37

Mary salió de la comisaría de policía reconcomiéndose. Pero no dijo una palabra hasta que Ponter y ella estuvieron de nuevo sentados en el coche.

Mary se volvió hacia él.

—¿Qué demonios ha sido eso? —exigió.

—Lo siento.

—Ahora nunca podré analizar esas muestras. Cristo, estoy segura de que el único motivo por el que no ha presentado cargos contra ti es porque tendría que informar de su propia estupidez al dejarte acercar a las pruebas.

—Una vez más, pido disculpas —dijo Ponter.

—En nombre de Dios, ¿en qué estabas pensando?

Ponter guardó silencio.

—¿Bien? ¿Bien?

—Sé quién cometió la violación de Qaiscr —dijo Ponter simplemente—, y posiblemente también la tuya.

Mary, absolutamente anonadada, se desplomó contra el asiento.

—¿Quién?

—Tu colaborador… no puedo decir bien su nombre completo. Es algo así como «Cor-nu-luus».

—¿Cornelius? ¿Cornelius Ruskin? No, eso es una locura.

—¿Por qué? ¿Hay algo en su aspecto físico que contradiga tus recuerdos de aquella noche?

Mary estaba todavía acalorada y resoplaba por haber gritado.

Pero toda la furia desapareció de su voz, sustituida por el asombro.

—Bueno, no. Quiero decir, sí, Cornelius tiene los ojos azules… pero también los tiene mucha gente. Y Cornelius no fuma.

—Si que fuma. — dijo Ponter.

—Nunca lo has visto hacerlo.

—Olía a tabaco cuando nos vimos.

—Puede que estuviera en uno de los pubs del campus y se le pegó el olor.

—No. Estaba en su aliento, aunque aparentemente había intentado ocultarlo con algún producto químico.

Mary frunció el ceño. Conocía a unos cuantos fumadores secretos.

—Yo no olí nada.

Ponter no contestó.

—Además —dijo Mary—, Cornelius no nos haría daño a mí ni a Qaiser. Quiero decir, somos compañeros de trabajo y…

Mary guardó silencio. Ponter finalmente la instó a continuar.

—¿Sí?

—Bueno, yo nos considero compañeros de trabajo. Pero él… era sólo docente temporal. Tenía un doctorado… en Oxford, por el amor de Dios. Pero lo único que podía conseguir eran clases temporales, sustituciones, no a tiempo completo, y desde luego no la plaza. Pero Qaiser y yo…

—¿Sí? —repitió Ponter.

—Bueno, yo soy mujer, y Qaiser realmente ganó la lotería cuando salieron los nombramientos a las plazas en ciencias. Es mujer y pertenece a una minoría visible. Dicen que la violación no es un crimen sexual: es un crimen de violencia, de poder y Cornelius consideraba claramente que no tenía ninguno.

—También tenía acceso a las muestras del frigorífico —dijo Ponter—, y como genetista seguramente sospechaba lo que una mujer con su misma formación podría hacer en tales circunstancias. Sabía cómo buscar y destruir cualquier prueba.

—Dios mío —dijo Mary—. Pero… no. No. Todo es circunstancial.

—Todo era circunstancial —dijo Ponter— hasta que examiné las pruebas físicas de la violación de Qaiser… bien guardadas en la comisaría de policía, donde Ruskin no puede alcanzarlas. Lo olí cuando nos vimos en el pasillo ante tu laboratorio, y su olor, su marca, está en esas muestras.

—¿Estás seguro? —preguntó Mary—. ¿Estás absolutamente seguro?

—Nunca olvido un olor.

—Dios mío. ¿Qué deberíamos hacer?

—Podríamos decírselo al controlador Hobbes.

—Sí, pero…

—¿Qué?

—Bueno, esto no es tu mundo —dijo Mary—. No se puede exigir que nadie presente una coartada. No hay nada en lo que dices que pudiera permitir a la policía pedirle una muestra de ADN a Ruskin.

De repente, ya no era «Cornelius».

—Pero yo podría declarar sobre su olor…

Mary negó con la cabeza.

—No hay ningún precedente para aceptar esa afirmación, ni siquiera como pista. Y aunque Hobbes aceptara lo que dices, no podría ni llamar a Ruskin para interrogarlo.

—Este mundo… —dijo Ponter, sacudiendo la cabeza con disgusto.

—¿Estás absolutamente seguro? ¿No hay en tu mente ni la sombra de una duda?

—¿La sombra de…? Ah, comprendo. Sí, estoy absolutamente seguro.

—¿No sólo más allá de la duda razonable? —preguntó Mary—. ¿Sino más allá de toda duda?

