CUATRO

Antes de hacer comparecer a Izya. Andrei repasó de nuevo todo lo ocurrido.

En primer lugar, se prohibió a sí mismo tratar a Izya con prejuicio. El hecho de que fuera un cínico, un sabelotodo y un charlatán, que estaba dispuesto a burlarse (y se burlaba) de todo, que era un andrajoso y salpicaba saliva al hablar, que soltaba una risita vil, que vivía con una viuda como un chuloputas y que nadie sabía cómo se ganaba la vida, no tenía la menor importancia, al menos en lo relativo a este caso.

También estaba obligado a erradicar la idea estúpida de que Katzman era un simple difusor de rumores sobre el Edificio Rojo y otros fenómenos místicos. El Edificio Rojo era una realidad. Misteriosa, fantástica, de una finalidad incomprensible, pero una realidad. (En ese momento, Andrei registró el botiquín, y mirándose en un espejito se puso mercromina en el chichón.) Katzman era, ante todo, un testigo. ¿Qué hacía en el Edificio Rojo? ¿Con qué frecuencia lo visitaba? ¿Qué podía contar sobre ese lugar? ¿Qué carpeta era aquella que había sacado de allí? ¿O no la había sacado de allí? ¿En verdad, provenía de la antigua alcaldía?

«¡Detente, detente! — Katzman había hablado de más en varias ocasiones… no, no había hablado de más, simplemente había contado sus excursiones al norte. ¿Qué hacía allí? ¡La Anticiudad también se encontraba al norte, en alguna parte! No se había equivocado, la detención de Katzman había sido correcta, aunque algo precipitada. Pero siempre pasa así: todo comienza por curiosidad, va uno y mete su nariz donde no debe, y después no tiene tiempo de decir ni pío cuando resulta que ya lo han reclutado… — . ¿Por qué se resistía a darme aquella carpeta? Obviamente, proviene de allí. ¡Y el Edificio Rojo también es de allí! Es obvio que el jefe ha pasado algo por alto. Es normal, le faltaba el conocimiento de los hechos. Y no había tenido la oportunidad de estar en ese sitio. Sí, la difusión de rumores es algo temible, pero el Edificio Rojo es más temible que cualquier rumor. Y lo extraño no es que la gente desaparezca allí para siempre, lo terrible es que a veces alguien logra salir de allí. Salen, regresan, viven entre nosotros. Como Katzman…»

Andrei percibía que había llegado a lo fundamental, pero no tenía el valor necesario para llevar el análisis hasta el final. Sólo sabía que el Andrei Voronin que había entrado por la puerta con picaporte de cobre cincelado era bien diferente del Andrei Voronin que había salido por esa puerta. Algo se había roto dentro de él, algo se había perdido sin remedio… Apretó los dientes.

«No, señores, aquí os han fallado los cálculos. No debisteis haberme dejado salir. No es tan fácil quebrarnos… no podéis comprarnos… ni rebajarnos…»

Sonrió torcidamente, tomó una hoja de papel en blanco y escribió, con grandes letras: EDIFICIO ROJO — KATZMAN. EDIFICIO ROJO — ANTICIUDAD. ANTICIUDAD — KATZMAN. Eso era lo que tenía.

«No, jefe. No tenemos que buscar a los que difunden rumores. Tenemos que buscar a los que retornan sanos y salvos del Edificio Rojo, hay que encontrarlos, atraparlos, aislarlos… o establecer una estrechísima vigilancia. — Escribió: visitantes del edificio — anticiudad —. Entonces, la señora Husakova va a tener que contar todo lo que sabe del tal Frantisek. — Y seguramente podía dejar en libertad al flautista —. Da igual, no se trata de ellos. ¿Quizá deba llamar al jefe? ¿Pedirle autorización para cambiar el sentido de la investigación? Quizá sea prematuro. Pero si logro que Katzman confiese…» Tomó el auricular.

— ¿Agente de guardia? Traiga al detenido Katzman a mi despacho, cubículo treinta y seis.

«Y no se trata de que deba hacerlo confesar, sino de que puedo lograr que lo haga. La carpeta. No se podrá librar de eso.» A Andrei le pasó por la mente la idea de que no era totalmente ético que él se ocupara del caso de Katzman, con quien había bebido en bastantes ocasiones, y además… Pero se reprimió.

La puerta se abrió y el detenido Katzman, con una mueca en la cara y las manos metidas en los bolsillos gastados, entró al despacho a paso ligero.

— Siéntese — dijo Andrei con sequedad, señalando el taburete con la barbilla.

— Gracias — respondió el detenido, enseñando más los dientes —. Veo que aún no ha vuelto usted en sí.

Miserable, todo le resbalaba, como a un pato en un estanque. Se sentó, comenzó a pellizcarse la verruga del cuello y examinó el despacho con curiosidad.

Y en ese momento, Andrei sintió que se le enfriaban las piernas. El detenido no tenía la carpeta.

— ¿Dónde está la carpeta? — preguntó, tratando de conservar la serenidad.

— ¿Qué carpeta? — preguntó Katzman con descaro.

— ¡Agente de guardia! — espetó Andrei por teléfono —. ¿Dónde está la carpeta del detenido Katzman?

— ¿Qué carpeta? — preguntó el agente de guardia, sin entender —. Ahora… Katzman… Aja… Al detenido Katzman se le ha confiscado: dos pañuelos, un monedero vacío y usado…

— ¿Hay una carpeta en la lista? — gritó Andrei.

