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La carpeta contenía fotocopias de artículos periodísticos relacionados con las actividades de Fernando Moro como médico y como político. Al parecer, su profesión lo había llevado al terreno de la política: había atraído la atención del público hacía aproximadamente seis años, cuando, en su condición de inspector designado para examinar la calidad de la atención hospitalaria en el Véneto, extendió un informe en el que se cuestionaban las estadísticas publicadas por el gobierno provincial, estadísticas que exhibían un número de pacientes por médico de los más bajos del continente. El Informe Moro señalaba que esa cifra tan baja resultaba de la inclusión en las estadísticas de tres nuevos hospitales, diseñados para prestar atención médica del más alto nivel. Los fondos necesarios para su construcción habían sido asignados y habían sido gastados, por lo que las estadísticas incluían los hospitales con todos sus servicios. Las cifras, resultantes eran un portento porque, según ellas, el Véneto poseía el mejor servicio sanitario de Europa.

Pero el Informe Moro reveló el incómodo dato de que aquellos tres hospitales, tan magníficos en su concepción, dotados de tan eminente plantilla y capaces de dispensar tan diversas prestaciones, no se habían construido. Una vez restados sus servicios de las estadísticas, la asistencia médica que recibían los ciudadanos del Véneto descendió al nivel en el que solían situarla los pacientes: ligeramente inferior al de Cuba aunque, desde luego, por encima del de Chad.

A raíz del informe, Moro fue saludado por la prensa como un héroe, y lo era, a los ojos del público; pero la gerencia del hospital en el que trabajaba decidió que su múltiple talento sería más útil en la dirección de la residencia geriátrica aneja al hospital. Él protestó aduciendo que, en su calidad de oncólogo, su labor tendría más rendimiento en la sección de Oncología del hospital, pero su objeción fue atribuida a falsa modestia, y se confirmó su traslado.

Esto, a su vez, hizo que él decidiera tratar de conseguir un cargo público antes de que su nombre se borrara de la memoria, una decisión, quizá, de carácter táctico, pero efectiva.

En cierta ocasión, Moro se permitió la observación de que tal vez su larga experiencia en el tratamiento de una enfermedad terminal lo facultara para desarrollar una actividad en el Parlamento. Se rumoreaba que, más de una vez, en tertulias nocturnas con amigos de confianza, había elucubrado sobre esa metáfora, lo que no tardó en filtrarse a los medios parlamentarios. Ello bien pudo influir en el carácter de las comisiones para las que se le designaba.

Mientras leía los artículos, todos ellos, presunta exposición objetiva de los hechos, pero cada uno reflejo de la filiación política del diario o del periodista, Brunetti advirtió que también él los pasaba por el filtro de sus propias impresiones. Hacía años que conocía a Moro o, por lo menos, que oía hablar de él y comprendía que, por compartir sus ideas políticas, estaba predispuesto en su favor y daba por descontada su honradez. Sabía lo peligrosa que era esta actitud, especialmente, en un policía; pero Moro no podía ser sospechoso: la magnitud de su dolor lo eximía de toda sospecha de intervención en la muerte de su hijo.

– O no sé lo que es tener un hijo ni sé lo que es tener alma -dijo Brunetti hablando a media voz sin darse cuenta.

Miró a la puerta, confuso por haberse dejado llevar del pensamiento hasta el punto de hablar solo, pero no había nadie. Siguió leyendo: los restantes artículos repetían, en lo esencial, la información de los primeros. Por mucha insidia que hubiera en el tono que utilizaba algún que otro periodista, por tendenciosas que fueran las explicaciones de la conducta de Moro, ni el lector más obtuso podía dudar de la integridad de aquel hombre.

El tono insinuante se agudizaba en algunos de los artículos que se referían a la súbita retirada de Moro del Parlamento, decisión que él había atribuido tajantemente a «razones personales». El primer artículo, firmado por uno de los más reconocidos apólogos de la derecha, formulaba la pregunta retórica de si podía haber alguna relación entre la dimisión de Moro y el arresto, hecho dos semanas antes, de uno de los últimos miembros de la banda Baader-Meinhof.

– Probablemente, ninguna -volvió a susurrar Brunetti sin darse cuenta. Era irritante ese hábito que había adquirido últimamente de hacer comentarios de viva voz cuando se tropezaba con esa clase de elucubraciones de la prensa libre.

Al disparo recibido por la esposa de Moro se le habían dedicado sólo dos sueltos, y ninguno mencionaba más que el hecho escueto. Pero en el segundo se indicaba el nombre de las personas en cuya casa estaba alojada.