—No tengo ningún tipo de duda.

—¿Ninguna?

—Sé que vuestras narices son pequeñas, pero mi capacidad no es especial. Todos los miembros de mi especie, y de muchas otras especies, pueden hacerla.

Mary reflexionó al respecto. Desde luego, los perros podían distinguir a las personas por su olor. En realidad no había ningún motivo para pensar que Ponter estuviera equivocado.

—¿Qué podemos hacer?

Ponter permaneció en silencio un buen rato. Finalmente, en voz baja, dijo:

—Me dijiste que el motivo por el que no denunciaste la violación fue porque temías cómo te trataría vuestro sistema judicial.

—¿Y? —replicó Mary.

—No pretendo ofenderte. Sólo quería asegurarme de que me entendías correctamente. ¿Qué os sucedería a ti o a tu amiga Qaiser si hubiera una investigación pública?

—Bueno, aunque la prueba del ADN fuera admisible (y puede que no lo fuera) el abogado de Ruskin intentaría demostrar que Qaiser y yo habíamos consentido.

—No deberíais pasar por eso —dijo Ponter—. Nadie debería hacerlo.

—Pero si no hacemos algo, Ruskin volverá a golpear.

—No. No lo hará.

—Ponter, no hay nada que puedas hacer.

—Por favor, llévame a la universidad.

—Ponter, no. No, no lo haré.

—Si no lo haces, iré caminando.

—Ni siquiera sabes dónde está.

—Hak sí.

—Ponter, esto es una locura. ¡No puedes matado!

Ponter se tocó el hombro, por encima de la herida de bala.

—La gente de este mundo se mata entre sí constantemente.

—No, Ponter. No te dejaré.

—Debo impedir que vuelva a violar —dijo Ponter.

—Pero…

— Y aunque pudieras detenerme hoy, o mañana, no podrás interceder siempre. En algún momento, podré eludirte, regresar al campus y eliminar este problema. —Fijó en ella sus ojos dorados—. La única cuestión es si esto sucederá antes de que vuelva a violar. ¿De verdad quieres retrasarme?

Mary cerró los ojos un momento y prestó oídos con más fuerza que nunca por si oía la voz de Dios, por si Él iba a intervenir. Pero no sucedió nada.

—No puedo dejar que hagas esto, Ponter. No puedo dejar que mates a nadie a sangre fría. Ni siquiera a él.

—Hay que detenerlo.

—Prométeme —dijo Mary—. Prométeme que no lo harás.

—¿Por qué te preocupa tanto? No merece vivir.

Mary inspiró profundamente y dejó escapar el aire muy despacio.

—Ponter, sé que piensas que soy una tonta cuando hablo de la otra vida. Pero si lo matas, tu alma será castigada. Y si te dejo matado, mi alma será castigada también. Ruskin ya me hizo probar el infierno. No quiero pasar allí toda la eternidad.

Ponter frunció el ceño.

—Quiero hacer esto por ti.

—Esto no. Matar no.

—Muy bien —dijo Pontcr por fin—. Muy bien. No lo mataré…

—¿Lo prometes? ¿Lo juras?

—Lo prometo —dijo Ponter. Y, después de un momento, añadió—: Cartílagos.

Mary asintió; era el único tipo de imprecación de Ponter. Pero entonces sacudió la cabeza.

—Hay una posibilidad que no has tenido en cuenta —dijo por fin.

—¿Cuál?

—Que Qaiser y Cornelius tuvieran sexo consentido antes de que ella fuera violada por otra persona. No sería la primera vez que un hombre y una mujer que trabajan juntos tienen un lío en la oficina.

—No lo sé —dijo Ponter.

—Confía en mí. Sucede continuamente. ¿Y no dejaría eso el olor de él en… bueno, en las bragas de ella y todo eso?

Bliip.

—Bragas —dijo Mary—. La, mm, ropa interior. Lo que viste en la bolsa de muestras.

—Sí. Lo que sugieres es posible.

—Tenemos que estar seguros —dijo Mary—. Tenemos que estar absolutamente seguros.

—Podrías preguntárselo a Qaiscr.

—No me lo dirá.

—¿Por qué no? Creí que erais amigas.

—Lo somos. Pero Qaiser está casada… unida a otro hombre. Y, confía en mí: eso sucede también continuamente.

—Ah —dijo Ponter—. Bueno…

—No estoy segura de que haya algo que podamos hacer.

—Hay mucho que podemos hacer, pero me has hecho prometer que no lo haría.

—Eso es. Pero…

—Deberíamos hacerle saber que lo hemos descubierto —dijo Ponter—. Que sus movimientos están siendo vigilados. —Yo no podría enfrentarme a él.

