22

Brunetti, ejercitando su fuerza de voluntad, se obligó a permanecer en la questura hasta la hora de salida habitual, dedicado a leer y contraseñar informes. Al cabo de un rato, decidió leer sólo uno de cada dos, y después, uno de cada tres, aunque sin olvidarse de estampar un esmerado «G. B.» al pie de cada uno, incluso de los no leídos. Mientras recorría con la vista las palabras, las columnas de números, el torrente interminable de hechos y cifras que tenían con la realidad el mismo parentesco que Anna Anderson con el zar Nicolás II, el pensamiento de Brunetti no se apartaba de Moro.

Antes de salir, llamó a Avisaní a Palermo. Nuevamente, el periodista contestó dando su apellido.

– Soy yo, Beppe -dijo Brunetti. -Si no ha pasado ni un día, Guido. Dame tiempo, ¿no? -dijo el periodista con mordacidad.

– No llamo para achuchar, Beppe, créeme. Es que quiero añadir dos nombres a la lista -empezó Brunetti. Sin dar a Avisani tiempo de protestar, prosiguió-: Co¡o-nello Gíovanni Toscano y maggior Marcello Filippi.

Al cabo de un rato, Avisaní dijo: -Bien, bien, bien. Donde hay sal hay pimienta; donde hay aceite hay vinagre; donde hay humo hay fuego…

– ¿Y donde está Toscano está Filippi, imagino? -preguntó Brunetti.

– Exactamente. ¿Cómo te has tropezado con esos dos? -Moro -dijo Brunetti escuetamente-. Los dos estaban involucrados en la comisión en la que trabajaba Moro cuando dejó el Parlamento.

– Ah, sí. Procurezza -dijo Avisaní, alargando las sílabas para saborear su sonido.

– ¿Sabes algo? -preguntó Brunetti, aunque estaba seguro de que así era.

– Sé que al colonello Toscano ie instaron a dejar su puesto de asesor de la comisión parlamentaria y que, al poco tiempo, dejó el servicio activo en ei ejército. -¿Y Filippi?

– MÍ impresión es que el maggior comprendió que su posición se había hecho muy evidente. -¿Qué posición?

– La de marido de la prima del presidente de la empresa que proveía a los paracaidistas de la mayor parte de sus suministros.

– ¿Edíían-Forma? -preguntó Brunetti. -Eres un chico aplicado -elogió Avisará. A fuer de sincero, Brunetti hubiera tenido que aclarar que la aplicada era la signorina Elettra, pero creyó preferible no revelar ese detalle a un miembro de la prensa.

– ¿Has escrito sobre eso?

– Una y otra vez, Guido -respondió Avisani con enfática resignación.

– ¿Y qué crees que va a hacer la gente? ¿Rasgarse las vestiduras, fingir que ésa no es la manera en la que también ellos hacen sus negocios? ¿Recuerdas lo que dijo aquel cómico de la televisión cuando empezaron la investigación de Maní Pulitd

– ¿Que todos éramos culpables de corrupción y todos deberíamos pasar unos días en la cárcel? -preguntó Brunetti, recordando la vehemente amonestación que Beppe Grillo hizo a sus conciudadanos. Grillo era un cómico, y la gente podía reírse, pero lo que dijo aquella noche no tenía gracia.

– Sí -dijo Avisani, recuperando la atención de Brunetti-. Hace años que vengo escribiendo artículos sobre eso, y también sobre otras agencias del Gobierno, cuya función primordial es la de desviar dinero a amigos y parientes. Pero nadie protesta. -Esperó la reacción de Brunetti y repitió-: Y nadie protesta porque todos piensan que un día puede llegarles a ellos la oportunidad de hacerse con ese dinero fácil y que les conviene que el sistema siga tal como está. Y sigue.

Como Brunetti sabía que ésa era la situación, nada tuvo que objetar a los comentarios de su amigo. Volviendo a la primera observación de Avisani, preguntó:

– ¿Ésa es la única relación que existe entre los dos?

– No. Se graduaron por la Academia de Modena el mismo año.

– ¿Y después de aquello? -preguntó Brunetti.

– No lo sé. Dudo que tenga importancia. Lo que importa es que se conocían bien y que los dos acabaron interviniendo en los suministros.

