20

A la mañana siguiente, Brunetti se despertó atontado, al sordo rumor de la lluvia que repicaba en las ventanas del dormitorio y sin Paola a su lado. Ni ella ni los niños estaban en casa. Una mirada al reloj le reveló la razón: hacía rato que todos habían ido a sus ocupaciones. Al entrar en la cocina vio con gratitud que Paola había dejado la cafetera preparada en el fogón. Se quedó mirando por la ventana mientras esperaba y, cuando el café estuvo hecho, se sirvió una taza que se llevó a la sala. Se lo tomó de pie, contemplando a través de la lluvia el campanario de San Polo. Cuando hubo terminado, volvió a la cocina y se preparó otra taza. Esta vez se sentó en el sofá, con los pies apoyados en la mesita, mirando fijamente las vidrieras de la terraza, sin ver los tejados que había al otro lado.

Trataba de adivinar quiénes podían ser «ellos». Moro, desprevenido ante la interpelación de Brunetti, no había tenido tiempo de preparar una defensa y ni intentó siquiera negar nada ni fingir que no comprendía la alusión de Brunetti a aquellos anónimos «ellos». La primera posibilidad que se le ocurrió a Brunetti, como tenía que ocurrírsele a cualquiera que supiera algo, por poco que fuera, de la carrera de Moro, era que tenia que ser alguien del servicio de Sanidad, que hubiera sido blanco de la acusación de corrupción y codicia institucionalizadas contenida en el Informe Moro. Brunetti cerró los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y trató de recordar qué había sido de los hombres que estaban al frente del servicio provincial de Sanidad en la época del Informe Moro.

Uno había desaparecido de la escena pública y ahora ejercía la abogacía, otro se había jubilado y un tercero detentaba una cartera menor en el nuevo Gobierno: Seguridad Viaria o Defensa Civil, no lo recordaba con exactitud. Sí recordaba que, en medio del escándalo e indignación suscitados por la malversación de los fondos públicos que e! informe había revelado, la respuesta del Gobierno se revistió de la augusta parsimonia de la Danza Fúnebre de Saúl. Habían pasado años: ni se habían construido los hospitales, ni se habían rectificado las estadísticas, ni se había molestado a los responsables del engaño.

Brunetti sabía que, en Italia, un escándalo tiene el mismo período de caducidad que el pescado fresco: a los tres días uno y otro están inservibles, el pescado, porque huele mal, y lo otro, porque ha dejado de oler. Cualquier castigo o venganza que «ellos» hubieran deseado infligir al autor del informe se hubiera perpetrado años atrás: el castigo que se demora seis años no disuadirá a otros funcionarios honrados de exponer ante ¡a opinión pública las irregularidades del Gobierno.

Descartada esta posibilidad, Brunetti centró su atención en la carrera médica de Moro, y trató de ver en los ataques a su familia la obra de un paciente resentido, pero enseguida desestimó la hipótesis. Brunetti no creía que la finalidad de lo que había ocurrido a Moro fuera el castigo; en este caso, lo hubieran atacado a él personalmente: era una amenaza. La razón de los ataques contra la familia había que buscarla en lo que Moro estaba haciendo o en algo que había descubierto en la época en la que dispararon contra su esposa. En tal caso, los ataques tendrían su lógica en tanto que reiteradas y violentas tentativas de impedir la publicación de un segundo Informe Moro. Pero no dejaba de sorprender a Brunetti, al sopesar la reacción de Moro de la noche antes, que el médico no hubiera tratado de negar que «ellos» existían y, al mismo tiempo, insistiera en que «ellos» no eran los responsables de los ataques.

Brunetti tomó un sorbo de café, y notó que estaba frío. Fue entonces cuando oyó sonar el teléfono. Dejó la taza y salió al pasillo a contestar.

– Brunetti.

– ¿Aún estás en la cama? -preguntó Paola.

– No; hace rato que me he levantado.

– Te he llamado tres veces durante la media hora última. ¿Dónde estabas? ¿En la ducha?

– Sí -mintió Brunetti.

– ¿Mientes?

– Sí.

– ¿Qué hacías? -preguntó ella, preocupada.

– Estaba sentado, mirando por la ventana.

