3

En el pasillo, Brunetti se apartó unos pasos de la puerta y sacó el telefonino. Pulsó el 12, y estaba solicitando el número de Moro cuando oyó voces de hombre en la escalera.

– ¿Dónde está mi hijo? -preguntó una voz potente. Otra, más débil, respondió, pero la primera insistió-: ¿Dónde está?

Brunetti cortó la comunicación y guardó el teléfono en el bolsillo. Cuando se acercó a la escalera, las voces subieron de tono.

– Quiero que me digan dónde está -gritaba la primera voz, sin dejarse apaciguar.

Brunetti empezó a bajar. Al pie de la escalera vio a un hombre aproximadamente de su misma edad y complexión, al que reconoció por haber visto su foto en la prensa y coincidido con él en actos oficiales. Moro tenía las facciones afiladas, pómulos altos, de corte eslavo y ojos y tez oscuros, en fuerte contraste con el pelo, blanco y espeso. El hombre que estaba frente a él era más joven y llevaba el mismo uniforme azul marino que los muchachos del patio.

Dottor Moro -dijo Brunetti, mientras bajaba la escalera.

El médico se volvió, pero no dio señales de reconocer a Brunetti. Tenía la boca abierta y parecía respirar con dificultad. Brunetti detectó en él los efectos del trauma, unidos a la indignación creciente ante la oposición del joven.

– Soy Brunetti, stgnor. Policía. -Como Moro no respondiera, Brunetti dijo al otro hombre-: ¿Dónde está el muchacho?

Ante este refuerzo de la exigencia, el joven claudicó:

– En los aseos. Arriba -dijo, de mala gana, como si ni uno ni otro tuvieran derecho a hacerle preguntas a él.

– ¿Dónde? -inquirió Brunetti.

– Aquí arriba, comisario -gritó Vianello desde lo alto de la escalera, señalando en la dirección de la que había venido.

Brunetti lanzó una mirada a Moro, cuya atención se dirigía ahora a Vianello. Estaba quieto, todavía con la boca abierta, jadeando.

Brunetti se adelantó y tomó del brazo al médico. Sin decir nada, lo llevó por la escalera arriba, en pos de Vianello, que se alejaba lentamente. Cuando llegaron al tercer piso, Vianello se volvió para comprobar que le seguían y enfiló un pasilio largo con muchas puertas. Al llegar al extremo, torció hacia la derecha por otro pasillo idéntico al anterior y abrió una puerta provista de un ojo de buey. Miró a Brunetti y asintió ligeramente. Entonces Brunetti advirtió cómo se tensaba bajo sus dedos el brazo de Moro, pero no detectó que su paso vacilara.

El doctor pasó por delante de Vianello como si el inspector fuera invisible. Desde el umbral, Brunetti lo veía de espaldas mientras iba hacia el extremo de los aseos, donde había un bulto en el suelo.

– He cortado la cuerda, comisario -dijo Vianello poniendo una mano en el antebrazo de su superior-. Ya sé que no hay que tocar nada, pero no soportaba la idea de que la persona que viniera a hacer!a identificación lo viera así.

Brunetti oprimió el brazo de Vianello y sólo tuvo tiempo de decir:

– Está bien.

En aquel momento, del fondo del aseo llegó un sonido ronco, animal. Moro estaba medio arrodillado y medio tendido al lado del cadáver, acunándolo en sus brazos. El sonido salía de su garganta y estaba más allá de las palabras y de cualquier significado. Los policías vieron cómo Moro estrechaba el cuerpo y apoyaba tiernamente la cabeza inerte contra su propio cuello. El sonido se hizo palabras, pero ni Vianeilo ni Brunetti entendieron qué querían decir.

Se acercaron a él al mismo tiempo. Brunetti veía a un hombre, parecido a él en edad y aspecto, que tenía en brazos a su único hijo, un muchacho de la edad del de Brunetti. El horror le hizo cerrar los ojos y, cuando los abrió, vio a Vianello arrodillado detrás del médico, rodeándole los hombros con el brazo, muy cerca del muerto, pero sin tocarlo.

– Déjelo, dottore -dijo el inspector con suavidad, aumentando la presión de su brazo en la espalda del médico-. Déjelo -repitió, y se movió lentamente, para sostener el cadáver desde el lado opuesto. Moro parecía no comprender, hasta que la combinación de firmeza y compasión que había en la voz de Vianello penetró en su mente aturdida y, con la ayuda de Vianello, dejó el cuerpo en el suelo y se quedó a su lado de rodillas, mirando fijamente la cara abotargada de su hijo.

