TRES

Otto Frijat no había mentido: el tapiz era lujoso de veras. Era de un color púrpura casi negro, con matices profundos y nobles: ocupaba toda la pared izquierda del estudio, frente a las ventanas, y el recinto adquiría un aspecto muy especial. Era diabólicamente bello, elegante y distinguido.

Andrei, totalmente fascinado, besó a Selma en la mejilla y ella regresó a la cocina, a dirigir a la servidumbre. Andrei se desplazó por el estudio, examinando el tapiz desde todos los ángulos, mirándolo desde el frente, desde los lados, de reojo; después abrió su armario secreto y sacó de allí una enorme Mauser, un monstruo con cargador de nueve proyectiles, nacida en el departamento especial de la fábrica Mauserwerke, el arma favorita de los comisarios de yelmo polvoriento durante la guerra civil, así como de los oficiales del ejército imperial japonés, que vestían capotes con cuellos de piel de perro.

La Mauser estaba limpia, su brillo pavonado indicaba que estaba lista para el combate, pero por desgracia tenía limado el percutor. Andrei la sostuvo con ambas manos, ponderando su peso, después palpó su culata, rugosa y redondeada, la bajó y a continuación la levantó a la altura de los ojos, apuntando al blanco del manzano al otro lado de la ventana, como Geiger en el campo de tiro.

Después se volvió hacia el tapiz y estuvo un rato escogiendo sitio. Pronto lo encontró. Andrei se quitó los zapatos, se subió al sofá y pegó la pistola a la pared con una mano. Apartó la cabeza lo más posible para ver el efecto. Era maravilloso. Bajó de un salto, corrió al recibidor en calcetines, sacó de un armario empotrado la caja de herramientas y regresó junto al tapiz.

Colgó la Mauser, después una Luger con mira óptica (con aquella Luger, Coxis había matado a dos miembros de las milicias el último día del Cambio) y comenzó a trabajar con un modelo de Browning de 1906, pequeña y casi cuadrada, cuando oyó una voz conocida a sus espaldas.

— Más a la derecha, Andrei, a la derecha. Y un centímetro más abajo.

— ¿Así? — preguntó Andrei, sin volverse.

— Así.

Andrei fijó la Browning, se bajó del sofá de espaldas y retrocedió hasta el escritorio, contemplando el resultado de su trabajo manual.

— Hermoso — apreció el Preceptor.

— Hermoso, pero es poco — dijo Andrei con un suspiro.

El Preceptor, pisando sin hacer ruido, se aproximó al armario, se agachó, registró y sacó un revólver Nagant del ejército.

— ¿Y éste? — preguntó.

— Falta la madera de la culata — dijo Andrei, con lástima —. Siempre me propongo comprarla, pero siempre se me olvida… — Se puso los zapatos, se sentó en el antepecho de la ventana, junto al escritorio, y encendió un cigarrillo —. Arriba, pondré las armas de duelo. Primera mitad del siglo diecinueve. Aparecen ejemplares bellísimos, con incrustaciones de plata, de las formas más asombrosas, desde las más pequeñas hasta las de cañón largo.

— Las Lepage — dijo el Preceptor.

— No, precisamente las Lepage son más pequeñas… Y más abajo, encima del sofá, podré las armas de combate de los siglos diecisiete y dieciocho…

Calló, imaginando cuan bello sería todo aquello. El Preceptor, agachado, seguía registrando en el armario. Tras la ventana, no lejos, zumbaba el cortacésped. Los pájaros gorjeaban y silbaban.

— Ha sido una buena idea colgar un tapiz aquí, ¿verdad? — dijo Andrei.

— Magnífica — dijo el Preceptor, levantándose. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las manos —. Pero yo pondría la lámpara de pie en aquel rincón, junto al teléfono. Y necesitas un teléfono blanco.

— No me corresponde un aparato blanco — dijo Andrei con un suspiro.

— No importa — respondió el Preceptor —. Cuando regreses de la expedición, tendrás uno blanco.

— Entonces, ¿mi decisión de partir es correcta?

— ¿Acaso tenías alguna duda?

— Sí — dijo Andrei, y apagó la colilla en el cenicero —. En primer lugar, no quería hacerlo. Simplemente, no quería. En casa todo va bien, vivo con comodidad, tengo mucho trabajo. En segundo, para ser sincero, me daba miedo.

— Vaya, vaya — dijo el Preceptor.

— De veras. ¿Puede usted decirme qué voy a encontrarme allí? ¡Lo ve! Nadie sabe nada. Las terribles leyendas de Izya, decenas de ellas, y nadie sabe nada. Bueno, están también los encantos de la vida de campaña. ¡Conozco bien esas expediciones! He participado en expediciones arqueológicas y de todo tipo…

Y aquí, como esperaba, el Preceptor intervino, con interés.

