El agua que caía estaba tibia y tenía un sabor asqueroso. La alcachofa de la ducha estaba demasiado alta, no lograba alcanzarla con la mano, y los chorritos anémicos empapaban cualquier cosa menos lo que debían. Como era habitual, el desagüe estaba atascado y había un charco sobre la rejilla. En general, era asqueroso tener que esperar. Andrei escuchó con atención: en el vestidor seguían riéndose y conversando. Al parecer, alguien había mencionado su nombre. Andrei se retorció y se volvió de espaldas, intentando que el chorrito le llegara a la columna vertebral, pero resbaló y tuvo que agarrarse de la rugosa pared de cemento, maldiciendo a media voz. Que el diablo se los lleve a todos, bien que hubieran podido pensar en construir una ducha aparte para los funcionarios del gobierno. Tenía que esperar allí, como si se dispusiera a echar raíces…
En la puerta, delante de su nariz, alguien había arañado unas palabras: mira a la derecha. Maquinalmente, Andrei miró a la derecha. Ahí habían arañado: mira hacia atrás. Andrei sonrió y cayó en la cuenta de que conocía todo aquello desde que estaba en primaria; en su momento él mismo había escrito aquellos letreros. Cerró el grifo. Había silencio en el vestidor. Entonces, abrió con cuidado la puerta y echó un vistazo. Gracias a Dios, se habían largado…
Salió, haciendo eses sobre los mosaicos ennegrecidos, encogiendo los dedos de asco. Fue hacia donde colgaba su ropa. De reojo percibió un movimiento en el rincón, se volvió y vio unas nalgas escuálidas, cubiertas de vello negro. Siempre era lo mismo: alguien, desnudo y de rodillas, miraba por una grieta hacia el vestidor femenino. El tipo estaba tan atento que parecía de piedra.
Andrei cogió su toalla y comenzó a secarse. Era una toalla barata, cuartelaria, que apestaba a fenol, y no absorbía el agua sino más bien la extendía por la piel.
El tipo desnudo seguía fisgoneando. Su pose antinatural recordaba la de un ahorcado: por lo visto, el agujero de la pared lo había hecho un adolescente, era incómodo y quedaba muy abajo. Después, al parecer, perdió el objeto de su atención. Suspiró ruidosamente, se sentó, bajó los pies y fue entonces cuando vio a Andrei.
— Ya se ha vestido — dijo —. Qué mujer más bella.
Andrei se quedó callado. Se puso los pantalones y comenzó a calzarse.
— De nuevo me he vuelto a arrancar la ampolla — dijo el tipo desnudo, que se examinaba la palma de la mano —. Ya ni sé cuántas veces. — Extendió la toalla y la miró por ambos lados con gesto dubitativo —. Lo único que no entiendo — prosiguió, mientras se frotaba la cabeza —, es que no traigan las excavadoras. Una excavadora nos sustituiría a todos. Andamos paleando tierra como esos…
Andrei se encogió de hombros y gruñó algo que ni siquiera él mismo entendió.
— ¿Eh? — preguntó el hombre desnudo, asomando la oreja por detrás de la toalla.
— Digo que en toda la ciudad sólo hay dos excavadoras — explicó Andrei, con irritación. Se le había roto el cordón del zapato derecho y ya no le quedaría más remedio que seguir la conversación.
— Pues yo creo que si las trajeran para acá… — replicó el tipo desnudo, mientras se frotaba con energía el pecho lleno de vellos, parecido al de un pollo —. Pero a pala… Hay que saber trabajar con la pala, y yo pregunto: ¿cómo vamos a saber eso, si somos de planificación urbana?
— Las excavadoras se necesitan en otro sitio — gruñó Andrei. El maldito cordón no se dejaba atar.
— ¿En qué otro sitio podrían hacer falta? — se agarró enseguida el planificador desnudo —. Por lo que sé, nuestra Gran Obra está aquí. ¿Dónde se necesitarían entonces las excavadoras? ¿En la Más Grande? No he oído de la existencia de ésa.
«No sé por qué demonios me pongo a discutir contigo — pensó Andrei con maldad —. ¿Y por qué estoy discutiendo con este tipo? Hay que estar de acuerdo con lo que diga y no discutir. Si le hubiera dicho que sí un par de veces, se hubiera callado. No, no se hubiera callado, se habría puesto a contar alguna historia de tías en cueros… De lo útil que le resulta divertirse mirándolas. O de cualquier otra imbecilidad.»
— Pero ¿de qué se queja? — dijo, irguiéndose —. Le piden que trabaje sólo una hora al día y se queja como si le estuvieran metiendo una regla por el ano. Qué desgracia, se ha arrancado una ampolla. Un accidente laboral.
El tipo desnudo de planificación urbana lo miró, sorprendido, con la boca entreabierta. Enclenque, peludo, con las rodillas hinchadas, con esa pancita…
— ¡Trabajamos para nosotros mismos! — prosiguió Andrei con encarnizamiento mientras se anudaba la corbata —. No es para otros, nos piden que trabajemos para nosotros mismos. Pues no, de nuevo nos molestamos, de nuevo no nos viene bien. Seguro que hasta el Cambio paleaba mierda, ahora trabaja en planificación urbana pero sigue quejándose… — Se puso la chaqueta y se dedicó a doblar el chándal. Y, en ese momento, el tipo de planificación urbana logró articular palabra.
— ¡Aguarde, caballero! — gritó, ofendido —. ¡No se trata de eso! Estaba hablando de racionalidad, de eficacia… ¡Qué curioso! Tomé parte en el asalto a la alcaldía. Y le digo que si ésta es la Gran Obra, deberíamos traer los equipos para acá. ¡Y no le permito que me grite!
— Qué gran cosa, conversar con usted aquí… — dijo Andrei, mientras envolvía el chandal en un periódico sobre la marcha y salía del vestidor.
Selma lo esperaba ya sentada en un banco no lejos. Fumaba, pensativa, mirando hacia la excavación, con las piernas cruzadas como de costumbre, fresca y rosada tras la ducha. Andrei sintió un pinchazo desagradable al pensar en la posibilidad de que aquel aborto peludo hubiera babeado mientras la miraba precisamente a ella. Se le acercó y le acarició el cuello fresco.
— ¿Nos vamos?
La chica levantó los ojos hacia él, sonrió y frotó la mejilla contra su mano.
— Déjame terminar el cigarrillo — le propuso.
— De acuerdo — asintió Andrei, se sentó y también se puso a fumar.
En la excavación trabajaban centenares de personas, la tierra salía volando de las palas, el sol sacaba destellos a los metales. La fila de carretillas llenas de argamasa llegaba hasta el otro lado, y junto a las planchas de hormigón se amontonaban los trabajadores del siguiente turno. El viento hacía arremolinarse el polvo rojizo, difundía fragmentos de marchas militares que salían por los altavoces colocados sobre columnas de cemento, hacía balancearse enormes planchas de contrachapado con consignas descoloridas: «Geiger ha dicho: ¡es necesario! La ciudad responde: ¡lo haremos!». «La Gran Obra es un golpe contra los no humanos», «El Experimento está por encima de los experimentadores».