Vianello se inclinó sobre el cuerpo, levantó una punta de la capa y le cubrió la cabeza. No fue sino entonces cuando Brunetti se agachó y, asiéndolo por debajo del brazo, sostuvo a Moro, que se levantaba con movimientos inseguros.

Vianello se situó al otro lado del hombre y, juntos, salieron de los aseos, recorrieron los largos pasillos, bajaron la escalera y salieron al patio. Aún había grupos de muchachos de uniforme que, rápidamente, se volvieron hacia los tres hombres que habían aparecido en la puerta y, con la misma rapidez, desviaron la mirada.

Moro andaba arrastrando los pies, como si llevara cadenas y sólo pudiera avanzar a pasitos cortos. De pronto, se paró, movió negativamente la cabeza como en respuesta a una pregunta que nadie más que él había oído y luego se dejó conducir otra vez.

Brunetti, al ver a Pucetti salir de un corredor del otro lado del patio, levantó la mano libre para llamarlo. Cuando el agente llegó junto a él, Brunetti se hizo a un lado y Pucetti tomó del brazo a Moro, que no pareció enterarse del cambio.

– Llévenlo a la lancha -dijo Brunetti dirigiéndose a los dos; y a Vianello-: Acompáñelo a su casa.

Pucetti miró a Brunetti interrogativamente.

– Ayude a Vianello a llevar al doctor a la lancha y luego vuelva -dijo Brunetti, pensando que la inteligencia natural y la innata curiosidad de Pucetíi, unidas a su juventud, que lo hacía más afín a los cadetes, le ayudarían en el interrogatorio. Los dos policías se alejaron llevándose a Moro, que se movía rígidamente, ajeno a su presencia.

Brunetti los vio salir del patio. Los chicos lo observaban a hurtadillas: sí su mirada se cruzaba con la de él, la desviaban inmediatamente o fingían que el objeto de su atención era la pared y que no habían reparado en su persona, parada junto a ella.

Cuando, al cabo de unos minutos, regresó Pucetti, el comisario le pidió que tratase de averiguar si la noche antes había sucedido algo fuera de lo normal, y de obtener una impresión de la clase de chico que era el joven Moro y del concepto en que lo tenían sus compañeros. Brunetti sabía que estas preguntas tenían que hacerse ahora, antes de que los recuerdos de la noche previa empezaran a distorsionarse entre sí, y antes de que la idea de la muerte del muchacho se fijara en su espíritu, haciéndoles aderezar todo lo que tuvieran que decir de él con las piadosas banalidades que acompañan las crónicas de los santos y los mártires.

Al oír acercarse el lamento bitonal de una sirena, Brunetti salió a la Riva, a recibir al personal del laboratorio. La blanca lancha de la policía se acercó al borde del canal y cuatro agentes de uniforme saltaron al muelle y descargaron las cajas y bolsas del equipo.

Desembarcaron después otros dos hombres. Brunetti les hizo una seña con la mano y ellos cargaron con la impedimenta y fueron hacia él. Cuando llegaron, Brunetti preguntó a Santini, el jefe de los técnicos:

– ¿Quién vendrá?

Todos los hombres del equipo compartían la preferencia de Brunetti por el dottor Rizzardi, por lo que Santini respondió en tono elocuente:

– Venturi -omitiendo expresamente el grado del personaje.

– Ah -dijo Brunetti antes de dar media vuelta y guiar a los hombres al patio de la academia. En la misma puerta, les dijo que el cadáver estaba en la tercera planta y, a continuación, los llevó por la escalera y el corredor hasta la puerta abierta de los aseos.

Brunelti decidió no entrar con ellos, aunque no le movía un escrúpulo profesional de preservar la asepsia del escenario de la muerte. Dejando a los técnicos con su tarea, él volvió al patio.

No vio a Pucetti, y los cadetes habían desaparecido. O habían sido llamados a clase o se habían ido a sus habitaciones; en cualquier caso, se habían retirado de la proximidad de la policía.

Brunetti volvió al despacho de Bembo y llamó a la puerta. Al no recibir respuesta, volvió a llamar y después dio la vuelta al picaporte. La puerta estaba cerrada con llave. Volvió a llamar, pero nadie contestó.

Brunetti voivió a la escalera central, parándose a abrir cada una de las puertas del pasillo. Detrás de ellas había aulas: una, con gráficos y mapas en las paredes; otra, con dos pizarras cubiertas de fórmulas algebraicas; y la tercera, con una pizarra enorme en la que se había dibujado un complicado croquis con flechas y líneas como los que se encuentran en los libros de Historia para indicar movimientos de tropas.

