8

Al salir a la calle, Brunetti miró el reloj y le sorprendió ver que eran casi las cinco. Estaba hambriento y a mitad de camino entre el trabajo y el hogar. No sabía qué encontraría en casa para comer y, mientras llegaba y comía, ya se habría hecho tarde para volver a la questura. Trazó mentalmente la ruta de San Marco, repasando cada bar y trattona del recorrido y, visto lo que encontraría en aquella dirección, marcó otro itinerario via Campo Sant'Angelo y Campo San Fantin. Aunque comprendía que aquél era un sentimiento absurdo y reconocía que se había saltado el almuerzo por voluntad propia, de pronto, sintió que lo invadía una oleada de autocompasión: él se volcaba en su trabajo y tenía que pasar hambre a una hora en la que era imposible conseguir un plato caliente.

Entonces le vino a la mente una de las pocas historias de la guerra que había oído a su padre, pero la recordaba de modo confuso, porque su padre no la contaba dos veces igual. Recién terminada la guerra, su padre y dos compañeros iban andando por la Baja Sajonia, cuando, de una casa bombardeada, salió un perro abandonado que los saludó cariñosamente y se puso a seguirlos. Al día siguiente, ellos se comieron al perro. Con los años, el episodio había adquirido para Brunettí valor de parábola, y no podía menos que pensar en el cada vez que alguien hablaba de comida con lo que él consideraba afectación, como si fuera un refinamiento y no una necesidad básica. Le bastaba oír a una amiga de Paola hablar de su delicada digestión, que no toleraba ni las hortalizas que hubieran estado al lado de los ajos, para acordarse del perro. Hacía años, en una comida, el hombre que estaba sentado frente a él decía que no podía comer carne que no procediera de su carnicero, que enseguida notaba la diferencia. Cuando el hombre acabó de hablar y hubo recibido las pertinentes muestras de admiración por poseer un paladar tan fino, Brunetti contó la historia del perro.

Cortó hacia Campo San Fantin, se metió en un bar y pidió dos tramezzini y una copa de vino blanco. Al poco rato, entró a tomar un café una atractiva mujer de cabello oscuro que llevaba un abrigo ceñido, con dibujo de piel de leopardo y un audaz sombrero que parecía una pizza negra puesta en equilibrio sobre un bonete. Mientras la mujer se tomaba su café, él la miró un momento, sumándose con ello a todos los hombres del bar. Brunetti se dijo entonces que sin duda cada uno de los presentes estaría dando gracias, como las daba él, porque aquella mujer les hubiera alegrado la vista con su presencia.

Animado por la visión, Brunetti salió del bar y volvió a la questura. Al entrar en su despacho, vio una carpeta encima de la mesa y, al abrirla, descubrió con sorpresa que era el informe de la autopsia de Ernesto Moro. Su reacción inmediata fue la de preguntarse qué se proponía Venturi, qué maniobra o qué intriga se traía entre manos y contra quién. Tanta celeridad sólo podía obedecer al deseo de conseguir el favor de Brunetti, favor que el patólogo sólo podía buscar si estaba planeando una jugada contra un rival, o presunto rival, bien en la policía, bien en el sistema médico.

Brunetti se negó a seguir especulando acerca de los motivos de Venturi y centró la atención en el informe. En el momento de su muerte, Ernesto Moro tenía una salud excelente, no presentaba síntoma de enfermedad alguna, ni una simple caries en la dentadura, aunque en ella se apreciaban señales de anteriores trabajos de ortodoncia. Se había fracturado la pierna izquierda, quizá hacía diez años, pero la fractura se había curado por completo; no se le habían extirpado ni las vegetaciones ni el apéndice.

La causa de la muerte había sido estrangulamiento. No había manera de averiguar desde qué altura había caído el cuerpo antes de que el nudo se cerrara alrededor de la garganta, pero no había sido suficiente para fracturarle el cuello, por lo que el muchacho había muerto estrangulado. Según Venturi, no había sido un proceso rápido, y la cuerda había causado fuertes abrasiones en las zonas delantera y lateral derecha del cuello. Eso indicaba que, en sus últimos momentos, había tenido fuertes convulsiones provocadas por la presión de la cuerda. A continuación se indicaban las medidas exactas de ¡a cabina de la ducha en la que se había encontrado el cuerpo y el posible alcance de unos brazos tan largos como los suyos. Brunetti pensó entonces en las marcas de la pared.