— No hay ninguna carpeta — respondió el agente con voz temerosa.

— Tráigame la lista — dijo Andrei, ronco, y colgó. Después miró a Katzman de reojo. El odio hacía que le zumbaran los oídos —. Trucos de judío… — dijo, tratando de contenerse —. ¿Dónde has metido la carpeta, canalla?

— «Ella lo cogió por el brazo — respondió el detenido al momento — y le preguntó varias veces: «¿dónde has metido la carpeta?»».

— No importa — dijo Andrei, respirando pesadamente por la nariz —. Eso no te servirá de nada, espía asqueroso.

El asombro pasó por el rostro de Izya. Pero un segundo después volvía a sonreír con su repulsiva mueca burlona.

— ¡Claro, claro! — dijo —. El presidente de la organización Joint, losif Katzman, a su disposición. No me pegue, yo se lo diré todo. Las ametralladoras están escondidas en Berdichev, el punto del aterrizaje fue marcado con hogueras…

Entró el agente de guardia, asustado, con la lista de los bienes del detenido en la mano extendida.

— Aquí no hay ninguna carpeta — balbuceó, poniendo la hoja delante de Andrei, al borde de la mesa, y dando un paso atrás —. He llamado al registro central, allí tampoco…

— Bien, salga — masculló Andrei entre dientes. Tomó un formulario de interrogatorio en blanco y, sin levantar la mirada, preguntó —: ¿Nombre? ¿Apellido? ¿Patronímico?

— Katzman, lósif Mijáilovich.

— ¿Año de nacimiento?

— Mil novecientos treinta y seis.

— ¿Nacionalidad?

— Sí — dijo Katzman y soltó una de sus risitas.

— Sí, ¿qué? — preguntó Andrei, levantando la cabeza.

— Oye, Andrei — dijo Izya —. No entiendo qué te ocurre hoy, pero ten en cuenta que conmigo vas a echar por la borda toda tu carrera. Te lo advierto, como viejo amigo tuyo…

— ¡Responda a las preguntas! — pronunció Andrei más quedo —. ¿Nacionalidad?

— Mejor recuerda cómo le quitaron la condecoración al médico Timaschuk — dijo Izya.

— ¿Nacionalidad? — insistió Andrei, que no sabía quién era el médico Timaschuk.

— Judío — dijo Izya con repugnancia.

— ¿Ciudadanía?

— U, erre, ese, ese.

— ¿Religión?

— Ninguna.

— ¿Pertenece al partido?

— No.

— ¿Su nivel educacional?

— Superior. Instituto Pedagógico Hertzen. Leningrado.

— ¿Ha sido condenado alguna vez?

— No.

— ¿Cuándo partió de la Tierra?

— En mil novecientos sesenta y ocho.

— ¿Lugar de partida?

— Leningrado.

— ¿Causa de la partida?

— Curiosidad.

— ¿Cuánto tiempo lleva en la Ciudad?

— Cuatro años.

— ¿Profesión actual?

— Especialista en estadística, de la dirección de servicios comunales.

— Enumere sus profesiones anteriores.

— Trabajador no cualificado, archivero principal de la ciudad, dependiente del matadero urbano, basurero, herrero. Creo que eso es todo.

— ¿Estado civil?

— Libidinoso — respondió Izya, con otra risita.

Andrei dejó la pluma, encendió un cigarrillo y durante unos minutos examinó al detenido a través del humo azulado. Izya seguía mostrando los dientes. Era descarado, pero Andrei lo conocía bien y veía que estaba algo nervioso. Al parecer, tenía razón para estarlo, aunque había logrado librarse de la carpeta con habilidad, por qué no decirlo. Al parecer ya comprendía que iban a por él en serio, y por eso sus ojos se entrecerraban con nerviosismo y le temblaban las comisuras de los labios.

— Escúcheme, detenido — dijo Andrei, con una sequedad bien ensayada —, le recomiendo que se comporte correctamente durante el proceso de instrucción, a no ser que quiera empeorar su situación.

— Está bien — dijo Izya dejando de sonreír —. Entonces, exijo que me dé a conocer de qué se me acusa y que mencione el artículo según el cual ha tenido lugar la detención. Además, exijo un abogado. Desde este momento, sin la presencia de un abogado, no diré ni una palabra.

— Ha sido detenido según el artículo doce del código penal — dijo Andrei riéndose para sus adentros —, relativo a la detención preventiva de personas cuya permanencia ulterior en libertad puede constituir un peligro social. Está acusado de relaciones ilegales con elementos hostiles, de ocultamiento o eliminación de materiales incriminatorios en el momento de la detención… así como de infringir el decreto de la municipalidad que prohíbe salir fuera de los límites de la ciudad por consideraciones sanitarias. Usted ha infringido sistemáticamente ese decreto. Y con respecto al abogado, la fiscalía puede proporcionarle uno sólo pasados tres días desde el momento de la detención. En correspondencia con ese mismo artículo del código penal… Además, quiero aclararle algo: usted puede formular protestas, presentar quejas y realizar apelaciones sólo después de dar respuestas satisfactorias a las preguntas que se le formulen durante la instrucción preliminar. Se trata del mismo artículo doce. ¿Lo ha entendido bien?

Vigilaba atentamente el rostro de Izya y vio que lo había entendido todo. Quedaba totalmente claro que Izya respondería a las preguntas y aguardaría a que pasaran los tres días. Al oír mencionar aquel plazo, Izya contuvo abiertamente la respiración. Magnífico…

— Ahora, después de recibir esa aclaración — dijo Andrei, tomando de nuevo la pluma en las manos —, prosigamos. ¿Estado civil?