— Y en esas expediciones… cómo decirlo… ¿qué es lo más horrible, lo más desagradable?

A Andrei le encantaba aquella pregunta. Había preparado la respuesta desde mucho tiempo atrás, llegó a anotarla en una libreta, y posteriormente la había utilizado repetidas veces en conversaciones con diferentes chicas.

— ¿Lo más terrible? — repitió, para ganar tiempo —. Lo más terrible es esto. Imagínese: la tienda de campaña, de madrugada, estamos en un desierto, no hay nadie, aúllan los lobos, hay tormenta y cae granizo… — Hizo una pausa y miró al Preceptor, que lo escuchaba atentamente, inclinado hacia delante —. Granizo, ¿entiende? Del tamaño de un huevo de paloma… Y de repente, hay que salir a hacer una necesidad.

La tensa espera dejó lugar en el rostro del Preceptor a una sonrisa algo confusa, y después se echó a reír.

— Qué cómico — dijo —. ¿Se te ocurrió a ti?

— Sí — dijo Andrei, orgulloso.

— Qué listo, muy cómico — El Preceptor volvió a reírse, moviendo la cabeza a un lado y a otro. Después se sentó en el butacón y se dedicó a contemplar el jardín —. Os lo pasáis bien aquí en el Cortijo Blanco — dijo.

Andrei se volvió y también contempló el jardín. La vegetación iluminada por el sol, una mariposa sobre las flores, los manzanos inmóviles, y a unos doscientos metros tras las lilas, los muros blancos y el techo rojo del chalet vecino. Y Van, enfundado en su larga bata blanca, caminando lentamente, sin prisas, detrás de su cortacésped, mientras su pequeño hijo lo acompaña, agarrado a la pierna de su pantalón y dando pasitos cortos.

— Sí, Van ha conseguido la paz — dijo el Preceptor —. Es posible que sea la persona más feliz de toda la Ciudad.

— Es muy posible — asintió Andrei —. En todo caso, no diría lo mismo sobre el resto de mis conocidos.

— Sí, sobre todo con el círculo de conocidos con que cuentas ahora — objetó el Preceptor —. Van es una excepción entre ellos. Yo me limitaría a decir que, en general, es una persona que pertenece a otro círculo. No al tuyo.

— Sí — pronunció Andrei, pensativo —. Y eso que alguna vez recogimos basura juntos, nos sentábamos a la misma mesa, bebíamos de la misma jarra…

— Cada cual recibe lo que se merece. — El Preceptor se encogió de hombros.

— O aquello que persigue — masculló Andrei.

— Lo puedes enunciar de esa manera. Si quieres, es lo mismo. Van siempre quiso estar en el escalón inferior. Oriente es Oriente. No podemos entenderlo. Y vuestros caminos se separaron para siempre.

— Lo más divertido es que él y yo seguimos llevándonos bien — dijo Andrei —. Tenemos cosas de qué hablar, cosas que recordar. Cuando estoy con él nunca me siento incómodo.

— ¿Y él?

— No sé… — Andrei meditó unos momentos —. Pero lo más factible es que él sí se sienta incómodo. A veces me asalta de repente la impresión de que intenta con todas sus fuerzas mantenerse apartado de mí lo más posible.

— ¿Y eso es lo más importante? — dijo el Preceptor mientras se estiraba, haciendo crujir los dedos —. Cuando Van está sentado contigo bebiendo vodka, y recordáis cómo era antes, él descansa, reconócelo. Y cuando te sientas con el coronel a beber escocés, ¿alguno de vosotros descansa?

— De descanso, nada — balbuceó Andrei —. Nada… Sencillamente, necesito al coronel. Y él me necesita a mí.

— ¿Y cuando comes con Geiger? ¿Y cuando tomas cerveza con Dollfuss? ¿Y cuando Chachua te cuenta nuevos chistes por teléfono?

— Sí — dijo Andrei —. Es así. Exactamente.

— Creo que sólo conservas tus anteriores relaciones con Izya, y esporádicas…

— Exacto — respondió Andrei —. Y esporádicas.

— ¡No, es imposible hablar de descanso! — pronunció el Preceptor con decisión —. Imagínate: en este lugar está sentado el coronel, vicejefe del Estado Mayor general de vuestro ejército, un viejo aristócrata inglés de una distinguida familia. Y aquí está sentado Dollfuss, consejero de construcciones, que alguna vez fue un famoso ingeniero en Viena. Y su esposa, la baronesa, que procede de una familia de junkers prusianos. Y frente a ellos está Van, el conserje.

— Pues sí. — Andrei se rascó la nuca y soltó una risita —. Resulta una falta de tacto.

— ¡No, no! Olvídate de la falta de tacto, al diablo con eso. Imagínate que Van estuviera presente. ¿Cómo se sentiría?

