26

Durante el regreso a la questura, Brunetti explicó a Pucetti las leyes que regulaban las declaraciones de los testigos menores de edad. Si lo que les había dicho Cappellini era verdad -y Brunetti estaba convencido de que lo era-, había incurrido en falta por no haber revelado lo que sabía a la policía. Pero esto era sólo negligencia, mientras que las acciones de Zanchí y Maselli -si estaban implicados- y de Filippi eran activamente criminales y, en el caso de este último, no tenían atenuantes. Pero mientras Cappellini no confirmara su declaración en presencia de un abogado, su relato no tenía valor legal.

La única posibilidad que veía Brunetti era la de tratar de utilizar con Filippi la misma estrategia que había dado resultado con su compañero de habitación: fingir que tenía perfecto conocimiento de los hechos que habían resultado en la muerte de Moro y, por el procedimiento de hacer preguntas sobre los detalles aún por aclarar, inducir al chico a dar la explicación completa de lo sucedido.

Con el cabo en la mano, Pucetti saltó al muelle de la questura y acercó la lancha al imbarcadero. Brunetti dio las gracias al piloto y siguió a Pucetti al interior del edificio. En silencio, se dirigieron a las salas de interrogatorio. En el corredor encontraron a Vianello.

– ¿Siguen ahí? -preguntó Brunetti.

– Sí. -Vianello miró el reloj y la puerta cerrada__-.

Llevan más de una hora.

– ¿Ha oído algo? -preguntó Pucetti.

Vianello movió la cabeza negativamente.

– Ni una palabra. He entrado hace media hora a preguntar si querían algo de beber, pero el abogado me ha dicho que me fuera.

– ¿Cómo estaba el chico? -preguntó Brunetti.

– Preocupado.

– ¿Y el padre?

– También.

– ¿Quién es el abogado?

– Donatini -respondió Vianello con estudiada naturalidad.

– Caramba -dijo Brunetti. Le parecía interesante que el maggior Filippi hubiera elegido para representar a su hijo al abogado criminalista más famoso de la ciudad-. ¿Ha dicho algo?

Vianello volvió a mover negativamente la cabeza.

Los tres hombres permanecieron unos minutos en el pasillo, hasta que Brunetti se cansó y dijo a Vianello que podía volver a su puesto y él subió a su despacho. Allí esperó casi ana hora, hasta que Pucetti llamó para comunicarle que el avvocato Donatini decía que su cliente estaba dispuesto a hablar con él.

Brunetti llamó a Vianello para pedirle que se reuniera con él en la sala de interrogatorios, pero no se dio prisa en bajar. Vianello ya estaba allí cuando él llegó.

Brunetti asintió y Vianello abrió la puerta y se apartó a un lado, cediendo el paso a su superior.

Donatini se levantó y tendió la mano a Brunetti, que la estrechó brevemente. El abogado dibujó su fría sonrisa, y Brunetti observó que, desde la última vez que se habían visto, el hombre había recibido un concienzudo tratamiento dental. Las fundas a lo Pavarotti de los incisivos superiores habían sido sustituidas por otras más acordes con las proporciones de su cara. El resto se mantenía igual: cutis, traje, corbata y zapatos entonaban un coro de alabanza al dinero, el éxito y el poder.

El abogado saludó a Vianello con un seco movimiento de la cabeza pero no le tendió la mano. Los Filippi, padre e hijo, levantaron la cabeza a la entrada de los policías pero no esbozaron ni la más leve señal. El padre vestía de paisano, pero su traje, al igual que el de Donatini, hablaba con tanta elocuencia de riqueza y poder, que lo mismo hubiera podido ser un uniforme. Debía de tener la edad de Brunetti pero aparentaba diez años menos, quizá en virtud de una natural gracia animal o de muchas horas de gimnasio. Tenía ojos oscuros y la nariz larga y delgada que había heredado su hijo.

Donatini, asumiendo el derecho a señalar el procedimiento, indicó a Brunetti el asiento situado al otro extremo de la mesa rectangular, y a Vianello, la silla de un lateral. De este modo, él quedaba de cara a Brunetti, y sus clientes, frente a Vianello.

– No le haré perder el tiempo, comisario -dijo Donatini-. Mi cliente se ha brindado a hablarle acerca de los desafortunados sucesos ocurridos en la academia. -El abogado se volvió hacia el cadete, que asintió solemnemente.