A juzgar por los alimentos hallados en el estómago, era probable que la muerte se hubiera producido entre la medianoche y las tres de la madrugada. No había indicios de consumo de drogas y, al parecer, con su última comida había ingerido una cantidad de vino moderada, probablemente, no más de un solo vaso y, desde luego, no tanto como para hacerle perder la lucidez. Brunetti volvió a poner los papeles en la carpeta y dejó ésta abierta sobre la mesa. Aquel informe lo decía todo y no decía nada. El comisario trató de hacer abstracción del hecho de que la signora Moro hubiera sido herida de un disparo, y contemplar la muerte de su hijo como un hecho aislado. Los posibles motivos más evidentes eran o bien un desengaño que le hubiera provocado un acceso de desesperación o el deseo de hacer sufrir a alguien para vengarse de un supuesto agravio. Si se volvía a introducir a la madre en el planteamiento, los posibles motivos se multiplicaban. El muchacho dejaba de ser el sujeto agente para convertirse en objeto de otro agente.

Siguiendo este hilo de vagas especulaciones, Brunetti estimaba que la supervivencia de la madre indicaba que no era ella el objetivo principal, con lo que sólo quedaba el propio Moro. Pero tampoco este supuesto permitía sacar conclusiones: mientras no tuviera idea de qué era lo que hacía de Moro un objetivo y para quién, todas las especulaciones serían tan frágiles como inconexas las incidencias en las que trataba de basarlas.

La entrada de la signorina Elettra puso fin a sus indefinidas cavilaciones.

– ¿Ha visto eso? -preguntó ella al acercarse, señalando con el mentón el informe de la autopsia.

– Sí. ¿Qué opina usted?

– No lo entiendo, no concibo por qué un chico como él había de suicidarse. No tiene sentido.

– Por desgracia, no es tan raro que un chico se suicide.

Pareció que esta observación la apenaba. Se paró delante de la mesa, con una carpeta en la mano.

– Pero, ¿por qué?

– He estado hablado con uno de los cadetes. Dice que no ve claro el futuro, que quizá ellos ni tengan futuro.

– Qué tontería -dijo ella secamente-. Siempre hay un futuro.

– Yo sólo repito lo que ha dicho él.

– ¿Un cadete?

– Sí.

Ella estuvo callada mucho rato y al fin dijo:

– Yo salí con un cadete.

La curiosidad de Brunetti se despertó al momento.

– ¿Cuando aún iba a la escuela? -preguntó.

Ella movió los labios en una sonrisa maliciosa.

– No fue la semana pasada, desde luego -respondió. Y agregó-: Sí; yo tenía dieciséis años. -Miró al suelo un momento, reflexionando y dijo-: No; en realidad, sólo dieciséis. Eso lo explica.

Él no dejó escapar la ocasión de preguntar:

– ¿Qué explica?

– Que pudiera soportar todo lo que soporté.

Brunetti se levantó a medias y señaló la silla del otro lado de la mesa.

– Tome asiento, por favor.

Ella se alisó la falda al sentarse y se puso la carpeta en el regazo.

– ¿Qué tuvo que soportar? -preguntó él, incapaz de imaginar a la signorina Elettra soportando algo contra su voluntad.

– Iba a decir que aquel chico era fascista, que lo eran todos y que, probablemente, éstos de ahora también lo son, pero quizá todos no. Así que sólo diré que él era fascista, y chulo, y esnob, y que la mayoría de sus amigos también lo eran. -Una larga experiencia había enseñado a Brunetti a detectar cuándo la signorina Elet-tra se limitaba a hacer solfeggi discursivo y cuándo se disponía a atacar un aria, y ahora percibía señales de esto último.

– ¿Hasta ahora no se ha dado cuenta? -preguntó él, dándole pie, con este breve recitativo, para que entonara el aria.

– Mis amigas y yo los veíamos pavonearse por la ciudad con sus capas y nos parecían los chicos más estupendos y fabulosos del mundo. Si alguno se dirigía a una de nosotras, era como si se hubieran abierto los cielos para que descendiera un dios. Y entonces uno… -Se interrumpió un momento y optó por otras palabras-: Yo empecé a salir con uno de ellos.

– ¿A salir?

– A tomar café, a pasear o a sentarnos en un banco de los Giardini, a charlar. -Sonriendo tristemente, rectificó-: Bueno, a escucharle. -Volvió a sonreír-. Lo nuestro, más que conversación era monólogo. Cada vez que nos veíamos, él hablaba y yo escuchaba.

– Eso debió de permitirle conocerlo más pronto -apuntó Brunetti secamente.