Brunetti levantó el teléfono, marcó el 12 y pidió el número de Giovanni Ferro en Siena, o en la provincia de Siena. Había dos números y los anotó los dos.

Marcó el primero. Contestó una mujer.

¿Signora Ferro?

– ¿Con quién hablo, por favor?

– El comisario Guido Brunetti, de Venecia.

Percibió una exclamación ahogada de sorpresa, y la mujer preguntó atropelladamente, con voz tensa y descontrolada:

– ¿Le ha pasado algo a Federica?

– ¿Federica Moro?

La mujer parecía estar muy alterada como para decir más que un simple:

– Sí.

– No le ha pasado nada, signora, créame, se lo ruego. Llamo para preguntar por e! incidente de hace dos años. -Ella no dijo nada, pero Brunetti oía su rápida respiración desde el otro extremo del hilo-. ¿Oiga? ¿Se encuentra bien, signora?

Hubo otro largo silencio, y cuando él temía que ella colgara el teléfono o que quizá ya lo hubiera colgado, volvió a oír su voz:

– ¿Quién ha dicho usted que es?

– El comisario Guido Brunetti. De la policía de Ve-necia, signora. -De nuevo, silencio-. Oiga… ¿Signora, me oye?

– Sí,'le oigo. -Después de otra larga pausa, la mujer dijo-: Yo le llamaré. -Y colgó, dejando a Brunetti con el recuerdo de su alarma y de su acento toscano.

Realmente, pensaba Brunetti al colgar el teléfono, ¿por qué había ella de creer que él era quien decía ser? Él no podía acreditarlo, y preguntaba por una mujer que había recibido un disparo y cuyo posible atacante no había sido hallado por la policía que Brunetti decía representar.

A los pocos minutos, sonó el teléfono. Él descolgó a la primera señal y contestó dando su apellido.

– Bien -dijo ella-. Quería asegurarme.

– Muy prudente, signora -respondió el comisario-. Confío en que ya esté segura de mi identidad.

– Sí -respondió la mujer, y prosiguió-: ¿Qué quiere saber de Federica?

– Deseo que me hable de aquel disparo, porque puede estar relacionado con un caso que se ha producido ahora. Los periódicos decían que cuando ocurrió aquello ella se alojaba en casa de ustedes.

– Sí.

– ¿Podría decirme algo más, signora?

Nuevamente, la pausa, y la mujer preguntó:

– ¿Ha hablado con ella?

– ¿Con la signora Moro?

– Sí.

– Todavía no. -Esperó a que la mujer dijera algo más.

– Creo que debería hablar con ella -dijo la signora Ferro.

Había algo en su manera de pronunciar la última palabra que hizo comprender a Brunetti que no debía discutir.

– Me gustaría hacerlo -convino él afablemente-. ¿Haría el favor de decirme dónde puedo encontrarla?

– ¿No está ahí? -preguntó la mujer, y el nerviosismo volvía a hacerle temblar la voz.

Él adoptó su tono más tranquilizador.

– Usted es la primera persona a la que he llamado, signora. Aún no he tenido tiempo de localizar a la signora Moro. -Se sentía como un explorador en un glaciar que, de pronto, ve abrirse ante sí una grieta enorme: hasta este momento, no había dicho nada de la muerte del hijo de la signora Moro, y decirlo ahora era imposible-. ¿Está con su marido?

La voz de la mujer se hizo neutra, inexpresiva al decir:

– Están separados.

– Ah. No lo sabía. Pero, ¿ella aún vive en Venecia?

Mientras la mujer meditaba la respuesta, Brunetti casi podía seguir el proceso de sus reflexiones. Un policía forzosamente acabaría por encontrar a su amiga; antes o después, la encontraría.

– Sí -respondió al fin.

– ¿Me daría usted la dirección?

Lentamente, ella respondió:

– Sí; un momento, por favor. Voy a buscarla.

Sonó un golpecito cuando ella dejó el teléfono, seguido de un largo silencio. Después volvió a oírse la voz de la mujer:

– La dirección es San Marco, 2823 -dijo, y a continuación le dio el número de teléfono.

Brunetti le dio las gracias y estaba pensando qué más podía decir cuando ella agregó:

– Deje que suene una vez, cuelgue y vuelva a llamar. No quiere que la molesten.

– Lo comprendo, signora -dijo él, mientras aparecía ante sus ojos la imagen del cuerpo inerte de Ernesto Moro, como el espectro de uno de los hijos de Ugolino.

La mujer se despidió y colgó el teléfono, dejando a Brunetti con la impresión de que no tenia ahora mucha más información que antes de hacer la llamada.