Brunetti asintió a su vez, con gentileza, o eso creía él.

– Al parecer, mi cliente sabe algo acerca de la muerte del cadete Moro.

– Estoy impaciente por oírlo -dijo Brunetti con una curiosidad que matizó de politesse.

– Mi cliente estaba… -empezó Donatini, pero Brunetti lo interrumpió levantando ligeramente una mano, con suavidad, sugiriendo una pausa.

– Si no tiene inconveniente, avvocato, me gustaría grabar lo que tenga que decir su cliente.

Esta vez fue el abogado el que respondió con politesse, que se tradujo por una leve inclinación de la cabeza.

Al alargar la mano para conectar el micrófono, Brunetti se preguntó cuántas veces habría hecho esta operación. Dio la fecha, su nombre y grado e identificó a todos los presentes.

– Mi cliente… -volvió a empezar Donatini, y de nuevo Brunetti le interrumpió levantando la mano.

– Creo, avvocato -dijo el comisario inclinándose para desconectar el micrófono-, que sería preferible que su cliente hablara por sí mismo. -Antes de que el abogado pudiera hacer objeciones, Brunetti prosiguió, sonriendo con naturalidad-: Eso daría más espontaneidad a sus palabras y haría más fácil para él aclarar cualquier extremo que pudiera parecer confuso. -Brunetti sonrió, felicitándose por la elegancia con que había manifestado que se reservaba el derecho a interrogar al muchacho durante su declaración.

Donatini miró al maggior Filippi que hasta ese momento había permanecido inmóvil y callado.

– ¿Y bien, Maggiore? -preguntó cortésmente.

El maggiore asintió, gesto al que su hijo respondió con lo que parecía el involuntario esbozo de un saludo.


Brunetti sonrió al muchacho y conectó de nuevo el micrófono.

– ¿Su nombre, por favor? -preguntó.

– Paolo Filippi. -Hablaba más alto y más claro que la vez anterior, seguramente, en atención al micrófono.

– ¿Es usted alumno de tercer año en la Academia Militar de San Martino en Venecia?

– Sí.

– ¿Quiere decirme qué ocurrió en la academia la noche del tres de noviembre de este año?

– ¿Se refiere a Ernesto? -preguntó el chico.

– Sí; la pregunta se refiere, concretamente, a todo lo relacionado con la muerte de Ernesto Moro, también cadete de la academia.

El muchacho guardó silencio tanto rato que al fin Brunetti preguntó:

– ¿Conocía a Ernesto Moro?

– Si.

– ¿Eran amigos?

El muchacho se encogió de hombros rechazando tal posibilidad, pero, antes de que Brunetti pudiera recordarle que debía responder de viva voz, Paolo dijo:

– No; no éramos amigos.

– ¿Por qué razón?

La sorpresa del joven fue evidente.

– Tenía un año menos que yo. Estaba en otro curso.

– ¿Existía alguna otra razón que le impidiera ser amigo de Ernesto Moro?

El muchacho reflexionó y dijo:

– No.

– ¿Puede hablarme de lo sucedido aquella noche?

El chico tardaba tanto en responder que su padre se volvió ligeramente hacia él y movió la cabeza de arriba abajo.

Paolo se inclinó hacia su padre y le susurró unas palabras de las que Brunetti no pudo menos que oír: «¿es necesario?».

– Sí -dijo el maggior con firmeza.

El muchacho miró a Brunetti.

– Es difícil -dijo con voz desigual.

– Sólo cuéntame lo sucedido, Paolo -dijo Brunetti, pensando en su propio hijo y en las confesiones que había hecho en su vida, aunque estaba seguro de que ninguna podía compararse, por su gravedad, con lo que este muchacho podía tener que decir.

– Aquella noche… -empezó el joven, tosió nerviosamente y volvió a empezar-: Aquella noche, yo estaba con él.

Brunetti creyó preferible no decir nada, por lo que se limitó a animarle con la mirada a continuar.

El muchacho miró a la cabecera de la mesa, donde estaba Donatini, que asintió con gesto paternal.

– Yo estaba con él -repitió.

– ¿Dónde?

– En las duchas -dijo el chico. Normalmente, tardaban mucho en confesar. La mayoría tenían que preparar el terreno con una serie de detalles y circunstancias, destinados a hacer que lo que finalmente había sucedido pareciera inevitable, por lo menos, a sus propios ojos-. Estábamos en las duchas -repitió.

