19

Brunetti llamó a la oficina de agentes de uniforme para preguntar por Pucetti, y le dijeron que había salido de patrulla y no regresaría hasta la mañana siguiente. Al colgar el teléfono, Brunetti se preguntó cuánto tardaría su buen concepto de la inteligencia de Pucetti en empezar a perjudicar al joven. No era probable que la mayoría de sus compañeros, ni los más cortos, como Alvise y Riverre, le tomaran ojeriza: en general, los agentes uniformados estaban exentos de envidias, por lo menos, hasta donde Brunetti podía apreciar. Quizá Vianello, más próximo a ellos en edad y rango, tuviera una percepción más clara.

Ahora bien, una persona como Scarpa tenía que mirar a Pucetti con la misma prevención con que miraba a Vianello. Aunque hacía años que Vianello no se había permitido ninguna manifestación al respecto, era evidente para Brunetti que la antipatía entre ambos había sido instantánea y feroz. No faltaban las causas: aversión entre el hombre del Norte y el del Sur, entre un solterón y un hombre felizmente casado, entre el que gozaba imponiendo su voluntad a cuantos tenía alrededor y el que sólo deseaba vivir en paz. Brunetti no había podido encontrar otra explicación que la de una visceral antipatía mutua.

Sintió una punzada de impaciencia porque rencillas personales complicaran su labor profesional:;por qué los servidores de la ley no podían situarse por encima de estas cosas? Meneó la cabeza ante sus utópicas ideas: no faltaba sino que ahora se pusiera a suspirar por un rey filósofo. Aunque no tenía más que pensar en el actual jefe del Gobierno para que toda esperanza en la llegada del rey filósofo muriera en germen.

Puso fin a sus cavilaciones la entrada de Alvise con las últimas cifras estadísticas de delincuencia, que dejó en la mesa de Brunetti diciendo que el vicequestore necesitaba el informe completo antes del fin de la jornada y que deseaba ver unos datos que pudiera presentar a la prensa sin tener que avergonzarse.

– ¿Qué cree que habrá querido decir con eso, Alvise? -se permitió preguntar Brunetti.

– Que él lo resuelve todo, supongo, señor -respondió Alvise, muy serio. El agente saludó y se fue, dejando a Brunetti con la vaga sospecha de que Lear no era el único que tenía a un tonto sabio en su corte.

Brunetti estuvo trabajando durante la hora del almuerzo y hasta última hora de la tarde, jugando con los números e inventándose apartados para conseguir unos resultados que pudieran satisfacer a Patta sin faltar a la verdad. Cuando por fin miró el reloj, vio que eran más de las siete, hora de poner fin a la tarea e irse a casa. Impulsivamente, llamó a Paola y le preguntó si quería que cenaran fuera. Ella, sin dudar ni un instante, respondió que dejaría preparado algo para los chicos y io esperaría donde él quisiera.

– ¿En Sommariva?

– Caramba, ¿qué celebramos?

– Necesito darme un gusto.

– ¿La cocina de Maria? -preguntó ella.

– Tu compañía -respondió él-. Te espero allí a las ocho.

Casi tres horas después, un Brunetti ahito de langosta y su consorte repleta de champán subían la escalera de su piso, lentamente; frenaba los pasos de éí la sensación de plenitud y los de ella, la grappa bebida después de la cena. Cogidos del brazo, contemplaban la perspectiva de ir a la cama y, después, dormir.

Al abrir la puerta, Brunetti oyó el teléfono. Durante un momento, pensó en no contestar y dejar lo que fuera para la mañana siguiente. Si hubiera tenido tiempo para ver si los chicos estaban en sus cuartos y asegurarse de que la llamada no tenía que ver con su integridad, hubiera dejado sonar el teléfono, pero su condición de padre se impuso y, a la cuarta señal, contestó:

– Soy yo, comisario -dijo Vianello.

– ¿Qué ocurre? -fue la respuesta instintiva de Brunetti a la voz del inspector.

– La madre de Moro está herida.

– ¿Cómo?

Parásitos en la línea ahogaron las palabras de Vianello. Cuando desaparecieron, Brunetti sólo alcanzó a oír:

– … ni idea de quién.

