24

Durante el viaje de regreso a Venecía, Brunetti explicó que, si bien con lo que sabían ya podían llamar a interrogatorio al joven Filippi, él prefería concentrar las energías en averiguar todo lo posible sobre el padre.

Vianello lo sorprendió al anunciar que al día siguiente dedicaría unas horas a echar una ojeada a Internet, a ver qué encontraba. Brunetti se abstuvo de comentar que la expresión «echar una ojeada» le sonaba a cosecha signorina Elettra, al comprender el alivio que podía suponer para él que una persona que no fuera la signorina Elettra, alguien con quien no hubiera contraído tan fuerte deuda por pasados favores, pudiera ser su rastreador de información delicada.

– ¿Cómo piensa hacerlo? -preguntó a Vianello.

Sin desviar la mirada del tráfico que congestionaba los accesos a Venecia, el inspector dijo:

– Como lo hace la signorina Elettra: ver qué encuentro yo y ver qué encuentran mis amigos.

– ¿Sus amigos son los mismos que los de ella?

A esto, Vianello apartó la vista de la carretera y se permitió lanzar una rápida mirada a Brunetti.

– Supongo que sí.

– En tal caso, quizá sea más rápido pedírselo a la signorina Elettra -concluyó Brunetti con resignación.

Así lo hizo, a la mañana siguiente entró en el despacho de ella y le preguntó si su amigo militar había regresado de Livorno y, en tal caso, si querría pedirle que le dejara echar un vistazo a sus archivos. Como si al levantarse aquella mañana hubiera tenido el presentimiento de que iba a ponerse en contacto con la clase militar, la signorina Elettra llevaba un jersey azul marino con tiras abotonadas en los hombros, a modo de charreteras.

– ¿Por casualidad no llevará también espada? -preguntó Brunetti.

– No, señor; con la ropa de mañana es un engorro. -Sonriendo, pulsó rápidamente varias teclas, se detuvo un momento y dijo-: Ahora mismo empezará a trabajar.

Brunetti volvió a su despacho.

Mientras aguardaba, leyó dos periódicos considerándolo trabajo e hizo varias llamadas telefónicas, sin tratar de justificarlas más que como política de buenas relaciones con personas que un día podrían proporcionarle información.

A la hora del almuerzo, aún no había tenido noticias de la signorina Elettra, pero salió de la questura sin reclamárselas. Sí llamó a Paola para avisar de que no almorzaría en casa. Fue a Da Remigio y pidió insalata di mare y coda di rospo con salsa de tomate, diciéndose que, puesto que no había tomado más que un quartino del vino blanco de la casa y una sola grappa, podía considerarlo un almuerzo ligero que le daba derecho a una cena mas consistente.

Al regresar, se asomó al despacho de la signorina Elettra, pero ella no estaba. Se sintió defraudado, temiendo que no fuera a volver aquella tarde y él tuviera que esperar hasta el día siguiente para disponer de la información sobre Filippi. Pero ella no le falló. A las tres y media, cuando él empezaba a pensar en bajar a pedir a Vianello que mirase en su ordenador, ella entró en su despacho con unos papeles en la mano. -¿Filippi? -preguntó él. -¿No es el nombre de una batalla? -Sí. Donde Bruto y Casio fueron derrotados. -¿Por Marco Antonio? -preguntó ella, sin sorprenderlo.

– Y Octavio -puntualizó él-. Quien, después, si no me falla la memoria, derrotó a Marco Antonio.

– No le falla -dijo ella y, al dejar los papeles en la mesa, agregó-: Gente de cuidado, los soldados. Él señaló los papeles con la barbilla. -¿Lo dice por eso o por la batalla de Filippi? -Por las dos cosas -respondió ella. Explicó que dentro de una hora se iría de la questura, porque tenía una cita, y salió del despacho.

No eran más que una docena de hojas, pero contenían una exposición completa de la carrera militar de ambos hombres. Después de graduarse por la Academia San Martirio, Filippi pasó a la academia, ya estrictamente militar, de Mantua, donde fue un cadete mediocre y consiguió un número intermedio de su promoción. Entonces empezó una carrera que nada tuvo que ver con batallas ni peligros bélicos. Durante los primeros años en activo fue «especialista en recursos» en un regimiento de tanques. Después de su primer ascenso, estuvo destinado tres años en la Embajada de Italia en España, en calidad de agregado militar. Ascendido de nuevo, fue nombrado oficial encargado de suministros a un regimiento de paracaidistas, donde permaneció hasta su retiro. Al repasar la hoja que describía el primer destino de Filippí, la mirada de Brunetti tropezó con la palabra «tanque», e inmediatamente le vino a la mente su padre y la indignación que provocaba en él esa sola palabra. Durante dos años de la guerra, mientras el ejército se tambaleaba bajo el mando del general Cavallero, ex director del complejo armamentista Ansaldo, el padre de Brunetti había conducido un tanque. Más de una vez, había visto volar en pedazos a los hombres de su batallón al romperse el blindaje, como si fuera cristal, bajo el fuego enemigo.