Brunetti miró a Donatini, que apretó los labios y meneó la cabeza.

El silencio se prolongaba tanto que al fin Donatini se sintió obligado a decir:

– Cuéntaselo, Paolo.

El muchacho carraspeó, miró a Brunetti, fue a mirar a su padre, pero se contuvo y otra vez miró a Brunetti.

– Hacíamos cosas -dijo, y calló. Cuando parecía que no iba a decir más, agregó-: Cosas el uno al otro.

– Comprendo -dijo Brunetti-. Continúa, Paolo.

– Somos muchos los que hacemos eso -dijo el muchacho en una voz tan baja que Brunetti pensó que quizá el micrófono no la captara-. Ya sé que no está bien, pero con eso no perjudicamos a nadie. Y lo hacen todos. De verdad. -Brunetti no decía nada, y el muchacho agregó-: Vamos con chicas. Pero en casa. Y por eso es… es difícil… y… -aquí su voz se apagó.

Brunetti, evitando mirar al padre, dijo a Donatini:

– ¿Debo deducir que los muchachos practicaban actos sexuales? -pensó que debía expresarlo con toda claridad, y confiaba en no equivocarse.

– Masturbación, sí -dijo Donatini.

Hacía décadas que Brunetti había dejado atrás la edad de aquel muchacho, pero no comprendía a qué venía tanta vergüenza. Eran muchachos en la última fase de la adolescencia, que vivían con otros muchachos. Su conducta no le parecía sorprendente; su actitud de ahora, sí.

– Continúa -dijo Brunetti, esperando que lo que oyera a continuación explicara esta incongruencia.

– Ernesto era extraño -dijo Paolo-. A él no le bastaba con… en fin, hacer eso y nada más. Él siempre quería hacer otras cosas.

Brunetti mantenía la mirada fija en el muchacho, con el propósito de hacerle hablar con su atención.

– Aquella noche, me dijo que… bueno, me dijo que había leído algo en una revista. O en un periódico. -Paolo se interrumpió, y Brunetti observó que ese detalle parecía preocuparle. Finalmente, dijo-: No sé dónde lo leería, pero dijo que quería hacerlo de esa manera. -Aquí calló.

– ¿Hacer qué? -preguntó Brunetti al fin-. ¿De qué manera? -Apartó la mirada del muchacho durante un momento y vio al padre que mantenía la cabeza baja y la mirada clavada en la mesa como si deseara no hallarse en una habitación en la que su hijo tenía que confesar estas cosas a un policía.

– Me aseguró que lo que había leído decía que eso lo hacía mucho mejor, mejor que nada -prosiguió el muchacho-. Pero que para eso tenía que ponerse algo alrededor del cuello y apretárselo cuando… bueno, cuando hiciera eso. Y por eso quería que yo estuviera presente, para estar seguro de que no fallaba nada, en ese momento.

El muchacho suspiró profundamente, llenándose de aire los pulmones antes de dar el salto final.

– Le dije que aquello era una locura, pero no quiso hacerme caso. -Juntó las manos y las apoyó en la mesa-. Tenía esas cosas en el aseo. Me enseñó la cuerda. Estaba en el mismo sitio… quiero decir, donde estaba después, cuando lo encontraron. Era larga, para que él pudiera estar agachado en el suelo y luego hacer como si se cayera. Entonces le oprimiría el cuello. Por eso era tan bueno. Por la sensación de asfixia, o no sé qué. Eso dijo.

Silencio. Cada uno de los presentes en la habitación pudo escuchar, desde el otro lado de la pared, el tenue zumbido de ¿un ordenador?, ¿una grabadora? Poco importaba eso ahora.

Brunetti permanecía mudo.

El chico volvió a empezar:

– Entonces lo hizo. Quiero decir que se puso la bolsa en la cabeza, por encima de la cuerda. Y se echó a reír y trató de decir algo, pero no pude entender qué decía. Recuerdo que me señaló con el dedo y que se reía, y entonces empezó a… y al cabo de un rato se agachó y se dejó caer de lado.

El muchacho enrojeció de pronto, y Brunetti vio que se retorcía las manos. Pero siguió hablando, ya incapaz de parar hasta haberlo dicho todo.