– Me alegro de saber que has empezado e! día de manera tan productiva. ¿Sentado y mirando o sentado, mirando y pensando?

– Y pensando.

– ¿En qué?

– Moro.

– ¿Y…?

– Me parece que ahora veo algo que antes no veía.

– ¿Quieres contármelo? -preguntó ella, pero él detectó la prisa en su voz.

– No; tengo que pensar un poco más.

– ¿Esta noche pues?

– Sí.

Ella hizo una pausa y, con voz de culebrón brasileño, dijo:

– Tenemos un asunto pendiente desde anoche, mi vida.

El cuerpo de él recordó entonces el asunto pendiente, con una sacudida, pero, antes de que pudiera hablar, ella colgó riendo.

Media hora después, Brunetti salía de casa, calzado con chanclos de goma y protegido por un paraguas oscuro. El paraguas dificultaba su avance, haciéndole serpentear para evadir a la gente. La lluvia había hecho menguar, pero no eliminado del todo, el flujo de turistas. Cómo deseaba poder pasar por otro sitio para ir a trabajar, y no verse atrapado en las apreturas de Ruga Rialto. Pasado Sant'Aponal, torció hacia la derecha y bajó hacia el Canal Grande. Al salir del pasaje, vio que un traghetto se acercaba a la Riva. Cuando desembarcaron los pasajeros, él subió a bordo y dio al gondoliere una de aquellas monedas de euro con las que no acababa de familiarizarse, confiando en que fuera suficiente. El joven le devolvió unos céntimos, y Brunetti se dirigió hacía la parte de atrás, flexionando las rodillas, para mantener el equilibrio y absorber el balanceo de la embarcación.

Cuando hubieron subido a bordo trece pasajeros, uno de ellos, con un empapado pastor alemán, y todos tratando de guarecerse bajo los paraguas, que formaban un dosel casi continuo sobre sus cabezas, los gondoHeri empezaron a bogar y rápidamente los transportaron al otro lado. Brunetti vio gente en lo alto del puente, de espaldas al agua, posando para fotos bajo la lluvia.

La góndola se deslizó hasta la escalera de madera y los pasajeros desembarcaron. Brunetti esperó mientras el gondoliere de la proa entregaba a una mujer el carrito de la compra. Una rueda tropezó con un peldaño y el carro se inclinó hacia el gondoliere, que lo agarró del asa y lo levantó hacia la mujer. De pronto, el perro volvió a la embarcación, en busca de lo que en otro tiempo debió de ser una pelota de tenis y, con ella entre los dientes, saltó al muelle y corrió tras de su amo.

Brunetti advirtió que acababa de ser testigo de una serie de infracciones. El número de pasajeros excedía del límite autorizado. Probablemente, había una ordenanza que estipulaba que, durante la travesía del canal, era obligatorio cerrar los paraguas, aunque no estaba muy seguro, por lo que ésta la descontó 1"1 perro no llevaba bozal ni iba sujeto con correa. A dos personas que hablaban alemán no les habían devuelto el cambio hasta que lo habían pedido.

Camino de su despacho, Brunetti entró en la oficina de los agentes y pidió a Pucetti que subiera con él. Cuando estuvieron sentados, el comisario preguntó:

– ¿Qué más ha averiguado?

Evidentemente sorprendido por la pregunta, Pucetti dijo:

– ¿Se refiere a la escuela, comisario?

– Desde luego.

– ¿Aún está interesado?

– Sí; ¿por qué no había de estarlo?

– Creí que la investigación estaba cerrada.

– ¡Quién se lo ha dicho? -preguntó Brunetti, aunque ya tenia una idea bastante clara.

– El teniente Scarpa, señor.

– ¿Cuándo?

Pucetti desvió la mirada, tratando de recordar.

– Ayer, señor. Entró en la oficina y me dijo que el caso Moro estaba cerrado y que yo había sido destinado a Tronchetto.

– ¿A Tronchetto? -preguntó Brunetti, sin poder disimular el asombro porque se enviara a un agente de policía a patrullar un parking-. ¿Con qué objeto?

– Se han recibido denuncias acerca de los individuos que se sitúan en la puerta ofreciendo pasajes en barco a la ciudad.