— Entiendo, entiendo — dijo Andrei —. Entiendo… ¡Todo eso no es más que un delirio! Mañana lo llamaré, beberemos juntos. Maylin y Selma nos prepararán algo sabroso, y le regalaré un revólver de cañón corto, tengo uno sin gatillo…

— ¡Beberéis! — repitió el Preceptor —. Os contaréis algo de vuestras vidas, él tiene cosas que contarte y tú eres buen narrador, y además él no sabe nada sobre las ruinas de Pendjikent ni de Jarbaz. ¡Lo pasaréis muy bien! Hasta siento un poquito de envidia.

— Pues véngase con nosotros — dijo Andrei y se echó a reír.

— En mis pensamientos estaré con vosotros — respondió el Preceptor, riendo también.

En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Andrei miró el reloj: las ocho en punto.

— Seguro que es el coronel — dijo y se levantó de un salto —. Voy a abrirle.

— Por supuesto — dijo el Preceptor —. Y te ruego que, de aquí en adelante, no te olvides de que en la Ciudad hay cientos de miles de Van, pero sólo veinte consejeros.

Se trataba del coronel. Siempre llegaba exactamente a la hora establecida, y por lo tanto era el primero. Andrei lo saludó en el recibidor con un apretón de manos y lo invitó a pasar al estudio. El coronel vestía de civil. El traje gris claro le sentaba maravillosamente, sus cabellos canosos y ralos estaban peinados con cuidado, sus zapatos brillaban, al igual que las mejillas, prolijamente afeitadas. Era más bien bajito, flaco y de buen porte, pero a la vez se le veía relajado, sin esa rigidez tan característica de los oficiales alemanes, de los que había muchísimos en el ejército.

Al entrar en el estudio se detuvo frente al tapiz, y con las manos resecas y delgadas entrelazadas a la espalda estuvo contemplando aquella maravilla púrpura en general, y las armas exhibidas sobre aquel fondo, en particular.

— ¡Oh! — dijo y miró a Andrei con aprobación.

— Siéntese, coronel — dijo Andrei —. ¿Un habano? ¿Whisky?

— Muchas gracias — dijo el coronel, tomando asiento —. Unas gotas de estimulante no vendrían mal. — Se sacó la pipa del bolsillo —. Hoy ha sido un día absurdo. ¿Qué ha ocurrido en la plaza? Me dieron la orden de poner el cuartel en situación de alerta.

— Algún idiota que fue a buscar dinamita al almacén — dijo Andrei, mientras buscaba algo en el bar —, y no encontró un lugar mejor para tropezar que debajo de mi ventana.

— Entonces ¿no ha habido ningún atentado?

— ¡Dios santo, coronel! — dijo Andrei, sirviendo el licor —. Al fin y al cabo, no estamos en Palestina.

El coronel soltó una risita burlona y tomó el vaso que le ofrecía Andrei.

— Tiene razón. En Palestina, semejantes incidentes no sorprendían a nadie. Por cierto, en Yemen tampoco.

— Entonces, ¿los han puesto en situación de alerta? — preguntó Andrei, sentándose frente al oficial con un vaso en la mano.

— Sí, imagínese. — El coronel bebió un sorbito, meditó un instante levantando las cejas, a continuación dejó el vaso con cuidado sobre la mesita del teléfono y se dedicó a llenar la cazoleta de la pipa. Tenía manos de anciano, de vello plateado, pero no temblaban.

— ¿Y cuál era la auténtica disposición combativa de las tropas? — preguntó Andrei, mientras bebía también un sorbito.

El coronel volvió a soltar una risita burlona y Andrei sintió un súbito ataque de envidia: tenía muchas ganas de aprender a reírse de esa manera.

— Eso es secreto militar — dijo el coronel —. Pero a usted, se lo voy a contar. ¡Fue algo horrible! No he visto una cosa así ni siquiera en Yemen. ¡En Yemen! ¡Ni entre los culonegros de Uganda! Faltaba la mitad de los soldados del cuartel. La mitad de los presentes compareció sin armas. Los que llegaron con armas no tenían municiones, porque el jefe del polvorín se llevó las llaves para trabajar su hora correspondiente en la Gran Obra…

— Espero que esté bromeando — dijo Andrei.

El coronel encendió la pipa, y mientras dispersaba el humo con la mano miró a su anfitrión con sus incoloros ojos de anciano. Tenía innumerables arrugas en torno a los ojos, y parecía reír.

— Quizá haya exagerado un poco, pero juzgue usted mismo, consejero. Nuestro ejército ha sido creado sin un objetivo definido, sólo porque una persona a la que ambos conocemos no concibe un estado organizado sin fuerzas armadas. Es obvio que, en ausencia de un adversario real, ningún ejército puede funcionar con normalidad. Se necesita por lo menos un adversario potencial. Desde el jefe del Estado Mayor general hasta el último cocinero, todo nuestro ejército está ahora imbuido de la idea de que todo este proyecto no es otra cosa que jugar a los soldaditos de plomo.