– ¿Quién qué? -preguntó Brunetti.

– El que lo ha hecho.

– ¿Ha hecho el qué? No he oído bien.

– La ha atropellado un coche, comisario. Ahora estoy en Mestre, en el hospital.

– ¿Qué ha pasado?

– La mujer iba a la estación del tren de Mogliano, donde ella vive. Por lo menos, iba en esa dirección cuando un coche le ha dado un golpe que la ha hecho caer y no se ha parado.

– ¿Alguien lo ha visto?

– Dos personas. La policía de allí ha hablado con ellas, pero no estaban seguras de nada, sólo de que era un coche de color claro y coinciden en que quizá lo conducía una mujer.

Brunetti preguntó mirando el reloj:

– ¿Qué hora era?

– Alrededor de las siete. Cuando los policías han visto que era la madre de Moro, uno de ellos se ha acordado de la muerte del chico y ha llamado a la questura. Han tratado de localizarlo a usted y después me han llamado a mí.

Brunetti miró el contestador. El parpadeo de una lucecita ie avisaba de que le aguardaba un mensaje.

– ¿Lo sabe él?

– Le han llamado antes que a nosotros, comisario. Ella es viuda y llevaba en el bolso un papel con el nombre y la dirección del hijo.

– ¿Y…?

– Ha venido. -Los dos hombres pensaron en lo que aquello habría significado para Moro, pero no dijeron nada.

– ¿Ahora dónde está?

– Aquí, en el hospital.

– ¿Qué dicen los médicos? -preguntó Brunetti.

– Cortes y magulladuras, pero ninguna fractura. El coche sólo debió de rozarla. Pero, como tiene setenta y dos años, los médicos han decidido mantenerla en observación hasta mañana. -Después de una pausa, Vianello dijo-: Él acaba de irse.

Hubo un silencio largo. Al fin Vianello dijo, en respuesta a la pregunta que Brunetti no había hecho:

– Sí; sería buena idea. Estaba muy afectado.

Una parte de la mente de Brunetti comprendía que su instintivo deseo de aprovecharse del trauma de Moro no era menos perverso que la incitación de Vianello. Pero no se paró en consideraciones.

– ¿Cuánto hace que se ha ido? -preguntó Brunetti.

– Unos cinco minutos. En taxi.

Del fondo del apartamento llegaban sonidos familiares: Paola se movía en el cuarto de baño, salía al pasillo, iba al dormitorio. Con la imaginación, Brunetti se elevó por encima de la ciudad, hasta el continente, vio un taxi que circulaba por las desiertas calles de Mestre y cruzaba el viaducto que conducía a piazzale Roma. Del taxi se apeaba un hombre, metía la mano en el bolsillo, pagaba al conductor, daba media vuelta y empezaba a andar hacia el imbarcaáero del Uno.

Paola ya dormía cuando él se asomó a la habitación, proyectando una franja de luz sobre sus piernas, i-c escribió una nota y buscó donde dejarla. Al fin la puso encima del contestador, donde la luz que parpadeaba seguía reclamando atención.

Mientras cruzaba la ciudad dormida, la imaginación de Brunetti volvió a levantar el vuelo, pero ahora observaba a un hombre con traje oscuro y abrigo gris que iba andando de San Polo al puente de Accademia. Lo vio cruzar por delante del museo y meterse por las estrechas calles de Dorsoduro. Al extremo del pasaje que discurre junto a la iglesia de San Gregorio, cruzó el puente hacia la ancha Riva del otro lado de la Salute. A su derecha quedaba la casa de Moro, a oscuras, pero con todas las persianas abiertas. Bordeando el agua, Brunetti fue hasta el pie del puente que cruzaba el estrecho canal en dirección a la puerta de la casa. Desde allí podría ver llegar a Moro tanto si venía a pie como si llegaba en taxi o en el Uno. Volvió la cara y, al otro lado del agua tranquila, contempló el desigual perfil de las cúpulas de San Marco y el claroscuro de la fachada del Palazzo Ducale, percibiendo la sensación de paz que su belleza le transmitía. Curioso: una simple amalgama de formas y colores, y ya se sentía mejor que antes de mirarlas.

