36

Mary y Ponter regresaron a las instalaciones de cálculo cuántico.

Los esperaba un varón 143 de aspecto distinguido, a quien Ponter reconoció de inmediato.

—Goosa Kusk —dijo, la voz llena de asombro—. Es un honor conocerle.

—Gracias —dijo Goosa—. He oído hablar de ese desagradable asunto del otro mundo… que le dispararon con una especie de arma de proyectiles y todo eso.

Ponter asintió.

—Bien, Lonwis Trob contactó conmigo y me sugirió una idea para que este tipo de cosas no vuelvan a suceder. Su sugerencia fue interesante, pero he decidido abordar el asunto de otra manera.

Sacó de una mesa un largo objeto de metal plano.

—Esto es un generador de campos de fuerza —exclamó—. Detecta cualquier proyectil en cuanto entra en el campo sensor del Acompañante y, en cuestión de nanosegundos, levanta una barrera de fuerza electrofuerte. La barrera tiene sólo unos tres palmos de ancho y solamente dura aproximadamente un cuarto de latido: algo de más duración requeriría demasiada energía. Pero es completamente rígida y completamente impenetrable. Lo que la golpee saldrá rebotado. Si alguien le dispara con uno de esos proyectiles de metal, la barrera lo deflectará. También deflectará lanzas, puñaladas, puñetazos y todo eso. Todo lo que se mueva más despacio no disparará la barrera, así que no interferirá con la gente que le toque o que usted toque. Pero si otro gliksin quiere matarlo, tendrá que idear un método mucho mejor.

—Goosa.—dijo Mary—. Es sorprendente.

Goosa se encogió de hombros.

—Es ciencia. —Se volvió hacia Ponter—. Tome, colóqueselo en el antebrazo, en el lado contrario al Acompañante.

Ponter extendió el brazo izquierdo, y Goosa le colocó el aparato.

—Y este cable de fibra óptica se conecta con el enchufe de expansión del Acompañante… así.

Mary lo miró, asombrada.

—Es como un airbag personal —dijo. Entonces, advirtiendo la expresión de Goosa, añadió—: No quiero decir que funcione de la misma forma, los airbags son bolsas de seguridad que se inflan de modo casi instantáneo en las colisiones de automóviles a gran velocidad. Pero es más o menos el mismo principio. Un escudo de seguridad que se despliega rápido. —Sacudió la cabeza—. Podría ganar una fortuna vendiéndolos en mi Tierra.

Pero Goosa negó con la cabeza.

—Para mi gente, estos aparatos evitan el problema subyacente: su gente nos dispara con sus armas. Para ustedes, sólo serían un paliativo. La verdadera solución no es protegerse contra las armas, sino deshacerse de ellas.

Mary sonrió.

—Me encantaría verlo debatir con Charlton Heston.

—Esto es maravilloso —dijo Ponter—. ¿Está seguro de que funciona?

—Vio la expresión de Goosa—. No, por supuesto que funciona. Lamento haberlo preguntado.

—Ya he enviado once ejemplares a nuestro contingente al otro lado —dijo Goosa—. Normalmente se suele desear un viaje seguro. Eso está ya resuelto. Así que, en cambio, simplemente le desearé buen viaje.


Mary y Ponter atravesaron el túnel, cruzando el umbral entre universos. Al otro lado, el teniente Donaldson, el mismo oficial del Ejército canadiense que Ponter había conocido previamente, los saludó.

—Bienvenido otra vez, enviado Boddit. Bienvenida a casa, profesora Vaughan.

—Gracias —respondió Ponter.

—No estábamos seguros de cuándo iba a volver, ni de si iba a hacerlo —dijo Donaldson—. Tendrá que darnos un poco de tiempo para llamar a los guardaespaldas. ¿Cuál es su destino? ¿Toronto? ¿Rochester? ¿La ONU?

Ponter miró a Mary.

—No lo hemos decidido.

—Bueno, entonces tendremos que elaborar un itinerario, para asegurarnos de que tenga protección en todo momento. Hay un contacto del CSIS con la policía de Sudbury ahora y…

—No —dijo Ponter simplemente.

—Yo… ¿cómo?

Ponter metió la mano en una de las bolsas de su cinturón médico y sacó su pasaporte canadiense.

—¿No me permite esto el libre acceso a este país? —preguntó.

—Bueno, sí, pero…

—¿No soy ciudadano canadiense?

—Sí que lo es, señor. Vi la ceremonia por la tele.

—¿ Y no son los ciudadanos libres de ir y venir a su antojo, sin escolta armada?

—Bueno, normalmente, pero esto…

—Esto es normal —dijo Ponter—. Es normal a partir de ahora: la gente de mi mundo pasará a su mundo, y la gente de su mundo pasará al mío.

—Todo esto es para su protección, enviado Boddit.