– Dio unas patadas y empezó a mover los brazos. Y entonces se puso a gritar y a dar patadas más fuertes. Yo traté de sujetarlo, pero él de un puntapié me lanzó fuera de la ducha. Volví, para desatar la cuerda, pero no podía, porque la bolsa de plástico estaba atada por encima, y cuando por fin pude agarrar el nudo, no pude aflojarlo, porque él tiraba con mucha fuerza. Y entonces, entonces dejó de dar patadas, y cuando lo desaté ya era tarde, y creo que ya estaba muerto.

El muchacho se enjugó el sudor de la cara.

– ¿Y qué hiciste entonces, Paolo? -preguntó Brunetti.

– No lo sé. Durante un minuto, me quedé allí, a su lado. Nunca había visto un muerto, pero no recuerdo qué hice. -Levantó la mirada y la bajó inmediatamente, Brunetti vio que el padre alargaba el brazo y ponía la mano izquierda sobre las de su hijo, las oprimía y la dejaba allí.

Animado por el contacto, Paolo prosiguió:

– Supongo que me entró pánico. Creí que había sido culpa mía, porque no había podido salvarlo o detenerlo. Quizá hubiera podido, pero no lo hice.

– ¿Qué hiciste entonces, Paolo? -repitió Brunetti.

– No podía razonar, pero no quería que lo encontraran de aquel modo. Todos hubieran sabido lo que había pasado.

– ¿Y entonces? -presionó Brunetti.

– No sé cómo se me ocurrió la idea, pero pensé que, si parecía un suicidio, bueno, sería malo pero no tanto como… lo otro.

Esta vez Brunetti no dijo nada, confiando en que el chico seguiría hablando espontáneamente.

– Así que traté de hacer que pareciera que se había ahorcado. No tuve más que tirar de la cuerda y dejarlo allí. -Brunetti miraba sus manos juntas. Los nudillos del padre estaban blancos-. Así que eso hice. Y lo dejé allí. -El chico abrió la boca y aspiró el aire como si acabara de correr varios kilómetros.

– ¿Y la bolsa de plástico? -preguntó Brunetti cuando al chico se le calmó la respiración.

– Me la llevé y la tiré. No recuerdo dónde. A un cubo de basura.

– ¿Y qué hiciste después?

– No recuerdo bien. Creo que volví a mi habitación.

– ¿Alguien te vio?

– No lo sé.

– ¿Tu compañero de cuarto?

– No recuerdo. Quizá. No sé ni cómo llegué a mí habitación.

– ¿Qué es lo que recuerdas después, Paolo?

– A la mañana siguiente, vino a despertarme Zanchi y me dijo lo que había pasado. Y entonces ya era tarde para cambiar nada.

– ¿Por qué me cuentas ahora eso?

El muchacho meneó la cabeza. Separó las manos y asió la de su padre con la derecha. Al fin, en voz baja, dijo:

– Tengo miedo. -¿De qué?

– De lo que ahora ocurra. De lo que pueda parecer.

– ¿Y qué es?

– Que no quise ayudarle, que dejé que le ocurriera eso porque lo odiaba.

– ¿Alguien creía que lo odiabas?

– Es lo que él quería -dijo Paolo, apartándose ligeramente de su padre, como si temiera ver la expresión de su cara, pero sin soltarle la mano-. Es lo que Ernesto quería que fingiera. Para que nadie sospechara lo otro.

– ¿Que erais…?

– Sí; todos hacemos eso, pero generalmente es con distintos chicos. Ernesto sólo quería hacerlo conmigo. Y a mí me daba vergüenza. El chico miró a su padre. -¿Tengo que decir más, papá? El maggior, en lugar de responder a su hijo, miró a Brunetti. Entonces el comisario se inclinó hacia adelante, índico la hora y dijo que la declaración había terminado.

Los cinco hombres se levantaron en silencio. Donatini, que era el que estaba más cerca de la puerta, la abrió. El maggior rodeó con el brazo los hombros de su hijo. Brunetti acercó su silla a la mesa, hizo una seña con la cabeza a Vianello para indicarle que lo siguiera y fue hacia la puerta. Estaba a un solo paso del umbral cuando oyó un ruido a su espalda, pero era sólo que Vianello había tropezado con la silla.

Al volverse a mirar a Vianello, Brunetti vio también a padre e hijo, que estaban frente a frente. Y vio cómo Paolo, que tenía concentrada en su persona toda la atención de su padre, guiñaba un ojo con aire de maliciosa satisfacción. Y cómo, en el mismo instante, el padre descargaba con el puño derecho un afectuoso golpe de felicitación en el bíceps derecho del muchacho.

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