En circunstancias normales, Brunetti se hubiera parado a estudiarlo, ya que, durante muchos años, había leído descripciones de docenas, quizá cientos, de batallas, pero hoy ni e! esquema ni su significado tenían interés para él, y cerró la puerta. Subió al tercer piso donde, décadas atrás, debían de habitar los criados, y allí encontró lo que buscaba: los dormitorios. Por lo menos, eso pensó que debían de ser: puertas un tanto separadas unas de otras, con dos apellidos impresos en un tarjetón inserto en un soporte de plástico, a la izquierda de cada una.

Llamó con los nudillos a la primera puerta. No obtuvo respuesta. Tampoco en la segunda. En la tercera, le pareció oír un leve ruido y, sin detenerse a leer los nombres del rótulo, la abrió. Sentado a un escritorio situado frente a la única ventana, de espaldas a Brunetti, estaba un muchacho, que se revolvía en la silla como si estuviera atado a ella y tratara de escapar o, quizá, fuera presa de un ataque. Brunetti, alarmado por las convulsiones del chico, entró en la habitación, pero no se atrevía a acercarse a él, por si su presencia lo asustaba y provocaba una reacción aún más violenta.

De pronto, el chico inclinó la cabeza, extendió el brazo y dio tres palmadas en la mesa, al tiempo que cantaba: «Yaah, yaah, yaah», prolongando el último grito hasta que, como el mismo Brunetti pudo oír desde la puerta, el batería terminó el redoble final, que el chico acompañó tamborileando con los dedos en el borde de la mesa.

Aprovechando la pausa entre pista y pista, Brunetti, forzando la voz, lanzó un áspero:

– ¡Cadete!

La palabra taladró el zumbido de los auriculares, y el chico se puso en pie de un salto. Dio media vuelta hacia la voz, mientras la mano derecha volaba hacia la frente en el saludo reglamentario, pero tropezó con el cable de los auriculares, y el díscman cayó al suelo, arrastrando consigo a los auriculares.

La caída no hizo saltar el disco, y Brunetti, desde varios metros de distancia, aún podía oír el sonido del bajo.

– ¿Nadie le ha dicho lo mucho que eso daña el oído? -preguntó Brunetti en tono coloquial. Generalmente, cuando preguntaba eso a sus hijos, bajaba la voz hasta convertirla casi en un susurro, y al principio conseguía hacer que le pidieran que repitiera la pregunta. Ahora ya habían descubierto la argucia y hacían caso omiso.

El muchacho bajó la mano lentamente, desconcertado.

– ¿Cómo dice? -preguntó y agregó, por la fuerza de la costumbre-:… Señor. -Era alto y muy delgado, con una mandíbula estrecha, un lado de la cual parecía haber sido rasurado con una cuchilla mal afilada y el otro presentaba huellas de acné. Tenía los ojos almendrados, bellos como los de una mujer.

Brunetti dio los dos pasos que lo separaban de la mesa y observó que el muchacho tensaba los músculos en respuesta al movimiento. Pero Brunetti se limitó a agacharse a recoger el discman y los auriculares y dejarlos cuidadosamente en la mesa. Estaba admirado de la espartana sobriedad de la habitación: hubiera podido ser de un robot en lugar de un muchacho, mejor dicho, dos muchachos, a juzgar por la doble litera.

– Decía que la música tan alta puede dañar el oído. Es lo que les digo a mis hijos, pero ellos no atienden.

Eso desconcertó al muchacho todavía más, como si hiciera mucho tiempo que un adulto no le decía algo que fuera a la vez normal y comprensible.

– Sí; es lo que me dice también mi tía.

– ¿Pero usted no atiende? -preguntó Brunetti-. ¿O no la cree? -Sentía verdadera curiosidad.

– Oh, sí que la creo -dijo el muchacho, ya lo bastante relajado como para inclinarse a pulsar la tecla off.

– ¿Pero…? -insistió Brunetti.

– No tiene importancia -dijo el chico encogiéndose de hombros.

– No, explíquese -dijo Brunetti-. Me interesa.

– Lo que le ocurra a mi oído no importa -respondió el chico.

– ¿Que no importa? -preguntó Brunetti, atónito-. ¿Quedarse sordo no importa?

– No; eso no -respondió el chico, que ahora prestaba más atención a Brunetti y parecía interesado en hacerse entender-. Han de pasar muchos años para que ocurra algo así. Así que no importa. Es como lo del calentamiento global. Nada importa, si ha de tardar mucho.

Brunetti comprendía que el muchacho no hablaba en serio.

