11

Venecia, al igual que cualquier otra ciudad del país, sufría las consecuencias de la negativa del Gobierno a adoptar una política de inmigración que fuera coherente con la realidad de la inmigración. Una de las consecuencias que no afectaban directamente a Brunetti era la de que miles de inmigrantes ilegales se aprovechaban de la laxa política italiana en materia de inmigración y, una vez en posesión de documentos italianos que legitimaban su presencia en el continente, pasaban a países del Norte, donde podían trabajar con un cierto amparo de la ley. Naturalmente, los otros gobiernos veían con irritación la facilidad con la que los italianos se zafaban del problema trasladándoselo a ellos.

Otras consecuencias sí habían empezado a afectar a Venecia, y a Brunetti: en la calle proliferaban los rateros, los robos en las tiendas eran un problema hasta para los comerciantes más pequeños y ya no había ciudadano que creyera que su casa estaba a salvo de los ladrones. Como la mayoría de los casos pasaban por la questum, Brunetti percibía el aumento de la criminalidad, pero sólo indirectamente, como el que tiene un pequeño resfriado y descubre que la fiebre le ha subido un grado o dos, pero sin sentir otros síntomas. Si algún indicio percibía Brunetti de este aumento de la pequeña delincuencia, era la cantidad de papeles que tenía que contraseñar y, teóricamente, leer.

Era un período en e! que había muy pocos crímenes violentos en las casas y las calles de Venecía, y Patta -que sin duda tenía síndrome de abstinencia, ya que hacía más de una semana que su nombre no aparecía en II Gazzettino-, ordenó a Brunetti y pidió a la signorina Elettra que preparasen un informe estadístico que mostrase el alto grado de eficacia de la policía de Venecia. El informe, estipuló el vicequestore, debía demostrar que los culpables de la mayoría de los crímenes eran descubiertos y arrestados y que, por consiguiente, durante el último año, la criminalidad en la ciudad había disminuido.

– Qué tontería -dijo Brunetti cuando la signorina Elettra le informó del encargo.

– Como cualquier otra estadística de las que nos llegan -dijo ella.

Irritado por la perspectiva del tiempo que tendría que perder en la tarea, él preguntó secamente: -¿Por ejemplo?

– La estadística de los accidentes de carretera -sonrió ella pacientemente ante su evidente disgusto.

– ¿Qué pasa con ellos? -preguntó Brunetti, sin verdadero interés, pero dudando de que algo tan bien documentado pudiera falsearse.

– Si te mueres una semana o más después de resultar herido en un accidente, no mueres de accidente -dijo ella, casi con orgullo-. Por lo menos, estadísticamente.

– ¿Significa eso que te matan los hospitales? -preguntó él buscando la ironía.

– Es algo que ocurre con frecuencia, comisario -dijo ella haciendo alarde de paciencia-. No sé cómo clasifican exactamente esas muertes, pero no se consideran accidentes de tráfico.

A Brunetti ni se le ocurrió dudar de sus palabras. Pero la idea le recordó el informe que tenían que preparar.

– ¿Le parece que nosotros podríamos utilizar esa técnica?

– ¿Quiere decir que si la víctima de un asesinato tarda una semana en morir ya no ha sido asesinada? -preguntó ella-. ¿O que si un robo se denuncia cuando ya ha pasado una semana, no se ha robado nada? -Él asintió, y la signorina Elettra se concentró en el estudio de esta posibilidad. Finalmente, respondió-: Estoy segura de que el vicequestore estaría encantado, pero mucho me temo que hubiera dificultades si se nos interrogaba al respecto.

Él ahuyentó de su mente esas quimeras matemáticas para volver a la triste realidad del informe que tenían que confeccionar.

– ¿Cree que podemos conseguir que el informe refleje los resultados que él desea?

Ella respondió con seriedad:

– Creo que no será difícil darle lo que desea. No tenemos más que manejar con cautela las cifras de los delitos.

– ¿Qué significa eso?

– Que sólo contemos los delitos en los que la gente haya venido aquí o haya ido a los carabinieri a formular una denuncia formal por escrito.

– ¿Y qué conseguiremos con eso?

– Ya se lo he dicho, comisario. La gente no se molesta en venir a denunciar que le han robado la cartera o le han entrado en el piso. Así que, aunque llamen por teléfono, si no vienen, el delito no ha sido denunciado. -Ella calló un momento, para permitir a Brunetti, que sabía lo jesuíticos que podían ser sus razonamientos, prepararse para la conclusión que se disponía a sacar de todo esto-: Y, si no hay denuncia oficial, lo que, en cierto modo, significa que el hecho no ha ocurrido, no veo por qué hemos de incluirlo en nuestros cálculos.

