10

Brunetti confiaba en que, después de hablar a Paola de la muerte del muchacho, se mitigaría el horror que sentía, pero no fue así. En la cama, con su mujer acurrucada a su lado, seguía relatando los sucesos del día, consciente de lo incongruente del tema con la hora y el lugar. Cuando acabó de hablar, sin haber omitido de su relato la angustia que le había impulsado a escapar del despacho sin tratar de ponerse en contacto con la signora Moro, ella se incorporó apoyándose en un codo y le miró a la cara.

– ¿Durante cuánto tiempo más vas a poder seguir haciendo esto, Guido? -preguntó.

Él la miró un momento, al pálido resplandor de la ¡una, y enseguida volvió a contemplar la pared de enfrente, donde el espejo recogía la luz que reflejaban las baldosas de la terraza.

Ella dejó pasar un tiempo antes de apremiarle con un:

– ¿Qué dices?

– No lo sé -respondió él-. No podré pensar en eso hasta que esto acabe.

– ¿Si se falla que ha sido suicidio, no habrá acabado ya?

– No me refiero a que acabe así -dijo él despectivamente-. Quiero decir hasta que termine de verdad.

¿O sea, hasta que tú lo des por terminado? -preguntó ella. En otras circunstancias, ésa hubiera podido ser una pregunta retórica y hasta sarcástica, pero esta noche era sólo demanda de información.

– Supongo que sí -admitió él.

– ¿Y eso cuándo será?

El cansancio acumulado durante el día lo envolvía casi como acunándolo. Se le cerraban los ojos y se rindió al abrazo. La habitación empezó a alejarse y se sintió arrastrado hacia el sueño. De pronto, los hechos que afectaban a la familia Moro se le aparecieron como un triángulo trazado por la coincidencia, y susurró:

– Cuando desaparezcan las líneas.

A la mañana siguiente, se despertó en el olvido. El espejo le lanzaba el sol a la cara. Durante los primeros momentos, no recordó ¡os sucesos del día anterior. Se movió un poco hacia la derecha, y notó ia ausencia de Paola; volvió la cabeza hacia la izquierda y vio el campanario de San Polo, iluminado por un sol potente que revelaba hasta la masa del cemento que unía los ladrillos. Una paloma planeó sobre los aleros situados bajo el tejado de la torre, aleteó para reducir la velocidad y se posó suavemente. El ave dio dos vueltas sobre sí misma, ahuecó las plumas y metió la cabeza debajo de un ala.

Nada de lo que había hecho la paloma recordaba los sucesos del día anterior, pero, cuando la cabeza del animal desapareció debajo del ala, Brunetti tuvo una clara visión de la cara de Ernesto Moro en el momento en que Vianello la cubría con la punta de la capa.

Brunetti se levantó de la cama y, rehuyendo el espejo, se fue al cuarto de baño a ducharse. Mientras se afeitaba, no tenía más remedio que afrontar su propia mirada, y en la cara que veía ante sí había aquel cansancio y aquella desesperanza que había visto en la de todos los padres afligidos con los que había tenido que hablar. ¿Cómo explicar la muerte de un hijo o, aunque pudiera explicarse, qué palabras podrían contener la avalancha de dolor que desataba la noticia?

Paola y los chicos ya se habían marchado hacía rato, y Brunetti se alegró de poder tomar el café en una pastieccria familiar, en la que la conversación no pasaría del comentario trivial que hiciera algún conocido. Compró II Tempo y // Gazzettino en la edicola de Campo Santamarina y entró en Didovich a tomar café y un brioche.

Cadete de academia veneciana de ELItE SE ahorca, declaraba el primero en una de las páginas interiores, mientras que el segundo publicaba en primera plana el titular: El hijo de un ex parlamentario, hallado muerto En San Martino. Los titulares en minúsculas informaban a la ciudadanía de Venecia de que el padre de la víctima había renunciado a su escaño en el Parlamento después de que su controvertido informe sobre la atención médica fuera condenado por el entonces ministro de Sanidad, agregaba que la policía investigaba la muerte del chico y que sus padres estaban separados. Al leer los párrafos iniciales, Brunetti comprendió que todos los lectores, con independencia de la información contenida en el resto del artículo, sacarían la conclusión de que los padres, o su forma de vida, habían tenido alguna relación con la muerte del chico o, incluso, sido directamente responsables de ella.

