse dormida, absolutamente en paz.


—¿Así que usted y esa hembra gliksin tuvieron relaciones íntimas? —preguntó Selgan, al parecer intentando controlar su sorpresa.

Ponter asintió.

—Pero…

—¿Qué? —lo desafió Ponter.

—Pero ella… es una gliksin. —Selgan hizo una pausa y luego se encogió de hombros—. Es de una especie diferente.

—Ella es humana —dijo Ponter con firmeza.

—Pero…

—¡Nada de peros! —dijo Ponter—. Es humana. Todos son humanos, todas las personas del otro mundo.

—Si usted lo dice… Y sin embargo…

—Usted no los conoce. No ha visto a ninguno. Son personas. Son como nosotros.

—Parece ponerse a la defensiva con este tema —dijo Selgan.

Ponter sacudió la cabeza.

—No. Tal vez tuviera usted razón en otras cosas, pero no en esto. En mi mente no hay ninguna duda. Mary Vaughan, Lou Benoit, Reuben Montego, Héllme Gagné y todos los demás que he conocido allí… son seres humanos. Tendrá usted que reconocerlo; todos ustedes tendrán que reconocerlo.

— Y sin embargo estaba usted llorando.

—Fue como le dije a Mary. Estaba recordando a Klast.

—¿No se sentía culpable?

—¿Porqué?

—Dos no eran Uno en ese momento.

Ponter frunció el ceño.

—Bueno, supongo que es verdad. Quiero decir, nunca lo había pensado. En el mundo gliksin, machos y hembras pasan todo el mes juntos y…

—¿Y cuando estés en Bistob, haz como hacen los bistobianos?

Ponter se encogió de hombros.

—Exactamente.

—¿Cree que su hombre-compañero habría compartido su punto de vista?

—Oh, a Adikor no le habría importado. De hecho, le habría encantado. Quiere que me busque una nueva mujer, y bueno…

—¿Bueno qué?

—Mejor una gliksin cuando Dos se supone que están separados, que Daklar Bolbay en cualquier momento del mes. Ésa sería su opinión, estoy seguro.


Mary y Ponter salieron por fin de la habitación del hotel. Se habían perdido las tres primeras ponencias de la mañana, pero no pasaba nada. Mary había descargado el archivo PDP que contenía los borradores antes de salir de Nueva York, y sabía que las sesiones de la mañana estaban dedicadas al Homo erectus y a algunos intentos por resucitar al Homo ergaster como especie separada. No se había recuperado nunca ADN de ninguna de estas antiguas formas, así que Mary no estaba particularmente interesada.

Mientras salían al pasillo, apareció uno de los agentes del FBI. —Enviado Boddit —dijo—, esto acaba de llegar de Sudbury, vía FedEx.

El hombre tendió una valija diplomática. Ponter aceptó la bolsa, la abrió y extrajo una perla de memoria. Le dio vueltas en la mano.

—Debería escucharla.

Mary sonrió.

—Bueno, desde luego no quiero oír cómo te gritan. Voy a mirar las exposiciones.

Ponter sonrió y entró en su habitación. El agente del FBI permaneció en el pasillo, y Mary se acercó a los ascensores.

Llegó el ascensor. Mary se encaminó hacia el saloncito donde se exhibían los carteles de la Asociación Arqueológica de América. Su congreso no empezaba realmente hasta el día siguiente, y Ponter y ella iban a quedarse, pero varios ponentes ya habían colocado sus carteles. Mary se puso a contemplar un par de paneles sobre la alfarería hopi.

Sin embargo, al cabo de un rato, preocupada porque Ponter no llegaba, regresó a la planta doce.

El agente del FBI seguía en el pasillo.

—¿Está usted buscando al enviado Boddit, señora?

Mary asintió.

—Está en su propia habitación —dijo el agente.

Mary fue a esa habitación y llamó con los nudillos a la puerta que, al cabo de un momento, se abrió.

—¡Mary! —dijo Ponter.

—Hola. ¿Puedo pasar?

—Sí, sí.

La maleta de Ponter (un extraño trapezoide que había traído del otro universo) estaba abierta sobre la cama.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Mary.

—Empaquetando.

—¿Te obligan a regresar? Creí que dijiste que no ibas a hacerlo.

Ella frunció el ceño. Naturalmente, ahora que había una docena de neanderthales en la ciudad de Nueva York, él no tenía que quedarse para obligar a que el portal permaneciera abierto, pero bueno, después de anoche…

—No —dijo Ponter—. Nadie me obliga. La perla de memoria era de mi hija, Jasmel Ket.

—Dios mío, ¿se encuentra bien?

—Jasmel está bien. Ha consentido en ser la mujer-compañera del Tryon, un joven al que ha estado viendo.

