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La idea de que había hecho una cosa más para merecer la hostilidad del teniente Scarpa hubiera tenido que inquietar a Brunetti, pero no le preocupaba: en la antipatía implacable no había grados. Sólo lamentaba que Pucetti tuviera que sufrir las iras de Scarpa, ya que el teniente no era hombre que atacara a los que estaban por encima de él, por lo menos, abiertamente. Se preguntaba si otras personas se comportarían así, con total indiferencia a las exigencias de su profesión, ciegos y sordos a todo lo que no fuera la conquista del éxito y el poder personal, aunque ya hacía tiempo que Paola decía que las luchas que se libraban en el seno del departamento de Literatura Inglesa de la universidad eran mucho más feroces que las descritas en Beowulf o en las tragedias de Shakespeare más sangrientas.

Brunetti sabía que la ambición estaba reconocida como un rasgo natural en el ser humano, hada déca,-das que observaba cómo otros luchaban por conseguir lo que ellos creían el éxito. Por más que él sabía que esos deseos se consideraban perfectamente normales, no podía menos que sentirse asombrado por la pasión y las energías que estas gentes dedicaban a sus afanes. Una vez, Paola comentó que él debía de haber venido al mundo sin alguna pieza esencial, porque parecía incapaz de desear algo que no fuera la felicidad. La observación de su mujer lo alarmó, hasta que ella le explicó que ésta era una de las razones por las que se había casado con él.

Ocupado en esos pensamientos, entró en el despacho de la signorina Elettra. Cuando la joven levantó la mirada, él dijo sin preámbulos:

– Necesito información sobre la gente de la academia.

– ¿Qué clase de información en concreto?

Él reflexionó y dijo:

– Creo que lo que me gustaría saber es si alguno de ellos pudo ser capaz de matar a ese chico y por qué motivo.

– Pudo haber muchos motivos -respondió ella, y agregó-: Si es que usted quiere creer que fue asesinado.

– No; no quiero creer eso. Pero, si lo fue, quiero saber por qué.

– ¿Siente curiosidad por los alumnos o por los profesores?

– Por unos y por otros.

– Dudo que pudieran ser unos y otros.

– ¿Por qué? -preguntó él.

– Probablemente, porque unos y otros tendrían motivos diferentes.

– ¿Como por ejemplo?

– No me he explicado bien -empezó ella meneando la cabeza-. Supongo que los maestros lo harían por motivos graves, motivos adultos.

– ¿Por ejemplo?

– Peligro para su propia carrera. O para la escuela.

– ¿Y los chicos?

– Porque era un incordio.

– Me parece un motivo muy trivial para matar a una persona.

– Según se miren, la mayoría de los motivos para matar a una persona son bastante triviales.

Él tuvo que reconocer que no le faltaba razón. Al cabo de unos instantes, preguntó:

– ¿En qué sentido podía ser un incordio ese chico?

– Cualquiera sabe. No tengo ni idea de lo que irrita a los chicos de esa edad. E! que es muy duro, o muy blando. El que es muy listo, y deja en mal lugar a los otros. O que presume, o…

– Siguen pareciéndome motivos triviales -cortó Brunetti-. Incluso para adolescentes.

Ella, sin ofenderse, dijo:

– Es todo lo que se me ocurre. -Señalando el teclado con un movimiento de la barbilla, dijo-: Daré una ojeada, a ver qué encuentro.

– ¿Dónde buscará?

– En las listas de los alumnos. En sus familias. Listas de profesores y familias. Luego haré cruces con… en fin, otros datos.

– ¿Dónde ha conseguido esas listas?

Ella aspiró largamente, con clase.

– No las tengo, comisario, pero puedo tenerlas. -Se quedó mirándolo, en espera de su comentario.

Brunetti, descolocado, le dio las gracias y le pidió que le llevara toda la información que consiguiera en cuanto le fuera posible.

