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—Interesante que iniciara tan pronto otra relación —dijo Selgan, con tono neutral.

—No estaba iniciando otra relación —replicó Ponter—. Conocía a Daklar Bolbay desde hacía más de doscientos meses.

—Oh, sí. Después de todo, era la mujer-compañera de su mujer-compañera.

Ponter cruzó los brazos sobre el pecho.

—Exactamente.

—Así que naturalmente la conocía —reconoció Selgan, asintiendo.

—Eso es. —Ponter lo dijo a la defensiva.

— y, en todo el tiempo que había conocido a Daklar, fantaseó alguna vez con ella?

—¿Qué? ¿Quiere decir sexualmente?

—Sí, sexualmente.

—Por supuesto que no.

Selgan se encogió levemente de hombros.

—No es algo tan raro. Muchísimos hombres fantasean con las mujeres de sus mujeres-compañeras.

Ponter guardó silencio unos cuantos latidos, y luego, en voz baja, admitió:

—Bueno, hay una diferencia entre algunos pensamientos dispersos y fantasear. …

—Por supuesto —dijo Selgan—. Por supuesto. ¿Había tenido a menudo pensamientos dispersos con Daklar?

—No —repuso Ponter. Guardó silencio de nuevo, luego añadió—: bueno «a-menudo» es un término subjetivo. Quiero decir, claro, de vez en cuando, supongo, pero Selgan sonrió.

—Como decía, no tiene nada de raro. Hay mucha pornografía dedicada a ese mismo tema. ¿Ha participado alguna vez en…?

—No.

—Si usted lo dice. Pero detecto una cierta incomodidad. Algo sobre este cambio en su relación con Daklar lo molestó. ¿Qué fue?

Ponter volvió a guardar silencio.

—¿Fue que sentía que estaba mal, porque Klast había muerto tan recientemente?

Ponter negó con la cabeza.

—No era eso. Klast estaba muerta. De hecho, estar con Daklar me ayudaba a recordar a Klast. Después de todo, Daklar era la única persona del mundo que conocía a Klast tan íntimamente como yo.

—Muy bien, pues —dijo Selgan—. Déjeme que le haga otra pregunta.

—Dudo que pueda impedírselo.

—Eso es verdad —respondió Selgan, sonriendo—. En ese punto, no sabía usted cuál iba a ser la decisión del Gran Consejo Gris respecto a volver a entablar contacto con el mundo gliksin. ¿Estaba su incomodidad relacionada con la sensación de que le estaba siendo infiel a Mary al pasar el tiempo con Daklar?

Ponter se rió con todas sus ganas.

—¿ Ve? Ya se lo decía, los escultores de personalidad siempre buscan respuestas simples y zafias. Yo no estaba atado a Mary Vaughan. No estaba comprometido con ella en ningún aspecto. Mi incomodidad…

Ponter se interrumpió, y Selgan esperó un rato, presumiblemente para ver si continuaba. Pero no lo hizo.

—Se ha detenido —dijo Selgan—. Había un pensamiento terminado en su cerebro, pero decidió no darle valor… ¿Cuál era ese pensamiento?

Ponter inspiró profundamente, sin duda absorbiendo las feromonas de Selgan, tratando de percibir la naturaleza de la trampa que le estaban tendiendo. Pero Selgan tenía una habilidad pasmosa para controlar sus propios olores corporales: eso era lo que lo convertía en un terapeuta efectivo. Esperó pacientemente, y por fin volvió a hablar.

—No era a Mary a quien estaba siendo desleal. Era a Adikor.

—Su hombre-compañero —dijo Selgan, como si intentara situar el nombre.

—Sí.

—Su hombre-compañero que lo había traído de vuelta de ese otro mundo, de Mary Vaughan…

—Sí. No. Quiero decir, él…

—Hizo lo que tenía que hacer; sin duda —dijo Selgan—. Pero, a pesar de todo, en el fondo, había una parte de usted que… bueno, ¿qué?

Ponter cerró los ojos.

—Que lo lamentaba.

—Por haberlo traído a casa.

Ponter asintió.

—Por haberlo separado de Mary. Asintió otra vez.

—Por apartarlo de una sustituta potencial de Klast.

—Nadie puede sustituir a Klast —replicó Ponter—. Nadie.

—Por supuesto que no —dijo Selgan rápidamente, alzando las manos, las palmas hacia fuera—. Perdóneme. Pero, sin embargo, le atraía, en alguna parte en su interior, flirtear con Daklar, la mujer que casi había hecho castrar a Adikor en su ausencia. Su subconsciente quería castigarlo, ¿no? ¿Hacerle pagar por haberlo traído de ese otro mundo?

—Se equivoca —dijo Ponter.

—Ah —dijo Selgan amablemente—. Bueno, a menudo me equivoco, por supuesto …


Dos habían dejado por fin de ser Uno, y Ponter y Adikor habían regresado con los otros varones al Borde. Ponter no había comentado el tiempo pasado con Daklar durante el trayecto a casa en el hoverbús. No era que a Adikor le hubiera molestado que Ponter pasara el tiempo con una mujer; estar celoso de las relaciones de tu hombre-compañero con el sexo opuesto era una completa ridiculez.