Mary alzó las cejas.

—¿Quieres decir que va a casarse?

—Es comparable, sí —dijo Ponter—. Debo regresar a nuestro universo para la ceremonia.

—¿Cuándo es?

—Dentro de cinco días.

—Guau —dijo Mary—. Sí que son rápidas las cosas en tu mundo.

—Lo cierto es que Jasmel ha estado retrasándose. Pronto será el momento de concebir la generación 149. Jasmel todavía no ha seleccionado una mujer-compañera, pero ése no es un tema tan sensible al tiempo.

—¿Has visto a ese … Tryon?

—Sí, varias veces. Es un buen chico.

—Mmm, Ponter, ¿estás seguro de que no se trata de un truco? Ya sabes, para atraerte de vuelta al otro lado.

—No es ningún truco. El mensaje era realmente de Jasmel, y ella nunca me mentiría.

—Bueno, será mejor que te llevemos de vuelta a Sudbury, entonces.

—Gracias.

Ponter guardó silencio un instante, como si estuviera pensando en algo.

—¿Te… te gustaría acompañarme a la ceremonia de unión? Es costumbre que vayan los padres de los jóvenes, pero…

Pero la madre de Jasmel, Klast, estaba muerta. Mary no pudo evitar sonreír.

—Me encantaría —dijo—. Pero ¿tenemos tiempo para la presentación de mi estudio? Es a las dos y media de esta tarde. No es por usar una metáfora militar, pero me encantaría soltar esa bomba.

—¿Cómo?

—Va a ser explosivo.

—Ah —dijo Ponter, comprendiendo—. Sí, por supuesto, podemos quedarnos para eso.


La disertación de Mary fue, en efecto, el punto culminante del congreso: estaba, después de todo, poniendo punto final al mayor debate de la antropología al declarar que el Homo neanderthalensis era decididamente una especie por derecho propio. Normalmente, habría publicado un extracto con antelación y descubierto su mano, pero había sido una incorporación de último minuto al programa, y el título de su disertación, «El ADN nuclear neanderthal y la resolución de la taxonomía neanderthal», había sido suficiente para asegurar una sala repleta.

Y, naturalmente, la sala estalló en comentarios en el momento en que ella colgó la transparencia del cariotipo de Ponter. En el fondo, Mary estaba encantada de tener que marcharse a Sudbury al cabo de quince minutos. De hecho, al advertir la longitud de la presentación, Ponter la sorprendió al decir:

—Ese tipo que pintaba latas de sopa estaría orgulloso de ti.

Justo antes de que dejaran el hotel, Mary llamó a Jock Krieger al Grupo Sinergia. Jock parecía encantado de que Mary se lo estuviera pasando bien con Ponter, y le entusiasmó que tuviera una oportunidad para visitar el mundo neanderthal. Sin embargo, le hizo una petición.

—Quiero que haga para mí un sencillo experimento cuando esté allí.

—¿Sí?

—Llévese una brújula, una brújula magnética corriente, y cuando llegue al otro mundo, oriéntese por algún otro método, de modo que esté segura de que no está mirando al norte. Use la Estrella del Norte si es de noche, o el amanecer o la puesta de sol para encontrar el este o el oeste si es de día. ¿De acuerdo? Entonces compruebe en qué dirección señala la aguja de la brújula.

—Debería señalar al norte, ¿no?

—Eso es lo que le pasa por faltar a las reuniones de personal —dijo Jock—. Los neanderthales sostienen que su mundo ya ha experimentado la inversión de polos que está comenzando aquí. Quiero que averigüe usted si es verdad.

—¿Por qué mentirían en una cosa así?

—Estoy seguro de que no lo harían. Pero podrían estar equivocados. Recuerde: no tienen satélites. La mayoría de nuestros estudios sobre el campo magnético de la Tierra se han hecho desde la órbita. —Muy bien —dijo Mary.

Hizo una pausa, y Jock la aprovechó para poner punto final a la conversación.

—Muy bien, Mary. Que tenga un buen viaje.

Colgó el teléfono. Justo entonces, Ponter llegó a la habitación, para comprobar si estaba lista para partir.

—He quedado en dejar el coche de alquiler en Rochester, que no nos pilla demasiado lejos —dijo Mary—. Allí podremos recoger mi coche y subir hasta Sudbury, pero…

—¿Sí?

—Pero, bueno, me gustaría pasarme por Taranta camino de Sudbury —dijo Mary—. Nos pilla de paso y, bueno, no es que tú puedas ayudarme en la conducción.

—Muy bien —dijo Ponter.

Pero Mary no dejó correr el asunto.

—Tengo… tengo que hacer unas cuantas cosas allí.

Ponter pareció perplejo por su necesidad de justificarse.