En su despacho, Brunetti se aplicó a recordar todo lo que hubiera oído o leído acerca de la academia durante los últimos anos. Como no se le ocurría nada, amplió la búsqueda a todos los militares en general, puesto que la mayoría de los miembros del profesorado habían sido oficiales de alguna rama de las fuerzas armadas.

Le rondaba por la cabeza una vaga idea que no acababa de perfilarse. Como el tirador de primera que fuerza la vista en la oscuridad, Brunetti concentró la atención no en el objetivo, que le rehuía, sino en lo que estuviera justo al lado o detrás. Era algo sobre ¡os militares, sobre jóvenes y militares.

Entonces se concretó el recuerdo: un incidente ocurrido hacía varios años, en el que dos soldados -paracaidistas, seguramente- habían recibido la orden de saltar de un helicóptero en algún lugar de la antigua Yugoslavia. Ellos, que ignoraban que el helicóptero se hallaba estacionario a cien metros del suelo, saltaron y se mataron. Lo ignoraban porque los otros hombres que iban en el helicóptero, que lo sabían, pero eran de otra fuerza militar, no se lo habían dicho. Y este recuerdo trajo otro, el de un joven que había aparecido muerto al pie de un trampolín de saltos en paracaídas, quizá víctima de una novatada nocturna que habla salido mal. Que él supiera, ninguno de aquellos casos se había resuelto ni se había dado una explicación satisfactoria por la muerte, totalmente innecesaria, de aquellos tres jóvenes.

También recordaba una mañana de hacía varios años en la que, durante el desayuno, Paola había levantado la mirada del periódico que informaba de que el entonces dirigente del país había ofrecido enviar tropas italianas a un aliado en una operación bélica.

– Va a enviar tropas -dijo-. ¿Te parece un ofrecimiento o una amenaza?

Sólo uno de los amigos íntimos de Brunetti había optado por la carrera militar, y habían perdido el contacto desde hacía años, por lo que no quería llamarle ahora. De todos modos, ¿qué podía preguntarle? Brunetti no tenía ni idea. ¿Que si el ejército era realmente tan incompetente y corrupto como parecía creer todo el mundo? No era una pregunta que uno pudiera hacer, por lo menos, a un general en activo.

Quedaban sus amigos de la prensa. Llamó a uno a Milán, pero, cuando se conectó el contestador, no quiso dejar mensaje ni nombre. Lo mismo ocurrió cuando llamó a otro amigo a Roma. En la tercera tentativa, en la que trataba de contactar con Beppe Avisani, de Palermo, contestaron a la segunda señal:

– Avisani.

Ciao, Beppe. Soy yo, Guido.

– Ah, encantado de oír tu voz -dijo Avisani y, durante unos minutos, intercambiaron la clase de información que dan y reciben los amigos que hace tiempo que no saben uno de otro, quizá con un punto de formalidad en la voz, porque ambos sabían que ahora sólo se hablaban cuando uno de ellos necesitaba información.

Cuando todo lo que había que decir sobre las respectivas familias estuvo dicho, Avisani preguntó:

– ¿De qué quieres que te hable?

– Investigo la muerte del joven Moro -dijo Brunetti, y esperó la respuesta del periodista.

– ¿Así pues, no fue suicidio? -preguntó éste, prescindiendo de cualquier piadosa delicadeza.

– Eso es lo que deseo saber -respondió Brunetti.

Sin vacilar, Avisani declaró espontáneamente:

– Si no fue suicidio, está claro que la causa es el padre, algo que ver con él.

– Hasta ahí ya había llegado, Beppe -dijo Brunettí sin asomo de sarcasmo. -Es natural. Perdona. -Pero el informe salió hace mucho tiempo -dijo Brunetti, seguro de que un hombre que se dedicaba al periodismo desde hacía veinte años seguiría su razonamiento y también descartaría el informe como posible causa-. ¿Sabes en qué trabajaba cuando estaba en el Parlamento?

Se hizo el silencio mientras Avisani exploraba la senda que abría Brunetti con su pregunta.