— Otto prometió que hoy estarían las alfombras — dijo Selma.
— Eso está muy bien — se alegró Andrei —. Coge la más grande. La pondremos en el salón.
— Yo la quería para tu despacho. En la pared. Acuérdate, te lo dije el año pasado cuando nos mudamos.
— ¿En mi despacho? — pronunció Andrei, pensativo. Se imaginó su despacho, la alfombra y las armas: sería impresionante —. Correcto. Muy bien, en el despacho.
— Pero llama sin falta a Rumer — dijo Selma —. Que nos mande un obrero.
— Llama tú misma — dijo Andrei —. No creo que tenga tiempo… No, está bien, yo llamo. ¿Adonde hay que mandarlo? ¿A casa?
— No, directamente al almacén. ¿Vendrás a comer? — Sí, seguramente. A propósito, Izya sigue amenazando con pasar por allí.
— ¡Pues muy bien! Invítalo, y que venga hoy por la noche. Hace muchísimo tiempo que no nos reunimos. Y hay que invitar a Van, que venga con Maylin.
— Aja — dijo Andrei. No había pensado en Van —. Y, además de Izya. ¿tienes intención de invitar a alguno de los nuestros? — preguntó, con precaución.
— ¿De los nuestros? Podría llamar al coronel — dijo Selma, indecisa —. Es muy simpático. En general, si vamos a invitar hoy a alguno de los nuestros, que sea en primer lugar a los Dollfuss. Ya hemos estado dos veces en su casa, me resulta violento.
— Si viniera sin la mujer — dijo Andrei.
— Eso es imposible.
— ¿Sabes qué? — dijo Andrei —. Por ahora, no los llames. A la noche, decidimos. — Veía con claridad que Van y los Dollfuss no se iban a llevar bien —. ¿No sería mejor invitar a Chachua?
— ¡Genial! — dijo Selma —. Se lo echaremos a la mujer de Dollfuss. Todos lo pasarán muy bien. — Tiró la colilla —. ¿Nos vamos?
De la excavación salía una polvorienta multitud de Grandes Constructores en dirección a las duchas. Eran obreros de la fundición, sudorosos y habladores.
— Vámonos — dijo Andrei.
Se dirigieron a la parada de autocares por un caminito de arena entre dos filas de tilos escuálidos, resembrados poco tiempo antes. Allí había dos vehículos descascarados, rebosantes de gente. Andrei miró su reloj: faltaban siete minutos para que salieran. Unas mujeres, con el rostro enrojecido, echaban fuera del primer autocar a un borracho, que daba gritos mientras las mujeres chillaban con voces histéricas.
— ¿Vamos con la canalla o a pie? — preguntó Andrei.
— ¿Tienes tiempo?
— Sí. Vámonos caminando, junto al precipicio. Allí hace más fresco.
Selma lo tomó del brazo, torcieron a la izquierda, bajo la sombra de un edificio de cinco pisos rodeado por un encofrado de madera, y se encaminaron al precipicio por una callecita adoquinada.
Aquella zona estaba totalmente abandonada. Crecía hierba en las calles y se veían casitas vacías en mal estado, a punto de derrumbarse. Antes del Cambio, y después, en los primeros momentos, no era seguro pasear por estos lugares, no sólo de noche, sino también de día; por doquiera había prostíbulos, guaridas de maleantes, destilerías clandestinas; allí vivían peristas, buscadores profesionales de oro, prostitutas que ayudaban a robar a sus clientes y otros miserables por el estilo. Más tarde, se encargaron de ellos; a unos los pescaron y los desterraron a las ciénagas, como mano de obra de los granjeros; a otros, los delincuentes menores, los espantaron simplemente; en la precipitación fusilaron a algunos, y todas las cosas de valor que se encontraron en el lugar fueron confiscadas por la ciudad. Las barracas quedaron vacías. Al principio, las patrullas vigilaban, pero después, cuando ya no fue necesario, las retiraron, y en los últimos tiempos se anunció públicamente que aquellas barracas serían eliminadas. Y en su lugar, a lo largo de todo el precipicio y dentro de los límites de la ciudad, se extendería una franja de parques y un complejo de ocio.
Selma y Andrei dejaron atrás las últimas casas ruinosas y siguieron a lo largo del abismo, entre una hierba jugosa que les llegaba por las rodillas. Allí hacía fresco, del precipicio llegaban oleadas de un aire húmedo y frío. Selma estornudó y Andrei le pasó el brazo por los hombros. El parapeto de granito no había llegado aún hasta aquella zona, y Andrei, instintivamente, trataba de mantenerse a cinco o seis pasos del borde del abismo.
Al borde mismo, las personas se sentían muy raras. Además, al parecer todos percibían igualmente que el mundo, mirado desde allí, se dividía claramente en dos mitades equivalentes. Al oeste, un vacío inabarcable de color verde azulado: no era el mar, ni siquiera el cielo, sino precisamente un vacío de ese color. Una nada verde azulado. Al este, una muralla inabarcable que se elevaba en vertical, con un estrecho escalón a lo largo del cual se extendía la Ciudad. La Pared Amarilla. La Solidez amarilla absoluta.
El Vacío infinito al oeste, y la Solidez infinita al este. No parecía haber la menor posibilidad de entender esos dos infinitos. Sólo era posible acostumbrarse a ellos. Los que no podían o no eran capaces de hacerlo, trataban de no caminar junto al abismo, y por eso era raro encontrar a alguien allí. Entonces sólo iban parejitas de enamorados, y casi siempre de noche. De noche, algo brillaba en el abismo con una débil luz verdosa, como si allí, en la sima, algo estuviera pudriéndose de siglo en siglo. Sobre el fondo de aquella luminiscencia, se veía nítidamente el borde erizado de plantas del barranco, y allí la hierba era asombrosamente alta y blanda…
— Pero cuando construyamos dirigibles — dijo Selma de repente —, entonces nos elevaremos o bajaremos a ese abismo?
— ¿Qué dirigibles? — preguntó Andrei, distraído.
— ¿Cómo? — se asombró Selma.
— ¡Ah, globos aerostáticos! — dijo Andrei cayendo en la cuenta —. Iremos abajo, claro que abajo. Al abismo.
Entre la mayoría de los habitantes de la ciudad que cumplían diariamente su hora en la Gran Obra, la opinión más extendida era que se estaba construyendo una gigantesca fábrica de dirigibles. Geiger suponía que, por el momento, había que apoyar aquella versión de cualquier manera, pero sin aseverar nada de forma definitiva.