– ¿Y que los dos se retiraron?

– Sí, y casi al mismo tiempo.

– ¿Sabes dónde está Filíppi? -preguntó Brunetti.

– Creo que ahora vive en Verona. ¿Quieres que me informe?

– Sí.

– ¿Hasta dónde he de llegar?

– Hasta donde puedas,

– ¿Y tú pensarás pagarme como siempre, imagino? -preguntó Avisani riendo.

– ¿No quieres comer los guisos de mi mujer? -preguntó Brunetti fingiendo indignación y, antes de que Avisani pudiera responder, agregó-: No quiero causarte contratiempos.

El periodista volvió a reír.

– Guido, si me asustaran los contratiempos, no podría dedicarme a este oficio.

– Gracias, Beppe -dijo Brunetti, y el afecto que había en la risa del otro al despedirse le dijo que su amistad seguía tan sólida como siempre.

Bajó la escalera y, por más que trató de resistirse a! canto de sirena del ordenador de la signorina Elettra, no lo consiguió. En el despacho no había luz, y el monitor apagado daba a entender que la joven no había conseguido todavía los datos que él le había pedido. Nada podía hacer Brunetti, como no fuera registrar la mesa, por lo que decidió irse a casa, en busca de su cena.

A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la questura antes de las ocho, dio un rodeo por el despacho de la signorina Elettra y, al verlo desierto, siguió hasta la oficina de los agentes, donde encontró a Pucetti sentado a una mesa, leyendo una revista. El joven se puso de pie al ver a Brunetti.

– Buenos días, comisario. Esperaba que llegara temprano.

– ¿Qué tiene para mí? -preguntó Brunetti. Percibió vagamente un movimiento a su espalda, y vio su reflejo en la cara de Pucetti, de la que se borró la sonrisa.

– Estos formularios, comisario -dijo el joven, acercándose dos montones de papeles que estaban en la mesa contigua a la suya-. Creo que requieren su firma -dijo con voz neutra.

En el mismo tono, Brunetti dijo:

– Ahora he de bajar a hablar un momento con Bocchese. ¿Podría subírmelos al despacho?

– Desde luego, señor -dijo Pucetti poniendo primero un fajo de papeles y luego el otro encima de la revista y alisando los bordes. Cuando los levantó de la mesa, la revista había desaparecido.

Brunetti se volvió hacia la puerta y la encontró bloqueada por el teniente Scarpa.

– Buenos días, teniente -dijo Brunetti con naturalidad-. ¿Desea hablar conmigo?

– No, señor; quería hablar con Pucetti.

A Brunetti le iluminó la cara un gesto de sorpresa y agradecimiento.

– Ah, le agradezco que me lo haya recordado, teniente: tengo algo que preguntar a Pucetti. -Miró al joven-. Espéreme en mi despacho, agente. -Sonriendo amistosamente al teniente añadió-: Ya sabe cómo le gusta a Bocchese empezar temprano -insinuando que esta particularidad era del dominio público en la questura-, cuando lo cierto era que Bocchese pasaba la primera hora de la jornada leyendo La Gazzetta dello Sport y utilizando su dirección electrónica de la questura para hacer apuestas en tres países.

En silencio, el teniente se hizo a un lado para dejar paso a su superior. Bruneíti esperó junto a ¡a puerta a que Pucetti se reuniera con él y entonces la cerró.

– En fin, creo que Bocchese podrá esperar unos minutos -dijo Brunetti con resignación. Cuando hubieron entrado en su despacho, cerró la puerta y, mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba en el armario, dijo-: ¿Qué ha averiguado?

Pucetti, que conservaba los papeles debajo del brazo, dijo:

– Me parece que al chico Ruffo le pasa algo, señor. Ayer me acerqué por allí y me quedé cerca del bar que hay en la calle de la escuela. Cuando el chico entró, yo lo saludé y le ofrecí un café, pero me pareció que le ponía nervioso hablar conmigo.

– O que lo vieran hablar con usted -apuntó Brunetti. Pucetti asintió y el comisario preguntó-: ¿Por qué dice que le pasa algo?

– Porque me parece que ha tenido una pelea. -Sin esperar a que Brunetti le preguntara, Pucetti prosiguió-: Tenía desolladuras en las dos manos y los nudillos de la derecha hinchados. Cuando vio que se las miraba, las escondió a la espalda.