— Soltero.

— ¿Dirección donde reside?

— ¿Qué? — preguntó Izya. Obviamente, estaba pensando en otra cosa.

— Su dirección. ¿Dónde vive?

— Segunda Izquierda, número doce, piso siete.

— ¿Qué puede decir sobre el delito del que se le acusa?

— Por favor — dijo Izya —. En lo que respecta a los elementos hostiles, eso no es más que un absurdo, una locura. Es la primera vez que oigo que existen esos elementos, lo considero un invento de la instrucción para provocar. Pruebas incriminatorias… No tenía conmigo ninguna prueba incriminatoria y no podía tenerla porque no he cometido delito alguno. Por eso no pude ocultarlas ni destruirlas. Y en lo relativo al decreto de la municipalidad, soy un viejo colaborador del archivo de la ciudad, sigo trabajando allí de forma voluntaria, tengo acceso a todos los materiales del archivo, incluyendo aquellos que se encuentran fuera de los límites de la ciudad. Es todo.

— ¿Qué hacía en el Edificio Rojo?

— Eso pertenece a mi vida privada. Usted no tiene derecho a inmiscuirse en mi vida privada. Tiene primero que demostrar que eso guarda relación con los hechos de que se me acusa. Artículo catorce del código de procedimiento penal.

— ¿Ha visitado el Edificio Rojo en más de una ocasión?

— Sí.

— ¿Puede darme los nombres de las personas con las que se ha encontrado allí?

— Puedo. — La boca de Izya se expandió en una sonrisa siniestra —. Pero eso no le servirá de nada.

— Déme los nombres.

— Por favor. De la era moderna: Petain, Quisling, Van Tzinwel…

— Le ruego que mencione — intervino Andrei levantando la mano —, en primer lugar, a las personas que son ciudadanos de nuestra ciudad.

— ¿Y para qué se necesita eso durante el proceso de instrucción? — preguntó Izya con agresividad.

— No estoy obligado a responderle. Conteste a las preguntas.

— No deseo contestar a preguntas estúpidas. Usted no entiende nada. Usted se imagina que si se encontró a alguien allí, eso quiere decir que en realidad estaba. Y eso no es así.

— No entiendo. Conteste, por favor.

— Yo mismo no lo entiendo. Es como un sueño. El delirio de la conciencia que se rebela.

— Bien. Como un sueño. ¿Estuvo hoy en el Edificio Rojo?

— Pues sí.

— ¿Dónde estaba ubicado el Edificio Rojo cuando usted entró en él?

— ¿Hoy? Hoy estaba junto a la sinagoga.

— ¿Me vio allí?

— Cada vez que entro ahí, lo veo a usted. — Izya volvía a sonreír con aire siniestro.

— ¿Y hoy también?

— También. — ¿Y a qué me dedicaba?

— A cosas indignas — respondió Izya con placer.

— En concreto…

— Usted copulaba, señor Voronin. Copulaba a la vez con muchas niñas, y simultáneamente predicaba elevados principios a un grupo de castrados. Les repetía que se dedicaba a aquello no por placer personal, sino por el bien de toda la humanidad.

Andrei apretó los dientes.

— Y usted, ¿a qué se dedicaba?

— Eso no se lo voy a decir. Tengo ese derecho.

— Miente — dijo Andrei —. No me vio allí. Aquí están sus palabras: «A juzgar por tu aspecto, has estado en el Edificio Rojo». Por lo tanto, usted no me vio allí. ¿Con qué objetivo miente?

— De eso nada — repuso Izya con rapidez —. Simplemente, me daba vergüenza por usted y decidí darle a entender que no lo había visto allí. Pero ahora es diferente. Ahora estoy en la obligación de decir la verdad.

— Usted dice que es como un sueño. — Andrei se recostó y llevó una mano al respaldo de su asiento —. Entonces, ¿cuál es la diferencia, me vio en sueños o no me vio? ¿Para qué darme a entender algo?

— Pues se trata de que me daba corte decirle lo que a veces pienso de usted. Y no tenía por qué haberme cortado.

— Está bien. — Andrei, inseguro, hizo un gesto de negación —. ¿Y la carpeta, también la sacó del Edificio Rojo? Por así decirlo, ¿de su sueño?

— ¿Qué carpeta? — dijo Izya, nervioso con el rostro inmóvil —. ¿De qué carpeta habla constantemente? Yo no tenía ninguna carpeta…

— Deje eso, Katzman — masculló Andrei, cerrando los ojos de cansancio —. Yo vi la carpeta, el policía que lo trajo vio la carpeta, igual que ese anciano… el señor Stupalski. De todos modos, tendrá que dar explicaciones en el juicio. ¡No lo ponga más difícil!

Izya, con el rostro inmóvil, examinaba atentamente las paredes. Callaba.

— Supongamos que la carpeta no proviene del Edificio Rojo — prosiguió Andrei —. Entonces, eso quiere decir que la obtuvo fuera de los límites de la ciudad, ¿no es verdad? ¿Quién se la dio? ¿Quién le dio esa carpeta, Katzman?

Izya callaba.