— ¿Y por qué abajo? — preguntó Selma.
— Pues… Hemos intentado elevar globos, sin tripulantes, por supuesto. Algo les pasa allá arriba, estallan por causas desconocidas. Ninguno ha logrado subir más allá de un kilómetro.
— ¿Y qué puede haber allá abajo? ¿Qué piensas?
— No tengo la menor idea — respondió Andrei, encogiéndose de hombros.
— ¡Vaya, qué sabio el señor consejero! — Selma recogió de entre la hierba un pedazo de un viejo tablón con un clavo torcido y herrumbroso, y lo lanzó al abismo —. Que le rompa el cráneo a alguien allá abajo — añadió.
— No seas gamberra — dijo Andrei, pacífico.
— Soy gamberra, ¿lo has olvidado?
— No, no lo he olvidado — dijo Andrei tras mirarla de arriba abajo —. ¿Quieres que te haga rodar por la hierba ahora mismo?
— Sí — respondió Selma.
Andrei miró a su alrededor. En la azotea de la ruina más cercana, con los pies colgando por fuera, fumaban dos tipos cubiertos con gorras. A su lado, recostado en un montón de basura, había un trípode rudimentario con un ariete de hierro colado que colgaba de una cadena retorcida.
— Hay mirones — dijo —. Lástima. Te hubiera dado una buena lección, señora consejera.
— Vamos, revuélcala, no pierdas tiempo — gritaron desde la azotea con voz chillona —. ¡No seas tonto, chaval!
— ¿Vas directamente a casa? — preguntó Andrei, haciendo como si no los hubiera oído.
Selma miró su reloj.
— Tengo que pasar por la peluquería — respondió.
De súbito, Andrei fue presa de un sentimiento de alarma. De repente se dio cuenta con toda claridad de que era un consejero, un funcionario responsable del despacho personal del presidente, una persona respetada, que tenía una esposa, una bellísima mujer, y una casa bien montada, rica, y que ahora su esposa iba a la peluquería pues por la noche recibirían invitados, no se trataba de una borrachera caótica sino de una auténtica recepción, y los invitados no serían gente sin importancia, sino personas de peso, respetadas, necesarias, las más necesarias de la ciudad. Era una sensación de adultez percibida de repente, de responsabilidad quizá. Era una persona adulta, independiente, que tomaba decisiones propias, un hombre de familia. Era un hombre adulto, que se erguía sólidamente sobre sus piernas. Lo único que le faltaba eran los hijos, todo lo demás era como lo de los adultos auténticos.
— ¡Salud, señor consejero! — pronunció una voz respetuosa.
Resulta que ya habían salido de la zona en ruinas. A la izquierda se extendía un parapeto de granito, bajo los pies tenían baldosas de hormigón, a la derecha y delante se levantaba la enorme mole de la Casa de Vidrio, y en el camino, en posición de firmes y llevándose dos dedos a la visera de la gorra del uniforme, estaba un policía negro, de buen porte, con el traje azul del regimiento de escoltas. Andrei lo saludó, distraído.
— Perdona, me decías algo — se volvió hacia Selma —. Estaba pensando en otra cosa.
— Te decía que no te olvides de llamar a Rumer. Ahora necesito que venga alguien, no sólo para lo de la alfombra. Hay que traer vino, vodka… Al coronel le gusta el whisky, y a Dollfuss, la cerveza. Compraré una caja entera.
— ¡Sí! ¡Y que cambie la bombilla en el aseo! — dijo Andrei —. Prepara boeufbourguigmm. ¿Te mando a Amalia?
Se separaron en el sendero que llevaba a la Casa de Vidrio. Selma siguió adelante y Andrei, con placer, la acompañó con la mirada antes de girar en dirección a la entrada oeste.
La amplia plaza embaldosada que circundaba el edificio estaba desierta, sólo de vez en cuando aparecían las guerreras azules de los escoltas. Bajo los espesos árboles que enmarcaban la plaza, asomaban como siempre los mirones que devoraban con mirada ansiosa el asiento del poder, mientras jubilados con bastones les daban explicaciones.
Junto a la entrada estaba el cacharro de Dollfuss: como siempre, la capota estaba levantada, del motor asomaba la parte inferior del chofer, rutilante en sus botas de charol. Y en ese momento atufó el aire un camión asqueroso, de las granjas, procedente de las mismísimas ciénagas. Por los costados asomaban en desorden las extremidades púrpura de una res desollada. Sobre la carne volaba una nube de moscas. El dueño del camión, un granjero, discutía con los escoltas en la puerta. Al parecer llevaban discutiendo bastante rato: allí se encontraba ya el jefe del pelotón de guardia, además de tres policías, y se aproximaban lentamente otros dos más desde la plaza.
A Andrei le pareció conocido el granjero: un campesino largo como un varal, flaco, con las puntas del bigote colgándole hacia abajo. Olía a sudor, gasolina y aguardiente. Andrei enseñó su pase y entró en el vestíbulo, pero tuvo tiempo de oír que el campesino exigía ver personalmente al presidente Geiger, mientras los escoltas intentaban hacerle entender que aquélla era una entrada de servicio y que él debía rodear el edificio y probar suerte en la oficina de pases. Las voces se elevaban cada vez más.
Andrei subió al quinto piso en el ascensor y entró por una puerta en la que se veía un letrero dorado sobre fondo negro:
OFICINA PERSONAL DEL PRESIDENTE
PARA TEMAS DE CIENCIA Y TÉCNICA
Los correos, sentados junto a la puerta, se pusieron de pie cuando él entró, y con movimientos idénticos ocultaron sus colillas humeantes tras la espalda. No se veía a ninguna otra persona en el ancho corredor blanco, pero detrás de las puertas, como antes en la redacción, se oían timbres de teléfonos, voces diligentes que dictaban cartas, el traqueteo de las máquinas de escribir… La oficina trabajaba a pleno rendimiento. Andrei abrió la puerta donde decía: «consejero A. Voronin» y entró en la antesala de su despacho.
Allí también se levantaron a saludarlo: el grueso jefe del sector geodésico. Quejada, eternamente sudoroso: Vareikis, jefe del departamento de cuadros, de ojos claros y aspecto luctuoso; una huesuda señora, de edad más que mediana, de la dirección de finanzas; y un jovencito desconocido, de aspecto deportivo, seguramente un novato que esperaba ser presentado.
Y su secretaria personal. Amalia, con una sonrisa se levantó ágilmente de su escritorio junto a la ventana.
— Hola, señores, hola — dijo Andrei en voz alta, poniendo el rostro más bonachón posible —. ¡Les pido mil perdones! Los malditos autocares estaban a reventar, he tenido que venir a pie desde la obra…
Comenzó a estrechar manos: la enorme y sudorosa de Quejada, la aleta blanducha de Vareikis, el haz de huesos resecos de la señora de la dirección de finanzas («¿Qué demonios anda buscando aquí? ¿Qué quiere de mí?») y la tenaza de acero del novato de cara sombría.