— ¿Y si suponemos que, de todos modos, existe un adversario potencial?

— ¡Entonces, señores políticos — contestó el coronel volviendo a sumirse en una nube de humo —, dígannos de quién se trata!

Andrei tomó otro trago de whisky y meditó unos momentos.

— Dígame, coronel, ¿el Estado Mayor general cuenta con planes operativos en caso de una invasión desde el exterior?

— Bueno, a eso yo no lo llamaría planes operativos. Imagínese, aunque sea, a su Estado Mayor general ruso en la Tierra: ¿cuenta acaso con planes operativos en caso de una invasión, digamos, procedente de Marte?

— Quién sabe — repuso Andrei —, estoy dispuesto a creer que hayan elaborado algo así…

— «Algo así» es lo que nosotros tenemos — explicó el coronel —. No esperamos una invasión desde arriba, y tampoco desde abajo. No consideramos la posibilidad de un ataque serio desde el sur, excluyendo, claro está, la posibilidad de que tuviera éxito una rebelión de los presidiarios que trabajan en los asentamientos, pero estamos preparados para ello… Queda el norte. Sabemos que durante el Cambio y con posterioridad a él, muchos partidarios del régimen anterior huyeron hacia el norte. Consideramos posible, al menos teóricamente, que ellos sean capaces de organizarse y de llevar a cabo algún acto diversivo, o incluso un intento de restaurar el viejo poder… — Inhaló profundamente, sacando un silbido de la pipa —. Pero, ¿qué tiene que ver el ejército en eso? Es obvio que, en caso de que alguna de estas amenazas se materialice, sólo se necesita la policía especial del señor consejero Rumer, y desde el punto de vista táctico, sólo se requiere crear un cordón sanitario.

Andrei quedó en silencio unos momentos.

— Entonces, coronel — dijo después —, ¿quiere decir que el Estado Mayor general no está listo para enfrentarse a una invasión desde el norte?

— ¿Habla de una invasión de marcianos? — dijo el coronel, pensativo —. No, no está preparado. Entiendo qué quiere decir usted. Pero no tenemos servicio de inteligencia. Simplemente, carecemos de datos al respecto. No sabemos qué ocurre a cincuenta kilómetros de la Casa de Vidrio. No contamos con mapas de las regiones septentrionales. — Se echó a reír, desnudando unos dientes largos y amarillentos —. El archivero de la Ciudad, el señor Katzman, puso a disposición del Estado Mayor general algo parecido a un mapa de esas regiones. Tengo entendido que fue él mismo quien lo confeccionó. Ese notable documento está guardado en mi caja fuerte. De él se saca la impresión de que el señor Katzman confeccionó esa carta mientras comía, y la manchó varias veces con sus bocadillos y le derramó el café encima.

— Sin embargo, coronel — dijo Andrei en tono de reproche —, mi consejería le entregó mapas bastante buenos.

— Sin duda, sin duda, consejero. Pero se trataba, sobre todo, de mapas de zonas habitadas de la Ciudad y de las regiones meridionales. Según el reglamento, el ejército debe mantener su disposición combativa en caso de desórdenes, y esos desórdenes pueden ocurrir precisamente en las zonas que hemos mencionado. De esa manera, el trabajo realizado por su consejería es indispensable, y gracias a usted, estamos preparados para enfrentarnos a desórdenes. Sin embargo, en lo tocante a una invasión… — El coronel negó con la cabeza.

— Si mal no recuerdo — dijo Andrei, con tono de misterio en la voz —, mi consejería no ha recibido ninguna solicitud del Estado Mayor general relativa a la cartografía de las regiones septentrionales.

El coronel lo miró unos instantes y la pipa se le apagó.

— Hay que decir — pronunció lentamente —, que esas solicitudes las enviamos directamente al presidente. Debo reconocer que las respuestas fueron del todo vagas… — Hizo otro silencio —. Entonces, consejero, ¿considera usted que, en bien de la causa, sería mejor si esas solicitudes se las enviáramos directamente a usted?

Andrei asintió.

— Hoy he comido con el presidente — contó —. Estuvimos hablando largo rato sobre este tema. Se ha tomado una decisión fundamental sobre la confección de mapas de las regiones septentrionales. Sin embargo, es indispensable la participación activa de especialistas militares. De oficiales operativos con experiencia… bueno, seguro que lo entiende.

— Lo entiendo — dijo el coronel —. Por cierto, ¿dónde consiguió esa Mauser, consejero? La última vez que vi semejante monstruo fue, si no me equivoco, en Batumi, en el año dieciocho…

Andrei se puso a contarle dónde y cómo había conseguido aquella Mauser, pero en ese momento se escuchó de nuevo el timbre de la puerta principal. Andrei se excusó y fue a abrir.