– Probablemente, tienes razón -dijo al fin, y añadió-: ¿Aguardas un momento? -Desde luego. ¿Por qué? -Debo de tenerlo por aquí, en algún archivo. -¿En el ordenador? -preguntó Brunetti. -¿Y dónde quieres que lo tenga? -rió el periodista-. ¿En un cajón?

Brunetti se echó a reír a su vez, como si hubiera querido hacer un chiste.

– Un momento -dijo Avisani. Brunetti oyó el gol-pecito del teléfono en una superficie dura.

Estuvo mirando por fa ventana mientras esperaba, sin tratar de imponer orden en la información que daba tumbos en su cabeza. Perdió la noción del tiempo, aunque Avisani tardó bastante más de un minuto en volver.

– ¿Sigues ahí, Guido? -preguntó. -Sí.

– No tengo mucho sobre él. Estuvo en el Parlamento tres años, es decir, un poco menos, hasta que dimitió, pero lo mantenían fuera de la vista. -¿Lo mantenían, quiénes?

– El partido por el que se presentó lo apoyó porque en aquel momento Moro era famoso, y ellos sabían que con él ganarían, pero después de las elecciones, cuando vieron cuáles eran sus ideas en realidad, procuraron esconderlo todo lo posible.

Brunetti había visto eso otras veces: personas honradas eran elegidas y entraban en el sistema con la esperanza de reformarlo, pero, poco a poco, eran absorbidas por él como los insectos por una planta carnívora. Consciente de que Avisani había visto muchos más casos de éstos que é!, Brunetti se ahorró los comentarios y, acercándose un bloc, dijo tan sólo:

– Me gustaría saber en qué comisiones estuvo.

– ¿Buscas lo que imagino: alguien con quien hubiera chocado?

– Sí.

Avisani lanzó un gruñido largo que Brunetti catalogó de especulativo.

– Te daré lo que tengo. Había una comisión de pensiones para campesinos -empezó Avisani, y lo descartó con un simple-: Aquí no hay nada. Son gente menuda. -Y luego-: La comisión que supervisó el envío de todo aquel material a Albania.

– ¿Intervino el ejército? -preguntó Brunetti.

– No; creo que se hizo a través de organizaciones benéficas privadas. Caritas y similares.

– ¿Qué más?

– Correos.

Brunetti resopló.

– Y procurezza militar -dijo Avisani con audible interés.

– ¿Qué significa?

El periodista no respondió enseguida.

– Probablemente, supervisión de los contratos de las empresas proveedoras del ejército.

– ¿Supervisión o adjudicación? -preguntó Brunetti.

– Yo diría que supervisión. En realidad, era sólo una subcomisión, lo que significa que no tenía más poder que el de elevar sus recomendaciones a la comisión en sí. ¿Crees que pueda ser eso?

– No estoy seguro de que haya un «eso» -respondió Brunetti vagamente, obligándose ahora a recordar que su amigo era miembro de la prensa.

Con estudiada paciencia, Avisan! dijo:

– Te pregunto como amigo curioso, Guido, no como periodista.

Bruneíti se rió con alivio:

– Parece una posibilidad más verosímil que algo relacionado con la comisión de Correos; los carteros no son muy violentos.

– No; sólo en Norteamérica -dijo Avisani.

Se hizo un silencio un poco incómodo, porque los dos eran conscientes del conflicto existente entre sus respectivas profesiones y su amistad. Luego, Avisani dijo:

– ¿Quieres que siga buscando?

Brunetti no encontraba la manera de decirlo. Al fin apuntó:

– Si pudieras hacerlo con delicadeza.

– Si aún estoy vivo es porque hago las cosas cor. delicadeza, Guido -dijo Avisani sin buscar la nota humorística, se despidió en un tono que no se distinguía por la cordialidad y colgó.

Brunetti llamó a la signorina Elettra y, cuando ella contestó, dijo:

– Me gustaría agregar otro apartado a su… -aquí se interrumpió, porque no sabía cómo llamar a lo que hacía ella-, su trabajo de documentación.