Pero Daklar no era una mujer cualquiera.

En cuanto Ponter y Adikor se bajaron del hoverbús ante la casa, Pabo, la gran perra marrón rojiza de Ponter, salió corriendo a la puerta a recibirlos. A veces Pabo iba al Centro con ellos, pero esta vez la habían dejado en casa: el animal no tenía problemas para cazar su propia comida mientras Ponter y Adikor estaban fuera.

Todos entraron en la casa, y Ponter se sentó en la zona del salón.

Normalmente su trabajo era preparar la cena, y solía ponerse a hacerla en cuanto llegaban a casa, pero aquel día quería hablar con Adikor primero.

Adikor fué al cuarto de baño, y Ponter esperó, algo nervioso. Por fin escuchó el sonido de los chorros del agua corriente. Adikor salió y vio que Ponter ocupaba uno de los sofás. Alzó la ceja.

—Siéntate —dijo Ponter.

Adikor así lo hizo, montándose en una silla de horcajadas frente a Ponter.

—Quería que te enteraras por mí antes de que lo hicieras por nadie más —dijo Ponter.

Adikor podría haberlo instado a continuar, pensó Ponter, pero en cambio lo miró, expectante.

—He pasado casi todo el Dos que se convierten en Uno con Daklar.

Adikor se hundió visiblemente en la silla de horcajadas, las piernas colgando sueltas por los lados.

—¿Daklar? —repitió, y entonces, como si pudiera haber otra—: ¿Daklar Bolbay?

Ponter asintió.

—¿Después de lo que me hizo?

—Quiere ser perdonada —dijo Ponter—. Por tu parte y por la mía.

—¡Intentó que me castraran!

—Lo sé —respondió Ponter en voz baja—. Lo sé. Pero no tuvo éxito.

—Sin cuchilla, no hay herida —repuso Adikor—. ¿Es eso?

Ponter guardó silencio un buen rato, ordenando sus pensamientos.

Había ensayado aquello mentalmente durante el trayecto de vuelta desde el Centro, pero, como siempre solía pasar en estos casos, la realidad había divergido ampliamente del guión planeado.

—Mira, hay que pensar en mis hijas. No está bien que su padre y la mujer con la que viven estén enfadados.

—A mí también me preocupan Megameg y Jasmal —dijo Adikor—. Pero no fui yo quien creó este conflicto.

Ponter asintió lentamente.

—Cierto. Pero, a pesar de todo… han sufrido mucho estos últimos dos diez meses.

—Lo sé —contestó Adikor—. Yo también siento mucho que Klast muriera, pero, repito, no fui yo quien causó el conflicto. Fue Daklar Bolbay.

—Lo comprendo —dijo Ponter—. Pero… pero perdonar no sólo beneficia a la persona perdonada. También beneficia a la persona que perdona. Ir por ahí llevando dentro el odio y la cólera… —Ponter sacudió la cabeza—. Es mucho mejor soltarlo todo, completamente.

Adikor pareció considerar esto y, al cabo de un momento, dijo:

—Hace unos doscientos meses, te herí.

Ponter sintió que su boca se tensaba. Nunca hablaban de aquello: nunca. Eso, en parte, les había permitido continuar.

—Y —continuó Adikor—, tú me perdonaste.

Ponter permaneció impasible.

—Nunca me pediste nada a cambio —dijo Adikor—, y sé que no lo estás haciendo ahora, pero…

Pabo, evidentemente preocupada por la ruptura de la rutina (¡era la hora de preparar la cena!), entró en el salón y olisqueó las piernas de Ponter, quien extendió la mano y rascó la cabeza de la perra.

—Daklar quiere ser perdonada —dijo Ponter.

Adikor miró el suelo cubierto de hierba. Ponter sabía lo que estaba pensando. La castración era el grado de castigo más alto permitido por la ley, y Daklar había pretendido que se]e aplicara aunque no había cometido ningún crimen. Sus propias circunstancias desafortunadas proporcionaron el motivo, si no la excusa, para su conducta.

—¿Vas a unirte a ella? —preguntó Adikor, sin levantar la cabeza.

Se daba el caso de que Ponter apreciaba a la mujer-compañera de Adikor, la química Lurt, pero desde luego no había ninguna ley que dijera que tenías que llevarte bien con la compañera de tu compañero.

—Es prematuro pensar siquiera en eso —contestó Ponter. — Pero he pasado cuatro días divertidos con ella.

—¿Ha habido sexo?

Ponter no se ofendió por la pregunta; era bastante normal que dos hombres emparejados discutieran de sus encuentros íntimos con mujeres: de hecho, era una forma común de abordar lo que cada hombre encontraba agradable, algo siempre difícil de tratar.

—No —dijo Ponter. Se encogió de hombros—. Podría haberlo habido, si hubiésemos tenido ocasión, pero pasamos la mayor parte del tiempo con Jasmel y Megameg.