Entonces se dio cuenta de lo oscuro que estaba el despacho. Hacía rato que se había apagado el último sol de la tarde, y le pareció que no vería los números del teléfono para marcar. Se acercó al interruptor que estaba al lado de la puerta, encendió la luz y lo sorprendió ver el insólito orden que había hecho en su mesa mientras hablaba con la signora Ferro: una pila de carpetas en el centro, un papel a un lado y, encima del papel, un lápiz, perfectamente horizontal. Recordó la obsesión, de su madre por la limpieza antes de caer en la senilidad que ahora la aquejaba, y el caos que había en la casa durante los últimos meses en que ella la habitó, antes de que se la llevaran.

Al volver a sentarse a la mesa, se apoderó de él una súbita sensación de agotamiento, y tuvo que hacer un esfuerzo para vencer el impulso de apoyar la cabeza en la madera y cerrar los ojos. Hacía más de diez horas que los habían llamado de la escuela, horas durante las cuales la muerte y el abatimiento habían ido infiltrándose en él como un líquido en un papel secante. Se preguntó, y no por primera vez, cuánto tiempo podría seguir haciendo este trabajo. Antes, se consolaba pensando que unas vacaciones le ayudarían a superar el bache y, en efecto, muchas veces, al alejarse de la ciudad y de los crímenes que en ella tenía que ver, su estado de ánimo mejoraba, por lo menos, mientras duraba la ausencia. Pero ya no creía que esta sensación de futilidad que ahora lo asaltaba por todos lados se disipara con un simple cambio de aires.

Comprendía que ahora debía tratar de hablar con la signora Moro, se obligó a descolgar el teléfono, pero no pudo hacer más. ¿Quién era el personaje cuya mirada tenía el poder de convertirte en estatua de piedra? ¿El Basilisco? ¿Medusa? Con cabellera de serpientes y la boca abierta, vomitando furor. Evocó la imagen de la enmarañada corona, pero no pudo recordar quién la había pintado o esculpido.

Su marcha de la questura tuvo todo el aire de una fuga, por lo menos, para Brunetti. La silla, apartada de la mesa; la puerta, abierta; los papeles, bien apilados en el centro; y él, caminando hacia casa, casi con pánico.

El olfato lo reconfortó: los aromas de la cocina lo saludaron cuando abrió la puerta. Algo se estaba asando, quizá cerdo, y ajo, mucho ajo. Olía como si en el horno, acompañando al cerdo, hubiera todo un campo de ajos.

Colgó la americana, recordó que había dejado la cartera en el despacho y se encogió de hombros. Se paró delante de la puerta de la cocina, esperando encontrar a toda la familia sentada a la mesa, pero no vio a nadie. Allí no se notaba otra presencia que la del ajo, cuyo olor parecía llegar de una olla que hervía a fuego lento.

Concentró su atención en el olor, tratando de recordar dónde lo había olido antes. Le era familiar, como nos resulta familiar una melodía aunque no recordemos el título de la pieza. Trató de separar los aromas: ajo, tomate, un pellizco de tomillo y algo del mar, almejas o gambas -probablemente, gambas- y, quizá, zanahorias. Y el ajo, un universo de ajo. Evocó la sensación de pesimismo que había experimentado en el despacho y aspiró profundamente, confiando en los poderes del ajo: si ahuyentaba a los vampiros, su poder vegetal tenía que ser eficaz contra algo tan banal como una neura. Se quedó apoyado en la pared, con los ojos cerrados, inhalando los aromas, hasta que a su espalda dijo una voz:

– Ésa no es la noble postura propia de un defensor de la justicia y de los derechos de los oprimidos.

A su lado apareció Paola, que le dio un beso en la mejilla y, casi sin mirarlo, entró en la cocina.

– ¿Es la sopa de Guglieimo?

– La misma -dijo Paola destapando la olla y removiendo el contenido con una larga cuchara de madera-. Doce cabezas de ajo -dijo con un acento casi de respeto.

– Y siempre hemos sobrevivido -agregó Brunetti.

– Prueba de la intervención divina, imagino -apuntó Paola.

– Y, si hemos de creer a Guglieímo, cura infalible contra las lombrices y la hipertensión.

– Y sistema más infalible todavía para conseguir asiento en el vaporetto del día siguiente.

Brunetti se echó a reír, más relajado. Recordó al amigo Gugüelmo, que había sido agregado militar en El Cairo durante cuatro años, en los que había aprendido el árabe, abrazado el cristianismo copto y amasado una fortuna sacando de contrabando piezas arqueológicas en aviones militares. Guglieimo, como buen gastrónomo que era, ¡levó consigo no pocas recetas culinarias cuando abandonó el país, la mayoría de las cuales exigían desmesuradas cantidades de ajo.