– ¿Sí, señor?

– Procurezza militar.

– ¿No podría ser más explícito?

– Conseguir dinero y gastarlo -empezó él, y entonces le vino a la memoria una frase que solía citar Paola. La ahuyentó y agregó-: Para los militares. Era una de las comisiones en las que estaba Moro.

– ¡Caramba, milagro! -exclamó ella-. ¿Cómo sería posible?

Al oír esta manifestación de sincero asombro, Brunetti se preguntó cuánto tardaría en explicar a un extranjero tal reacción, que presuponía la honradez de Moro al tiempo que expresaba sorpresa porque se hubiera designado a un hombre honrado para formar parte de una comisión que podía influir en la asignación de importantes sumas de fondos públicos

– No tengo ni idea. A ver si encuentra quiénes eran los otros miembros de la comisión.

– Sí, señor. Es fácil acceder a los archivos del Gobierno -dijo ella, mientras él especulaba sobre el grado exacto de criminalidad que podía encerrar tal verbo.

Él miró el reloj y preguntó:

– ¿Salgo a almorzar o espero?

– Almuerce, comisario -le aconsejó ella, y colgó. Brunetti bajó a Testiere, donde el dueño siempre le encontraba un hueco, y tomó un antipasto de pescado y un filete de atún a la parrilla, que Bruno le juró que era fresco. Por la atención que le prestó Brunetti, lo mismo podía haber sido congelado o liofilizado. En cualquier otro momento, hubiera considerado una vergüenza dejar de apreciar un plato tan exquisito; pero hoy no podía sustraerse a los intentos por descubrir la relación que pudiera existir entre la vida profesional de Moro y las desgracias ocurridas en su familia, por lo que la comida fue ingerida pero no saboreada.

Brunetti se paró en la puerta del despacho de la signorina Elettra, a la que encontró de pie junto a la ventana, mirando al canal que salía al Bacino. Estaba tan abstraída que no le oyó llegar, y él se quedó en el umbral, no queriendo asustarla. La joven tenía los brazos cruzados sobre el pecho, un hombro apoyado en el marco de la ventana y un pie delante del otro. Él, que la veía de perfil, observó que bajaba la cabeza y cerraba los ojos un instante más de lo necesario. Los abrió, aspiró profundamente hinchando el pecho y se apartó de la ventana. Y lo encontró a él mirándola.

Pasaron tres segundos. Paola le había dicho una vez que, en los momentos en los que una persona necesita consuelo, los irlandeses suelen decir «Siento tus penas», y Brunetti ya tenía la frase a flor de labios cuando ella dio un paso hacia la mesa y dijo, tratando de sonreír:

– Ya lo tengo todo -pero lo decía en el tono del que no tiene nada.

Pasaron otros tres segundos, y él se acercó a la mesa a su vez, suscribiendo el tácito acuerdo de silenciar lo ocurrido.

Brunetti vio encima de la mesa dos montones de papeles. Ella, de pie, señaló uno de ellos:

– Ésa es la lista de los alumnos hijos de militares o de funcionarios del Gobierno; es el único dato de los chicos por el que me he guiado. Debajo está la lista de los profesores, con indicación de la rama del ejército en la que sirvieron y el grado que alcanzaron. Y, debajo de todo, la lista de los hombres que estaban con el dottor Moro en la comisión de abastecimiento militar.

Pudo más la curiosidad que la sensatez, y Brunetti preguntó:

– Excelente. Pero ahora dígame, ¿de dónde saca usted todo eso? -Como ella no contestara, él levantó la mano derecha y dijo-: Prometo por la salud de la persona de mi familia que usted designe, que no revelaré nada de lo que me diga, que lo olvidaré al instante y que el teniente Scarpa no conseguirá arrancarme el secreto sean cuales fueren los medios que empleare para hacerme cantar.