– Pero usted está estudiando, preparándose para el futuro, para hacer carrera, supongo que en el ejército. También tardará años. ¿Eso tampoco importa?

Tras unos segundos de reflexión, el muchacho respondió:

– Es diferente.

– ¿En qué sentido es diferente? -porfió un Brunetti implacable.

Ahora el muchacho estaba completamente tranquilo, tanto por la naturalidad de la conversación como por la seriedad con que Brunetti trataba sus respuestas. Se apoyó en la mesa, tomó un paquete de cigarrillos y lo ofreció a Brunetti, que rehusó. Él sacó uno y tanteó en la mesa hasta que encontró un encendedor de plástico debajo de una libreta.

Encendió el cigarrillo y arrojó el encendedor a la mesa. Aspiró el humo profundamente. A Brunetti le llamaba la atención el empeño que ponía el muchacho en aparecer mayor y más sofisticado de lo que era. Entonces miró fijamente a Brunetti y dijo:

– Porque en música puedo elegir, y respecto a la escuela, no.

Sin duda eso debía de tener un profundo significado para el muchacho, pero Brunetti no deseaba dedicar más tiempo a la cuestión, y preguntó:

– ¿Cómo te llamas? -tuteándolo ya como si fuera el hijo de un amigo.

– Giuliano Ruffo -respondió el chico.

Brunetti se presentó dando sólo su nombre, sin el cargo, y dio un paso adelante con la mano extendida. Ruffo se apartó de la mesa y estrechó la mano de Brunetti.

– ¿Conocías al muchacho que ha muerto?

La expresión de Ruffo se demudó, su cuerpo se puso rígido y su cabeza se movió de derecha a izquierda en automática negación. Cuando Brunetti se preguntaba cómo era posible que no conociera a un condiscípulo en una escuela tan pequeña, el muchacho dijo:

– Quiero decir que no lo conocía bien. Sólo coincidíamos en una clase. -También su voz había perdido naturalidad: hablaba deprisa, como sí deseara distanciarse de sus propias palabras.

– ¿Qué clase?

– Física.

– ¿Qué otras asignaturas estudias? -preguntó Brunetti-. ¿En qué curso estás, en segundo?

– Sí, señor. Hemos de estudiar Latín y Griego, Matemáticas, Inglés e Historia, más dos asignaturas opcionales.

– ¿Y una de las que tú has elegido es Física?

– Sí, señor.

– ¿Y la otra?

La respuesta tardó en llegar. Brunetti pensó que el muchacho estaría tratando de adivinar el motivo por el que este hombre le hacía tantas preguntas. Si algún motivo guiaba a Brunetti, él mismo lo ignoraba: en ese momento, no podía sino tratar de hacerse una idea del estilo de la escuela, de captar el ambiente. Toda la información que recogía era inconexa, y su significado no aparecería sino más adelante, cuando cada pieza pudiera verse como parte de un esquema general.

El chico aplastó el cigarrillo, miró el paquete, pero no encendió otro.

– ¿Cuál es la otra asignatura? -insistió Brunetti.

A pesar suyo, como el que confiesa una debilidad, Ruffo respondió al fin:

– Música.

– Bravo -fue la espontánea reacción de Brunetti.

– ¿Por qué lo dice, señor? -preguntó el muchacho con expectación. O quizá era sólo alivio por esta desviación hacia un tema neutral.

La respuesta de Brunetti había sido visceral, y ahora le parecía que tenía que meditar la respuesta.

– Yo leo mucha historia -empezó-, y buena parte de la historia es historia militar. -El chico movió la cabeza de arriba abajo, animándole a continuar-. Y con frecuencia los historiadores dicen que los soldados sólo saben de una cosa. -Ruffo volvió a asentir-. Y por mucho que sepan de esa sola cosa, la guerra, no es suficiente. Han de saber de otras cosas. -Sonrió al muchacho, que le sonrió a su vez-. Es su punto flaco, conocer una sola cosa.

– Me gustaría que le dijera eso a mi abuelo.

– ¿Él no lo cree así?

– No; él no quiere ni oír la palabra «música»; por lo menos, de mis labios.

– ¿Qué le gustaría oír… que has tenido un duelo? -preguntó Brunetti, sin reparos en minar la autoridad del abuelo.

– Eso le encantaría, sobre todo, si fuera a sable.

– ¿Y volvías a casa con una cicatriz en la mejilla? -apuntó Brunetti.

Los dos se echaron a reír ante semejante absurdo, y fue así, bromeando amigablemente a costa de la tradición militar, como los encontró el comandante Bembo.

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