– ¿Es cierto que se han encontrado ajos secos en sarcófagos de momias? -preguntó Brunetti apartándose de la puerta.

– Probablemente, también los encontrarías en los bolsillos del uniforme de gala de Guglieimo -dijo Paola, tapando la olla y mirando a su marido de frente por primera vez. Entonces cambió de tono-. ¿Qué te pasa?

El trató de sonreír, pero no pudo.

– Un mal día.

– ¿Qué ha sido?

– Un suicidio que quizá no lo sea.

– ¿Quién?

– Un muchacho.

– ¿Cuántos años?

– Diecisiete.

El hecho en sí y el género y la edad del muerto inmovilizaron a Paola. Aspiró profundamente, agitó la cabeza, como para expulsar un amago de superstición y le puso la mano en el brazo.

– Cuenta.

Por una razón que no comprendía, quizá también por superstición, Brunetti no quería tener que mirar a Paola mientras le hablaba de Ernesto Moro, de modo que se ocupó en bajar dos copas y sacar del frigorífico una botella de tocai. Destapó la botella con movimientos deliberadamente lentos, para que la operación le durase tanto como la explicación que tenía que dar.

– Estudiaba en San Martino. Nos llamaron esta mañana, y cuando llegamos lo encontramos colgado en la ducha. Es decir, Vianello lo encontró.

Sirvió las copas y ofreció una a Paola, que sin mirarla preguntó:

– ¿Quién era?

– El hijo de Fernando Moro.

– ¿El dottor Moro?

– Sí -dijo Brunetti, poniéndole la copa en la mano,'sin soltarla hasta que ella la tomó.

– ¿Él ya lo sabe?

Brunetti se volvió de espaldas a ella, dejó la copa y, a modo de distracción, abrió el frigorífico, en busca de algo que comer.

– Sí -respondió aún sin mirarla.

Ella no dijo nada mientras él revolvía en la nevera y sacaba un bote de plástico con aceitunas, que abrió y dejó en la encimera. Nada más verlas, oscuras y gordas, en el líquido amarillento, dejaron de apetecerle y volvió a tomar la copa. Ahora, sintiendo la atención de Paola, la miró.

– ¿Has tenido que decírselo tú?

– Ha llegado mientras yo estaba con el cadáver. Después he ido a su casa a hablar con él.

– ¿Hoy? -preguntó ella sin poder disimular el asombro, o quizá el horror.

– No he estado mucho rato -respondió él, y aún no había terminado de hablar cuando ya le pesaba haberlo dicho.

Paola le lanzó una rápida mirada, pero lo que vio en su cara la hizo desistir de todo comentario.

– ¿Y la madre? -preguntó.

– No sé dónde está. Me han dicho que la encontraría aquí, en la ciudad, pero no he podido llamarla.

Quizá su manera de decir «no he podido» hizo que Paola renunciara también a indagar en la razón, aunque sí preguntó:

– ¿Qué te hace pensar que no ha sido suicidio?

– El hábito -aventuró él.

– ¿Hábito de la duda?

– Puedes llamarlo así -dijo Brunetti y finalmente se permitió un sorbo de vino. Lo sintió fresco y ácido en la lengua y, aunque no lo reconfortó, sirvió para recordarle que en el mundo existían cosas reconfortantes.

– ¿Quieres que hablemos de ello? -preguntó Paola, tomando su primer sorbo de vino.

– Luego, quizá. Después de cenar.

Ella asintió, bebió otro sorbo y dejó la copa.

– Ahora podrías ir a leer un rato mientras pongo la mesa. Los chicos ya no tardarán -agregó, y los dos repararon en que la palabra «chicos», dicha con aquella naturalidad, significaba que, por lo menos para ellos, las cosas seguían lo mismo, que su familia estaba indemne. Como el caballo que hace un quiebro para sortear un agujero que se abre de pronto ante sus manos, su voz cambió de tono al decir, con forzada animación-: Y, en cuanto lleguen, cenamos.

Brunetti se fue a la sala. Dejó la copa en la mesa, se sentó en el sofá y se acercó el libro. Era la biografía del emperador Alejo escrita por Anna Conmena, su hija. Media hora después, cuando Chiara fue a decir a su padre que la cena estaba lista, lo encontró sentado en el sofá, con el libro, abierto y olvidado, en las rodillas, y la mirada fija en los tejados de la ciudad.

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