– ¿Qué más?

– Se movía de otra manera, comisario, como rígido.

– ¿Qué le dijo? -preguntó Brunetti sentándose detrás de su mesa.

– Dijo que había tenido tiempo de pensarlo y que, después de todo, ahora le parece que quizá se suicidara -dijo Pucetti.

Brunetti puso los codos en la mesa y apoyó la barbilla en ambas manos. Guardó silencio, esperando que Pucetti le revelara no sólo lo que le habían dicho sino también lo que él pensaba.

Frente al silencio de su superior, Pucetti aventuró:

– Pero él no lo cree, comisario. Por lo menos, ésa es mi impresión.

– ¿Por qué?

– Parecía asustado, y por su forma de hablar, daba la impresión de estar repitiendo algo que había aprendido de memoria. Cuando le pregunté por qué pensaba que había podido suicidarse, dijo que Moro se había comportado de forma extraña durante las últimas semanas. -Pucetti hizo una pausa y agregó-: Todo lo contrario de lo que me dijo la primera vez. Y parecía necesitar recibir de mí una señal de que le creía.

– ¿Usted se la dio? -preguntó Brunetti.

– Desde luego, señor. Pensé que, si necesitaba eso para sentirse seguro, valdría más que lo tuviera.

– ¿Por qué, Pucetti?

– Porque así se tranquilizará y, cuando esté tranquilo, la próxima vez que hablemos con él se asustará todavía más.

– ¿Que hablemos con él aquí, quiere decir?

– Sí, señor. Abajo y en compañía de alguien grande.

Brunetti levantó la mirada y sonrió al joven.

La persona más idónea para conducir el interrogatorio era Vianello, que había perfeccionado el arte de disimular su innata bondad con una gama de expresiones que iban de la simple reprobación a un furor escalofriante. Pero esta vez no tendría ocasión de emplear su repertorio con el cadete Ruffo, porque cuando, una hora después, el inspector y Pucetti llegaron a la Academia San Martino, el cadete no estaba en su habitación, ni los chicos de su planta sabían dónde podían encontrarlo.

Fue el comandante quien les informó, cuando, finalmente, sus indagaciones los llevaron a su despacho, de que al cadete Ruffo se le había concedido un permiso para visitar a su familia y no regresaría a la academia hasta al cabo de dos semanas por lo menos.

Cuando preguntaron el motivo del permiso, el comandante se limitó a aludir vagamente a «asuntos familiares», como si esta respuesta tuviera que bastar para satisfacer su curiosidad.

Vianello sabia que la signorina Elettra tenía la lista de alumnos, y suponía que allí figuraría la dirección de los padres de Ruffo, por lo que no era sino el interés por oír la respuesta del comandante lo que impulsó al inspector a pedírsela. Aquél se la negó, aduciendo que las direcciones de los alumnos eran información reservada, y luego declaró que debía asistir a una reunión y les pidió que se marcharan.

Cuando los dos hombres regresaron a la questura e informaron a Bruneíti de la visita, el comisario preguntó a Pucetti:

– ¿Qué impresión le causaron los cadetes en general?

– Me gustaría poder decir que estaban asustados, como lo estaba Ruffo la última vez que hablé con él, pero no era así. En realidad, parecían molestos porque yo les hiciera preguntas, casi como si no tuviera derecho a hablarles. -El agente se encogió de hombros, buscando la manera de explicarse-. Quiero decir que todos tienen siete u ocho años menos que yo, pero me trataban como a un niño o alguien que tuviera que obedecerles. -El agente parecía desconcertado.

– ¿Por ejemplo, un soldado raso? -preguntó Brunelti.

Pucetti no comprendía.

– ¿Cómo dice, señor?

– ¿Como si hablaran a un soldado raso? ¿Así le hablaban?

Pucetti asintió.

– Sí, señor; como si tuviera que obedecerles sin hacer preguntas.

– Pero eso no explica por qué no quieren hablar -objetó Vianello.

– Para eso suele haber una sola razón -dijo Brunetti.

Antes de que Vianello pudiera preguntar, Pucetti saltó:

– Porque todos saben lo que sabe Ruffo, y no quieren que hablemos con él.