Adikor asintió, como si Ponter estuviera revelando una enorme conspiración.

—La manera de ganar el amor de un hombre es prestando atención a sus hijos.

—Ella es su tabant, lo sabes. En cierto modo, también son hijas suyas.

Adikor no respondió.

—Bien —dijo Ponter por fin—, ¿la perdonarás?

Adikor miró la pintura del techo de la habitación un rato, y luego dijo:

—Irónico, ¿verdad? Este asunto entre nosotros dos existe sólo por tu amabilidad conmigo hace todos esos diez meses. Si hubieras presentado una acusación pública después de lo que te hice me habrían castrado ya entonces. En tal caso no habría tenido testículos que Daldar pudiera buscar en tu ausencia.

—Alzó los hombros—. No tengo más remedio que perdonarla, ya que tú lo deseas.

—Puedes elegir —dijo Ponter.

—Como hiciste tú, hace todos esos meses. —Adikor asintió—. La perdonaré.

—Eres un buen hombre —dijo Ponter.

Adikor frunció el ceño, como si reflexionara sobre el cumplido.

—No —dijo—. No, soy un hombre adecuado. Pero tú, amigo mío…

Ponter sonrió y se puso en pie.

—Es hora de que me ponga a preparar la cena.


Aunque Dos acaban de dejar de ser Uno, Ponter y Adikor regresaron al Centro, a la cámara del Consejo. Los Grandes Grises habían anunciado que estaban preparados para tomar una decisión sobre la reapertura del portal.

La cámara del Consejo estaba repleta de espectadores de ambos sexos. Adikor parecía bastante incómodo, y Ponter tardó un instante en advertir por qué. La última vez que había estado en aquella sala, igual de abarrotada que ahora, había sido en el dooslarm basadlarm. Pero Adikor no hizo ningún comentario sobre su inquietud (después de todo, hacerla habría supuesto sacar de nuevo a colación su desafortunada historia con Daklar), y Ponter lo amó aún más por ello.

Había once exhibicionistas entre el público, vestidos de plateado. Ponter nunca había llegado a acostumbrarse a la idea gliksin de las «noticias»: una constante fuente de información (algunos canales dedicaban a ello diez décimos del día) acerca de las cosas malas que sucedían por todo el mundo. Los implantes Acompañantes, que habían asegurado la seguridad de los ciudadanos desde hacía ya casi un millar de meses, habían puesto fin a los robos y asesinatos y ataques. De cualquier forma, los humanos seguían igualmente ansiosos de información. Ponter había leído que los chismes eran para la gente igual que despiojarse para los otros primates: servía para unirles. Y por eso algunos ciudadanos hacían su contribución permitiendo que las transmisiones de sus implantes fueran recibidas públicamente por todo el que lo deseara; la gente sintonizaba sus miradores con el exhibicionista que prefería ver.

Un par de exhibicionistas asistían siempre a las sesiones del Consejo, pero el tema que iba a tratarse aquel día era, de amplio interés, e incluso exhibicionistas que normalmente sólo asistían a acontecimientos deportivos o lecturas poéticas estaban allí presentes.

Pandaro, la presidenta del Gran Consejo, se levantó para dirigirse a los congregados. Usaba un bastón de madera tallada para sostenerse.

—Hemos estudiado los asuntos que los sabios Huld y Boddit nos han planteado —dijo—. Y hemos reflexionado sobre la rica narración del sabio Boddit de su viaje al mundo gliksin y la prueba física que tenemos de él.

Ponter acarició el pequeño objeto de oro que a veces llevaba al cuello. No le había gustado tener que darlo a analizar, y le encantaba tenerlo otra vez en su poder. Mary se lo había dado justo antes de dejar su mundo: un par de barras de oro cruzadas, una más larga que otra.

—Y, después de discutirlo —continuó Pandaro—, creemos que el beneficio potencial de tener acceso a otra versión de la Tierra, y a otra clase de humanidad, con experiencia científica y bienes que intercambiar, es demasiado grande para ser ignorado.

—¡Es un error! —gritó un hombre desde la galería de asientos del otro lado—. ¡No lo hagan!

El consejero Bedros, sentado junto a la presidenta Pandaro, dirigió una firme mirada a la persona que había gritado.

—Su opinión fue anotada si se molestó en votar sobre este asunto. No obstante, es trabajo de este Consejo tomar decisiones, y nos hará usted el favor de esperar hasta que oiga la nuestra.

Pandaro continuó.

—El Gran Consejo Gris, por una proporción de catorce a seis, recomienda que los sabios Huld y Boddit intenten reabrir el portal en el universo paralelo. Presentarán informes a este Consejo cada diez días, y la continuación de este trabajo queda sujeta a revisión cada tres meses.

Ponter se levantó e hizo una ligera reverencia.

—Gracias, presidenta.

Adikor también se puso en pie, y los dos hombres se abrazaron.

—Dejen eso para más tarde —dijo Pandaro—. Ahora vayamos a los asuntos más importantes de la seguridad y la salud…

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