– ¿Qué porcentaje estima que la gente no denuncia? -preguntó él.

– Eso no hay manera de saberlo, comisario -dijo ella-. Al fin y al cabo, filosóficamente es imposible demostrar un negativo. -Hizo otra pausa y agregó-: Yo diría que un poco más de la mitad.

– ¿Los que se denuncian o los que no?

– Los que no.

Esta vez fue Brunetti el que marcó una pausa.

– Pues hemos tenido suerte, ¿verdad?

– Desde luego -convino ella, y preguntó-: ¿Quiere que me encargue yo, comisario? Lo quiere para la prensa, y a ellos les gustaría poder decir que Venecia es una isla feliz, prácticamente limpia de delincuencia. De modo que no es probable que pongan mis cálculos en tela de juicio.

– Pero lo es, ¿verdad?

– ¿Qué? ¿Una isla feliz?

– Sí.

– En comparación con el resto del país, creo que sí.

– ¿Por cuánto tiempo cree que seguirá siéndolo?

La signorina Elettra se encogió de hombros. Cuando Brunetti ya daba media vuelta para marcharse, ella abrió el cajón de su mesa y sacó varias hojas de papel.

– No se me olvidó lo del dottor Moro, comisario -dijo entregándoselas.

Él le dio las gracias y salió del despacho. Mientras subía la escalera, descubrió en aquellos papeles la causa de la relación de Patta con el doctor Fernando Moro. No tenía nada de insólito: la madre de la signara Patta era paciente de Moro desde que ése había vuelto a ejercer la medicina. La signorina Elettra no había conseguido copia del historial médico, pero había anotado las fechas de las visitas: veintisiete en total, durante los dos últimos años. La signorina Elettra había escrito al pie, de su puño y letra: «Cáncer de mama.» Brunetti observó que la última visita había tenido lugar hacía poco más de dos meses.

Al igual que todos los jefes, el vicequestore Patta era objeto de especulación entre sus subalternos. Habitual-mente, el motivo de sus obras y omisiones era evidente: el poder, la conservación del poder y el aumento del poder. Ahora bien, en ocasiones había mostrado una gran debilidad, una debilidad que había frenado su carrera por el poder: la defensa de su familia. Brunetti, que miraba a Patta con suspicacia y a menudo no tenía sino desprecio para sus motivos, veía esta debilidad con respeto.

El comisario reconocía que el decoro exigía esperar por lo menos dos días antes de tratar de ponerse en contacto con los padres del chico. El plazo había pasado, y aquella mañana llegó a la questura con el propósito de hablar con uno de ellos o con los dos. En el número particular del dottor Moro se conectó el contestador. Lo mismo ocurrió en el del consultorio, que decía que, hasta nuevo aviso, los pacientes serían atendidos por el doctor D. Biasi, del que a continuación daba el número de teléfono y las horas de visita. Brunetti volvió a marcar el número del domicilio y dejó su nombre y el número de su línea directa en la questura, con el ruego de que el médico le llamara.

Quedaba la madre. La signorina Elettra daba una sucinta biografía. Era veneciana, al igual que su marido. Se habían conocido cuando cursaban estudios en el liceo, desde el que ambos habían pasado a la Universidad de Padua, donde Moro optó por Medicina, y Federica, por Psicología Pediátrica. Se casaron cuando ella terminó la carrera, pero no regresaron a Venecia hasta que a Moro le ofrecieron una plaza en el Ospedale Civile. Ella abrió entonces un consultorio particular en la ciudad.

Su separación, que tuvo lugar con una precipitación sospechosa, después del accidente, fue una sorpresa para sus amistades. No se habían divorciado y a ninguno de los dos se le había relacionado con otra persona. Al parecer, toda comunicación entre ellos tenía lugar a través de sus abogados.

La signorina Elettra había prendido con un clip al exterior de la carpeta el artículo que había publicado La Nuova sobre la muerte de Ernesto. Brunetti no quiso leerlo, pero sí leyó el epígrafe de la foto de la familia «en tiempos más felices».