– Qué horror, ¿no? Ese chico -dijo al dueño una de las mujeres que estaban sentadas ante la barra, agitando una mano en dirección al periódico de Brunettl La mujer mordió el brioche y meneó la cabeza.

– ¿Qué les pasa a los jóvenes de hoy? Con todo lo que tienen, y no están contentos. Me gustaría saber por qué -respondió otra.

A lo que, como obedeciendo a una señal, agregó una tercera, que tenía el pelo del típico color caoba posmenopáusico, dejando la taza en el platillo con un sonoro chasquido

– Porque los padres no les atienden como es debido. Yo me quedé en mi casa, cuidando de mis hijos, y no tuvimos esos problemas. -Un oyente ajeno a esta cultura hubiera podido suponer que los hijos de las mujeres que trabajan no tienen más opción que la del suicidio. Las tres mujeres movieron la cabeza de arriba abajo en unánime condena de esta nueva prueba de la perfidia y la ingratitud de los jóvenes y de la irresponsable conducta de todos los padres que no hacían lo que habían hecho ellas.

Brunetti dobló el periódico, pagó y salió de la pasticceria. Los mismos titulares clamaban desde los carteles amarillos pegados a la pared posterior de la edicola. El único consuelo que encontraba Brunetti en esta última prueba de la falsedad de la prensa, era que el auténtico dolor que padecían los Moro los blindaba contra esta clase de ataques.

Una vez en la questura, Brunetti subió directamente a su despacho. Había más carpetas encima de la mesa. Marcó el número de la signorina Elettra, que contestó diciendo:

– Él quiere verlo inmediatamente.

Ya había dejado de sorprender a Brunetti que la signorina Elettra supiera quién hacía la llamada: la joven había gastado una considerable suma de fondos de la policía en hacer que Telecom le instalara en el despacho una nueva línea telefónica, pese a que, por el momento, el presupuesto no alcanzaba para que alguien más que ella pudiera disponer de un terminal en el que apareciera el número del que llamaba. Tampoco tuvo que pensar mucho para adivinar a quién se refería con el pronombre, ya que ella lo utilizaba exclusivamente para aludir a su inmediato superior, el vicequestore Giuseppe Patta.

– ¿Inmediatamente, ya? -preguntó él.

– Mejor inmediatamente, ayer tarde -respondió ella.

Brunetti bajó sin detenerse a abrir las carpetas. Esperaba encontrar a la signorina Elettra en su sitio, pero el despacho estaba vacío. Se volvió a mirar a! pasillo, y tampoco allí la vio.

Reacio a presentarse ante Patta sin tener un indicio del humor de su superior o del motivo de la llamada, Brunetti pensó en volver a su despacho a leer las carpetas o ir a la oficina de agentes, para ver si estaban Vianello o Pucetti. Mientras dudaba, se abrió la puerta del despacho del vicequestore Patta y apareció la signorina Elettra, que hoy vestía lo que parecía una cazadora de bombardero ceñida a la cintura y holgada de busto y mangas; es decir, una cazadora de un bombardero que tuviera predilección por los uniformes de seda natural color albaricoque.

Patta dominaba todo el antedespacho desde su mesa.

– Brunetti -gritó-. Tengo que hablar con usted.

Al volverse hacia la puerta, Brunetti miró a la signorina Elettra, que no tuvo tiempo sino de apretar los labios en señal de contrariedad o, quizá, repugnancia. Y se cruzaron como dos barcos en la noche, sin apenas una señal.

– Cierre la puerta -dijo Patta levantando la mirada de los papeles que tenía encima de la mesa y bajándola enseguida. Mientras se volvía para obedecer, Brunetti se dijo que el no empleo de la fórmula «por favor» era un indicio del tono que tendría la conversación. El mero hecho de que Brunettí hubiera tenido tiempo de formular este pensamiento excluía ya toda posibilidad de que la entrevista fuera a ser un amigable cambio de impresiones entre colegas. Una demora breve era como cuando un cochero hace restallar el látigo para llamar la atención del caballo sin tocarlo: una señal para dar a entender quién es el que manda, pero sin infligir daño. Un retraso más prolongado indicaría la irritación de Patta sin revelar la causa. Su omisión, como en este caso, demostraba miedo o furor. La experiencia había enseñado a Brunetti que lo más peligroso era lo primero, porque el miedo inducía a Patta a poner en peligro las carreras de los demás, a fin de proteger la propia. Esta valoración ya estaba terminada mucho antes de que Brunetti se volviera hacia su superior, por lo que la visión de un Patta furibundo no le intimidó.