Oyó la vibración del motor del vaporetto que se aproximaba y vio asomar la proa por detrás de la pared de un edificio. El sonido cambió de clave, y la nave se deslizó hasta el imbarcadero. El tripulante arrojó el cabo con ademán suelto y certero y lo ató al amarre de metal con el nudo secular. Desembarcaron varios pasajeros, pero ninguno de ellos era Moro. Rechinó el metal al cerrarse la puerta, luego un simple tirón liberó el cabo y la embarcación siguió su recorrido.

Veinte minutos después, llegó otro barco, pero Moro tampoco venía en él. Brunetti ya pensaba que Moro podía haber decidido ir a casa de su madre en Moglíano cuando oyó pasos que se acercaban por la izquierda. Moro salió de una estrecha calle situada al fondo del pequeño campo, Brunetti cruzó el puente y se quedó al pie, a poca distancia de la puerta de la casa de Moro.

El doctor venía con las manos en los bolsillos de la americana y la cabeza baja, como si tuviera que pisar con precaución. Cuando estuvo a pocos metros de Brunetti, introdujo primero la mano izquierda y luego la derecha en los bolsillos del pantalón. Al segundo intento, sacó un manojo de llaves y las miró como si no supiera muy bien lo que eran ni lo que tenía que hacer con ellas.

Entonces levantó la cabeza y vio a Brunetti. Su expresión no cambió, pero el comisario estaba seguro de que lo había reconocido.

Brunetti empezó a andar hacia el otro hombre y empezó a hablar antes de darse cuenta de lo que hacía, sorprendido por la fuerza de su propia cólera.

– ¿Piensa dejar que maten también a su esposa y a su hija?

Moro dio un paso atrás, y las llaves se le cayeron de la mano. Levantó un brazo a la altura de la cara, como si las palabras de Brunetti fueran un ácido del que tuviera que protegerse los ojos. Pero entonces, con una rapidez que asombró a Brunetti, Moro se acercó a él y lo agarró por el cuello del abrigo. Calculó mal la distancia y le clavó las uñas de los índices en la nuca.

El médico lo atrajo hacia sí con un tirón tan violento que le hizo avanzar medio paso. Brunetti abrió los brazos tratando de mantener el equilibrio, pero fue la fuerza de las manos del otro lo que le impidió caer.

Moro se le acercó, zarandeándolo como un perro a una rata.

– No se meta en esto -siseó, salpicándole la cara de saliva-. No han sido ellos. ¿Qué sabe usted?

Brunetti dejó que Moro lo sostuviera un momento, hasta que recuperó el equilibrio y, cuando el médico lo empujaba hacia afuera, asiéndolo todavía con fuerza, dio un paso atrás y, alzando las manos, se desasió. Instintivamente, se palpó la nuca, donde notó un arañazo que empezaba a doler.

Se inclinó hacia adelante, acercando peligrosamente la cara a la del médico:

– Las encontrarán. Han encontrado a su madre. ¿Quiere que las maten a todas?

El médico volvió a levantar la mano, rechazando las palabras de Brunetti. Como un autómata, levantó la otra mano: era un ciego, un hombre acosado que busca refugio. Dio medía vuelta y, tambaleándose, con las rodillas rígidas, fue hacia la puerta de su casa. Apoyado en la pared como si no pudiera tenerse en pie, Moro empezó a palparse el pantalón, en busca de las llaves que estaban en el suelo. Metió las manos en los bolsillos y los volvió del revés, esparciendo alrededor monedas y papeles. Cuando hubo registrado todos los bolsillos, hundió la barbilla en el pecho y empezó a sollozar.

Brunetti se agachó y recogió las llaves. Fue hasta el médico y le tomó la mano derecha que le colgaba inerte al lado del cuerpo, le puso la palma hacia arriba, depositó en ella las llaves y le hizo cerrar los dedos.

Lentamente, como un artrítico, Moro se separó de la pared y metió en la cerradura primero una llave, luego otra y otra, hasta que encontró la buena, que giró ruidosamente cuatro veces. Empujó la puerta y desapareció en el interior. Sin esperar a ver si se encendían las luces, Brunetti dio media vuelta y se encaminó a su casa.

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