Ella pareció reflexionar.

– ¿Ni con las más terribles amenazas?

– ¿Como la de invitarme a una copa?

– Peor que eso: a cenar.

– Seré fuerte.

Ella capituló:

– Hay un modo de acceder a los archivos del personal militar. No se necesita nada más que el código y, a partir de ahí, el número del individuo. -Puesto que ella había accedido a brindarle esa información, Brunetti se abstuvo de preguntar cómo había conseguido el código y los números-. El Parlamento es fácil -agregó ella con desdén-. Ahí podría entrar hasta un niño.

El supuso que se refería a los archivos, no al edificio.

– ¿Y las listas de la escuela?

Ella lo miró inquisitivamente y él asintió, renovando su voto de silencio.

– Pucetti las robó y me las dio, por si podían sernos útiles.

– ¿Ha tenido tiempo de repasarlas?

– Un poco. Hay nombres que están en más de una.

– ¿Por ejemplo?

Ella sacó una hoja de papel del primer montón y señaló dos nombres que había resaltado en amarillo.

– El maggior Marceilo Filippi y el colonello Giovanni Toscano.

– Explíquemelo -dijo él-. De viva voz es más rápido.

– El maggiore estuvo en el ejército veintisiete años y se retiró hace tres. Durante los seis años inmediatamente anteriores a su retiro, estuvo al frente de la oficina de suministros a los paracaidistas. Su hijo es alumno de tercero en la academia. -Señaló el segundo nombre-El colonello era asesor militar de la comisión parlamentaria en la que estaba Moro. Ahora da clases en la academia. Estaba en París, en un seminario, durante la semana en la que murió el chico.

– ¿No le parece un retroceso pasar de un cargo en el Parlamento a dar clase en una academia militar de provincias?

– El colonello se retiró después de veintidós años de servicio militar, en circunstancias poco claras -dijo la signorina Elettra-. Por lo menos -puntualizó-ésa es la impresión que he sacado de la lectura de los archivos internos.

«Archivos internos», repitió Brunetti para sus adentros. ¿Dónde se detendría esta mujer?

– ¿Qué dicen los archivos?

– Que varios miembros de la comisión no estaban muy satisfechos de la actuación del colonello. Uno de ellos llegó a sugerir que el colonello no era totalmente imparcial en los consejos que daba a la comisión.

– ¿Moro?

– Sí.

– Ah, vamos.

– Sí, vamos.

– ¿No totalmente imparcial en qué sentido? -preguntó Brunetti.

– Eso no consta, pero me parece obvio.

– Si; desde luego. -Si el colonello obraba de una forma que desagradaba a la comisión, sería porque favo-recia a determinadas empresas que abastecían a los militares, y a sus propietarios. El atávico cinismo de Brunetti le sugería que eso también podía significar que Tos-cano estaba a sueldo de empresas distintas de las que untaban a los parlamentarios de la comisión. Lo sorprendente aquí no era que él fuera parcial -¿por qué, si no, optar a semejante cargo?-, sino que lo hubieran… Brunetti se resistió a formular siquiera mentalmente la palabra «pillado». Era asombroso que hubieran podido obligarle a retirarse; Brunetti no podía imaginar que un hombre en su posición se aviniera a marcharse tranquilamente. ¿Hasta dónde había llegado su venalidad, para provocar su cese?

– ¿El colonello es veneciano?

– No; lo es su esposa.

– ¿Cuándo vinieron a vivir aquí?

– Hace dos años. Cuando él se retiró.

– ¿Tiene idea de cuánto le pagan en la academia?

La signorina Elettra volvió a señalar el papel.

– A la derecha de cada nombre figura el salario.

– Seguramente, también cobra pensión militar.

– También está indicado.

Brunetti miró el papel y vio que la suma de la pensión del colonello y del salario de la academia era muy superior a su propio sueldo de comisario.

– No está mal.

– Se defienden, supongo -dijo ella.

– ¿Y la mujer? -Rica.