Tenía la esperanza de que se tratara de Katzman, pero contra todos sus deseos, el recién llegado era Otto Frijat, a quien Andrei no había invitado. Se le había pasado por alto. Siempre se le olvidaba Otto Frijat, aunque como jefe de administración y servicios de la Casa de Vidrio era una persona de enorme utilidad, quizá insustituible. Por cierto. Selma nunca se olvidaba de ello. Y, en esta ocasión, Otto le entregaba un curioso cestito, cubierto con una finísima servilleta de batista y un ramito de flores. Gentilmente, Selma le ofreció su mano y Otto la besó, chocando los talones y ruborizándose hasta las orejas con cara de total felicidad.

— ¡Ah, querido amigo! — lo saludó Andrei —. ¡Qué bien que has venido!

Otto seguía siendo el mismo. Andrei pensó en ese momento que, entre todos los viejos amigos, Otto era el que menos había cambiado. En realidad, no había cambiado en absoluto. Era el mismo cuello de pollito, las mismas orejas enormes, la misma expresión de constante inseguridad en su cara pecosa. Y los mismos talones que chocaban. Vestía el uniforme azul de la policía especial y llevaba la medalla cuadrada al mérito.

— Muchísimas gracias por el tapiz — dijo Andrei, pasándole la mano por encima de los hombros y llevándolo al estudio —. Ahora te enseño cómo ha quedado… Verás qué envidia te da.

Sin embargo, al entrar en el estudio, Otto Frijat no se dedicó a morirse de envidia. Vio al coronel.

Otto Frijat, cabo del Volksturm, sentía por el coronel Saint James algo parecido a la adoración. En presencia del coronel perdía el habla, su cara se convertía en una sonrisa inmóvil y estaba dispuesto a chocar los talones en cualquier momento, continuamente y cada vez con más fuerza.

Le dio la espalda al tan alabado tapiz, se puso firme, sacó el pecho, pegó las palmas de las manos a la costura de los pantalones, sacó los codos e inclinó la cabeza con tal fuerza al saludar que el crujido de sus vértebras cervicales se escuchó en todo el estudio. El coronel se levantó para saludarlo y le tendió la mano con una sonrisa condescendiente. En la otra mano tenía el vaso.

— Me alegro de verlo… — pronunció —. Es un placer saludarlo, señor… humm…

— ¡Cabo Otto Frijat, señor coronel! — chilló Otto fascinado, hizo una reverencia y rozó apenas los dedos del coronel —. ¡Es un honor presentarme ante usted!

— ¡Otto, Otto! — lo regañó Andrei —. Aquí nadie tiene grados.

Otto soltó una risita lastimera, se sacó el pañuelo del bolsillo y estuvo a punto de enjugarse la frente, pero en ese momento se asustó y comenzó a guardarse el pañuelo, sin encontrar el bolsillo.

— Recuerdo, en El Alamein — dijo el coronel, bonachón —. Trajeron a mi presencia a un cabo alemán…

Se oyó nuevamente el timbre en el recibidor, y Andrei, excusándose otra vez, salió dejando al infeliz Otto en poder de aquel león británico que lo devoraría.

Se trataba de Izya. Besó a Selma en ambas mejillas y mientras a petición de ella se limpiaba los zapatos y se pasaba un cepillo por la ropa, llegaron juntos Chachua y Dollfuss con su esposa. Chachua arrastraba a la mujer por el brazo, y sobre la marcha le contaba chistes, mientras Dollfuss, con una sonrisa pálida, los seguía a cierta distancia. Parecía especialmente gris, incoloro y de poca importancia en comparación con el exuberante jefe de la consejería jurídica. Llevaba en cada brazo un impermeable grueso, por si la noche enfriaba.

— ¡A la mesa, a la mesa! — los convocó Selma con su voz suave, dando palmaditas.

— ¡Querida! — protestó la señora Dollfuss con su voz de contralto —. Tengo aún que acicalarme un poco.

— ¿Para qué? — se asombró Chachua, haciendo girar sus ojos enrojecidos —. Semejante belleza, ¿tiene acaso que acicalarse? Según el artículo doscientos dieciocho del código de procedimiento penal, la ley lo impide…

Todos hablaban a la vez y Andrei no dejaba de sonreír. Junto a su oído izquierdo, Izya cloqueaba y se reía, contando alguna anécdota sobre el desorden universal en los cuarteles durante la alarma de combate ocurrida ese día, y junto al estirado Dollfuss hacía comentarios sobre los baños públicos y la tubería central del alcantarillado, que estaba a punto de atascarse si no se tomaban medidas. A continuación, todos entraron al comedor. Andrei los iba acomodando, y mientras lanzaba una serie continua de cumplidos y agudezas, vio de reojo cómo salía del estudio, sonriendo y guardándose la pipa en el bolsillo, el coronel. Solo. A Andrei se le encogió el corazón, pero al instante apareció el cabo Otto Frijat, que al parecer mantenía la distancia señalada en los reglamentos, cinco metros por detrás del de mayor graduación. Y, por supuesto, se oyó varias veces el choque de talones.