— Creo que dejaremos pasar primero a la dama… — dijo, y se dirigió a la señora de finanzas —: Madame, por favor. ¿Hay algo urgente? — preguntó a Amalia a media voz —. Muchas gracias. — Tomó la hoja del telefonograma y abrió la puerta del despacho —. Pase usted, señora, por favor…
Abrió la hoja con el mensaje telefónico, llegó hasta su escritorio, le indicó a la mujer el butacón con un gesto de la mano, se sentó y colocó la hoja frente a sí.
— Soy todo oídos.
La mujer comenzó a hablar como una ametralladora. Andrei, con una sonrisa en la comisura de los labios, la oyó atentamente mientras golpeaba el telefonograma con un lápiz. Desde las primeras palabras lo tuvo todo claro.
— Perdone — la interrumpió minuto y medio después —. Comprendo de qué se trata. En realidad, no tenemos costumbre de emplear aquí a personas recomendadas. Sin embargo, en su caso nos encontramos, sin duda alguna, ante una excepción. Si de veras su hija está tan interesada en la cosmografía que se dedicaba a ella por su cuenta desde que estaba en la escuela… Le ruego que llame a mi jefe de cuadros. Yo mismo hablaré con él. — Se levantó —. Por supuesto, hay que saludar esa vocación en personas jóvenes y alentarla por todos los medios. — La acompañó hasta la puerta —. Eso corresponde al espíritu de los nuevos tiempos. No me lo agradezca, madame, simplemente cumplo con mi deber. Tenga usted muy buenos días.
Volvió a su escritorio y leyó el telefonograma: «El presidente invita al señor consejero Voronin a su despacho, a las 14:00 horas». Nada más. «¿Sobre qué asunto? ¿Con qué objetivo? ¿Qué documentos habrá que llevar? Qué raro… — Lo más probable era que Fritz simplemente tuviera ganas de conversar un rato, que estuviera un poco harto de actividades oficiales —. Las catorce, cero, cero, precisamente a la hora de la comida. Eso significa que comeremos con el presidente…» Levantó el auricular del teléfono interno.
— Amalia, que pase Quejada.
La puerta se abrió y Quejada entró al despacho, acompañado por el joven de aspecto deportivo, a quien llevaba agarrado de la manga.
— Señor consejero — dijo, tan pronto atravesó el umbral —, quiero presentarle a este joven. Douglas Keatcher… Es un novato, llegó hace apenas un mes, y está hastiado de permanecer sentado en el mismo lugar.
— Vaya — dijo Andrei, echándose a reír —, permanecer sentados en el mismo lugar es algo que siempre nos harta. Mucho gusto, Keatcher. ¿De dónde procede? ¿De qué época?
— Soy de Dallas, estado de Texas — pronunció el joven, con inesperada voz de bajo y una sonrisa apenada —. Del año sesenta y tres.
— ¿Tiene estudios superiores?
— El curso básico de la universidad. Después, pasé mucho tiempo con los geólogos. Prospección de petróleo. — Perfecto — dijo Andrei —. Es lo que necesitamos. — Jugueteó un momento con el lápiz —. Esto seguramente no lo sabe. Keatcher, pero aquí se acostumbra a preguntar por qué ha venido. ¿Huyendo? ¿En busca de aventuras? ¿O tenía interés por el Experimento?
Douglas Keatcher se ensombreció, metió el pulgar de su mano izquierda en el puño derecho y miró por la ventana.
— Puede decirse que huía — balbuceó.
— Allí le pegaron un tiro al presidente — aclaró Quejada, mientras se secaba el rostro con un pañuelo —. En su ciudad…
— ¡Conque fue eso! — dijo Andrei, comprensivo —. ¿Y por qué razón se convirtió en sospechoso?
El joven negó con la cabeza.
— No se trata de eso — dijo Quejada —. Es una larga historia. Tenían grandes esperanzas con ese presidente, era muy popular… En una palabra, es un problema psicológico.
— Maldito país — pronunció el joven —. Nada los podrá ayudar.
— Vaya, vaya — dijo Andrei, sacudiendo la cabeza con simpatía —. ¿Y sabe usted que ya no reconocemos el Experimento?
— Eso me da igual — dijo el joven encogiendo sus poderosos hombros —. Me gusta este sitio. Pero no me gusta quedarme sentado en el mismo lugar. Me aburro en la ciudad. El señor Quejada me ha propuesto salir en una expedición…
— Para empezar, quisiera mandarlo al grupo de Son — dijo Quejada —. Es fuerte, tiene alguna experiencia, y usted sabe lo difícil que es encontrar personas para trabajar en la selva.
— Pues, bien — dijo Andrei —. Me alegro mucho, Keatcher. Usted me cae bien. Espero que siga siendo así.
Keatcher asintió, con un movimiento torpe, y se puso de pie. Quejada también se levantó, resoplando.
— Una cosa más — dijo Andrei, levantando un dedo —. Quiero advertirle una cosa, Keatcher. La Ciudad y la Casa de Vidrio están interesadas en que usted estudie. No necesitamos simples ejecutores, de ésos tenemos bastantes. Necesitamos cuadros con preparación. Estoy seguro de que usted podría ser un magnífico ingeniero en prospección de petróleo. ¿Cuál es su índice. Quejada?
— Ochenta y siete — dijo Quejada, sonriendo.
— Ahí lo tiene… Tengo todas las razones para confiar en usted.
— Lo intentaré — gruñó Douglas Keatcher, y miró a Quejada.
— Por nuestra parte, es todo — dijo Quejada.
— Por la mía, también — dijo Andrei —. Les deseo suerte. Y díganle a Vareikis que pase.
Como era habitual, Vareikis no pasó, sino que se deslizó en el despacho por partes, mirando de vez en cuando hacia atrás, hacia la rendija de la puerta entreabierta. Después, cerró bien la puerta, avanzó en silencio hasta el escritorio y se sentó. En su rostro, la expresión de luto era muy nítida, las comisuras de los labios apuntaban hacia abajo.
— Para que no se me olvide — dijo Andrei —, estuvo aquí esa mujer, de la dirección de finanzas…
— Lo sé — contestó Vareikis en voz baja —. La hija.
— Sí. No tengo nada en contra.
— ¿Con Quejada? — dijo Vareikis, medio preguntando, medio mascullando.
— No, creo que sería mejor en el centro de cálculo.
— Muy bien — dijo Vareikis, y sacó una libretita de notas del bolsillo interior de la chaqueta —. La instrucción cero diecisiete — pronunció, muy quedo. — ¿Sí?
— Ha terminado el último concurso — prosiguió Vareikis, sin levantar la voz —. Se han encontrado ocho trabajadores con un índice intelectual inferior al estipulado de setenta y cinco.