– ¿Qué asignaturas enseña él?

– Historia y Teoría Militar.

– ¿Y se le conoce alguna peculiar tesitura política que pueda incidir en su manera de enseñar la Historia?

Ella sonrió por la delicadeza de la fórmula y respondió:

– Aún no puedo contestar a eso, comisario. Pero tengo un amigo que es sobrino del profesor de Matemáticas de la academia, y me ha prometido informarse. Probablemente, no sería difícil adivinar sus ideas -prosiguió-, pero más valdrá asegurarse.

Él asintió, aunque ninguno de los dos se hacía ilusiones acerca de la visión de la política y, por consiguiente, de la Historia, que podía tener un hombre que había pasado veintidós años en el ejército. De todos modos, al igual que la signorina Elettra, Brunetti pensaba que era preferible cerciorarse.

– ¿Y sabe si esos dos hombres estuvieron en contacto mientras alguno de ellos se hallaba en servicio activo?

Ella volvió a sonreír, como si la complaciera su perspicacia, y atrajo hacia sí el otro montón de papeles.

– Parece ser que cuando el colonello asesoraba a la comisión parlamentaria, el maggior, que acababa de retirarse, estaba en el Consejo de Administración de Edilan-Forma.

– ¿Que es…?

– Una empresa con sede central en Ravenna que suministra a los militares uniformes, botas y mochilas, además de otras cosas.

– ¿Qué otras cosas?

– Todavía no he podido entrar en su ordenador -dijo ella, convencida sin duda de que la conversación seguía amparada por la promesa de discreción-. Pero parece ser que suministran todo lo que un soldado puede llevar encima. También podrían subcontr^ar a proveedores de bebidas y productos alimenticios al ejército.

– ¿Y todo ello supone…? -preguntó Brunetti.

– Millones, comisario, millones y millones. Es una mina, o podría serlo. A! fin y al cabo, el ejército se gasta quince mil millones de euros al año.

– ¡Pero eso es un escándalo! -estalló él.

– No lo es para los que tienen la posibilidad de llevarse un pellizco.

– ¿Edilan-Forma?

– Por ejemplo -respondió ella, y entonces volvió a la información que había reunido-. En cierta ocasión, la comisión examinó los contratos con Edilan-Forma porque uno de sus miembros había planteado preguntas sobre ellos.

– ¿Moro? -inquirió Brunetti, a fin de cerciorarse.

Ella asintió.

– ¿Qué tipo de preguntas?

– En las actas del Parlamento se hace mención de los precios de varias partidas, y de las cantidades pedidas -dijo ella.

– ¿Y qué pasó?

– Que, cuando el miembro de la comisión dimitió, no se repitieron las preguntas.

– ¿Y los contratos?

– Todos se renovaron.

Brunetti se preguntaba si estaría loco, por encontrar todo eso tan normal y tan fácil de entender. ¿O estarían locos todos los ciudadanos de este país, por entender que los papeles que la signorina Elettra tenía encima de la mesa sólo admitían una lectura? Los fondos públicos estaban ahí para que metiera mano todo el que pudiera, y su saqueo era la suprema prebenda del servidor del Estado. Moro, con su integridad y su ingenuidad transparentes, se había atrevido a desafiar este principio. Brunetti ya no abrigaba la menor duda de que la respuesta a las preguntas de Moro se la habían dado no a él sino a su familia.

– ¿Podría investigar más de cerca a Toscano y Filippi? Suponiendo que no lo haya hecho ya.

– Precisamente en eso estaba trabajando cuando ha entrado, comisario -dijo ella-. Pero mi amigo de Roma, el que trabaja en los archivos militares, ha sido enviado a Livorno para varios días y no tendré acceso a sus datos hasta finales de semana.

Absteniéndose de recordarle que, cuando él había entrado, ella estaba en la ventana contemplando tristemente su pasado o su futuro y no trabajando en nada, Brunetti le dio las gracias y volvió a su despacho.

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