— ¿Qué había en esa carpeta? — Andrei se levantó y comenzó a pasearse por el despacho con las manos cruzadas a la espalda —. Una persona lleva una carpeta en las manos. Esa persona es detenida. Por el camino a la fiscalía, esa persona se deshace de la carpeta. En secreto. ¿Por qué? Con toda seguridad, en la carpeta hay documentos que comprometen a esa persona. ¿Está siguiendo el hilo de mis razonamientos, Katzman? Ha recibido la carpeta fuera de los límites de la ciudad. ¿Qué documentos recibidos fuera de los límites de la ciudad pueden resultar comprometedores para uno de nuestros ciudadanos? Dígame, Katzman, ¿cuáles?

Izya pellizcaba implacable la verruga y miraba al techo.

— Pero no intente negarlo, Katzman — le previno Andrei —. No intente contarme la fábula de turno. Puedo ver qué tiene en la cabeza. ¿Qué había en la carpeta? ¿Listados? ¿Direcciones? ¿Instrucciones?

— ¡Oye, imbécil! — gritó Izya de repente, dándose una fuerte palmada en la rodilla —. ¿Qué idioteces son ésas que andas diciendo? ¿Quién te ha liado la cabeza de esa manera, subnormal? ¿Qué listados, qué direcciones? ¡Sabueso de mierda! Me conoces desde hace tres años, sabes que hago excavaciones en las ruinas, que estudio la historia de la ciudad. ¿Por qué demonios andas tratando de colgarme al cuello ese estúpido rótulo de espía? ¿Quién puede dedicarse aquí al espionaje? ¿Con qué fin? ¿A favor de quién?

— ¿Qué había en la carpeta? — gritó Andrei con todas sus fuerzas —. Deje de hacerse el listo y responda: ¿qué había en la carpeta? En ese momento, Izya estalló. Abrió mucho los ojos, muy enrojecidos.

— ¡Vete a joder a tu madre con tu carpeta! — gritó, con voz chillona —. No voy a decirte nada más. ¡Imbécil, con esa cara de esbirro!

Chilló, lo salpicó todo de saliva, soltó tacos, hizo gestos obscenos, y entonces Andrei sacó una hoja de papel en blanco, escribió al principio: DECLARACIÓN DEL IMPUTADO I. KATZMAN SOBRE LA CARPETA QUE LLEVABA Y DESPUÉS DESAPARECIÓ SIN DEJAR HUELLAS, y esperó a que Izya se calmara.

— Hagamos una cosa, Izya. Ahora no estoy hablando oficialmente contigo — dijo, en tono bondadoso —. Estás metido en un buen lío. Sé que te has implicado en esta historia a la ligera, a causa de tu estúpida curiosidad. Por si quieres saberlo, hace seis meses que te vigilan. Te doy un consejo: siéntate aquí y escríbelo todo. No puedo prometerte gran cosa, pero haré por ti todo lo que esté a mi alcance. Siéntate y escribe. Volveré dentro de media hora.

Esforzándose por no mirar en dirección a Izya, a quien el estallido de furia había dejado sin palabras, sintiéndose molesto consigo mismo a causa de su hipocresía y diciéndose, para darse aliento, que en este caso el fin justificaba los medios, cerró el cajón de su mesa, se levantó y salió.

En el pasillo, llamó al ayudante del agente de guardia, lo dejó custodiando la puerta y se fue a la cafetería. Se sentía sucio por dentro, tenía la boca seca, con un sabor asqueroso, como si hubiera comido mierda. El interrogatorio había salido torcido, poco convincente. Había echado totalmente a perder la versión del Edificio Rojo, no debía tocar ese punto. De un modo vergonzoso había perdido la carpeta, el único indicio cierto, por una metida de pata así merecía que lo echaran de la fiscalía… Seguro que a Fritz no le hubiera ocurrido eso. Se hubiera dado cuenta al momento de dónde estaba el meollo de la cuestión. Maldito sentimentalismo. Cómo era posible, habían bebido juntos, habían pasado muchas veladas juntos, era un soviético como él… ¡Y tan pronto pasaba algo, los echaba a todos en el mismo saco! El jefe también es otro que bien baila: rumores, chismes… Tiene a una red completa trabajando bajo sus narices, y quiere buscar a los que difunden rumores…

Andrei se aproximó al mostrador, cogió una copa de vodka y se la bebió con gesto de asco. ¿Dónde había metido aquella carpeta? ¿Acaso se había limitado a tirarla al pavimento? Seguramente. No se la habría comido. ¿Debía mandar a alguien a buscarla? Era tarde. Locos, babuinos, conserjes… ¡El trabajo estaba organizado de manera incorrecta!

«¿Por qué una información de tanta importancia como la existencia de la Anticiudad constituye un secreto y ni siquiera los funcionarios de la fiscalía la conocen? ¡Habría que escribir sobre eso todos los días en el diario, habría que colgar carteles por toda la ciudad, que llevar a cabo juicios ejemplares! Yo hubiera cascado a Katzman desde hace mucho tiempo… Por supuesto, tampoco se puede llegar al otro extremo. La existencia de un hecho tan trascendental como el Experimento, en el que están implicadas personas de diferentes clases sociales y credos políticos diversos, implica la aparición de divisiones y contradicciones que contribuirán al movimiento, a la lucha de contrarios si se quiere… Tarde o temprano deben aparecer opositores al Experimento, gente que no está de acuerdo con él por criterios de clase, y otros que serán atraídos a ese bando, elementos desclasados, moralmente inestables, carentes de principios, gente como Katzman… cosmopolitas de toda especie… Es un proceso natural. Yo mismo hubiera podido darme cuenta de cómo se desarrollaría todo…»

Una mano pequeña y fuerte se posó en su hombro, y Andrei se volvió. Se trataba del reportero de sucesos del diario de la ciudad. Kensi Ubukata.