– ¿Denuncias de quién? -preguntó Brunetti.

– Alguien fue a quejarse a la Embajada de Estados Unidos en Roma. Dijo que había pagado doscientos euros por un viaje a San Marco.

– ¿Qué hacía en Tronchetto?

– Trataba de aparcar el coche, señor. Y entonces uno de esos tipos con la gorra blanca y uniforme falso le dijo dónde podía aparcar y se ofreció para proporcionarle un barco-taxi que lo llevaría directamente a su hotel. -¿Y él pagó?

Pucettí se encogió de hombros. -Ya sabe cómo son los norteamericanos, señor. Como no sabía de qué iba la cosa, pagó, pero, cuando se lo contó a los del hotel, le dijeron que le habían timado. Resulta que este hombre tiene un cargo importante en la Embajada, y llamó a Roma, y ellos nos llamaron a nosotros y se quejaron. Por eso, ahora vamos al parking, para impedir que vuelva a ocurrir.

– ¿Cuánto tiempo lleva en eso?

– Fui ayer y tengo que volver dentro de una hora -dijo Pucetti y, en respuesta a la expresión de Brunetti, agregó-: Era una orden.

Brunetti decidió no hacer observación alguna sobre la docilidad del joven oficial.

– La investigación de la muerte del joven Moro sigue abierta -dijo-, por lo que puede usted olvidarse de Tronchetto. Quiero que vuelva a hablar con uno de los chicos. Se llama Ruffo, me parece que ya ha hablado con él. -Brunetti había visto el apellido en el informe del agente y recordaba el comentario de éste de que el muchacho parecía estar muy nervioso. Puceíti asintió al oír el nombre, y Brunetti puntualizó-: A ser posible, fuera de la escuela, y no vaya de uniforme.

– Sí, señor. Es decir, no, señor -dijo Pucetti, y rápidamente agregó-: ¿Y el teniente?

– Yo hablaré con él -respondió Brunetti.

Puceíti se levantó y dijo:

– Iré en cuanto me cambie, señor.

Ahora Brunetti tendría que habérselas con el teniente Scarpa. Pensó en llamarlo a su despacho, pero después consideró preferible aparecer de improviso y bajó dos pisos hasta el despacho que Scarpa había reclamado para sí. Durante muchos años, aquella habitación hacía las veces de almacén, donde los agentes guardaban paraguas, botas e impermeables para utilizarlos en caso de un cambio brusco de tiempo o la repentina llegada del acqua alta. Un día, allí apareció, como por arte de magia, un sofá, en el que los agentes del turno de noche echaban algún que otro sueñecito. Circulaba una leyenda según la cual, en aquel sofá, una comisaria conoció los placeres del adulterio. Tres años atrás, el vicequestore Patta había ordenado quitar de allí las botas, los paraguas y los impermeables; al día siguiente, desapareció también el sofá, que fue sustituido por una mesa formada por una gruesa placa de vidrio sustentada por robustas patas de metal. En la questura nadie que no fuera, por lo menos, comisario, tenía despacho propio, pero el vicequestore Patta había instalado a su ayudante detrás de la mesa de cristal. Oficialmente, no se dieron explicaciones, pero los comentarios se dispararon.

Brunetti llamó a la puerta y, en respuesta al grito de «Avanti!», entró. Siguió entonces un momento de in-certidumbre durante el cual Brunetíi pudo observar la reacción de Scarpa a la llegada de un superior. En el primer momento, se impuso el instinto, y Scarpa apoyó las manos en el borde de la mesa, disponiéndose a levantarse. Pero luego Brunetti le vio reaccionar no sólo al descubrimiento de quién era el superior sino también a la prerrogativa territorial, y el teniente hizo como si, con el movimiento iniciado, no pretendiera sino asentar mejor el cuerpo en la silla.

– Buenos días, comisario -dijo-. ¿En qué puedo servirle?

Haciendo caso omiso del gesto, que quería ser cortés, con el que Scarpa le indicaba la silla situada frente a la mesa, Brunetti permaneció cerca de la puerta y dijo:

– He asignado un servicio especial a Pucetti.