—Lo comprendo. Pero no requiero protección alguna. Llevo un escudo que impedirá que sea herido otra vez. Así que no corro ningún riesgo, y no soy ningún criminal. Soy un ciudadano libre y deseo poder moverme sin escolta y sin trabas.

—Yo… Mm, tendré que contactar con mi superior —dijo Donaldson.

—No perdamos el tiempo con intermediarios —dijo Ponter—. Cené hace poco con su primer ministro, y me dijo que si alguna vez necesitaba algo, lo llamara. Que se ponga al teléfono.


Mary y Ponter subieron en el ascensor de la mina y llegaron hasta el coche de Mary, que llevaba aparcado en el edificio del ONS desde que ella había pasado al otro lado. Era temprano y pudieron regresar a Toronto, y aunque al principio Mary pensó que los seguían a pesar de todo, muy pronto el suyo fue el único coche en la carretera.

—Sorprendente —dijo—. Nunca creí que te dejaran irte por tu cuenta.

Ponter sonrió.

—¿Qué tipo de viaje romántico sería éste si nos acompañaran a todas partes?

Durante el resto del viaje hasta Toronto no hubo incidentes. Fueron al apartamento de Mary en Observatory Lane, en Richmond Hill; se ducharon juntos, se cambiaron (Ponter había traído su bolsa trapezoidal, llena de ropa) y luego se dirigieron a la comisaría de la División 31. Mary tenía que ocuparse primero de aquel asunto sin resolver, pues dijo que no podría relajarse hasta que lo hiciera. Llevó consigo su libro de recortes.

Para llegar a la comisaría tuvieron que atravesar el campus de York, y luego pasar por lo que incluso Ponter advirtió que era un barrio peligroso.

—Ya lo advertí en nuestra primera visita. Las cosas parecen desordenadas en esta zona.

—Driftwood —dijo Mary, como si eso lo explicara todo—. Es una parte muy pobre de la ciudad.

Continuaron su camino, dejando atrás varios edificios de apartamentos de mal aspecto y un pequeño centro comercial con barrotes de hierro en todos los escaparates, y por fin dejaron el coche en el diminuto aparcamiento situado junto a la comisaría.

—Hola, profesora Vaughan —dijo el detective Hobbes, después de que lo llamaran—. Hola, enviado Boddit. No esperaba volver a verlos.

—¿Podemos hablar en privado? —preguntó Mary.

Hobbes asintió y los condujo a la misma sala de interrogatorios donde habían estado antes.

—¿Sabe usted quién soy? —preguntó Mary—. Aparte de este caso, quiero decir.

Hobbes asintió.

—Es usted Mary Vaughan. Ha salido mucho en la prensa últimamente.

—¿Sabe por qué?

Hobbes señaló a Ponter con el pulgar.

—Porque lo ha estado acompañando.

Mary agitó una mano, desdeñosa.

—Sí, sí, sí. ¿Pero sabe por qué me llamaron para que viese a Ponter en primer lugar?

Hobbes negó con la cabeza.

Mary alzó su libro de recortes y lo colocó sobre la mesa delante de Hobbes.

—Échele un vistazo a esto.

Hobbes abrió la tapa de cartón prensado. La primera página tenía pegado un recorte del Toronto Star: «Científica canadiense recibe un premio en Japón.» Pasó la página. Había un artículo de Maclean's: «Rompiendo el hielo: Antiguo ADN recuperado en Yukon.» Y la página de al lado contenía un recorte del New York Times: «Científica extrae ADN de fósil neanderthal.»

Pasó otra página. Un comunicado de prensa de York: «Catedrática de York hace prehistoria: Vaughan recupera ADN de hombre del pasado.» Enfrente, una hoja arrancada del Discover: «ADN degradado revela secretos.»

Hobbes alzó la cabeza.

—¿Sí? —dijo, perplejo.

—Yo soy… Bueno, algunos dirían que soy…

Ponter intervino.

—La profesora Vaughan es genetista, y la principal experta de este mundo en la recuperación de ADN degradado.

—¿Y?

—Y, dijo Mary, hablando con más autoridad ahora que el tema no era ella—, sabemos que tiene usted pruebas físicas de la violación de Qaiser Remtulla.

Hobbes alzó bruscamente la cabeza.

—No puedo confirmar ni negar eso.

—Claro que es cierto —dijo Mary, sintiéndose culpable incluso mientras lo decía—. ¿Hay algún modo por el que pudiéramos saberlo a menos que la propia Qaiser me lo hubiera dicho? Es mi amiga, y mi colega, por el amor de Dios.

—Lo que usted diga.

—Me gustaría examinar las pruebas —dijo Mary.

La sugerencia pareció escandalizar a Hobbes.

—Tenemos nuestros propios expertos.