— ¿En qué piensas, juez de instrucción? — preguntó —. ¿Desentrañas un caso complejo? Comparte tus ideas con la sociedad. A la sociedad le encantan los casos enredados, ¿no es verdad? — Saludos, Kensi — dijo Andrei con cansancio —. ¿Quieres vodka?

— Sí, siempre que haya información.

— Lo único que tendrás será vodka.

— Bien, dame vodka sin información.

Bebieron una copa y la taparon con un pepinillo marinado no muy fresco.

— Vengo del despacho de vuestro jefe — dijo Kensi, escupiendo el tallito del pepinillo —. Es un hombre muy flexible. En su gráfico, una curva asciende y la otra desciende, concluye la instalación de inodoros en las celdas individuales, pero no dijo ni una palabra sobre los temas que me interesan.

— ¿Y qué te interesa? — preguntó Andrei, distraído.

— Ahora me interesan las desapariciones. En los últimos quince días, en la ciudad han desaparecido sin dejar huella once personas. ¿Sabes algo de eso?

— Sé que han desaparecido — respondió Andrei encogiéndose de hombros —. Sé que no los han encontrado.

— ¿Y quién se ocupa del caso?

— No creo que se trate sólo de un caso — dijo Andrei —. Es mejor que se lo preguntes al jefe.

Kensi negó con la cabeza.

— En los últimos tiempos los señores jueces de instrucción me mandan a ver al jefe o a Geiger con demasiada frecuencia. En nuestro pequeño colectivo democrático han surgido demasiados secretos. ¿No os habréis convertido casualmente en una policía secreta? — Miró la copa vacía y se quejó —: ¿Qué sentido tiene contar con amigos entre los jueces de instrucción si nunca puedo averiguar nada?

— Una cosa es la amistad, y otra cosa es el trabajo.

Los dos quedaron en silencio.

— A propósito, no sé si sabes que han arrestado a Van — dijo Kensi —. Se lo advertí y el muy terco no quiso escucharme.

— No tiene importancia, ya lo he arreglado todo.

— ¿Qué quieres decir?

Andrei narró con placer cómo lo había hecho todo, rápido y sin tropiezos. Había restablecido el orden y la justicia. Le alegraba hablar del único hecho afortunado durante todo aquel desventurado día.

— Humm — dijo Kensi, después de oír todo el relato —. Es curioso… «Cuando llego a un país extraño — citó —, nunca pregunto si las leyes de allí son buenas o malas. Sólo pregunto si se cumplen…»

— ¿Qué quieres decir con eso? — preguntó Andrei, frunciendo el ceño.

— Quiero decir que la ley sobre el derecho al trabajo variado no prevé ningún tipo de excepciones, al menos que yo sepa.

— Entonces ¿consideras que había que enviar a Van a las ciénagas?

— Si es lo que exige la ley, sí.

— ¡Pero eso es una tontería! — dijo Andrei, enojándose —. ¿Para qué demonios necesita el Experimento un mal director de fábrica, en lugar de un buen conserje?

— La ley sobre el derecho al trabajo variado…

— Esa ley — lo interrumpió Andrei — se creó en aras del Experimento, y no en contra de él. La ley no puede preverlo todo. Nosotros, los defensores de la ley, debemos pensar con inteligencia.

— Concibo el cumplimiento de la ley de una manera bien diferente — repuso Kensi con sequedad —. Y, de todos modos, esos asuntos se resuelven en los tribunales, no los resuelves tú.

— Los tribunales lo hubieran enviado a las ciénagas — dijo Andrei —. Y él tiene esposa e hijo.

Dura lex, sed lex — respondió Kensi. — Ese refrán lo inventaron los burócratas.

— Ese refrán — dijo Kensi, con seguridad —, lo inventaron personas que intentaban preservar reglas únicas de convivencia para la variopinta multitud de seres humanos.

— ¡Eso mismo, variopinta! — apuntó Andrei —. No hay una ley única para todos, y no puede haberla. No hay una ley única para el explotador y para el explotado. Digamos, que si Van se hubiera negado a pasar de director a conserje…

— La interpretación de la ley no es asunto tuyo — dijo Kensi con frialdad —. Para eso están los tribunales.

— ¡Pero los tribunales no conocen a Van como lo conozco yo!

— ¡Vaya sabihondos que tenemos en la fiscalía! — Kensi sonrió torcidamente y sacudió la cabeza.

— Muy bien, muy bien — gruñó Andrei —. Puedes escribir un artículo. Sobre un juez de instrucción venal que libera a un conserje criminal.

— Me encantaría escribirlo, pero siento lástima de Van. Por ti, idiota, no siento ninguna lástima.

— ¡Y yo también siento lástima de Van! — exclamó Andrei.

— Pero tú eres juez de instrucción — objetó Kensi —. Yo, no. Las leyes no me atan.

— Sabes una cosa: déjame en paz, por Dios. Ya me daba vueltas la cabeza antes de que tú aparecieras.

— Sí, ya te veo. — Kensi levantó la vista y sonrió, burlón —. Lo llevas escrito en la frente. ¿Qué, hubo alguna redada?

— No — respondió Andrei —. Simplemente tropecé. — Miró su reloj —. ¿Otra cepita?