— ¿Por qué setenta y cinco? Según la instrucción, el índice límite es de sesenta y siete.
— Según la aclaración de la Oficina personal de cuadros del presidente — los labios de Vareikis apenas se movían —, el índice intelectual límite para los trabajadores de la oficina personal del presidente para la ciencia y la técnica es de setenta y cinco.
— Ah, no lo sabía. — Andrei se rascó la sien —. Humm… Pues, sí, es lógico.
— Además — continuó Vareikis —, cinco de esos ocho no llegan a sesenta y siete. Aquí tiene la lista.
Andrei tomó el papel y lo revisó. Dos hombres y seis mujeres, nombres y apellidos que había oído mentar.
— Permítame — dijo, frunciendo el ceño —. Amalia Torn… ¡Es mi Amalia! ¿Qué significa esto?
— Cincuenta y ocho — repuso Vareikis.
— ¿Y la vez anterior?
— La vez anterior yo no trabajaba aquí.
— ¡Es una secretaria! — dijo Andrei —. Mi secretaria. ¡Mi secretaria personal!
Vareikis callaba, abatido. Andrei revisó la lista una vez más. Rashidov… Al parecer, trabajaba en Geodesia… Alguien lo había alabado. ¿O lo había criticado…? Tatiana Postnik, Mecanógrafa. Ah, era una chica simpática, de pelo rizado y cara hermosa, que había tenido algo con Quejada… aunque, no, se trataba de otra…
— Está bien — dijo —. Aclararé esto y volveremos a hablar de ello. Sería bueno que usted, por sus canales, pida aclaraciones con respecto a cargos tales como el de secretaria, mecanógrafa… digamos, el personal auxiliar. No podemos exigirles lo mismo que a los científicos. A fin de cuentas, tenemos hasta correos en la plantilla…
— A la orden — dijo Vareikis.
— ¿Alguna otra cosa? — preguntó Andrei.
— Sí. La instrucción cero cero tres.
— No la recuerdo — dijo Andrei arrugando el rostro.
— Propaganda del Experimento.
— Ah. ¿Y qué?
— Se reciben señales sistemáticas relativas a las siguientes personas.
Vareikis puso otra hoja de papel delante de Andrei. La lista tenía sólo tres apellidos. Todos varones. Los tres, jefes de sectores. De los fundamentales. Cosmografía, psicología social y geodesia. Sullivan, Butz y Quejada. Andrei tamborileó con los dedos sobre la nota.
«Qué desgracia — pensó —. De nuevo, las mismas idioteces. Calma, mucha calma. No perdamos los estribos. A este cretino no habrá manera de neutralizarlo, y tendré que seguir trabajando con él.»
— Es desagradable — pronunció —. Muy desagradable. Supongo que la información ha sido contrastada. ¿No hay errores?
— La información ha sido contrastada varias veces y de diversas maneras — explicó Vareikis con voz incolora —. Sullivan asegura que el Experimento sobre la Ciudad continúa. Según sus palabras, la Casa de Vidrio, incluso aunque no lo quiera, sigue materializando la línea del Experimento. Asegura que el Cambio no es más que una de las etapas del Experimento…
«Santas palabras — pensó Andrei —. Izya dice eso mismo, y a Fritz no le gusta en absoluto. Sólo le está permitido a Izya, pero al pobre de Sullivan, no.»
— Quejada — prosiguió Vareikis —. Delante de sus subordinados se asombra de la potencia científico-técnica de los hipotéticos experimentadores. Rebaja el valor de la actividad del presidente y del consejo presidencial. En dos ocasiones comparó esa actividad con la de ratones encerrados en una caja de zapatos…
Andrei escuchaba con los ojos bajos. Su rostro seguía siendo de piedra.
— Y, finalmente, Butz. Habla del presidente con desagrado. En estado de embriaguez, declaró que nuestro sistema político actual era la dictadura de la mediocridad sobre los cretinos.
Andrei no pudo contenerse y soltó un graznido. «El mismo diablo les tira de la lengua — pensó con enojo —. Se dicen la élite y escupen hacia arriba…»
— Y usted sabe todo eso — le dijo a Vareikis —, y usted está al tanto de todo eso. — No tenía por qué decir aquello. Era una idiotez. Vareikis, sin pestañear, lo observaba con expresión de luto —. Trabaja muy bien. Vareikis — añadió Andrei —. Detrás de usted, me siento como protegido por una muralla… Supongo que esta información — afirmó, golpeando la hoja con la uña —, ya ha sido enviada por los canales reglamentarios, ¿no?
— La enviaremos hoy — dijo Vareikis —. Tenía la obligación de ponerla antes en su conocimiento.
— Excelente — dijo Andrei, más animado —. Envíela. — Unió las dos hojas con un clip y las metió en una bandeja azul con un letrero que decía: informar al presidente —. Veamos qué decide Rumer sobre todo esto.
— Como no es la primera vez que recibe información de este tipo — dijo Vareikis —, supongo que el señor Rumer recomendará retirar a estas personas de sus cargos dirigentes.
— Ayer estuve en el pase de una nueva película. Desnudos/descalzos. — Andrei miraba a Vareikis, tratando de enfocar los ojos en algún punto más allá de su espalda —. Fue aprobada, así que pronto estará en los cines. Le recomiendo que la vea sin falta. Allí pasa…
Se puso a contarle a Vareikis, en detalle y sin prisa, el contenido de aquella monstruosa vulgaridad, que por cierto le había encantado a Fritz, y no sólo a él. Vareikis lo escuchaba en silencio, asintiendo con la cabeza en los momentos más inesperados, como si despertara. Su rostro seguía mostrando únicamente tristeza y luto. Se veía que había perdido el hilo del todo y no entendía absolutamente nada. En el momento culminante, cuando Vareikis cayó en cuenta de que tendría que oír todo aquel relato hasta el final. Andrei calló de repente y bostezó sin cubrirse la boca.
— Y seguía en ese mismo espíritu — dijo, con aire bonachón —. No deje de ir a verla… A propósito, ¿qué impresión le ha causado el joven Keatcher?
— ¿Keatcher? — Vareikis se estremeció de manera perceptible —. Por el momento, mi impresión es que todo está en orden con él.
— Yo pienso lo mismo — dijo Andrei y tomó el auricular —. ¿Tiene algún otro asunto que tratar conmigo, Vareikis?
— No — El hombre se levantó —. No tengo nada más — dijo —. ¿Puedo retirarme?
Andrei lo despidió con un movimiento de cabeza.
— Amalia — dijo por el auricular —. ¿Hay alguien más ahí?
— Ellizauer, señor consejero.
— ¿Quién es ese Ellizauer? — preguntó Andrei, contemplando cómo salía Vareikis del despacho, con precaución, por partes.