Una vez más, Brunetti obsequió al joven con una sonrisa de aprobación.

A las tres de la tarde, estaban en un coche sin distintivos, parado a cien metros de la dirección del cadete Ruffo indicada en la lista, una granja lechera de las afueras de Dolo, pequeña población situada a medio camino entre Venecía y Padua. La casa, de piedra, baja y larga, con un gran establo adosado, quedaba a cierta distancia de una carretera bordeada de álamos, de la que arrancaba un camino de grava que las últimas lluvias habían dejado reducido a una estrecha cinta de barro que discurría entre parches de una hierba muerta salpicada de charcos ribeteados de lodo. No había árboles, pero en los campos de alrededor varias cepas daban testimonio de una tala reciente. A Brunetti, entumecido de frío en el coche, se le hacía difícil imaginar una estación diferente de ésta, pero se preguntaba qué protegería al ganado del sol del verano. Entonces recordó que pocas vacas se veía pastar en los campos del nuevo Véneto: generalmente estaban en el establo, reducidas a simples engranajes en la rueda de la producción de leche.

Hacía frío, y soplaba un fuerte viento del Norte. De vez en cuando, Vianello ponía el motor en marcha y daba la calefacción a tope, y entonces el coche se calentaba de tal modo que tenían que bajar un cristal.

Al cabo de media hora, Vianello dijo:

– No tiene sentido quedarse aquí, esperando a que aparezca. ¿Por qué no nos acercamos y preguntamos si está o no?

Pucetti, como correspondía a su situación de inferioridad, tanto en la jerarquía como en la geoestrategia, ya que estaba sentado detrás, no dijo nada, dejando que respondiera Brunetti.

Hacía un rato que el comisario tenía ese mismo pensamiento, y bastó la pregunta de Vianello para hacer que se decidiera.

– Tiene razón -dijo-. Vamos a ver si está.

Vianello puso el motor en marcha y metió la primera. Despacio, el coche empezó a avanzar hacia la casa. Las ruedas patinaban en el barro y la grava, buscando apoyo. A medida que se acercaban, se hacían más evidentes las señales de vida rural. Apoyado en la pared de un establo había un neumático abandonado, tan grande que sólo podía ser de un tractor. A la izquierda de la puerta de la casa se alineaban varios pares de botas de goma diversas: las había negras y marrones, altas y bajas. Por la esquina de la casa salieron dos perros grandes que corrieron hacia ellos en silencio, lo que los hacía más temibles. Los animales se pararon a dos metros del coche, los dos, en el lado del copiloto, mirando fijamente a los hombres y enseñando los dientes con desconfianza, pero todavía sin ladrar.

Brunetti sólo podía distinguir unas cuantas razas de las más conocidas, y creyó ver en aquellos perros rasgos de pastor alemán, pero poco más pudo identificar.

– ¿Bien? -preguntó a Vianello.

En vista de que ninguno de sus acompañantes decía algo, Brunetti abrió la puerta del coche y puso un píe en el suelo, procurando elegir una zona de hierba seca. Los perros no hicieron nada. Entonces él sacó el otro pie y salió del coche. Los perros seguían quietos. El ácido olor de orines de vaca le hirió las fosas nasales y él observó que el líquido de los charcos que había delante de la puerta de lo que parecía el establo era pardo y espumoso.

Brunetti oyó abrirse una puerta del coche y luego la otra, y notó a su lado a Pucetti. Al ver a dos hombres, uno al lado del otro, los perros retrocedieron un poco. Vianello dio la vuelta por delante del coche, y los perros siguieron retrocediendo, hasta la esquina de la casa. Vianello pateó en el suelo con el pie derecho, y los animales desaparecieron, sin haber proferido sonido alguno.

Los hombres fueron a la puerta, Brunetti empuñó el enorme aro de hierro que servía de aldaba y golpeó con él la placa de metal clavada en ¡a madera. Era agradable sentir en la mano el peso del hierro y oír su recia percusión. Al no recibir respuesta, volvió a llamar. Al cabo de un momento, oyeron en el interior una voz que gritaba algo que no entendieron.