— Gracias, ya he bebido bastante — dijo Kensi, poniéndose de pie —. No puedo beber tanto con cada juez de instrucción. Sólo bebo con los que me dan información.

— Pues que te lleve el diablo — dijo Andrei —. Mira, ahí está Chachua. Ve y pregúntale sobre las Estrellas fugaces. Ha tenido mucho éxito con ese caso, hoy andaba jactándose de ello. Pero ten en cuenta una cosa: es muy modesto, va a negarlo todo, pero no te rindas, acósalo todo lo que puedas, te va a dar un material de primera.

Apartando las sillas, Kensi se dirigió hacia Chachua, que miraba con tristeza una hamburguesa anémica. Andrei, con malévola expresión vengativa en el rostro, caminaba hacia la salida.

«Me gustaría esperar a oír los gritos de Chachua — pensó —. Qué lástima, no tengo tiempo… Señor Katzman, me encantaría saber cómo le van las cosas. Y no quiera Dios, señor Katzman, que pretenda seguir enredando las cosas. No se lo voy a permitir, señor Katzman.»

En el cubículo número treinta y seis estaban encendidas todas las luces posibles. El señor Katzman estaba de pie, con el hombro recostado en la caja fuerte, que estaba abierta, y revisaba ansioso un expediente mientras se pellizcaba la verruga y quién sabe por qué razón mostraba los dientes.

— ¿Qué demonios…? — masculló Andrei, sin saber qué hacer —. ¿Quién te ha dado permiso? ¡Qué modales, rayos…!

— No se me hubiera ocurrido que armarais tanto escándalo en torno al Edificio Rojo — dijo Izya, levantando hacia él unos ojos llenos de incomprensión y mostrando los dientes todavía más.

Andrei le quitó de un tirón el expediente, cerró con violencia la portezuela metálica, lo agarró por el hombro y lo empujó hacia el taburete.

— Siéntese, Katzman — dijo, haciendo acopio de fuerzas para contenerse, mientras la ira le nublaba la vista —. ¿Lo ha escrito?

— Oye — dijo Izya —. ¡Todos vosotros sois unos idiotas! Aquí hay ciento cincuenta cretinos, que no son capaces de comprender…

Pero Andrei ya no lo miraba. Tenía los ojos clavados en la hoja con el encabezamiento declaración del imputado I. Katzman… donde no había nada escrito. Solamente había un dibujo: un pene de tamaño natural.

— Canalla — dijo Andrei, ahogándose de rabia —. Cerdo. — Agarró violentamente el auricular y marcó un número con dedos temblorosos —. ¿Fritz? Soy Voronin… — Con la mano libre se abrió el cuello de la camisa —. Te necesito con urgencia. Ven ahora mismo a mi despacho.

— ¿De qué se trata? — preguntó Geiger, algo molesto —. Me voy a casa.

— ¡Te ruego que vengas a mi despacho, por favor! — dijo Andrei, alzando la voz.

Colgó el teléfono y clavó la mirada en Izya. Al momento se dio cuenta de que no podía mirarlo, y dejó que su vista enfocara un punto lejano. Izya gruñía y soltaba risitas en su taburete, se frotaba las manos y hablaba sin parar, explicando algo con su descaro de siempre, repelente y satisfecho. Hablaba del Edificio Rojo, de la conciencia, de los estúpidos testigos. Andrei no lo escuchaba, no le prestaba atención. La decisión que había adoptado lo llenaba de terror y de una indefinida alegría diabólica. La excitación lo sacudía, esperaba con impaciencia que, de un momento a otro, el malvado y siniestro Fritz entrara en la habitación, para ver cómo cambiaría entonces ese rostro repulsivo y engreído donde aparecería una expresión de terror y vergonzoso miedo… Sobre todo si Fritz venía con Rumer. El solo aspecto de Rumer, de su peluda jeta de fiera con la nariz aplastada era suficiente… De repente, Andrei sintió un frío que le recorría la columna vertebral. Estaba cubierto de sudor. A fin de cuentas, todavía podía jugar una carta de triunfo. Aún podía decir: «Todo está en orden, Fritz, ya lo hemos arreglado, perdóname por haberte molestado».

La puerta se abrió de par en par y entró Fritz Geiger, sombrío y con expresión de enojo en el rostro.

— ¿Qué ocurre aquí? — preguntó, y en ese momento vio a Izya —. ¡Ah, hola! — dijo, sonriendo —. ¿Qué hacéis aquí, en plena noche? Es hora de dormir, pronto será de mañana…

— ¡Escucha, Fritz! — aulló Izya con alegría —. Tú eres un jefe importante aquí, explícale a este idiota…

— ¡Cállese, acusado! — gritó Andrei, y pegó un puñetazo en la mesa.

Izya calló y Fritz se irguió al instante y lo miró de una manera bien distinta.

— Este canalla se burla de la instrucción — dijo Andrei entre dientes, intentando controlar el temblor que le sacudía el cuerpo —, este miserable no quiere confesar. Llévatelo, Fritz, y que él mismo te diga qué le he preguntado.

— ¿Y qué le has preguntado? — indagó Fritz, con diligente alegría. Sus transparentes ojos nórdicos se abrieron mucho.

— Eso no tiene importancia — dijo Andrei —. Dale un papel y él mismo lo escribirá. Que cuente qué había en la carpeta.

— Está claro — dijo Fritz y se volvió hacia Izya.

Este aún no se daba cuenta de nada. O no podía creerlo. Se frotaba las manos lentamente y sonreía, inseguro.