—Como vosotros decís: «No hay problema.»

Mary y Ponter llegaron a la Universidad de York. Era imposible camuflar a Ponter. En invierno, tal vez podría haberse puesto una gorra de lana calada sobre el ceño, y gafas de esquiar, pero en un día de otoño, vestido así, habría llamado tanto la atención como a cara descubierta. Además (Mary se estremeció), no quería ver a Ponter con nada que recordara un pasamontañas; no quería confundir jamás a esas dos personas en su mente.

Aparcaron en el espacio destinado a las visitas, y empezaron a cruzar el campus.

—¿Aquí no necesito seguridad? —preguntó Ponter.

—Las armas personales están prohibidas en Canadá —dijo Mary—. No es que no haya algunas por ahí, pero… —Se encogió de hombros—. Es un lugar distinto. El último asesinato por atentado en Canadá se produjo en 1970, y tuvo que ver con la separación de Quebec. No creo, sinceramente, que tengas que preocuparte más que cualquier otro famoso en Canadá. Según el Star, Julia Roberts y George Clooney están en la ciudad rodando una película. Créeme, atraerán a más curiosos que ninguno de nosotros.

—Bien —dijo Ponter. Dejaron atrás el edificio bajo de York Lane y continuaron hacia…

Era inevitable. Mary lo había sabido desde el principio; las vicisitudes de dejar el coche en el aparcamiento para visitantes. Ponter y ella estaban a punto de pasar por el lugar donde los dos muros de hormigón se unían, el lugar donde…

Mary extendió la mano, encontró la enorme mano de Ponter y, abriendo mucho los dedos, los entrelazó con los suyos. No dijo nada, ni siquiera miró el muro, sólo siguió caminando, mirando al frente.

Pero Ponter sí que miraba alrededor. Mary nunca le había dicho exactamente dónde había tenido lugar la violación, pero vio que él advertía el espacio cerrado, los árboles que lo cubrían, lo lejos que estaba la siguiente farola. Si lo descubrió, no dijo nada, pero Mary agradeció la reconfortante presión de su mano.

Continuaron caminando. El sol jugaba al escondite tras las hinchadas nubes blancas. El campus estaba abarrotado de jóvenes, uno o dos todavía con pantalones cortos, la mayoría con vaqueros, unos cuantos estudiantes de derecho con chaqueta y corbata.

—Esto es mucho más grande que la Laurentian —dijo Ponter, girando la cabeza a izquierda y derecha. La Universidad Laurentian, cerca del lugar donde Ponter había llegado, en Sudbury, era el sitio donde Mary había realizado sus estudios de ADN para demostrar que era realmente un neanderthal.

—Oh, sí, desde luego —contestó ella—. Y es sólo una de las dos (bueno, tres) universidades que hay en Toronto. Si quieres ver algo realmente grande, deberías ir a la Universidad de Toronto algún día.

Mientras Ponter miraba alrededor, la gente lo miraba a él. De hecho, en un momento dado, una mujer abordó a Mary como si fuera una amiga de toda la vida, pero Mary ni siquiera podía recordar el nombre de la mujer, y había pasado a su lado cientos de veces antes sin que ninguna de las dos reconociera la presencia de la otra. Pero era evidente que la mujer, aunque estrechaba fláccidamente la mano de Mary, estaba aprovechando la oportunidad para echar un vistazo de cerca al neanderthal.

Finalmente se libraron de ella y continuaron su camino.

—Ése es el edificio donde trabajo —señaló Mary—. Se llama Edificio Farquharson de Ciencias de la Vida.

Ponter siguió observando un poco más.

—De todos los sitios que he visto en tu mundo, creo que los campus universitarios son lo que más me gusta. ¡Espacios abiertos! Montones de árboles y hierba.

Mary reflexionó al respecto.

—Es una buena vida —dijo—. Más civilizada que el mundo real en muchos aspectos.

Llegaron al Farquharson y subieron las escaleras hasta la primera planta. Cuando entró en el pasillo, vio en el fondo a alguien a quien conocía bien.

—¡Cornelius! —llamó.

El hombre se dio media vuelta y miró. Entornó los ojos; al parecer su vista no era tan buena como la de Mary. Pero después de un momento, por su expresión, la reconoció.

—Hola, Mary —dijo, acercándose ellos.

—No pongas esa cara de preocupación. Sólo he venido a hacer una visita.

—¿No le gustas? —preguntó Ponter en voz baja.

—No, no es eso —contestó Mary, riendo—. Es el tipo que está dando mis clases mientras yo trabajo para el Grupo Sinergia.

Al acercarse, Cornelius abrió mucho los ojos al advertir quién acompañaba a Mary. Pero fue capaz de recuperar la compostura rápidamente.