La sonrisa de Federica Moro era el centro de la foto. Ella rodeaba con el brazo derecho la espalda de su marido y apoyaba la cabeza en su pecho mientras con la otra mano revolvía el pelo de su hijo. Estaban en una playa, en shorts y camiseta, bronceados y pletóricos de salud y alegría. Al fondo, a la derecha del padre, se veía la cabeza de un nadador. La foto debía de tener varios años, porque Ernesto era todavía un niño. Federica no miraba a la cámara y los otros dos la miraban a ella. Ernesto, con vivacidad y orgullo, ¿y quién no había de estar orgulloso de una madre tan atractiva? La mirada de Fernando era más serena, pero no menos orgullosa.

Uno de ellos, pensó Brunetti, debía de haber tenido una ocurrencia graciosa, o quizá les hizo reír algo que habían visto en la playa. O una payasada del fotógrafo. A Brunetti le llamó la atención que, de los tres, Federica fuera la que tenía el pelo más corto: sólo unos centímetros, como un chico. Aquel corte de pelo masculino contrastaba con su figura exuberante y la espontánea ternura con que abrazaba a su marido.

¿Quién podía atreverse a publicar una foto semejante y quién podía haberla dado al periódico, sabiendo cómo sería utilizada? Brunetti desprendió el recorte y lo metió en la carpeta. Encima estaba anotado el mismo número que le había dado la signara Ferro. Él lo marcó, olvidando la indicación de dejarlo sonar una vez y volver a marcar.

Una voz femenina contestó a la cuarta señal diciendo sólo:

– ¿Sí?

– ¿La signara Moro? -preguntó Brunetti.

– Sí.

– Comisario Guido Brunetti, signara. De la policía. Le estaría muy agradecido si pudiera dedicar unos minutos a hablar conmigo. -Calló un momento, esperando la respuesta y agregó-: De su hijo.

– Ah -dijo la mujer. Y nada más, durante mucho rato.

– ¿Por qué ha esperado hasta ahora? -dijo ella al fin, y él intuyó que la enojaba tener que hacer esta pregunta.

– No quise importunarla en los primeros momentos, signora. -Como ella no respondía, agregó-: Lo siento.

– ¿Tiene usted hijos? -lo sorprendió ella.

– ¿De qué edad?

– Una hija… -empezó él, y luego, rápidamente-: Y un hijo de la misma edad que el suyo.

– No ha empezado por ahí -dijo ella, como si la sorprendiera que él hubiera prescindido de ese recurso emocional.

A Brunetti no se le ocurría qué responder, y dijo:

– ¿Puedo ir a hablar con usted, signora?

– Puede venir cuando quiera -dijo la mujer, y él tuvo una visión de días, meses y años, toda una vida que se extendía ante ella.

– ¿Ahora?

– Dará lo mismo, ¿no? -preguntó ella. Era una demanda de información real, no una pose sarcástica ni autocompasiva.

– Tardaré unos veinte minutos.

– Aquí estaré -respondió la mujer.

Él había localizado la dirección en el plano y sabía cómo llegar. Hubiera podido tomar el barco hacia San Marco, pero prefirió ir andando por la Riva y cortar por la Piazza frente al Museo Correr. Se metió por Frezzerie y torció por la primera calle de la izquierda. Era la segunda puerta a mano derecha, el timbre de arriba. Oprimió el pulsador, la puerta se abrió sin que nadie preguntara y él entró.

El vestíbulo era húmedo y oscuro, a pesar de que por allí cerca no había ningún canal. Subió al tercer piso y, frente a sí, encontró una puerta abierta. Se paró en el umbral, gritó: «¿Signara Moro?», y al oír una voz en el interior, entró y cerró la puerta. Por un estrecho pasillo, cubierto por una alfombra barata hecha a máquina, Brunetti fue hacia el lugar de donde llegaba la luz.

A su derecha había una puerta abierta y él entró. En el otro extremo de la habitación, vio a una mujer sentada en una butaca. A su espalda había dos ventanas con cortinas por las que se filtraba la luz. Olía a humo de cigarrillo y, según le pareció, a bolas de naftalina.

– ¿Comisario? -preguntó ella alzando la cara para mirar en dirección a él.

– Sí, señora. Gracias por recibirme.

Ella desestimó sus palabras con un ademán de la mano derecha, que luego se llevó a los labios con el cigarrillo e inhaló profundamente.

– Ahí tiene una silla -dijo expulsando el humo y señalando una silla con asiento de rejilla que estaba arrimada a la pared.