— Bueno, mi amigo judío, ¿comenzamos? — dijo Fritz, cariñoso. Su expresión siniestra y preocupada había desaparecido —. ¡Vamos, querido, muévete!

Izya seguía inmóvil, y entonces Fritz lo agarró por el cuello de la camisa, lo hizo girar y lo empujó hacia la puerta. Izya perdió el equilibrio y se agarró del marco con el rostro muy pálido. Había comprendido.

— Muchachos — dijo, con voz ronca —, muchachos, aguardad…

— Si nos necesitas, estaremos en el sótano — ronroneó Fritz, dedicándole una sonrisa a Andrei, y sacó a Izya al pasillo de un empujón.

Era todo, Andrei comenzó a dar paseítos por el cubículo, sintiendo dentro de sí una mezcla de frío y náuseas. Apagó varias luces. Se sentó tras la mesa y permaneció unos momentos allí con la cabeza entre las manos. Tenía la frente cubierta de sudor, como antes de un desmayo. Sentía un zumbido en los oídos, y a través de aquel zumbido oía la voz ronca de Izya, inaudible y ensordecedora, angustiada, diciendo: «Muchachos, aguardad». Y oía también la música estrepitosa, solemne, el ruido de pasos sobre el parqué, un tintineo de platos y el sonido impreciso de gente bebiendo y masticando. Apartó las manos del rostro y miró el pene dibujado en el papel, sin entender. Después, agarró la hoja y se dedicó a rasgarla en tiras largas y estrechas que tiró después a la papelera y volvió a esconder el rostro entre las manos. Era todo. Había que esperar. Que armarse de paciencia y esperar. Entonces, todo se justificaría. Desaparecería el malestar y podría respirar aliviado.

— Sí, Andrei, a veces hay que apelar incluso a eso — escuchó una voz conocida y serena.

Desde el taburete donde hasta pocos minutos atrás estuviera sentado Izya, con las piernas cruzadas y los finos dedos entrelazados sobre la rodilla lo miraba ahora el Preceptor, con una expresión de tristeza y cansancio. Asentía levemente con la cabeza y las comisuras de sus labios apuntaban hacia abajo, en gesto luctuoso.

— ¿En aras del Experimento? — preguntó Andrei, ronco.

— También en aras del Experimento — dijo el Preceptor —. Pero, ante todo, en aras de ti mismo. No hay manera de evitarlo. Hay que pasar también por esto. Porque no necesitamos a cualquier tipo de personas. Necesitamos a personas de un tipo muy especial.

— ¿De cuál?

— Eso no lo sabemos — dijo el Preceptor, lamentándolo —. Sólo sabemos qué gente es la que no necesitamos.

— ¿Gente como Katzman?

Con la mirada, el Preceptor respondió: sí.

— ¿Y los que son como Rumer?

— Los que son como Rumer no son personas — contestó el Preceptor con una risa burlona —. Son herramientas vivientes, Andrei. Utilizar a los que son como Rumer en aras y por el bienestar de personas como Van, como el tío Yura… ¿entiendes?

— Sí. Estoy de acuerdo. Y no existe otro camino, ¿verdad?

— Verdad. No hay atajos.

— ¿Y el Edificio Rojo?

— Tampoco podemos evitarlo. Sin él, cada cual podría, sin darse cuenta, convertirse en alguien como Rumer. ¿Acaso no te has dado cuenta de que el Edificio Rojo es indispensable? ¿Acaso ahora sigues siendo el mismo que eras por la mañana?

— Katzman dijo que el Edificio Rojo era el delirio de la conciencia que se rebela.

— Katzman es inteligente. Espero que no discutas eso.

— Por supuesto — asintió Andrei —. Precisamente por eso es peligroso.

Y de nuevo, el Preceptor le respondió con los ojos: sí.

— Dios mío — masculló Andrei con angustia —. Si uno pudiera conocer con exactitud cuál es el objetivo del Experimento… Todo está revuelto, es tan fácil confundirse. Geiger, Kensi, yo… A veces me parece que tenemos algo en común, otras veces estoy en un callejón sin salida, en un absurdo… Geiger mismo, es un antiguo fascista, incluso ahora… Incluso ahora me resulta muy repulsivo, no como persona, sino como tipo de individuo, como… O Kensi. Es algo así como un socialdemócrata, un pacifista tolstoyano… No, no entiendo.

— El Experimento es el Experimento — dijo el Preceptor —. Lo que se pide de ti no es comprensión, sino algo bien diferente.

— ¡¿Qué?!

— Si lo supiera…

— Pero ¿todo eso se hace en nombre de la mayoría? — preguntó Andrei, casi con desesperación.

— Por supuesto — afirmó el Preceptor —. En nombre de la mayoría ignorante, apaleada, oscura y totalmente inocente.

— A la que hay que entender — completó Andrei —, ilustrar, convertir en dueña del planeta. Sí, eso lo entiendo. En aras de eso es posible aceptar muchas cosas… — Calló, tratando de reunir unas ideas que se le escapaban —. Además, está la Anticiudad — añadió, indeciso —. Y eso es peligroso, ¿no es verdad?

— Muy peligroso — dijo el Preceptor.

— Entonces, incluso aunque no esté totalmente seguro con respecto a Katzman, he actuado correctamente. No tenemos derecho a arriesgar nada.