— El vicejefe del departamento de transporte. Es sobre el tema Aguamarina.
— Que espere. Tráigame el correo.
Un minuto después Amalia apareció en el umbral, y durante todo aquel minuto. Andrei estuvo frotándose los bíceps y haciendo giros con la cintura: su cuerpo era presa de un agradable dolor después de una hora de trabajo físico con una pala en las manos y, como siempre, pensaba que aquello era excelente para una persona que realizaba una labor preferentemente sedentaria.
Amalia cerró la puerta a sus espaldas y, taconeando sobre el parqué, se detuvo al lado de Andrei y le colocó delante la carpeta con la correspondencia. Como siempre, abrazó sus muslos, finos y duros, ceñidos por una falda de seda: le acarició una pantorrilla y, con la otra mano, abrió la carpeta.
— ¿Qué tenemos aquí? — dijo, con animación.
Amalia se derretía bajo sus manos, había dejado incluso de respirar. Era una chica cómica y fiel como un perro. Además, sabía hacer su trabajo. Andrei la contempló de abajo arriba. Como siempre, en el momento de las caricias, ella le colocó, indecisa, su mano fina y cálida en el cuello, junto a la oreja. Le temblaban los dedos.
— ¿Qué hay, pequeña? — pronunció Andrei con ternura —. ¿Hay algo importante en este montón de basura? ¿O cerramos la puerta ahora mismo y adoptamos otra pose?
Aquélla era la sencilla clave que utilizaban para hablar de sus diversiones en el butacón o sobre la alfombra. Andrei no hubiera podido decir cómo era Amalia en la cama. Nunca había estado en una cama con ella.
— Aquí está el proyecto de presupuesto… — pronunció Amalia con una vocecita débil —. Varias instancias… Y cartas personales, no las he abierto.
— Has hecho bien — dijo Andrei —. De repente, alguna belleza me escribe… — Él la soltó y ella suspiró con levedad —. Siéntate — le pidió —. No te vayas, termino rápido.
Agarró la primera carta que tenía a mano, rasgó el sobre, la recorrió con la mirada y frunció el ceño. El mecánico Yevseienko informaba sobre Quejada, su jefe inmediato, diciendo que éste «se permitía expresiones groseras sobre los dirigentes y, en particular, sobre el señor consejero». Andrei conocía bien al tal Yevseienko. Era un tipo rarísimo, con una mala suerte excepcional, todo lo que emprendía terminaba de manera desgraciada. En su momento había asombrado a Andrei cuando se puso a hablar maravillas de la guerra en los alrededores de Leningrado en 1942.
— Qué bien lo pasábamos entonces — decía, y en su voz se percibía un ensueño nostálgico —. Vivíamos sin pensar en nada, y cuando uno necesitaba algo, le decía a los soldados que lo consiguieran…
Terminó la guerra con el grado de capitán, y durante todo aquel tiempo sólo había matado a un hombre, a su comisario político. Aquella vez, trataban de romper el cerco. Yevseienko vio que los alemanes hacían prisionero a su comisario político y le registraban los bolsillos. Entonces les disparó desde los matorrales, mató al comisario y huyó. Estaba muy orgulloso de aquello: los alemanes hubieran torturado al prisionero. ¿Qué hacer con semejante imbécil? Era su sexta delación. Y no se la enviaba a Rumer, ni a Vareikis, sino a él directamente. Un giro psicológico más que divertido.
«Si le hubiera escrito a Vareikis o a Rumer. Quejada resultaría acusado. Pero yo no lo tocaría, lo sé todo sobre él, pero no voy a tocarlo porque lo aprecio y lo perdono, eso lo sabe todo el mundo. Entonces, ese hombre ha cumplido con su deber ciudadano, pero no ha hundido a nadie… ¡Qué monstruo, perdónalo, Dios mío!»
Andrei arrugó la carta, la tiró a la papelera y tomó la siguiente. La letra del sobre le pareció conocida, era muy particular. No aparecía el nombre ni la dirección del remitente. Dentro del sobre había una hojita de papel, con un texto escrito a máquina, una copia y ni siquiera la primera, con una nota a mano al final. Andrei la leyó sin entender nada, volvió a leerla, se quedó de una pieza y miró el reloj. A continuación, agarró el auricular del teléfono blanco y marcó un número.
— ¡Urgente, con el consejero Rumer! — gritó, con desesperación.
— El consejero Rumer está ocupado.
— ¡Soy el consejero Voronin! ¡He dicho que es urgente!
— Perdone, señor consejero. El consejero Rumer está con el presidente…
Andrei tiró el auricular, apartó a un lado a la perpleja Amalia y corrió hacia la puerta. En el momento en que tocó el picaporte de plástico, se dio cuenta de que ya era tarde, de que ya no tendría tiempo para nada. Si todo aquello era verdad, claro está. Si no se trataba de una estúpida broma… Caminó lentamente hasta la ventana, se agarró de la baranda cubierta de terciopelo y se puso a escudriñar todo el espacio de la plaza. Como siempre, estaba desierta. Se veía alguna que otra guerrera azul, los vagos se amontonaban a la sombra de los árboles y una anciana avanzaba lentamente, empujando un cochecito de niño. Pasó un auto. Andrei esperaba, agarrado a la baranda.
Amalia se le acercó por la espalda y le rozó levemente el hombro.
— ¿Qué ha ocurrido? — preguntó en un susurro.
— Vete — dijo Andrei, sin volverse —. Siéntate en el butacón.
Amalia desapareció. Andrei volvió a mirar el reloj. Había transcurrido un minuto después del plazo.
«Claro — pensó —. No puede ser. Una broma estúpida. O un chantaje…» Y en ese momento, por debajo de los árboles apareció un hombre que comenzó a cruzar lentamente la plaza. Desde arriba parecía pequeñito y Andrei no lo reconoció. Lo recordaba delgado, erguido, pero aquel hombre parecía corpulento, hinchado, y sólo en el último segundo Andrei comprendió por qué. Cerró los ojos y se apartó de la ventana.
En la plaza hubo un estallido, corto y retumbante. Los marcos se estremecieron, los cristales temblaron, y al momento se oyó el ruido de vidrios que caían desde los pisos inferiores. Amalia gritó apenas, y abajo, en la plaza, comenzaron a oírse gemidos desesperados.
Apartando con una mano a Amalia, que había corrido hacia él o quizá hacia la ventana. Andrei se obligó a abrir los ojos y mirar. En el sitio donde había estado el hombre había una columna de humo amarillo que no permitía ver nada. Guerreras azules corrían de todas partes hacia aquel lugar, y más lejos, bajo los árboles, iba congregándose una multitud. Todo había terminado.
Andrei, sin sentir las piernas, regresó a la mesa, se sentó y volvió a coger la carta.