—No, por supuesto que no. Pero podríamos dejarle una nota.

Ponter alzó la mano izquierda.

—Es la filosofía que está detrás de los implantes Acompañantcs. Si sabes que estás siendo observado, o que tus acciones están siendo grabadas, entonces modificas tu conducta. Ha funcionado bien en mi mundo.

Mary tomó aire y luego resopló lentamente.

—Supongo… supongo que no podría hacer daño. ¿En qué estás pensando? ¿Sólo una nota anónima?

—Sí.

—¿Quieres decir, hacerle saber que va a ser vigilado de manera continua a partir de ahora? ¿Que no hay forma de que pueda librarse de nuevo? —Mary se lo pensó—. Supongo que tendría que ser idiota para volver a violar si sabe que alguien lo tiene calado.

—En efecto.

—Supongo que podríamos dejarle una nota en su taquilla, en York.

—No —dijo Ponter— . En York no. Ya tomó medidas para eliminar las pruebas allí, después de todo. Supongo que pensó que no volverías en todo un año, y que por eso podía eliminar sin problemas las muestras que habías guardado sin que nadie supiera exactamente cuándo desaparecieron. No, esta nota debería entregarse en su morada.

—¿Su morada? ¿Quieres decir su casa?

—Sí.

—Comprendo —dijo Mary—. Nada es más amenazador que el hecho de que alguien sepa dónde vives.

Ponter puso cara de perplejidad, pero dijo:

—Tú sabes dónde está su casa.

—No muy lejos de aquí. No tiene coche… vive solo, y no se puede permitir uno. Lo he llevado en el mío a casa unas cuantas veces, cuando hay tormenta. Es un apartamento a la salida de Jane Street… pero no, espera. Sé en qué edificio vive, pero no tengo ni idea de cuál es el número de su apartamento.

—¿Es una morada multifamiliar, como la tuya?

—Sí. Bueno, no tan bonita como la mía.

—¿No habrá un directorio a la entrada identificando qué unidad alberga a qué persona?

—Ya no hacemos eso. Tenemos códigos numéricos y porteros automáticos… la idea es impedir que la gente haga justo esto de lo que estamos hablando: averiguar exactamente dónde vive alguien.

Ponter meneó la cabeza, asombrado.

—Las molestias que os tomáis los gliksins para evitar tener implantes Acompañantes…

—Vamos —dijo Mary—. Pasemos por delante de su edificio. Al menos sabremos el número de la calle.

—Bien.

Mary notó que se tensaban mientras pasaban por Finch y desembocaban en la calle donde estaba el bloque de apartamentos de Ruskin. No es que temiera encontrarse con él, aunque eso sin duda la hubiese asustado. Era simplemente de pensar en un posible juicio por violación. ¿Sabe dónde vive el hombre a quien acusa, señora Vaughan? ¿Ha estado alguna vez en su casa? ¿De veras? ¿Y sin embargo dice que fue no consentido?

Driftwood, la zona alrededor de Jane y la avenida Finch no era un sitio donde una persona cuerda quisiera estar mucho tiempo. Era uno de los barrios con mayor índice de criminalidad de Toronto… demonios, de Norteamérica. Su proximidad a York era una vergüenza para la universidad y, probablemente, a pesar de años de presiones, el motivo por el que la línea de metro de Spadina nunca había llegado hasta el campus.

Pero Driftwood tenía una ventaja: los alquileres eran baratos. Y para alguien que trataba de llegar a fin de mes con el sueldo de un profesor sustituto, alguien que no podía permitirse un coche, era el único sitio cercano a la universidad asequible.

El edificio de Ruskin era una torre de ladrillo blanco con balcones oxidados llenos de basura, y una tercera parte de las ventanas cubiertas por periódicos o papel de aluminio. El edificio parecía tener unos quince o dieciséis pisos de altura y…

—¡Espera! —dijo Mary.

—¿Qué?

—¡Vive en el último piso! Ahora lo recuerdo: solía decir que era «su ático en las chabolas». —Hizo una pausa—. Naturalmente, seguimos sin saber qué número, pero lleva viviendo aquí al menos dos años. Estoy segura de que su cartero lo conoce… los académicos solemos recibir montones de revistas y papeles por correo.

—¿Sí? —dijo Ponter, claramente sin comprender.

—Bueno, si enviamos una carta dirigida al «doctor Cornelius Ruskin» a esta dirección, y ponemos simplemente “último piso», como parte de la dirección, estoy segura de que le llegará.

—Ah —dijo Ponter—. Bien. Entonces, asunto concluido.

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