— ¡Vamos a beber, a divertirnos! — rugió Chachua con voz gutural.

Cuchillos y tenedores comenzaron a tintinear. Después de meter con cierto trabajo a Otto entre Selma y la esposa de Dollfuss, Andrei ocupó su asiento y recorrió la mesa con la mirada. Todo estaba en perfecto orden.

— ¡Imagínese, querida, en la alfombra quedó un agujero de este tamaño! ¡Eso fue en su huerto, señor Frijat, qué chico más guarro!

— Dicen que han fusilado a alguien delante de la formación, coronel.

— Y no olviden lo que les digo: el alcantarillado hundirá la Ciudad, precisamente el alcantarillado.

— ¡Tan hermosa, y una copa tan pequeña!

— Otto, querido, no cojas ese hueso… ¡Aquí tienes un buen pedazo!

— No, Katzman, eso es secreto militar. Me basta con los disgustos que me dieron los judíos en Palestina…

— ¿Vodka, consejero?

— Muchas gracias, consejero.

Y bajo la mesa, chocaban los talones.

Andrei bebió dos copas de vodka seguidas para coger impulso, comió con gusto y junto con todos los demás se puso a oír un brindis interminable y grosero de Chachua. Cuando finalmente quedó claro que el consejero de justicia levantaba su pequeñísima copa con enorme sentimiento no para regañar a los presentes por las perversiones sexuales enumeradas, sino sólo para brindar «por mis más malvados e implacables enemigos, contra los que llevo toda la vida combatiendo y que siempre me han derrotado, precisamente las mujeres», Andrei se rió aliviado junto a todos los demás y se echó al coleto la tercera copa. La esposa de Dollfuss, totalmente exangüe, hipaba y sollozaba, cubriéndose la boca con una servilleta.

Todos se emborracharon enseguida.

— ¡Sí, claro que sí! — se oía en el extremo más lejano de la mesa.

Chachua movía su enorme nariz sobre el espectacular escote de la esposa de Dollfuss, y hablaba sin hacer la menor pausa. La mujer suspiraba extenuada, lo apartaba con coquetería y recostaba su anchísima espalda sobre Otto, al que en dos ocasiones se le había caído el tenedor. Al lado de Andrei, Dollfuss había dejado en paz finalmente el alcantarillado y, presa de un entusiasmo inadecuado, contaba secretos de estado sin parar.

— ¡Autonomía! — tronaba, con voz amenazadora —. Es la clave para la au… auto… autonomía… ¡La clórela! ¿La Gran Obra? No me hagáis reír. ¿De qué puñeteros dirigibles están hablando? ¡Clórela!

— Consejero, consejero — Andrei intentaba hacerlo entrar en razón —. ¡Por Dios! ¡No hay necesidad de que se enteren todos! Mejor cuénteme cómo anda la construcción del edificio de los laboratorios…

Los criados retiraban la vajilla sucia y traían platos limpios. Los entrantes se terminaron, enseguida servían el boeufbourguignon.

— ¡Levanto mi pequeña copa…!

— ¡Sí, claro que sí!

— ¡Niño guarro! ¡Es imposible no amarlo! — Izya, deja en paz al coronel. Coronel, ¿quiere que me siente a su lado?

— Catorce metros cúbicos de clórela no significan nada. ¡Autonomía!

— ¿Whisky, consejero?

— Se lo agradezco, consejero.

En lo más ruidoso de la diversión, el rubicundo Parker apareció de pronto en el comedor.

— El señor presidente ruega que lo perdonen — comunicó —. Tiene una reunión urgente. Le manda un saludo cordial a la señora Voronin y al señor consejero, así como a todos sus invitados…

Obligaron a Parker a tomar un vaso de vodka, para lo cual hizo falta el más que insistente Chachua. Se brindó por el presidente y por el éxito de todas sus iniciativas. El nivel de voz bajó un poco, ya habían servido café con helado y licores. Otto Frijat, con ojos llorosos, se quejaba de sus fracasos sentimentales, mientras la esposa de Dollfuss le contaba a Chachua algo sobre su querida Konigsberg.

— ¡Claro que sí! — respondía éste, asintiendo con voz apasionada —. Lo recuerdo… El general Cherniajovski… Cinco días, arrasándolo todo a cañonazos…

Parker desapareció, afuera ya estaba oscuro. Dollfuss bebía una taza de café tras otra, y desplegaba ante Andrei proyectos fantasmagóricos de reconstrucción de los barrios septentrionales. El coronel le contaba un chiste a Izya.