— ¡Sin la menor duda! — respondió el Preceptor. Sonreía, estaba satisfecho de Andrei, y éste se daba cuenta —. Sólo el que no hace nada no se equivoca nunca. Lo peligroso no son los errores, lo peligroso es la pasividad, la falsa pureza, la devoción a los antiguos mandamientos. ¿Adonde pueden llevarnos esos mandamientos? Sólo al mundo de antes.

— ¡Sí! — dijo Andrei, emocionado —. Eso lo entiendo muy bien. Es precisamente lo que debemos defender. ¿Qué es la persona? Una unidad social. Un cero a la izquierda. No se trata de individuos, sino del bienestar de la sociedad. En nombre del bienestar de la sociedad estamos obligados a cargar lo que sea sobre nuestra conciencia, formada en los antiguos mandamientos, a infringir cualquier ley, escrita o no. Sólo tenemos una ley: el bienestar de la sociedad.

— Te haces adulto, Andrei — dijo, casi con solemnidad el Preceptor, levantándose —. Lentamente, pero te haces adulto. — Alzó una mano a guisa de saludo, atravesó sin ruido la habitación y desapareció tras la puerta.

Andrei permaneció un rato sentado allí, con la mente en blanco, reclinado en su silla, fumando y contemplando el humo azul que revoloteaba en torno a la bombilla desnuda junto al techo. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Ya no sentía el cansancio, la somnolencia que lo atormentaba desde el día anterior había desaparecido, tenía deseos de trabajar, de actuar, y le incomodaba pensar que, de todos modos, ahora debía marcharse a dormir unas horas para no andar después atontado.

Con un gesto de impaciencia acercó el teléfono, levantó el auricular y en ese mismo momento recordó que no había manera de llamar al sótano. Entonces se levantó, cerró la caja fuerte, comprobó que los cajones de la mesa tuvieran el cerrojo echado y salió al pasillo.

Allí no había nadie, el agente de guardia dormitaba detrás de su mesita.

— ¡No se duerme en el puesto! — le reprochó Andrei al pasar junto a él.

En el edificio reinaba un silencio retumbante, precisamente a esa hora, pocos minutos antes de que conectaran el sol. La mujer de la limpieza, medio dormida, arrastraba sin muchas ganas un trapo húmedo por el suelo de cemento. Las ventanas de los pasillos estaban abiertas de par en par, los vahos hediondos de centenares de cuerpos humanos desaparecían paulatinamente y se perdían en las tinieblas, expulsados por el frío aire matutino.

Haciendo sonar los tacones sobre la resbaladiza escalera de metal, Andrei bajó al sótano, con un gesto descuidado le indicó al agente de guardia que permaneciera sentado, y abrió una puerta metálica bajita.

Fritz Geiger, sin chaqueta y con la camisa arremangada, de pie junto a un lavabo oxidado, silbaba una conocida marcha y se frotaba los musculosos brazos con agua de colonia. No había nadie más en el recinto.

— Ah, eres tú — dijo Fritz —. Qué bien. Precisamente, ahora iba a subir a verte. Dame un cigarrillo, se me ha terminado el tabaco.

Andrei le tendió el paquete, Fritz sacó un cigarrillo, lo ablandó entre los dedos, se lo llevó a los labios y miró a Andrei con expresión burlona.

— ¿Qué pasa? — Andrei no se contuvo.

— ¿Cómo que qué pasa? — Fritz encendió el cigarrillo e inhaló el humo con placer —. Perdiste el tiempo. No es un espía ni nada parecido. — ¿Cómo es posible? — balbuceó Andrei, paralizado —. ¿Y la carpeta?

Fritz soltó una carcajada con el cigarrillo en la comisura de la boca y se echó un poco más de agua de colonia en la mano.

— Nuestro judío es un mujeriego sin remedio — dijo, en tono académico —. En la carpeta tenía cartas de amor. Venía de casa de una mujer, se pelearon y él recogió sus cartas. Le tiene un miedo mortal a su viuda, y no seas idiota, trataba de deshacerse de la carpeta a la primera oportunidad. Dice que, por el camino, la tiró en una alcantarilla… ¡Qué lástima! — prosiguió Fritz, aún en tono académico —. Debió retirarle esa carpeta, señor juez de instrucción Voronin, desde el primer momento, hubiéramos conseguido un excelente material para comprometerlo, ¡y tendríamos a nuestro judío agarrado por ahí mismo! — Fritz mostró por dónde tendrían agarrado al judío. En los nudillos tenía arañazos recientes —. Por cierto, nos firmó el acta del interrogatorio, así que al menos tenemos del lobo un pelo.

Andrei buscó a tientas una silla y se sentó. Las piernas no lo sostenían. Miró nuevamente en torno suyo.

— Oye, tú… — Fritz se había bajado las mangas y se estaba poniendo los gemelos —. Veo que tienes un chichón en la frente. Ve al médico y que te dé un certificado. Ya le rompí la nariz a Rumer y lo mandé a la consulta. Por si acaso. El imputado Katzman, durante el interrogatorio, agredió al juez de instrucción Voronin y al investigador Rumer, causándoles lesiones. Así que se vieron obligados a defenderse… etcétera. ¿Entiendes?

— Entiendo — masculló Andrei, palpándose maquinalmente el chichón. Volvió a examinar el recinto con la vista —. Y él… ¿él, dónde está? — preguntó, con dificultad.

— Sí, Rumer es un gorila, de nuevo exageró la nota — se lamentó Fritz mientras se abotonaba la chaqueta —. Le partió la mano, por aquí… Hubo que mandarlo al hospital.

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