– ¿Sí, señor? -preguntó con gesto serio, sabedor de que, en estos momentos, se esperaba de él neutralidad de expresión y de tono. Esperó a que Patta le indicara una silla, imitando deliberadamente el comportamiento de! perro inferior.

– ¿Qué está esperando? -masculló Patta aún sin mirarlo-. Siéntese.

Brunetti obedeció en silencio, apoyando los brazos en los del sillón con horizontal simetría. Esperó, preguntándose qué escena iba a representar Patta y cómo iba a representarla. Pasó un minuto en silencio. Patta seguía leyendo la carpeta que tenía delante, volviendo una hoja de vez en cuando.

Al igual que la mayoría de los italianos, Brunetti respetaba y admiraba la belleza. Él procuraba rodearse de belleza: su esposa, la ropa que usaba, los cuadros de su casa, incluso el pensamiento que contenían los libros que leía. Él gozaba de la belleza. Y, cada vez que se encontraba frente a Patta después de una semana sin verlo, no podía menos que preguntarse cómo un hombre tan bien parecido podía carecer de todas las cualidades que normalmente se asocian con la belleza. Su porte erguido era una postura meramente física, porque en ética Patta era una anguila, la mandíbula indicaba una firmeza de carácter que sólo se manifestaba en la obstinación, y los ojos oscuros y brillantes sólo veían lo que querían ver.

Sumido en esta reflexión, Brunetti no se dio cuenta de que, al fin, Patta le dispensaba su atención, ni oyó las primeras palabras del vicequestore y sólo captó el final de la frase:

– … los malos tratos de que usted hizo objeto a sus alumnos.

Como el colegial que busca coherencia en un fragmento de texto, Brunetti dedujo que los alumnos debían de ser los de la Academia San Martino, y que la única persona capaz de utilizar aquel posesivo al hablar de ellos era el comandante.

– Entré casualmente en la habitación de uno de los cadetes y estuvimos hablando de sus estudios. No me parece que eso pueda considerarse malos tratos, señor.

– Y no sólo usted -cortó Patta, sin indicar que se hubiera dignado escuchar su explicación-. También uno de sus agentes. Anoche, en una cena, el padre de uno de los alumnos me dijo que su agente había interrogado al chico con mucha rudeza. -Patta dejó que calara todo el horror de esta enormidad antes de añadir-: El padre ha estudiado con el general D'Ambrosio.

– Lo lamento, señor -dijo Brunetíi, preguntándose si el chico seguiría quejándose a su padre si un día el enemigo lo trataba con rudeza en la batalla-. Estoy seguro de que, de haberlo sabido, el agente lo hubiera tratado con más cortesía.

– No se pase de listo conmigo, Brunetti -replicó Patta, mostrando una mayor sensibilidad al tono de Brunetti de lo que era habitual en él-. No quiero que sus hombres anden presionando a esos chicos y causando problemas. Son hijos de algunas de las mejores familias del país y no consentiré que se les trate de ese modo.

Brunetti siempre se había sentido fascinado por la manera en que la policía iba y venía como una lanzadera entre Patta y cualquier otro posible responsable: cuando resolvían un crimen o se comportaban con valentía, eran la policía de Patta, pero en todos los casos de mala conducta, incompetencia o negligencia eran la policía de otro, por ejemplo, hoy, de Brunetti.

– No creo que hubiera malos tratos, señor -dijo Brunetti-. Pedí a un agente que hablara con los otros alumnos para tratar de averiguar si últimamente el joven Moro se había comportado de manera extraña o había dicho algo que indicara que pensaba en el suicidio. -Sin dar tiempo a Patta de interrumpir, agregó-: Me pareció que eso nos ayudaría a dejar aún más claro que el muchacho se había suicidado.