A todos los poderosos de este monstruoso mundo:
Odio la mentira, pero vuestra verdad es peor que la mentira. Habéis convertido la ciudad en un cómodo pesebre, y a los ciudadanos de la Ciudad en cerdos bien alimentados. No quiero ser un cerdo bien alimentado, pero tampoco quiero ser porquerizo, en vuestro mundo no hay una tercera posibilidad. Sois autocomplacientes y estériles en vuestra justicia, aunque muchos de vosotros fuisteis alguna vez verdaderas personas. Entre vosotros hay antiguos amigos míos, y me dirijo a ellos en primer lugar. Las palabras no influyen en vosotros, yo las reforzaré con mi muerte. Quizá sintáis vergüenza, quizá terror, o puede ser que sólo se vuelva incómodo vuestro pesebre. Ésa es mi única esperanza. ¡Que Dios castigue vuestro aburrimiento! No son palabras mías, pero las firmo encantado.
Dennis Lee
Todo aquello había sido mecanografiado en varias copias, la que tenía era la tercera o la cuarta. Y más abajo, había una nota a mano:
¡Adiós, querido Voronin! Me haré estallar hoy a las trece cero cero, en la plaza delante de la Casa de Vidrio. Si esta carta no se retrasa, podrás ver cómo ocurre todo, pero no tiene sentido intentar impedirlo, sólo habría victimas innecesarias. Tu antiguo amigo jefe del departamento de cartas de los lectores de tu antiguo periódico. Dennis.
— ¿Te acuerdas de Dennis? — dijo Andrei, alzando la mirada hacia Amalia —. Dennis Lee, el jefe del departamento de…
Amalia asintió en silencio y un segundo después el terror distorsionó su rostro. — ¡No puede ser! — dijo, con voz ronca —. ¡No es verdad!
— Se ha hecho estallar — dijo Andrei, articulando con dificultad —. Seguramente, se ató cartuchos de dinamita. Bajo la chaqueta.
— ¿Con qué objetivo? — dijo Amalia. La chica se mordió el labio, los ojos se le llenaron de lágrimas que corrieron después por su pequeño rostro blanco y quedaron colgando de la barbilla.
— No entiendo — dijo Andrei, indefenso —. No entiendo nada… — Clavó en la carta unos ojos que nada veían —. Nos vimos hace poco. Sí, discutimos, nos peleamos… — Levantó la vista nuevamente hacia Amalia —. ¿Habrá venido a verme y yo me habré negado a recibirlo?
Amalia negó con la cabeza, con el rostro entre las manos.
Y de repente, Andrei comenzó a sentirse furioso. Más que furia, era rabia, la misma que se había apoderado de él ese mismo día, en los vestidores, después de la ducha. ¿Qué demonios quería? ¿Qué más les hacía falta? ¿Qué querían esos canallas? ¡Idiota! ¿Qué había demostrado con todo aquello? No quería ser un cerdo, tampoco quería ser porquerizo… ¡Se aburría! ¡A la mierda con ese aburrimiento!
— ¡Deja de chillar! — le gritó a Amalia —. Límpiate los mocos y vuelve a tu sitio.
Apartó de sí los papeles con un gesto, se levantó y caminó de nuevo hacia la ventana.
En la plaza había una enorme multitud. En el centro de aquella multitud había un espacio gris vacío, delimitado por guerreras azules, y allí se afanaban personas que vestían batas blancas. Una ambulancia hacía sonar la sirena, intentando abrirse camino.
«A fin de cuentas, ¿qué has logrado demostrar? ¿Que no quieres vivir con nosotros? ¿Y para qué tenías que demostrarlo? ¿Y a quién? ¿Nos odias? No tiene sentido. Hacemos todo aquello que hay que hacer. No tenemos la culpa de que sean unos cerdos. Lo eran antes de nosotros, y lo seguirán siendo después. Sólo podemos alimentarlos, vestirlos y liberarlos de sufrimientos animales, pero no han tenido sufrimientos espirituales desde que nacieron, y no los tendrán. ¿Qué, acaso hemos hecho poco por ellos? Mira cómo está ahora la Ciudad. Limpia, ordenada, no queda nada del burdel que era antes, hay abundancia de comida, de ropa, y pronto habrá diversiones de todo tipo, dentro de muy poco. ¿Qué más necesitan? Y tú, ¿qué has hecho? Ahora los sanitarios rasparán tus tripas del asfalto y ahí acaban todas tus preocupaciones. Pero a nosotros sólo nos queda trabajar y trabajar, mantener en marcha toda la maquinaria, porque todo lo que hemos logrado es sólo el comienzo, todo esto hay que preservarlo, querido amigo, y una vez preservado, hay que multiplicarlo… Porque en la Tierra puede ser que no haya un dios ni un demonio por encima de la gente, pero aquí sí… Mi apestoso demócrata, mi populista idiota, hermano de mis hermanos…»
Pero ante los ojos seguía teniendo al Dennis que había visto durante su último encuentro, uno o dos meses antes, reseco, agobiado, como enfermo, con un terror secreto escondido en sus ojos tristes y apagados, y lo que dijo al final de aquella discusión desordenada y sin sentido, levantándose y tirando sobre el platillo metálico unos billetes arrugados.
— Dios mío, ¿de qué te jactas delante de mí? De que pones las tripas en el altar… ¿Con qué objetivo? ¡Alimentar a la gente hasta que revienten! ¿Y en eso consiste la misión? En la puñetera Dinamarca hace muchos años que saben cómo hacerlo… Bien, puede ser que, como dices, no tengo derecho a hablar en nombre de todos. Quizá no de todos, pero tú y yo sabemos bien que la gente no necesita eso, que así no se construye un mundo verdaderamente nuevo.
— ¿Y cómo, hijo de tu puñetera madre, cómo vamos a construirlo? ¡¿Cómo?! — gritó Andrei en aquella ocasión, pero Dennis se limitó a hacer un ademán desesperado y no quiso seguir conversando.
El teléfono blanco comenzó a sonar. Andrei regresó a su mesa a desgana y levantó el auricular. — ¿Andrei? Aquí, Geiger.
— Hola, Fritz.
— ¿Lo conocías?
— Sí.
— ¿Y qué piensas de todo esto?
— Un histérico — masculló Andrei —. Un baboso.
— ¿Recibiste una carta suya? — preguntó Geiger tras guardar silencio unos momentos.
— Sí.
— Qué hombre más raro — dijo Geiger —. Está bien. Te espero a las dos.
Andrei colgó el teléfono, que al instante volvió a sonar. Esta vez se trataba de Selma. Estaba muy alarmada. Los rumores sobre la explosión habían llegado ya hasta el Cortijo Blanco, y por el camino habían crecido hasta hacerse irreconocibles, y allí reinaba un pánico silencioso.