No fue más belicosa la carrera de Toscano. Al igual que Filippi, había ascendido sin esfuerzo, como impulsado por suaves soplos de las mejillas de querubines protectores. Al cabo de varios años en los que en ningún momento le turbó el sonido de disparos hecho con hostilidad, el colonello Toscano fue nombrado asesor militar del Parlamento, puesto que hacía dos años había sido invitado a abandonar. En la actualidad era profesor de Historia y Teoría Militar en la Academia San Martino.

Debajo de las dos hojas que tenían impreso el membrete del ejército había otras dos que contenían listas de las propiedades de Filippi y Toscano y de sus familiares, así como copias de los últimos estados de cuenta bancarios. Quizá los dos tenían mujer rica; quizá los dos descendían de familia acomodada; quizá los dos administraron su paga sabiamente durante todos aquellos años. Quizá.

Hacía años, cuando Brunetti conoció a Faola, se limitaba a llamarla por teléfono una vez cada tres o cuatro días, con el propósito de disimular su interés y también con la no menos vana esperanza de mantener lo que él definía como su superioridad masculina. Aquella forzada reserva suya le vino ahora a la memoria mientras marcaba el número de Avisani en Palermo.

Pero Avisani, al oír su voz, estuvo tan afable como solía estarlo Paola en aquel entonces.

– Tenía intención de llamarte, Guido; pero esto es un caos. Da la impresión de que aquí nadie sabe quién manda en el Gobierno.

Brunetti se sorprendió de que un hombre tan ducho en el periodismo como Avisani pudiera considerar que eso merecía un comentario, pero sólo dijo: -Perdona si me pongo pesado. -Nada de eso -rió Avisani-. He repasado los archivos, pero lo único que he encontrado, aparte de lo que ya te dije, es que los dos, tanto Filippi como Toscano, poseen enormes paquetes de acciones de Edilan-Forma. -¿Como cuánto de «enormes»? -Como diez millones de euros cada uno. Brunetti hizo un leve sonido gutural de interés y preguntó:

– ¿Alguna idea de cómo las han adquirido? -Las de Toscano son de su mujer. Por lo menos, están a nombre de ella.

– Y ya me dijiste que Filippi está casado con una prima del presidente de la empresa.

– Sí; pero las acciones están a nombre de él, no de ella. Parece ser que cuando estaba en el Consejo de Administración le pagaban en acciones.

Estuvieron un rato sin hablar, hasta que Brunetti dijo:

– A los dos les convendría procurar que no bajara la cotización de las acciones.

– Precisamente -convino Avisani. -Y una investigación parlamentaria hubiera podido tener ese efecto.

Ahora fue el periodista quien respondió con un sonido gutural, aunque el suyo era ya un franco gruñido. -¿Has comprobado la cotización? -Firme como una roca, mejor dicho, una roca que va subiendo y da dividendos seguros.

La línea telefónica quedó en silencio, pero a cada uno le parecía oír girar y chasquear los engranajes mentales del otro mientras hacían cálculos y sacaban conclusiones. Finalmente, Avisani dijo, con premura en la voz:

– Ahora he de dejarte, Guido. Quizá mañana nos despertemos sin gobierno.

– Lástima que Tomás de Aquino ya no esté entre nosotros -comentó Erunetti suavemente.

– ¿Qué? -dijo Avisani, desconcertado, y enseguida rectificó-: ¿Por qué?

– Hubiera podido añadir eso a sus pruebas de la existencia de Dios.

Otro sonido sordo, y Avisani colgó.

Pero, ¿cómo introducirse en el mundo de los cadetes?, se preguntaba Brunetti. Hacía tiempo que tenía ¡a convicción de que no era casualidad que la Maña se hubiera desarrollado en la misma tierra que el Vaticano, porque una y otro exigían a sus seguidores total fidelidad y ambos castigaban la traición con la muerte: la del cuerpo o la del alma. El tercer integrante de esta trinidad de fanáticos de la lealtad era sin duda la clase militar: quizá la práctica de dar muerte al enemigo hacía más fácil dársela al amigo.