Él la situó frente a la mujer, pero no muy cerca y un poco hacia un lado. Se sentó y esperó a que ella dijera algo. Para no parecer indiscreto, fijó la atención en las ventanas por las que se veía, al otro lado de la estrecha calle, las ventanas de otra casa. Poca era la luz que podía entrar por allí. Entonces la miró e, incluso en aquella extraña penumbra, pudo reconocer a la mujer de la foto. Parecía haberse sometido a una dieta intensiva que le hubiera chupado la carne de la cara y afilado la mandíbula de tal manera que parecía estar a punto de cortarle la piel. El mismo proceso había reducido su cuerpo a la estructura esencial de hombros, brazos y piernas, contenida en un grueso jersey y un pantalón oscuro que acentuaban la impresión de fragilidad.

Se hizo evidente que ella no pensaba hablar, que iba a permanecer allí sentada en su compañía, fumando.

– Tengo que hacerle unas preguntas, ¡ignora -empezó Brunetti, que entonces explotó en un súbito acceso de tos nerviosa.

– ¿Es el cigarrillo? -preguntó ella, volviéndose hacia la mesa de su derecha, como si fuera a apagarlo.

Él alzó una mano con gesto tranquilizador.

– En absoluto -jadeó, pero volvió a acometerle la tos.

La mujer aplastó el cigarrillo y se puso en pie. Él fue a levantarse, sacudido por la tos, pero ella lo detuvo con un ademán y salió de la habitación. Brunetti se sentó y siguió tosiendo con ojos llorosos. Ella regresó al cabo de un momento y le ofreció un vaso de agua.

– Beba despacio -fe dijo-. A sorbitos.

Temblando del esfuerzo por dominarse, él tomó el vaso moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento y se lo llevó a los labios. Esperó a que remitieran los espasmos y bebió un pequeño sorbo, después otro y otro hasta que el vaso estuvo vacío y él pudo volver a respirar sosegadamente. De vez en cuando, una convulsión le sacudía el pecho, pero lo peor había pasado. Él se inclinó y puso el vaso en el suelo.

– Gracias -dijo.

– De nada -respondió ella volviendo a sentarse en la butaca. Brunetti observó que, instintivamente, la mujer alargaba la mano hacia la derecha, en busca del paquete de cigarrillos que estaba en la mesa, y luego la bajaba al regazo.

Ella lo miró y preguntó:

– ¿Nervios?

– Me parece que sí -sonrió é!-. Aunque quizá no debería decirlo.

– ¿Por qué no? -preguntó ella con interés.

– Porque soy policía, y se supone que no debemos dar señales de debilidad ni de nerviosismo.

– Es ridículo, ¿verdad?

Brunetti asintió y entonces recordó que ella era psicóloga.

Él carraspeó y preguntó:

– ¿Podemos empezar de nuevo, signora?

La sonrisa de ella fue mínima, el espectro de la que tenía en la foto que todavía estaba en la mesa del despacho.

– Imagino que no hay más remedio. ¿Qué es lo que desea saber?

– Me gustaría preguntarle por su accidente, signora.

La sorpresa de la mujer era patente, y él comprendía la razón. Su hijo acababa de morir en circunstancias que aún no estaban oficialmente determinadas, y el comisario le preguntaba por algo que había ocurrido hacía más de dos años.

– ¿Se refiere a lo de Siena? -dijo al fin.

– Sí.

– ¿Por qué quiere hablar ahora de aquello?

– Porque parece ser que entonces nadie sintió curiosidad.

Ella ladeó la cabeza mientras reflexionaba sobre su respuesta.

– Ya entiendo -dijo al fin, y agregó-: ¿Tendrían que haberla sentido?

– Eso es lo que espero averiguar, signora.

Se hizo el silencio. Brunetti no podía sino confiar en que ella se decidiera al fin a hablar de lo ocurrido. En el intervalo, ella miró dos veces al paquete de cigarrillos, y la segunda él estuvo tentado de decirle que por él podía fumar, pero no se lo dijo. Durante aquellos minutos de silencio, él examinó los pocos objetos que podía ver en la habitación: la butaca, la mesa, las cortinas de la ventana. Todo tenía un aire muy distinto de la funcional opulencia que había observado en casa de Moro. Aquí no se apreciaba preocupación por armonizar estilos ni otro objetivo que el de cubrir las necesidades más elementales.