— Lo condenaron a diez días por gamberrismo y a diez años de trabajos forzados por revelar secretos de estado.

— ¡Pero es un chiste viejo, Saint James, allá contaban eso de Jruschov! — respondía Izya mientras se reía, rugía y salpicaba de saliva a todos.

— ¡Otra vez la política! — se quejaba Selma, ofendida. Había logrado meterse entre Izya y el coronel, y el viejo militar le acariciaba paternalmente la rodilla.

De repente, la tristeza se apoderó de Andrei. Se excusó sin dirigirse a nadie, se levantó y, con las piernas entumecidas, se dirigió al estudio. Entró, se sentó en el antepecho de la ventana, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar el jardín.

Fuera reinaba la negra oscuridad, las ventanas del chalet vecino brillaban, iluminadas, más allá de las hojas negras de los arbustos de lilas. La noche era cálida, las luciérnagas se desplazaban por el césped.

«Y mañana, ¿qué? — pensó Andrei —. Me voy en esa expedición, exploro, traigo un montón de armas de allí, las limpio, las cuelgo… ¿y qué más?»

En el comedor seguían gritando.

— ¿Conoce éste, coronel? — se oía la voz de Izya —. El mando aliado promete veinte mil al que le traiga la cabeza de Chapaiev…

Y Andrei recordó al momento cómo terminaba el chiste.

— ¿Chapaiev? — preguntó el coronel —. Ah, el oficial de caballería ruso. Pero creo que más tarde lo fusilaron, ¿no?

— «Y por la mañana a Katia la despertó su mamá… — empezó a cantar Selma de repente con voz chillona —. Levántate ahora, Katia. Que los barcos no se irán…»

— «Yo te he traído flores… — la interrumpió el rugido de Chachua —. Ay, qué flores más bonitas… Pero tú no las has cogido… Dime por qué, por qué, por qué…»

Andrei cerró los ojos y de repente, con un agudo ataque de nostalgia, se acordó del tío Yura. Tampoco estaba allí Van… «¿Qué falta me hace ese idiota de Dollfuss?» Estaba rodeado de fantasmas.

En el sofá estaba Donald, con su sombrero tejano tan trajinado. Cruzaba una pierna sobre la otra y se agarraba la rodilla puntiaguda con los dedos de las manos, fuertemente entrelazadas. «Al marcharte, no te entristezcas, al venir no te alegres…» Y tras el escritorio se encontraba Kensi, en su viejo uniforme de policía, acodado allí, con la quijada reposando sobre el puño. Miraba a Andrei sin condenarlo, pero en aquella mirada tampoco había calidez. Y el tío Yura le palmeaba la espalda a Van, mientras le decía: «No importa, Vania, no te pongas triste, te haremos ministro, te moverás en limusina…». Y sintió un olor conocido, que le causaba una nostalgia insoportable, a tabaco negro, sudor saludable y aguardiente casero. Tomó aliento con dificultad, se frotó las mejillas entumecidas y volvió a contemplar el jardín.

En el jardín se erguía el Edificio.

Estaba entre los árboles, de manera sólida y natural, como si siempre hubiera estado allí y tuviera la intención de seguir estando hasta el final de los tiempos, rojo, de ladrillos, con sus cuatro pisos, y como aquella vez las ventanas del piso de abajo tenían bajadas las persianas y la azotea estaba cubierta por planchas de metal galvanizado, una escalera de cuatro escalones de piedra llevaba a la puerta principal, y junto a la única chimenea se elevaba una extraña antena en forma de cruz. Pero entonces todas las ventanas estaban a oscuras, y en alguna del piso inferior no había persiana, los cristales estaban muy sucios, rajados, sustituidos a veces por torcidas chapas de madera, otros con franjas de papel pegadas en cruz. Y no se oía la música solemne y fúnebre; del Edificio, como una niebla invisible, brotaba un silencio pesado y algodonoso.

Sin meditar ni un segundo. Andrei pasó una pierna al otro lado de la ventana y saltó al jardín, a la hierba blanda y tupida. Se acercó al Edificio espantando las luciérnagas, metiéndose cada vez más profundo en aquel silencio muerto, sin apartar los ojos del conocido picaporte de latón en la puerta de roble, sólo que ahora el picaporte no brillaba y estaba cubierto de manchas verdosas.

Subió al descansillo y miró a su alrededor. Por las ventanas bien iluminadas del comedor se veían sombras humanas que daban saltos extraños y se contorsionaban, se oía débilmente música bailable, acompañada aún por el tintineo de cuchillos y tenedores. Rechazó todo aquello con un ademán, se volvió y agarró el picaporte húmedo. El recibidor estaba en semipenumbra, el aire era húmedo y estancado, el colgador sobresalía en un rincón, desnudo como un árbol seco y muerto. En las escaleras de mármol no había alfombra ni varillas metálicas, sólo quedaban allí los aros verdosos, antiguas colillas amarillentas y un poco de basura indefinida sobre los peldaños. Pisando con fuerza, sin oír nada que no fuera sus pasos y su respiración, subió lentamente al piso superior.