Brunetti permaneció sentado a su mesa mucho rato, contemplando alternativamente la pared del despacho y la fachada de San Lorenzo, pero sin encontrar en ninguna de ambas superficies un resquicio por el que introducirse en el código que regía en San Martino. Finalmente, descolgó el teléfono y llamó a Pucetti. Cuando el agente respondió, Brunetti preguntó:

– ¿Cuántos años tiene Filippi?

– Dieciocho, señor.

– Me alegro.

– ¿Por qué?

– Podemos hablar con él a solas.

– ¿No pedirá un abogado?

– No si se cree más listo que nosotros.

– ¿Cómo conseguiremos hacérselo creer?

– Enviaré a Alvise y Riverre a buscarlo.

Brunetti observó con satisfacción que Pucetti se abstenía de reírse y de hacer comentarios, y vio en su discreción una señal tanto de la inteligencia como de la caridad del joven.

Cuando, una hora después, Brunetti bajó a la sala de interrogatorios, encontró a Paolo Filippi sentado a la cabecera de la mesa rectangular, de cara a la puerta. El joven estaba muy erguido en la silla, con la espalda por lo menos a diez centímetros del respaldo y las manos cuidadosamente entrelazadas sobre la mesa, como el general que ha convocado a su estado mayor y espera con impaciencia su llegada. Vestía de uniforme y había dejado la gorra a su derecha, con los guantes bien plegados sobre la copa. Miró a Brunetti, cuando éste entró con Vianello, pero no hizo gesto alguno que acusara su llegada. Inmediatamente, Brunetti reconoció en él al muchacho al que con tanta satisfacción había dado aquel puntapié en la espinilla, y vio que el reconocimiento era mutuo.

Imitando el silencio de Filippi, Brunetti se dirigió hacia un lado de la mesa, mientras Viancllo iba hacia el lado opuesto. El comisario llevaba una gruesa carpeta azul que dejó frente a sí al sentarse. Sin mirar al muchacho, alargó el brazo, conectó el micrófono y dio la fecha y el nombre de los tres presentes. Entonces se volvió hacia el muchacho y, en el tono más formalista posible, preguntó a Filippi si deseaba la presencia de un abogado, confiando en que ello sonara a los oídos del joven como el ofrecimiento que desdeñaría un valiente.

– No, por supuesto -dijo el chico, buscando el tono de negligente superioridad que utilizan los actores mediocres en las malas películas de guerra. Brunetti, en su fuero interno, dio gracias por la arrogancia de la juventud.

Rápidamente, en el mismo tono de trámite, Brunetti despachó las habituales preguntas sobre nombre, edad, lugar de residencia y, finalmente, actividad del interrogado.

– Estudiante, desde luego -respondió Filippi, como si fuera inconcebible que una persona de su edad y posición pudiera ser otra cosa.

– ¿En la Academia San Martino? -preguntó Brunetti.

– Usted ya lo sabe.

– Lo siento, pero eso no es una respuesta -dijo Brunetti tranquilamente.

Con voz hosca, el muchacho contestó:

– Sí.

– ¿En qué curso está? -preguntó Brunetti, a pesar de que conocía la respuesta y creía que la información carecía de importancia. Quería comprobar si Filippi había aprendido a responder sin protestar.

– Tercero.

– ¿Ha estudiado en la academia los tres cursos?

– Desde luego.

– ¿Forma parte de la tradición de su familia?

– ¿Qué, la academia?

– Sí.

– Naturalmente. La academia y, después, el ejército.

– Entonces, ¿su padre está en el ejército?

– Lo estuvo hasta que se retiró.

¿Cuándo fue eso?

– Hace tres años.

– ¿Tiene idea de por qué se retiró su padre? Irritado, el muchacho preguntó: -¿Quién le interesa, mi padre o yo? Si le interesa mi padre, ¿por qué no le trae y le pregunta a él?

– Cada cosa a su tiempo -dijo Brunetti calmosamente, y repitió-: ¿Tiene idea de por qué se retiró su padre?

– ¿Por qué se retira uno? -replicó el muchacho, enojado-. Tenía años de servicio suficientes y quería hacer otra cosa.

– ¿Como estar en el Consejo de Edilan-Forma?

El chico rechazó la posibilidad con un ademán.

– No sé lo que quería mi padre. Tendrá que preguntárselo a él.

Como ateniéndose a una secuencia lógica, Brunetti preguntó:

– ¿Conocía usted a Ernesto Moro?

– ¿El que se suicidó? -preguntó Filippi, innecesariamente, a juicio de Brunetti.

– Sí.

– Sí; lo conocía, aunque iba un año por detrás de mí.