– ¿Más claro que qué?

– Que las pruebas físicas existentes, señor -respondió Brunetti.

Durante un momento, pensó que Patta iba a decir: «Conforme.» Desde luego, la tensión de su rostro se aflojó, y también el comisario respiró. Pero sólo dijo:

– Está bien. Entonces considerémoslo suicidio, archivemos el caso y dejemos que la escuela vuelva a la normalidad.

– Buena idea, señor -dijo Brunetti. Y entonces, como si acabara de ocurrírsele la posibilidad-: Pero, ¿qué hacemos si los padres del chico no se dan por satisfechos?

– ¿Qué quiere decir?

– Verá, señor, el padre es una persona polémica -empezó Brunetti, meneando la cabeza frente al escandaloso escepticismo hacia las instituciones públicas que reflejaba el Informe Moro-. No desearía firmar un informe cuestionable sobre la muerte de su hijo.

– ¿Cabe esa posibilidad?

– Probablemente, no, señor. Pero no deseo incurrir en una omisión sobre la que una persona tan difícil como Moro pudiera empezar a hacer preguntas. Seguro que nos colocaría en una situación difícil. Y él, desde luego, es una persona que atrae la atención del público. -Brunetti se abstuvo de decir más.

Patta reflexionó y finalmente preguntó:

– ¿Usted qué sugiere?

Brunetti fingió sorpresa por el hecho de que se le hiciera semejante pregunta. Fue a hablar, se detuvo y luego prosiguió, como si nunca se hubiera planteado tal posibilidad:

– Pues me parece que yo empezaría por tratar de averiguar si el chico se drogaba o daba muestras de depresión.

Patta dio la impresión de meditar y dijo:

– Imagino que para ellos sería más fácil de soportar si tuvieran la certeza.

– ¿Para quiénes?

– Para sus padres.

Bruneíti aventuró una pregunta:

– ¿Usted los conoce?

– Conozco al padre -dijo Patta.

En vista de que no seguían invectivas contra el hombre, Brunetti se animó a preguntar:

– ¿Considera que debemos seguir adelante, señor?

Patta irguió el cuerpo un poco más y trasladó de un lado al otro de la mesa una pesada moneda bizantina que utilizaba como pisapapeles.

– Si no les lleva mucho tiempo, de acuerdo. -Típica «respuesta Patta»: encargaba la investigación y, simultáneamente, se aseguraba de que cualquier demora fuera atribuida a otra persona.

– Sí, señor -dijo Brunetti poniéndose en pie. Patta fijó su atención en una delgada carpeta y Brunetti se marchó.

En el pequeño antedespacho encontró a la signorina Elettra sentada a su mesa, inclinada sobre lo que parecía un catálogo. Al acercarse vio que era un desplegable de pantallas de ordenador.

Ella levantó la mirada y sonrió.

– ¿No acaba de comprarse uno de esos? -dijo Brunetti señalando la máquina que estaba a su derecha.

– Sí, pero ahora han salido otras completamente planas, finas como una pizza. Mire -dijo señalando una de las fotos del catálogo con una uña escarlata. Aunque a Brunetti el símil le pareció surrealista, reconoció que era bastante apropiado.

Él leyó las dos primeras líneas del epígrafe y, al encontrar una serie de números e iniciales, para no hablar de los «gigabytes», fue directamente al pie, donde se indicaba el precio.

– Es el sueldo de un mes -dijo con asombro, consciente de que en su voz había algo más que un poco de reprobación.

– Diga mejor de dos meses -rectificó ella-, si quiere la pantalla grande de LCD.

– ¿Piensa pedirla? -preguntó él.

– Lo siento, pero no voy a tener más remedio.

– ¿Por qué?

– Porque éste -dijo señalando su ordenador casi nuevo como si fuera una bolsa de ropa vieja que fuera a dar a la mujer de la limpieza para que se deshiciera de ella- ya se lo he prometido a Vianello.

Brunetti decidió no hacer comentarios.

– Al parecer, hay cierta relación entre el vicequestore y el dottor Moro -empezó-. ¿Cree poder averiguar algo al respecto?

Ella volvía a mirar el catálogo.

– Nada más fácil, comisario -dijo volviendo la página.

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