– Yo llegué a casa de nuestros amigos el viernes por h mañana -dijo ella, sorprendiéndolo al decidirse a hablar por fin-. Fernando tenía que llegar en el último tren, a eso de las diez de la noche. Hacía buen día; estábamos a finales de otoño, pero la temperatura era suave. Por la tarde, salí a dar un paseo. Estaba a medio kilómetro de la casa cuando oí un estruendo, me sonó como una bomba y entonces sentí dolor en la pierna y me caí. No fue como si alguien me hubiera empujado: sencillamente, me caí.

Lo miró como si quisiera averiguar si realmente aquellas cosas podían tener algún interés para él. Brunetti asintió y ella prosiguió:

– Yo estaba en el suelo, atontada, sin poder moverme. Aunque no es que me doliera mucho. Me llegaban ruidos del bosque hacia el que yo me dirigía. No era muy grande, no llegaría a una hectárea. Oí moverse algo y quise gritar pidiendo socorro, pero no grité. No sé por qué, pero me quedé en el suelo, sin moverme ni decir nada.

»Debió cié pasar un minuto o dos, y entonces, de la misma dirección de la que había venido yo, llegaron dos perros corriendo y ladrando frenéticos que se pusieron a dar saltos a mi alrededor. Yo les gritaba que se callaran. Ahora empezaba a dolerme la pierna, y vi que me habían disparado. Comprendí que tenia que hacer algo. Pero aquellos perros ladraban y saltaban como locos.

Ella se interrumpió y, como no seguía, Brunetti tuvo que preguntar:

– ¿Qué pasó después?

– Llegaron los cazadores, es decir, los dueños de los perros. Al verme en el suelo, pensaron que los perros me habían atacado y empezaron a darles puntapiés y culatazos. Pero los perros no me habían hecho nada. Probablemente, ellos me salvaron la vida.

Ella se detuvo y miró a Brunetti, como para averiguar si tenía alguna pregunta y, al no decir él nada, prosiguió:

– Uno de los hombres me hizo un torniquete con el pañuelo y entre los dos me transportaron al jeep que tenían en el linde del bosque y me llevaron al hospital. Los médicos de allí están acostumbrados a esta clase de cosas. Parece ser que es frecuente que los cazadores se disparen a sí mismos o unos a otros. -Hizo una pausa y dijo con suavidad-: Los pobres. -Había tanta compasión en su voz que Brunetti no pudo menos que pensar en lo banal que sonaría, en comparación, su conversación con la signorina Elettra.

– ¿Le preguntaron en el hospital lo que había ocurrido, signara?

– Los que me encontraron se lo explicaron, de modo que cuando salí de Cirugía no hice más que confirmar lo que habían dicho ellos.

– Que había sido un accidente.

– Sí. -Ella no puso un acento especial en la palabra.

– ¿Cree usted que fue un accidente?

Otra vez ella tardó en responder.

– Entonces no creía que pudiera haber sido otra cosa. Pero después empecé a preguntarme por qué el que me disparó no vino a ver a qué le había dado. Si me había tomado por un animal, tenía que haberse acercado a ver si lo había matado, ¿no le parece?

Eso era lo que intrigaba a Brunetti desde el momento en que se había enterado del incidente.

– Y, al oír a los perros y a los otros cazadores, tuvo que suponer que otros se llevaban la pieza que había cobrado él. -Dejó pasar unos segundos y agregó-: Como ya le he dicho, en aquel momento no lo pensé.

– ¿Y qué piensa ahora?

Ella fue a hablar, vaciló y dijo:

– No quiero ser melodramática, pero ahora tengo otras cosas en qué pensar.

También las tenía Brunetti. Le hubiera gustado saber si la policía había hecho un informe del incidente y si los dos cazadores que la encontraron vieron a alguien en los alrededores.

Brunetti, viendo que ya no podría tenerla sin fumar mucho más tiempo, dijo:

– Una sola pregunta me queda, signara.

Ella no esperó a que la hiciera:

– No; Ernesto no se suicidó. Yo era su madre, y lo sé. Es otra de las razones por las que creo que lo mío no fue un accidente. -Apoyándose en los brazos de la butaca, se levantó-. Si ésa era su última pregunta… -Echó a andar hacia la puerta de la habitación. Cojeaba muy ligeramente de la pierna derecha, apenas se le notaba y, como' llevaba pantalones, Brunetti no pudo ver qué señales tenía en la pierna.

La siguió hasta la puerta del apartamento. Le dio las gracias pero no le tendió la mano. Fuera había subido un poco la temperatura y, puesto que ya eran más de las doce, Brunetti decidió irse directamente a casa, a almorzar con su familia.

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