– Sí -dijo ella con énfasis-. Lo conocí.

Brunetti no sabía muy bien qué pregunta hacer.

– ¿Qué le hace decir de él esas cosas?

– ¿Que era esnob, fascista y bravucón?

– Si.

– Usted conoce a Barbara, ¿verdad? -dijo ella refiriéndose a su hermana mayor.

– Sí.

– Entonces mi hermana estaba en Padua, estudiando en la Facultad de Medicina, y yo no la veía más que los fines de semana. Hacía casi un mes que salía con Renzo cuando, un fin de semana, pedí a Barbara que me dejara presentárselo. Yo lo veía tan guapo, tan listo, tan reflexivo. -Resopló al recordar su adolescencia y prosiguió-: Imagine: reflexivo. Con dieciocho años.

Aspiró profundamente y le sonrió, y Brunetti comprendió que la historia tenía final feliz.

– Él siempre me hablaba de política y de historia, temas de los que también solían hablar Barbara y mis padres. No obstante, lo que decía él me sonaba de otra manera. Pero tenía unos bellos ojos azules y, en su casa de Milán, tenía un descapotable. -Volvió a sonreír y suspiró al recordar a la niña que había sido.

Como parecía que no se decidía a continuar, él preguntó:

– ¿Y se lo presentó a Barbara?

– Ah, sí, y apenas cruzaron cuatro palabras ya se detestaban. Estoy segura de que él pensó que Barbara era una especie de caníbal comunista y ella debió de considerarlo un cerdo fascista. -Sonrió de nuevo.

– ¿Y…?

– Uno de los dos tenía razón.

Él preguntó riendo:

– ¿Cuánto tardó usted en darse cuenta?

– Ah, supongo que lo supe desde el principio, pero aquellos ojos… Y el descapotable. -Se rió-. Llevaba una foto del coche en la cartera.

A Brunetti se le hacía difícil imaginar a una signorina Elettra tan frívola; pero, tras un momento de reflexión, ya no le pareció tan sorprendente.

– ¿Qué pasó entonces?

– Pues que, cuando llegamos a casa y Barbara la emprendió con él, fije como si… ¿cómo dice la Biblia…? como si se me cayera la venda de los ojos, o algo por el estilo. No tuve más que dejar de mirarlo y empezar a escuchar lo que decía, y reflexionar sobre ello, para darme cuenta de que era un gusano repugnante.

– ¿Qué decía?

– Lo que dice siempre esa gente: la gloria de la nación, los sagrados valores de la familia, el heroísmo de los hombres en la guerra. -Se interrumpió y agitó la cabeza como el que emerge de los escombros-. Es curioso, la de cosas que una persona puede llegar a oír sin darse cuenta de que no son más que tonterías.

– ¿Tonterías?

– SÍ el que las dice no es más que un mozalbete inmaduro, son tonterías, me parece a mí. Si las dice un adulto, entonces sí son peligrosas.

– ¿Qué ha sido de él?

– No lo sé. Supongo que al salir de la academia entraría en el ejército y acabaría torturando a prisioneros en Somalia. Era de esa clase de personas.

– ¿Violento?

– En realidad, no, sólo maleable. Tenía bien arraigados los dogmas básicos. Ya sabe, todas esas cosas del honor, la disciplina y la necesidad del orden. Se los habría inculcado su familia. Su padre era general o algo por el estilo, ésas eran las influencias a las que había estado expuesto.

– ¿Lo mismo que usted, pero al contrario? -sonrió Brunetti. Conocía a la hermana y sabia cuáles eran las ideas políticas de los Zorzi.

– Exactamente, sólo que en mi familia nadie ha predicado nunca la disciplina ni la necesidad de un orden. -Era evidente el orgullo con que lo decía.

Cuando Brunetti iba a hacer otra pregunta, ella se levantó, como si de pronto se hubiera dado cuenta de lo mucho que había revelado, y se inclinó hacia adelante para dejar la carpeta en la mesa.

– Aquí está lo que ha llegado hasta ahora, comisario -dijo en un tono formal que desentonaba de la natural familiaridad que había tenido su conversación hasta aquel momento.

– Gracias -dijo él.

– Me parece que todo está claro, pero, si necesita alguna explicación, llámeme por teléfono.

Él observó que no decía que bajara a su despacho ni que le pidiera que subiera. Se habían restablecido los límites geográficos de la relación profesional.

– Así lo haré -dijo él y, cuando ella se volvía hacia la puerta, repitió-: Gracias.

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