– ¿Asistían juntos a alguna clase?

– No.

– ¿Practicaban deporte juntos?

– No.

– ¿Tenían amigos comunes?

– No.

– ¿Cuántos alumnos tiene la academia? -preguntó Brunetti.

Este giro del interrogatorio desconcertó a Filippi, que lanzó una rápida mirada al silencioso Vianello, como si éste pudiera saber por qué se le hacía la pregunta.

Como Vianello permanecía impasible, el chico respondió:

– Lo ignoro. ¿Por qué?

– Es una escuela pequeña. Tiene menos de cien alumnos.

– Si ya lo sabe, ¿por qué pregunta? -Bruneíti observó con satisfacción que el muchacho se irritaba porque se le hiciera una pregunta a la que la policía, evidentemente, ya tenía la respuesta.

Haciendo caso omiso de la pregunta de Filippi, Brunetti dijo:

– Tengo entendido que es una buena escuela.

– Sí; es muy difícil entrar.

– Y muy cara -observó Brunetti con voz neutra.

– Desde luego -dijo Filippi sin disimular el orgullo.

– ¿Se da preferencia a los hijos de antiguos alumnos?

– Es de esperar que sí.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque así sólo entra gente como es debido. -¿Y qué gente es ésa? -preguntó Brunetti en tono de ligera curiosidad, consciente, mientras lo decía, de que si su hijo utilizara la frase «gente como es debido» en aquel tono, él sentiría que había fracasado como padre.

– ¿Quién?

– La gente como es debido.

– Los hijos de oficiales del ejército, naturalmente. -Naturalmente -repitió Brunetti. Abrió la carpeta y miró la hoja de encima, que no tenía nada que ver con Filippi ni con Moro. Miró a Filippi, al papel y otra vez al chico-. ¿Recuerda dónde estaba usted la noche en que el cadete Moro fue…? -titubeó deliberadamente después de la última palabra, y terminó-: ¿… murió?

– En mi habitación, supongo. -¿Supone?

– ¿Y dónde iba a estar?

Brunetti miró a Vianello, que movió ligeramente la cabeza de arriba abajo. Con movimientos pausados, Brunetti volvió la hoja y examinó la siguiente. -¿Había alguien con usted en la habitación? -No. -La respuesta fue inmediata. -¿Dónde estaba su compañero de habitación? Filippi extendió la mano y rectificó la posición de los guantes, perfectamente doblados sobre la gorra, hasta dejarlos perpendiculares al centro de la visera. -Debía de estar allí -dijo al fin. -Ya -dijo Brunetti. Como obedeciendo a un impulso irresistible, volvió a mirar a Vianello. Nuevamente, el inspector asintió. Brunetti dio otra ojeada al papel y, hablando de memoria, preguntó-: Se llama Davide Cappellini, ¿verdad?

– Sí -respondió Filippi, reprimiendo toda señal de sorpresa.

– ¿Son buenos amigos?

– Supongo -dijo Filippi con la petulancia que sólo los adolescentes pueden expresar.

– ¿Sólo eso?

– ¿Sólo qué?

– Que lo supone. Que no está seguro.

– Claro que estoy seguro. ¿Cómo no vamos a ser amigos, si hace dos años que compartimos habitación?

– Exactamente -se permitió observar Brunetti y volvió a fijar la atención en los papeles. Al cabo de lo que le pareció mucho rato, preguntó:

– ¿Hacen cosas juntos? -Y, antes de que Filippi pudiera preguntar a quién se refería, aclaró-: Usted y su compañero de habitación, el cadete Cappellini.

– ¿Qué quiere decir?

– Actividades. Estudio. Deportes. Otras cosas.

– ¿Qué otras cosas? -preguntó Filippi con recelo.

– ¿Cazar? -preguntó Vianello sorprendiéndolos a ambos.

Bruscamente, casi como si hubiera olvidado la presencia de aquel otro hombre, Filippi volvió la cabeza hacia Vianello y preguntó en un tono una octava más alto:

– ¿Cómo?

– ¿Pescar? ¿Cazar? -preguntó Vianello con inocente curiosidad, y agregó-: ¿Fútbol?

Filippi alargó la mano en dirección a los guantes, pero se detuvo y puso las dos manos juntas encima de}a mesa, frente a sí.

– Quiero que venga un abogado -dijo.

Con toda naturalidad, como si Filippi hubiera pedido un vaso de agua, Brunetti dijo:

– Desde luego. -Se inclinó hacia el micrófono, indicó la hora y dijo que la entrevista quedaba interrumpida.

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