Abrió la puerta una mujer baja, de cabello oscuro, con un deformado vestido de lana gris sobre el que llevaba una chaqueta de punto verde tejida a mano, pero una mano poco hábil. Como era bastante más baja que ellos, la mujer dio un paso atrás y levantó la cabeza para mirarlos, entornando los ojos. Brunetti observó una extraña asimetría en su cara: el ojo izquierdo apuntaba hacia la sien en sentido ascendente mientras la comisura de los labios del mismo lado se doblaba hacia abajo. La mujer tenía un cutis suave y terso, de niña, aunque debía de tener más de cuarenta y cinco años.

– ¿Sí? -preguntó al fin.

– ¿Vive aquí Giuliano Ruffo? -preguntó Brunetti.

Por el tiempo que tardó en descifrar sus palabras, la mujer podía haber hablado un idioma distinto. A Brunetti le pareció ver que vocalizaba el nombre de «Giuliano», como si esto pudiera ayudarla a responder a la pregunta.

Momento -dijo ella entonces, pronunciando las consonantes con gran dificultad. Dio media vuelta, dejando que ellos cerraran la puerta. O, pensó Brunetti, que se llevaran todo lo que había en la casa, o que mataran a sus ocupantes, si lo preferían, y se marcharan tranquilamente sin que ni los perros les molestaran.

Los tres hombres se quedaron en el zaguán, esperando el regreso de la mujer o la aparición de otra persona más capacitada para responder a sus preguntas. Al cabo de varios minutos, oyeron acercarse unos pasos procedentes del fondo de la casa. La mujer del jersey verde volvió y, detrás de ella, venía otra mujer, más joven, que llevaba una chaqueta tejida de la misma lana, pero con más destreza. También las facciones y los movimientos de la mujer denotaban un mayor refinamiento: unos ojos oscuros que rápidamente buscaron los de Brunetti, unos labios bien dibujados, preparados para hablar y un gesto alerta causaron en el comisario una impresión de inteligencia y lucidez.

.-¿Sí? -dijo la mujer. Tanto el tono como la expresión imprimieron en la pregunta un imperativo que exigía no sólo una respuesta sino una explicación.

– Soy el comisario Guido Brunetti, stgnora. Deseo hablar con Giuliano Ruffo. Según nuestros archivos, éste es su domicilio.

– ¿De qué quiere hablar con él? -preguntó la segunda mujer.

– De la muerte de uno de sus compañeros de estudios.

Durante esta conversación, la primera mujer estaba a un lado de Brunetti, con la boca abierta, moviendo la cara hacia cada interlocutor, pero como si sólo captara los sonidos. Brunetti, al verla de perfil, observó que la parte indemne de su cara tenía cierto parecido con la de la otra mujer. Podían ser hermanas, o quizá primas.

– No está -dijo la más joven.

Brunetti se impacientó.

– En tal caso, está violando su permiso de la academia -dijo, pensando que podía ser verdad.

– Al diablo la academia -dijo la mujer ásperamente.

– Mayor motivo para que hable con nosotros -repuso él.

– Ya le he dicho que no está.

Con repentina irritación, Brunetti dijo:

– No la creo. -De pronto, lo asaltó la idea de lo que era la vida en el campo, la aburrida monotonía del trabajo, amenizada sólo por la esperanza de que algún nuevo desastre afligiera al vecino-. Si lo prefiere, ahora nos vamos y volvemos con tres coches, sirenas y luces rojas, aparcamos en el patio y vamos casa por casa preguntando a los vecinos sí saben dónde está.

– Ustedes no harían eso -respondió la mujer, más verazmente de lo que imaginaba.

– Entonces permítame hablar con él -dijo Brunetti.

– Giuliano -dijo la primera mujer, sorprendiéndolos a todos.

– No pasa nada, Luigína -dijo la más joven poniéndole una mano en el antebrazo-. Estos señores han venido a ver a Giuliano.

– Giuliano -repitió la otra, con la misma voz átona.

– Eso es, cara. Son amigos suyos que vienen a visitarle.

– Amigos -dijo la mujer con una sonrisa torcida. Se acercó al corpulento Vianello, que se había quedado detrás de sus colegas. Ella levantó la mano derecha y apoyo la palma en el pecho del inspector. Levantó la cara para mirarlo y dijo-: Amigo.

Vianello puso su mano sobre la de ella y dijo:

– Eso es, signora. Amigos.

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