18

Aquella noche, cuando los chicos se acostaron y él y Paola estaban solos en la sala, ella, leyendo Persuasión por enésima vez y él, reflexionando sobre la admonición de Anna Comnena de que «el que asume el papel de historiador debe olvidarse de la amistad y la enemistad», Brunetti se refirió a su visita al apartamento de la signora Moro, pero abordó la cuestión indirectamente.

– Paola -empezó, y ella lanzó por encima del libro una mirada ausente-, ¿qué harías si yo solicitara la separación?

Los ojos de su mujer, que habían vuelto a la página, lo asaetearon de modo fulminante, y Anne Eliot quedó abandonada a sus propios problemas sentimentales.

– ¿Si tú qué?.

– Solicitara la separación.

Con voz llana, ella preguntó:

– Antes de que vaya a la cocina a buscar el cuchillo del pan, ¿puedes decirme si es una pregunta teórica?

– Completamente -respondió él, no sin cierta turbación por el contento que le producía aquella amenaza de violencia-. ¿Tú qué harías?

Ella dejó el libro a su lado, cara abajo.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Te lo diré cuando contestes. ¿Qué harías?

Ella mantenía un gesto hermético.

– Di, mujer -instó él.

– Si fuera una verdadera separación, te echaría de casa y después arrojaría a la calle todas tus cosas.

La sonrisa de Brunetti fue francamente beatífica.

– ¿Todas?

– Todas. Hasta las que más me gustan.

– ¿Te pondrías una camisa mía para dormir?

– ¿Estás loco?

– ¿Y si fuera una separación falsa?

– ¿Falsa?

– Para fingir que estábamos separados pero sin estarlo, porque necesitáramos que la gente lo creyera.

– Te echaría de casa, pero me quedaría con las cosas que me gustan.

– ¿Y la camisa? ¿Te la pondrías para dormir?

Ella lo miró largamente.

– ¿Quieres que te conteste en serio o con otra tontería?

– Creo que en serio -confesó él.

– Pues si, me pondría tu camisa para dormir o dormiría con ella bajo la almohada, para tener conmigo por lo menos tu olor.

Brunetti creía en la solidez de su matrimonio con la misma firmeza que en la tabla periódica de los elementos, si no más; no obstante, nunca estorbaba algún que otro refuerzo suplementario. También estaba seguro de la solidez del matrimonio de los Moro, aunque no tenía ni idea de lo que esto significaba.

– La signara Moro no vive con su marido -empezó Brunetti, y Paola asintió, indicando que eso ya se lo había dicho él-. Pero debajo de la almohada de la cama en la que duerme sola tiene una camisa de vestir de su marido.

Paola miró hacia la izquierda, donde aún se veía luz en alguna ventana del último piso de la casa de enfrente.

– Ah -dijo después de un rato.

– Sí -dijo él-. «Ah», desde luego.

– ¿Por qué tienen que fingir que están separados?

– Para que quienquiera que disparase contra ella no repita la intentona con mejor fortuna.

– Parece lo más lógico, sí. -Ella se quedó pensativa un momento y preguntó-: ¿Quién habrá sido?

– Tal vez, si supiera eso, lo entendería todo.

Instintivamente, sin pensar lo que decía, sólo enunciando la verdad por la fuerza de la costumbre, ella respondió:

– Nunca lo sabemos todo.

– Por lo menos, sabría más de lo que ahora sé. Y es casi seguro que sabría quién mató al muchacho.

– Tú sigues en tus trece, ¿verdad? -preguntó ella sin reproche.

– Sí.

– Estoy segura de que haces bien.

– ¿También tú crees que fue asesinado?

– Lo he creído siempre.

– ¿Por qué?

– Porque me fío de tu instinto, y porque siempre lo has visto claro.

– ¿Y si estuviera equivocado?

– Pues lo estaríamos los dos -dijo ella. Tomó el libro, puso una señal de lectura y lo cerró-. Ya no puedo leer más -agregó al dejarlo.

– Yo tampoco -dijo él, poniendo a Anna Comnena encima de la mesa.

Ella lo miraba desde el otro lado.

– ¿Te importa si no me pongo una camisa tuya? -preguntó.

Él se echó a reír y se fueron a la cama.

Lo primero que hizo Brunetti a la mañana siguiente fue ir a ver a la signorina Elettra, a la que encontró en su despacho. Cubrían la mesa por lo menos seis ramos de flores, envueltos por separado en cucuruchos de papel de colores pastel. Como sabía que ella había pasado a Biancat un pedido fijo para un suministro de flores cada lunes, Brunetti pensó si se habría equivocado al creer que hoy era martes o habría inventado los sucesos de la víspera.

– ¿Son de Biancat? -preguntó.

Ella rasgó dos de los envoltorios y empezó a poner girasoles enanos en un jarrón verde.

– No, señor; de Rialto. -Dio un paso atrás, contempló el jarro y agregó tres girasoles.

– ¿Entonces hoy es realmente martes?

Ella ¡o miró con extrañeza.

– Desde luego.

– ¿No traen las flores los lunes?

Ella sonrió, levantó el jarrón y lo puso en el lado opuesto del ordenador.

– En principio, sí, señor; pero el vicequestore Patta ha empezado a armar jaleo acerca de los gastos de oficina y, como en Rialto las flores son mucho más baratas, decidí traerlas de allí durante una temporada, hasta que le dé por otra cosa.