La cara de Scarpa se movió con lo que quizá pretendía ser una sonrisa:

– Pucetti ya tiene asignado un servicio especial, comisario.

– ¿Se refiere a Tronchetto?

– Sí; lo que ocurre allí está dañando la imagen de la ciudad.


Haciendo un esfuerzo, Brunetíi pasó por alto la incongruencia entre el sentido de la frase y el acento palermitano con el que había sido pronunciada y respondió:

– No estoy seguro de compartir su preocupación por la imagen de la ciudad, teniente, por lo que le he asignado otro servicio.

Otra vez, aquel movimiento de los labios.

– Tendrá la aprobación del vicequestore, por supuesto.

– No creo que un detalle tan insignificante como el servicio de un agente sea de gran interés para el vicequestore -respondió Brunetti.

– Al contrario, comisario, me consta que el vicequestore está vivamente interesado en todo lo que se refiera a la policía de la ciudad.

Cansado de este peloteo, Brunetti preguntó:

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Sólo lo que he dicho, señor. Que el vicequestore estará muy interesado en este detalle. -Como el tenor que tiene problemas de registro, Scarpa no podía controlar su voz, que oscilaba entre la cortesía y la amenaza.

– ¿En otras palabras, que usted piensa decírselo? -preguntó Brunetti.

– Si se presenta la ocasión -respondió Scarpa con suavidad.

– Por supuesto -dijo Brunetti con no menos suavidad.

– ¿Eso es todo, comisario?

– Sí -dijo Brunetti, y salió del despacho, antes de ceder a la tentación de agregar algo más. Brunetti no sabía casi nada del teniente Scarpa ni de lo que lo motivaba: probablemente, el dinero. Este pensamiento le trajo a la memoria una observación que Anna Comnena había hecho acerca de Robert Guiscard: «Una vez un hombre se hace con el poder, su amor al dinero sigue el mismo proceso que la gangrena, porque cuando la gangrena se instala en un cuerpo, no para hasta invadirlo y corromperlo por entero.»

Una anciana estaba en el hospital de Mestre, herida, y él tenía que dedicarse a discutir con la criatura de Patta, y a tratar de descubrir los motivos del teniente. Subía la escalera furioso con Scarpa, pero, cuando llegó a su despacho, ya había aceptado el hecho de que, en realidad, la causa de su furor era su propia incapacidad para prever el ataque contra la madre de Moro. Poco importaba a Brunetti que este sentimiento fuera infundado; él hubiera tenido que darse cuenta del peligro y hacer algo para protegerla.

Llamó al hospital y, en el tono áspero y autoritario que solía utilizar para tratar con las burocracias cerriles, dio su rango y exigió que le pusieran con el departamento en el que estaba ingresada la signora Moro. Tuvo que esperar a que transfiriesen la llamada, pero la enfermera de guardia que contestó se mostró amable y servicial, le dijo que el médico había recomendado que se tuviese en observación a la signora Moro hasta el día siguiente, en que podría irse a su casa. No; no tenía lesiones graves, había quedado ingresada más a causa de la edad que de su estado.

Animado tras recibir esta reconfortante señal de humanidad, Brunetti dio las gracias a la enfermera, terminó la llamada e inmediatamente marcó el número de la policía de Mogliano. El agente encargado de la investigación le dijo que aquella mañana se había presentado en la questura una mujer que había reconocido conducir el coche que había atropellado a la signora Moro. El pánico la hizo huir pero, tras una noche de insomnio, presa de miedo y de remordimientos, había decidido confesar lo ocurrido.

Cuando Brunetti preguntó al policía si él creía a la mujer, éste respondió con extrañeza que por descontado, agregó que tenía que volver al trabajo y colgó.

Así pues, Moro estaba en lo cierto cuando decía que «ellos» no habían tenido nada que ver con el ataque a su madre. Incluso esta palabra, «ataque», reconoció Brunetti, la había puesto él. ¿A qué venía entonces aquel furor de Moro contra Brunetti cuando éste la había sugerido? Y, más importante todavía, ¿qué había causado aquel estado de angustia y desesperación en e¡ que se encontraba anoche, desproporcionado e ilógico en un hombre al que acaban de decir que su madre no está gravemente herida?

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