—Sí, sí. Pero, bueno…

—Ninguno de ellos puede estar tan cualificado como la profesora Vaughan —dijo Ponter.

—Tal vez, pero…

—¿Han empezado a trabajar ya con las pruebas? —preguntó Mary.

Hobbes inspiró profundamente, ganando tiempo.

—Si hay pruebas físicas —dijo por fin—, no podríamos hacer mucho con ellas hasta que tuviéramos un sujeto con el que cotejar el ADN.

—El ADN se degrada rápidamente con el tiempo —repuso Mary—, sobre todo si no se almacena en condiciones absolutamente ideales. Si esperan, puede que sea imposible conseguir una huella de ADN.

El tono de Hobbes fue frío.

—Sabemos cómo refrigerar muestras, y hemos tenido considerable éxito en el pasado.

—Soy consciente de ello, pero…

—Señora —dijo Hobbes amablemente—, comprendo que este caso es importante para usted. Todo caso es importante para sus víctimas.

Mary trató de no parecer molesta.

—Pero si me dejara llevarme las pruebas a mi laboratorio de York, estoy segura de que podría recuperar mucho más ADN que ustedes.

—No puedo hacer eso, señora. Lo siento.

—¿Por qué no?

—Bueno, para empezar, York no tiene permiso para hacer trabajos forenses y…

—La Laurentian —dijo Mary, de inmediato—. Envíen las pruebas a la Universidad Laurentian, y yo haré el trabajo allí.

Los laboratorios de la Laurentian, la universidad donde había estudiado por primera vez el ADN de Ponter, tenían un contrato de trabajo forense con la RMPC y la policía provincial de Ontario.

Hobbes alzó las cejas.

—Bueno, la Laurentian es una historia diferente, pero…

—No importa el papeleo que haga falta —dijo Mary.

—Tal vez —contestó Hobbes, pero parecía dubitativo—… Sería muy irregular…

—Por favor —dijo Mary. No podía soportar la idea de que le pasara algo a la única prueba física que quedaba—. Por favor.

Hobbes se encogió de hombros.

—Déjeme ver qué puedo hacer, pero, sinceramente, yo no tendría muchas esperanzas. Tenemos pruebas muy estrictas para la cadena de custodia de las pruebas.

—Pero ¿lo intentará?

—Sí, está bien, lo intentaré.

—Gracias —dijo Mary—. Gracias.

Ponter intervino entonces, sorprendiendo a Mary.

—¿Puede ella al menos ver las pruebas aquí?

Hobbes pareció tan desconcertado como se sentía Mary.

—¿Por qué? —preguntó el detective.

—Podría saber nada más verlas si están en condiciones para que su técnica funcione. —Ponter miró a Mary—. ¿No es así, Mary?

Mary no estaba del todo segura de lo que pretendía Ponter pero confiaba en él completamente.

—Mmm, sí. Sí, así es. —Se volvió hacia el detective y le dedicó su sonrisa más radiante—. Sólo sería un segundo. Podríamos ver en seguida si merece la pena o no. No sería necesario que se tomara tantas molestias si las muestras ya están degradadas.

Hobbes frunció el ceño, y permaneció hierático unos instantes, pensando.

—Muy bien —dijo por fin—. Voy a traerlas.

Salió de la habitación y regresó unos minutos más tarde con una caja de cartón del tamaño de una caja de zapatos. Le quitó la tapa y le mostró a Mary el contenido. Ponter se levantó y miró por encima del hombro de ella. Dentro había algunas muestras en cristal y tres bolsas de autocierre, cada una etiquetada con diversa información. Una parecía contener unas bragas. Otra, un pequeño peine púbico con vello. La tercera contenía unos cuantos frascos, presumiblemente con restos vaginales.

—Ha estado en el frigorífico todo el tiempo —dijo Hobbes, a la defensiva—. Sabemos lo que…

De repente Ponter extendió el brazo derecho. Agarró la bolsa con las bragas, la abrió y se la llevó a la nariz, inhalando profundamente.

Mary se sintió mortificada.

—¡Ponter, alto!

Hobbes explotó.

—¡Devuelva eso!

Intentó quitarle la bolsa a Ponter, pero éste lo esquivó fácilmente, e inhaló de nuevo.

—Jesús, ¿qué es usted? —gritó Hobbes—. ¿Una especie de pervertido?

Ponter se apartó la bolsa de la nariz y, sin decir palabra, se la entregó a Hobbes, quien se la arrancó de las manos.

—¡Salgan de aquí! —exclamó Hobbes.

Dos policías más habían aparecido en la entrada de la sala de interrogatorios, presl1miblemente atraídos por los gritos.

—Mis disculpas —dijo Ponter.

—¡Salgan de aquí! —gritó Hobbes, y se volvió hacia Mary—: Nosotros cuidaremos de nuestras pruebas, señora. ¡Ahora márchense!

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