– ¿Las ha traído todas usted? -preguntó él, tratando de calcular si le habrían cabido en los brazos.

– No, señor; cuando vi que había comprado tantas, pedí una lancha.

– ¿Una lancha de la policía?

– Claro. Un taxi hubiera sido difícil de justificar -explicó ella recortando el tallo de un clavel.

– Desde luego, con la política de austeridad y demás -convino Brunetti.

– Exactamente.

Tres de los ramos acabaron juntos en un enorme jarrón de cerámica y el último, asters, en un esbelto búcaro de cristal que Brunetti no recordaba haber visto nunca. Cuando los tres ramos estuvieron situados a su gusto, y los papeles, bien doblados, en el cesto del papel para reciclar, ella dijo:

– ¿Sí, comisario?

– ¿Ha encontrado algo acerca de la hija?

La signorina Elettra sacó un bloc del cajón lateral de la mesa, lo abrió y empezó a leer:

– La sacaron del colegio hace dos años y desde entonces no hay rastro de ella, por lo me:.,,», en documentos oficiales.

– ¿Quién la sacó?

– Al parecer, su padre.

– ¿Por qué razón?

– Los datos del colegio indican que su último día de clase fue el dieciséis de noviembre.

Ella lo miró. No era necesario que uno de los dos recordara al otro que a la signora Moro ¡e habían disparado una semana antes.

– ¿Y qué más? -preguntó él.

– Eso es todo. En el formulario que está en el archivo figura que los padres decidieron enviarla a una escuela privada.

– ¿Dónde? -preguntó Brunetti.

– No es necesario hacerlo constar, me dijeron.

– ¿Y no preguntaron? -indagó él con patente irritación-. ¿Es que no han de saber adonde va cada criatura?

– La mujer que me atendió dijo que lo único que se necesita es que los padres rellenen y firmen los formularios correspondientes, por duplicado -recitó la signorina Elettra con la que Brunetti supuso que era la voz mecánica de la empleada del colegio.

– ¿Así que una criatura puede desaparecer sin que nadie haga preguntas?

– Me dijeron que la responsabilidad de la escuela termina una vez que los padres rellenan los formularios y uno de ellos se lleva a la criatura.

– ¿Así, sin más?

La signonna Eleítra abrió las manos en un ademán que expresaba su falta de responsabilidad en la cuestión.

– La mujer me dijo que ella aún no trabajaba en la escuela cuando se llevaron a la niña, por lo que lo único que podía hacer era explicarme el procedimiento.

– ¿Y dónde está ahora? -insistió Brunetti-. Una niña no puede desaparecer así como asi.

– Podría estar en cualquier sitio, imagino -dijo la signonna Elettra, y agregó-: Pero en Siena no está.

Brunetti la miró interrogativamente.

– He llamado a la policía de allí y mirado en los archivos de los colegios. No figura ni ella ni ningún hijo de los Ferro.

– Y ahora también la madre ha desaparecido -dijo Brunetti, y le habló de su visita al apartamento y las deducciones que había hecho del hallazgo de la camisa.

La signonna Elettra palideció de pronto y, con la misma rapidez, se puso colorada.

– ¿Su camisa? -preguntó y, antes de que él pudiera responder, repitió-: ¿Su camisa?

– Sí -dijo Brunetti. Iba a preguntarte qué pensaba ella de eso, pero, al mirarla más atentamente, comprendió que ese detalle sólo podía recordarle a un hombre, y entonces, para llenar el angustioso silencio que el recuerdo de su pérdida había traído a la habitación, siguió hablando-: ¿Se le ocurre la manera de localizar a la niña? -dijo. Y, como ella parecía no oírle, prosiguió-: Algún medio habrá para encontrarla. ¿Quizá un registro central de todos los niños escolarizados?

Como si volviera de muy lejos, la signonna Elettra dijo con una voz muy tenue:

– Quizá su ficha médica, o sí está en las Girl Scouts.

Antes de que ella pudiera hacer más sugerencias, Brunetti cortó diciendo:

– Los abuelos. Ellos sabrán dónde está.

– ¿Los ha localizado? -preguntó la signorina Elettra mostrando de nuevo cierto interés.

– No; pero los dos Moro son venecianos, por lo que deben de vivir en la ciudad.

– Veré qué puedo encontrar -fue la única observación que ella se permitió. Y entonces-: A propósito, comisario, he descubierto algo sobre la muchacha que presuntamente fue violada en la academia.

– ¿Sí? ¿Cómo?

– Amigos del pasado -fue toda la respuesta que ella dio. Cuando vio que tenía la atención de Brunetti, prosiguió-: La muchacha era la fidanzata de uno de los alumnos, que una noche la llevó a su cuarto. El capitán de la clase se enteró y se presentó en la habitación. Ella, al verlo entrar, se puso a gritar y alguien llamó a la policía. Pero no se presentaron cargos y, por lo que he podido deducir de la lectura del informe original, tampoco procedían.

– Comprendo -dijo él sin preocuparse de preguntar cómo había podido encontrar tan pronto el informe-. Tanto fumo, poco arrosto. -No bien lo hubo dicho, se dio cuenta del mal efecto que debía de producir su displicencia, y se apresuró a añadir-: Fue una suerte para la muchacha, desde luego, gracias a Dios.

– Desde luego -dijo la signorina Elettra tan sólo, no muy convencida por su piadoso colofón, volviéndose hacia su ordenador.

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