El hogar, donde no habían encendido fuego desde hacía tiempo, olía a chamusquina rancia y amoníaco; algo se revolvía allí de manera casi inaudible. El enorme salón estaba igual de frío y junto al suelo soplaba una corriente de aire, desde el techo invisible colgaban unos trapos negros y polvorientos, las huellas de humedad brillaban en las paredes de mármol, al lado de unas manchas oscuras, sospechosas y desagradables. El oro y la púrpura habían desaparecido y los bustos de yeso, mármol, bronce y oro lo miraban con sus ojos ciegos y luctuosos a través de jirones de telarañas. El parqué chirriaba bajo los pies y cedía a cada paso, en el suelo sucio se veían cuadrados de luz lunar y un pasillo, en el que Andrei nunca había estado antes, se perdía a lo lejos. Y de repente, una manada de ratas pasó corriendo entre sus pies y desapareció entre chillidos y empujones por el pasillo hasta desaparecer en la oscuridad.

«¿Dónde están todos ellos? — pensó Andrei mientras avanzaba por el pasillo —. ¿Qué les ha ocurrido? — pensó, mientras descendía a las entrañas silenciosas del Edificio por una escalera metálica que retumbaba —. ¿Cuándo habrá ocurrido?», pensó mientras pasaba de una habitación a otra, aplastando bajo los pies trozos de revoque, pedazos de vidrio y fango cubierto por pequeñas colinas de moho. Se percibía el olor dulzón de la descomposición, en algún lugar se oían caer gotas de agua, una tras otra, y en las paredes sin tapizar había enormes cuadros oscuros en los que no se podía distinguir nada.

«Aquí ahora, eso se quedará así para siempre — pensó Andrei —. Qué habré hecho yo, qué habremos hecho para que ahora este lugar se quede así por siempre. No volverá a cambiar de ubicación, permanecerá eternamente en este sitio, se pudrirá y se destruirá como cualquier casa vetusta y, finalmente, lo arrasarán con bolas de hierro, quemarán la basura y los ladrillos calcinados serán llevados al basurero. ¡No queda ni una voz! En general, ni un sonido, sólo las ratas desesperadas chillan por los rincones.»

Vio un enorme armario sueco con una puerta de persianas, y recordó que tenía un armario igual en su pequeña habitación, seis metros cuadrados con una ventana que daba a un patio interior, junto a la cocina. El armario estaba lleno de periódicos viejos, de carteles enrollados que su padre coleccionaba antes de la guerra, y de otros papeles inútiles… Y cuando la ratonera le destrozó el hocico a una enorme rata, el animal había logrado esconderse en aquel armario y durante mucho tiempo estuvo allí revolviéndose, y por las noches Andrei temía que le cayera en la cabeza. Una vez cogió unos binoculares, y desde lejos, desde el antepecho de la ventana, vigiló qué ocurría allí entre los papeles. Lo que vio (o lo que le pareció ver) eran unas orejas que asomaban, una cabecita gris y, en lugar del hocico, una burbuja enorme, brillante, como lacada. Fue tan horrible que huyó de un salto de su habitación y estuvo largo rato sentado sobre un cofre en el pasillo, sintiéndose débil y con ganas de vomitar. Estaba solo en el piso, no tenía que avergonzarse ante nadie, pero su terror lo avergonzaba y finalmente se levantó, fue al salón y puso «Río Rita» en el fonógrafo. Y a los pocos días, en su habitación pequeña apareció un olor nauseabundo y dulzón, exactamente igual que aquí.

En un salón abovedado, profundo como un pozo, encontró de modo inesperado un enorme órgano con su fila de tubos metálicos, muerto desde hacía tiempo, frío y mudo como un cementerio abandonado de música. Y junto al órgano, al lado del sillón del organista, yacía hecho un guiñapo un hombrecito, envuelto en una manta harapienta, y junto a su cabeza brillaba una botella vacía de vodka. Andrei se dio cuenta de que todo había terminado definitivamente y se apresuró en busca de la salida.

Al bajar a su jardín vio a Izya, que estaba muy borracho, y particularmente alborotado y desaliñado. Estaba de pie, balanceándose, con una mano apoyada en el tronco de un manzano, mirando el Edificio. Sus dientes, que asomaban en su sonrisa inmóvil, brillaban en la semipenumbra.

— Es todo — dijo Andrei —. El final.

— ¡El delirio de la conciencia perturbada! — masculló Izya, confuso.

— Sólo hay ratas — dijo Andrei —. Podredumbre.

— El delirio de la conciencia perturbada — repitió Izya y soltó una risita.

Загрузка...