—Doctor Boddit —dijo, haciendo un gesto con la cabeza.

Mary pensó en decirle a Cornelius que, mira, no todos los sabios reciben el tratamiento de «profesor», pero decidió no hacerlo. Cornelius ya era bastante sensible al tema.

—Hola —dijo Ponter.

—Ponter, éste es Cornelius Ruskin.

Y, como hacía siempre, Mary repitió la presentación haciendo una pausa exagerada entre el nombre y el apellido, para que Ponter pudiera distinguirlos.

—Es doctor, uno de nuestros grados académicos más altos, en biología molecular.

—Es un placer conocerlo, profesor Ruskin —dijo Ponter.

Mary no quiso corregir a Ponter: intentaba con todas sus fuerzas captar los gestos de cortesía humanos, y desde luego se merecía un diez por el esfuerzo. Pero si Cornelius lo había advertido, lo dejó pasar sin hacer ningún comentario, todavía claramente fascinado por el aspecto de Ponter.

—Gracias —dijo—. ¿Qué le trae por aquí?

—El coche de Mary —contestó Ponter.

—Vamos de regreso a Sudbury —dijo Mary—. La hija de Ponter va a casarse, y hay una ceremonia a la que quiere asistir.

—Enhorabuena.

—¿Está por aquí Daria Klein? —preguntó Mary—. ¿O Graham Smythe?

—No he visto a Graham en todo el día —respondió Cornelius—, pero Daria está en tu antiguo laboratorio.

—¿Y Qaiser?

—Puede que esté en su despacho. No estoy seguro.

—Muy bien —dijo Mary—. Bueno, sólo quería recoger unas cuantas cosas. Hasta luego.

—Cuídate —dijo Cornelius—. Adiós, doctor Boddit.

—Día sano —dijo Ponter, y siguió a Mary.

Llegaron a un pasillo y Mary llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer.

Mary abrió un poquito la puerta.

—¡Mary! —exclamó la mujer, sorprendida.

—Hola, Qaiser —dijo Mary, sonriendo.

Abrió más la puerta, revelando a Ponter. Los ojos marrones de Qaiser se abrieron como platos.

—La profesora Qaiser Remtulla —dijo Mary—. Me gustaría que conocieras a mi amigo, Ponter Boddit. —Se volvió hacia Ponter—. Qaiser es la jefa del Departamento de Genética.

—Increíble —dijo Qaiser, tomando la mano de Ponter y estrechándola—. Absolutamente increíble.

Mary parecía querer decir «sí que lo es», pero se guardó el comentario. Charlaron unos cuantos minutos, enterándose de todas las noticias, cuando tuvo que marcharse a clase.

Mary y Ponter continuaron pasillo abajo. Llegaron a una puerta con una ventanita, y Mary llamó y luego entró.

—¿Hay alguien en casa? —le preguntó Mary a la mujer que, de espaldas, trabajaba en una mesa.

La joven se dio media vuelta.

—¡Profesora Vaughan! —exclamó con deleite—. ¡Me alegro de verla! Y… ¡Dios mío! ¿Es… ?

—Daria Klein, me gustaría presentarte a Ponter Boddit.

—Guau —dijo Daria, y, como si eso no fuera suficiente, repitió: Guau.

—Daria está haciendo el doctorado. Su especialidad es la misma que la mía: recuperar ADN antiguo.

Mary y Daria charlaron durante unos minutos, y Ponter, científico siempre, se entretuvo contemplando el laboratorio, fascinado por la tecnología gliksin.

—Bueno, tenemos que irnos —dijo Mary por fin—. Sólo quería recoger un par de muestras que dejé aquí.

Se acercó al frigorífico que utilizaban para almacenar muestras biológicas, advirtiendo que habían pegado unos cuantos cartones más, añadiéndolos a la selección de paneles de Sidney Harris y Gary Larson que ella había puesto. Abrió la puerta de metal y sintió la vaharada de aire frío.

Había tal vez dos docenas de contenedores allí, de diversos tamaños. Algunos tenían etiquetas impresas por láser, otros sólo tiras de papel escritas con rotulador. Mary no vio las muestras que estaba buscando; sin duda, habían sido empujadas al fondo por los otros que habían usado el frigorífico en su ausencia. Empezó a mover contenedores, sacando los dos más grandes («Piel de mamut siberiano», «Placenta inuit»), y colocándolos sobre la mesa, para ver con más facilidad en el interior.

Mary sintió que el corazón le redoblaba.

Rebuscó de nuevo entre las muestras, sólo para asegurarse. Pero no cabía error.

Los dos contenedores que había etiquetado «Vaughan 666», los dos contenedores que contenían la prueba física de su violación, habían desaparecido.

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