— Todo está en perfecto estado, todo — dijo Andrei —. Yo estoy bien, y Geiger está bien, y la Casa de Vidrio está bien. ¿Has llamado a Rumer?
— ¿Para qué demonios iba a hacerlo? — se indignó Selma —. Vine corriendo de la peluquería. La mujer de Dollfuss llegó allí a la carrera, toda cubierta de polvo blanco, y dijo que habían cometido un atentado contra Geiger y que la mitad del edificio había volado…
— Bueno, está bien — repuso Andrei, con impaciencia —. Ahora no tengo tiempo.
— Pero ¿puedes decirme qué ha pasado?
— Un loco… — Andrei se dio cuenta de lo que estaba diciendo y calló un momento —. Un idiota que transportaba material explosivo por la plaza y seguramente lo dejó caer.
— ¿De veras no se trata de un atentado? — insistió Selma.
— ¡Pues no tengo la menor idea! Rumer es quien se ocupa de eso, yo no sé nada.
Selma resopló en el auricular.
— Seguro que mientes, señor consejero — dijo, y colgó.
Andrei rodeó la mesa y regresó a la ventana. La multitud se había dispersado casi del todo. No se veía personal médico ni ambulancias. Varios policías regaban con mangueras el espacio que rodeaba una depresión poco profunda en la superficie de hormigón. Y la anciana que antes cruzara, empujando un cochecito con un niño, atravesaba la plaza de vuelta. Nada más.
Fue hasta la puerta y echó una mirada a la antesala. Amalia estaba en su sitio, muy seria, con los labios apretados, totalmente inaccesible, sus dedos recorrían el teclado a velocidad cósmica, sin la menor huella de lágrimas ni de cualquier otra emoción en el rostro. Andrei la miró con ternura.
«Un encanto de mujer — se dijo —. Vete a la mierda, Vareikis — pensó con malévola alegría —. Antes te saco a ti a patadas de aquí…» De repente, alguien se detuvo delante de Amalia. Andrei levantó la mirada. Desde una altura sobrehumana lo miraba, expectante, el rostro largo y aplastado por los lados de Ellizauer, del departamento de transporte.
— Ah — dijo Andrei —. Ellizauer… Perdone, no puedo recibirlo hoy. Mañana por la mañana, cuando quiera.
Sin decir una palabra, Ellizauer hizo una reverencia y desapareció. Amalia estaba ya de pie, con el bloc de notas y el lápiz preparados.
— ¿Señor consejero?
— Entre un momento — dijo Andrei. Regresó a la mesa y en ese momento volvió a sonar el teléfono blanco.
— ¿Voronin? — se oyó una voz nasal de fumador —. Soy Rumer. ¿Cómo te va por ahí?
— Muy bien — dijo Andrei, haciéndole un gesto a Amalia: no te vayas, ahora estoy contigo.
— ¿Tu mujer, qué tal? — Bien, te manda saludos. A propósito, mándale dos trabajadores del departamento de servicios, necesito que hagan algunas cosas en casa.
— ¿Dos? Está bien. ¿Adonde?
— Que la llamen, ella les dirá. Que la llamen ahora mismo.
— Bien. Dalo por hecho. No en este mismo momento, pero dalo por hecho… Estoy muy ocupado con todo ese lío. ¿Conoces la versión oficial?
— ¿Cuál es? — dijo Andrei, molesto.
— En pocas palabras, la siguiente: un accidente con material explosivo. Durante el transporte de sustancias explosivas. Se investigan los detalles.
— Entendido.
— Un trabajador transportaba explosivos a una obra… Digamos, estaba borracho.
— Sí, ya lo he entendido — dijo Andrei —. Muy bien. Correcto.
— Aja — respondió Rumer —. Y tropezó, o… En general, se investigan los detalles. Los culpables serán sancionados. Ahora están haciendo copias de la información y te llevarán una. Pero hay algo más: ¿recibiste una carta, verdad? ¿Quién de tu gente la ha leído?
— Nadie.
— ¿Y tu secretaria?
— Te repito que nadie. Las cartas personales las abro yo personalmente.
— Perfecto — dijo Rumer, con aprobación —. Es una medida correcta. Entiéndeme, hay otros que se han hecho un lío fenomenal con la correspondencia. Cualquiera lee sus cartas personales. Entonces, de tu gente nadie ha leído nada. Magnífico. Esconde bien esa carta, según el modelo doble cero. Ahora irá a verte uno de mis funcionarios, dásela, ¿está bien?
— Y eso, ¿con qué fin?
— Pues, cómo decirte… — balbuceó Rumer vacilando —. Quizá sea de utilidad. Tú lo conocías, ¿no?
— ¿A quién?
— Pues a ese… — Rumer soltó una risita —. A ese trabajador… al de los explosivos…
— Lo conocía.
— Bueno, no vamos a hablar por teléfono, ese funcionario que irá a verte te hará un par de preguntas, tú respóndelas…
— No tengo tiempo para esperarlo — dijo Andrei, molesto —. Fritz me ha citado a su despacho.
— Espera cinco minutos — insistió Rumer —. Qué te cuesta, por Dios… Ya ni siquiera puedes responder a un par de preguntas…
— Está bien, está bien — repuso Andrei con impaciencia —. ¿Algo más?
— Ya le he ordenado que fuera a verte, estará ahí dentro de un momento. Se apellida Zwirik. Es adjutor mayor.
— Está bien, está bien, lo esperaré.
— Sólo dos preguntitas. No te retendrá.
— ¿Algo más? — volvió a preguntar Andrei.
— Es todo. Ahora tengo que llamar a otros consejeros.
— No se te olvide mandarle esos hombres a Selma.
— Dalo por hecho. Lo tengo anotado aquí. Hasta luego.
Andrei colgó y se volvió hacia Amalia.
— Tenlo en cuenta: no has visto ni oído nada. — Amalia lo miró, asustada, y sin decir palabra señaló hacia la ventana con el dedo —. Exactamente. No sabes el nombre de nadie, y en general, no tienes idea de qué ha ocurrido.
La puerta se abrió y asomó un rostro pálido lejanamente conocido, con ojillos cáusticos.
— ¡Espere fuera! — dijo Andrei con brusquedad —. Ahora lo llamo. — El rostro desapareció —. ¿Me has entendido? — preguntó Andrei —. Hubo un estruendo en la calle, pero no sabes nada más. La versión oficial es la siguiente: un obrero borracho transportaba explosivos desde el almacén a una obra, se está dilucidando quién es responsable de lo ocurrido. — Calló mientras pensaba —. ¿Dónde he visto esa jeta? Y me suena el apellido… Zwirik… Zwirik…
— ¿Por qué lo haría? — preguntó Amalia en voz muy baja, y sus ojos volvieron a humedecerse sospechosamente.
— No hablemos ahora de eso. — Andrei frunció el ceño —. Más tarde. Dile a ese lacayo que entre.